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A medida que la órbita de la gira se alejaba más de Nueva York y Boston, y llegaba a Filadelfia, Baltimore, Washington, Hartford y Providence, George Dolby y sus sufridos agentes de ventas viajaban con frecuencia por delante del resto del equipo para organizar las ventas y allanar el camino.

En todo ese tiempo, Tom nunca protestó contra las restricciones impuestas a sus deberes. Estaba más preocupado por el hecho de que se hubiera permitido que Louisa Parr Barton se fuera sin hacerle un interrogatorio o un concienzudo registro de su bolso. Por lo menos, que Dickens viajara a ciudades más pequeñas se lo pondría más difícil a la mujer íncubo, ya que parecía una criatura de ciudad. Mientras realizaba sus tareas, acarrear los equipajes entre las estaciones de ferrocarril y los hoteles, Tom mantenía los ojos muy abiertos, que era más de lo que estaban haciendo todos los otros. Su padre le había enseñado en Ross que lo importante no eran las tareas que a uno le han encomendado, sino cómo las cumplía.

En Syracuse su alojamiento era un lugar sombrío que parecía haber sido construido el día anterior, como pasaba con toda la ciudad, y para desayunar les sirvieron algo que tenía el aspecto de un cerdo viejo. Henry Scott se sentó en el salón y rompió a llorar mientras George intentaba reclutar un batallón de emergencia para limpiar el pasillo del piso en el que se alojaba.

Entre Rochester y Albany, el país entero parecía estar bajo el agua a causa de la furiosa tormenta que había arrastrado la nieve y el hielo de la noche a la mañana. Tuvieron que quedarse toda la noche en una región desolada que llevaba el nombre de Utica. Hasta los postes de telégrafo se habían derrumbado y flotaban como mástiles de un barco naufragado, imposibilitando por completo cualquier clase de comunicación con el teatro de la siguiente lectura.

Cuando se encontraron a una distancia prudencial de Albany, recorrieron la extensión inundada que les separaba de su hotel a bordo de un barco de palas. Puentes rotos y vallas se cruzaban en su camino junto a bloques de hielo.

Entretanto el bote navegaba contra la corriente, Tom se preocupaba por Dickens. Durante su viaje a través de los Estados Unidos Tom había presenciado en múltiples ocasiones la repetición de los repentinos ataques de pánico de Dickens mientras se encontraban en el vagón de un tren o en un ferry, o en algo que el escritor no tenía la capacidad de detener en caso de emergencia. Con la costumbre, los ataques ya no les sobresaltaban, pero seguían creando una angustiosa imagen de terror interno. No era raro que Dickens le dijera «Más despacio, por favor» al conductor del carruaje una y otra vez hasta que se desplazaban a la velocidad de un paseo a pie.

Flotando sobre la aparentemente interminable extensión de agua, Dickens sacó su reloj cronómetro para ver si eran capaces de mantener el horario previsto. Era posible que el público con entrada no pudiera llegar al teatro, pero para Dickens eso no era lo importante; para él, la puntualidad era una cuestión de principios y de autodominio. Sacudió el reloj.

—Es algo extraordinario, señores —dijo—. Mi reloj siempre ha llevado la hora a la perfección y se podía confiar en él a ciegas, pero desde el momento de mi desgracia en el tren, hace tres años, no ha vuelto a funcionar correctamente. El recuerdo de Staplehurst sigue aumentando, en lugar de suavizarse. Persiste una vaga sensación de pánico que no tengo el poder de controlar, que llega y pasa, pero no puedo evitar que aparezca. Un momento, ¿qué es eso? —preguntó Dickens al guía, un maestro de obra. Delante de ellos, un tren entero flotaba en el agua.

—Un tren de mercancías atrapado por la inundación. Vacas y ovejas. Los hombres pudieron salir, pero supongo que el ganado deberá perecer. Empezarán a comerse unos a otros en un par de días, supongo yo.

Dickens se volvió hacia él con una mirada feroz.

—Eso es lo que hacen los animales estúpidos cuando se mueren de hambre, señor Dickens —continuó el maestro nervioso.

Dickens se quedó mirando fijamente al tren abandonado que se balanceaba arriba y abajo en las inmundas aguas. Cuando pasaron a su lado escucharon gritos y gemidos de su interior; sonaba como una catástrofe humana.

—No morirán —dijo Dickens con calma y luego se desplazó a la proa del pequeño barco—. Ni uno solo de ellos. Vuelva atrás. Hacia allí.

—Pero, señor, mis órdenes estrictas son llevarle a tiempo a Albany para… —intentó protestar el guía.

—Usted no ha dicho nada, ¿verdad? —le preguntó Dickens echando fuego por los ojos.

—Supongo que no, señor —respondió después de comprobar lo que le decían las miradas del resto del equipo a bordo.

—En Albany pueden esperarnos —dijo el escritor—. ¡Que todo el mundo reme en dirección al tren, y sin escatimar esfuerzos! ¡Hoy vamos a emular a Noé!

Tras un esfuerzo de varias horas, lograron liberar a las ovejas y las vacas para que nadaran hasta la tierra y llevaron a los animales más débiles hasta una buena distancia de la orilla para que estuvieran a salvo hasta que les llevaran comida. Todo el tiempo, a pesar de que se puso a nevar y granizar, Dickens animó y espoleó a hombres y bestias con tal entusiasmo que hasta el guía arrimó el hombro en el rescate de un escuálido ternero.

Entre infortunios llegaron a Albany. En el hotel, Dickens se sentó enfrente de la chimenea acercando el sombrero al calor del fuego. Era casi un trozo de hielo sólido, lo mismo que su barba. Intentó soltarse la chalina pero estaba congelada y pegada al cuello de la camisa.

Al empezar el año nuevo, la mayor parte de los componentes de la plantilla se encontraban horriblemente enfermos. Tom era uno de los pocos que conservaban una buena salud y Dickens cada vez dependía más de él, ya que la salud del escritor continuaba oscilando entre la efusividad y la fragilidad. En una de las lecturas, los asistentes que habían acudido a escuchar Nickleby y La fiesta del señor Bob Sawyer recibieron el siguiente aviso: «El señor Dickens ruega su indulgencia por un severo resfriado, pero espera que sus efectos no sean perceptibles al cabo de unos minutos de lectura». La primera cláusula la habían redactado Dolby y un médico; la segunda, el Jefe. Aparte de sus pequeños desayunos, Dickens empezó a limitarse a comer un huevo batido con jerez antes de cada lectura y otro en el intermedio, que Henry tenía preparado y listo en su camerino.

Para entonces, Osgood había terminado de poner en práctica la idea de su aprendiz Daniel de hacer versiones «especiales» condensadas de las lecturas, delgados volúmenes que Fields, Osgood & Co. vendía por veinticinco centavos en la entrada de los teatros.

—Ya no necesitamos espantar a los bucaneros de nuestras lecturas, señor Branagan —le dijo Osgood cuando Fields y él fueron a la estación para despedir al grupo—. La idea del señor Sand ha funcionado exactamente como lo planeamos.

—¡Ese chico está en camino de ascender a oficial en nada de tiempo! —dijo Fields felicitando a Osgood por la innovación—. No se parece a ninguno de los aprendices que yo pueda recordar.

De camino a Filadelfia, Tom se vio obligado a jugar a las cartas con el Jefe mientras Henry Scott dormitaba con las piernas fuertemente entrelazadas para que su bota no estuviera disponible cuando algún grosero americano escupiera el tabaco. Dickens, como siempre que estaban en un tren, tenía la petaca abierta a su lado. Cada pocos minutos, a Henry se le caía la cabeza a un lado y luego la levantaba con gran dignidad, como si hubiera estado bien despierto todo el rato.

—A nadie le gusta dormir en público de esa manera —le dijo Dickens a Tom—. Por lo general, yo nunca lo hago. Una partida de cartas es una buena manera de mantenerte activo y despierto. El coraje te mantiene despejado.

Dickens, que tal vez encontraba a Tom demasiado callado, parecía conformarse con hablar por los dos mientras jugaban.

—Es imposible decir todo lo que ha cambiado este país. La última vez que fui a Filadelfia, hace veinticinco años, recuerdo que prácticamente toda la ciudad se presentó en el hotel con la intención de entrevistarse conmigo. Hasta el último mono, y Edgar… Edgar Allan Poe, quiero decir. Nunca hubo ni rey ni emperador en la Tierra tan acosado por las multitudes como lo fui yo en Filadelfia.

—¿Ha dicho Edgar Allan Poe, Jefe? —preguntó Henry, cuya cabeza al desplomarse había vuelto bruscamente a la consciencia. El ayuda de cámara quedaba profunda mente impresionado cada vez que se mencionaba el nombre de cualquier persona famosa, sobre todo si había muerto—. Poe escribía cuentos siniestros y fantasmagóricos —dijo Henry a Tom como aparte didáctico—. Luego se murió.

—También era poeta —dijo Dickens—, como solía recordarme a menudo. Le hablé un poco de nuestro querido cuervo Grip, que murió tras comerse parte de nuestras escaleras de madera. También hablamos de la penosa situación de las leyes de derechos para los autores que no recibían un céntimo mientras los editores piratas se enriquecían con ediciones espurias. Poe escribía entonces cuentos de «raciocinación», o sea, de misterio, igual que yo. También hablé con Poe…, sí, lo recuerdo a la perfección, como si hubiera sido ayer…, del Caleb Williams de William Godwin, una obra que ambos admirábamos.

—Yo leí esa novela en un solo día —dijo alegremente Henry.

Dickens continuó.

—Le dije a Poe que conocía la peculiar forma en que se había redactado, que Godwin había escrito primero la captura de Caleb. Sólo entonces se planteó cómo se había llegado a eso y escribió la primera mitad del libro después. Poe me dijo que también él escribía sus historias de raciocinación hacia atrás. Deseaba más que nada que llegara a considerarle un espíritu afín y así intentara conseguirle editor en Inglaterra, lo que luego hice, aunque no lo logré, con Fred Chapman. En aquel momento nadie había oído hablar de Poe y publicar escritores americanos era una aventura arriesgada. Él estaba convencido de que los europeos le apreciarían más que los americanos. Después de eso, el pobre Poe se enfadó conmigo, miserable criatura —Dickens pareció arrepentirse inmediatamente de haber dicho aquello—. Era un hombre desilusionado, que vivía muy pobre. Puede que haya sido mi estado de ánimo, o el nerviosismo, o no sé qué otra cosa, lo que me haya hecho pensar en él ahora.

A las dos lecturas de Filadelfia les siguieron cuatro en Washington y otras dos en Baltimore. A la primera de Washington asistieron congresistas y los embajadores de casi todos los países, al igual que un perro perdido que se le coló a la policía de la puerta y se puso a aullar durante la lectura. El presidente Johnson asistió a todas las lecturas de Washington e invitó a Dickens y Dolby a la Casa Blanca el día del cumpleaños del escritor, aunque la enfermedad de Dickens había empeorado. Después de aquella visita Dickens estaba persuadido de que Andrew Johnson saldría bien parado a pesar de los rumores de fracaso por intentar la reconciliación con los estados del sur a través de un Congreso hostil.

—He ahí a un hombre que tendrán que matar si quieren quitárselo de en medio —le comentó Dickens a Dolby más tarde.

Dolby abandonó pronto Washington para dirigirse a Providence a organizar la venta de entradas, mientras los demás se iban a Baltimore antes de regresar a Filadelfia. Durante uno de los trayectos más largos en tren, con todo el grupo agotado, Dickens se despertó de un profundo y agitado sueño.

—¿Por qué sonríes, muchacho? —le preguntó a Tom, que estaba sentado frente a él.

—Se ha quedado dormido —dijo Tom sin perder su amable sonrisa.

Dickens lo pensó un momento.

—¡Sí, señor! Y supongo que me vas a decir que tú no has cerrado los ojos.

En Baltimore, seguramente instigado por las duras palabras que había pronunciado en el tren a Filadelfia, Dickens localizó a Maria Clemm, la suegra de Edgar Allan Poe, que vivía de la caridad del estado.

—Él murió en este mismo edificio —le dijo la anciana cuando la llevaron al patio de la Casa de Misericordia donde el escritor la esperaba acompañado de Tom—. Entonces era un hospital. ¿Era usted amigo de Eddie? ¿Sabe usted lo que pasó? —preguntó con aire ausente. El celador ya le había explicado quién era, pero ella lo había olvidado.

—Soy un hermano escritor. Todo autor, mi querida señora Clemm, todo poeta y todo editor han sabido de su desesperación —dijo Dickens con mucha delicadeza. Le suplicó que aceptara 150 dólares para sus cuidados.

Dolby volvió a reunirse con el resto del grupo en Filadelfia la noche de la última lectura en esta ciudad. El representante había dejado de dirigir intencionadas miradas de furia a Tom por la debacle de Nochebuena; a cambio, simplemente le ignoraba. En ese momento Dolby ya tenía bastantes preocupaciones. El anuncio de prensa que notificaba la lectura de Hartford decía equivocadamente que el acto duraría dos minutos y que los asistentes debían llegar por lo menos diez horas antes a ocupar sus localidades.

Dickens se limitó a reír, pero le sorprendió ver a Dolby tan furioso por el anuncio.

—Mi querido Dolby —dijo Dickens ofreciéndole una silla con un gesto—. Hoy parece encontrarse fuera de sus casillas. No se tome demasiado en serio a la prensa. Caramba, si dependiendo de qué periódico se lea mis ojos son azules, rojos y grises, y al día siguiente se asegura que soy francmasón. Fíjese que yo solía sufrir intensamente al leer las críticas sobre mis libros, antes de hacer un solemne pacto conmigo mismo de no volver a leerlas, simplemente, y nunca he roto esa norma. Sin lugar a dudas, soy mucho más feliz desde entonces, y desde luego no he perdido sabiduría.

El representante sacudió la cabeza sombríamente y tomó asiento.

—Los periódicos pueden hacer conmigo lo que quieran, Jefe. ¡Que me llamen cabeza de chorlito y todo lo demás! No quería preocuparle, pero recibí la visita de un recaudador de impuestos que nos reclama el cinco por ciento de todo lo recaudado en América.

—¡El cinco por ciento! —exclamó Dickens—. ¿Puede hacer eso?

—¡No! Pero amenaza con confiscar las entradas y todas nuestras propiedades y encerrarnos en prisión si intentamos salir del país. He escrito algunas cartas a abogados de Nueva York, pero están tardando mucho en responder.

—¡Lo que hay que oír! —Dickens intentó mantener el espíritu en alto—. Bueno, hicimos amigos en Washington, ¿no?

—¡Prácticamente la totalidad de la clase política asistió a sus lecturas!

—Apostaría a que estarán encantados de utilizar su influencia para librarnos de esta monserga, ¿no le parece? Viaje usted otra vez allí.

Como le había sido ordenado, Dolby volvió a Washington durante un día. Cenó con el delegado de la Agencia Tributaria del Gobierno Federal, quien confirmó que las lecturas de Dickens se consideraban ocasionales y, como tal, exentas.

—Siempre tendremos recaudadores sin escrúpulos, algún elemento perturbador aquí y allá por el departamento —le dijo el delegado a Dolby en tono de disculpa mientras escribía una carta en la mesa—. Caramba, si hasta el Congreso tuvo que investigar la tendencia de algunos de nuestros hombres a hacer…, en fin, proposiciones poco caballerosas a las nuevas auxiliares femeninas del Tesoro. Llévese esta carta mía, señor Dolby. Ella debería acabar con el abuso. Verá, muchos de los recaudadores de los estados del este son irlandeses y sufren de una gran anglofobia. Tenemos la esperanza de aclararles las cosas con visitas como la suya de nuestros primos ingleses.

Dolby regresó inmediatamente a Boston para asistir a la cena del sábado que habían organizado en honor de Dickens y él los Fields, donde se sintieron como si hubieran vuelto a casa en comparación con sus recientes vidas errantes.

Antes de la comida dieron un largo paseo por Boston. El afable señor Osgood les fue enseñando lugares de interés. Estaban construyendo mucho. El edificio Sears, que en aquel momento era un amasijo de pilares de piedra, polvo y andamios, se decía que iba a ser un gran palacio de oficinas y tiendas con siete pisos de altura.

—Allí —dijo Osgood señalándolo— se instalará el primer ascensor de vapor de Boston cuando se termine el edificio. Fíjense, dicen que aquí es donde irá.

En el centro de cada planta del edificio en construcción se había dejado un hueco y en el fondo del todo se veía un cuarto de máquinas con una bomba de vapor conectada a una serie de tuberías que se extendían hasta lo más alto del edificio. Junto a éste, tumbada sobre un costado, había una cabina de ascensor profusamente decorada, como un pequeño salón.

—Dicen que dentro de poco —comentó Osgood— nadie usará las escaleras y preservaremos las vidas de las cincuenta personas que mueren al año al caer por los huecos. Sólo me pregunto si en Boston no estarán cambiando las cosas demasiado deprisa para comprenderlas. Nos moveremos todos arriba y abajo gracias al vapor.

—Cualquier político con eso en su programa tiene asegurado mi voto —dijo Dolby, que era abiertamente contrario a caminar tanto como le exigían Boston y Dickens.

A la cena que aquella noche ofrecieron los Fields se sumó también Ralph Waldo Emerson, que había venido desde Concord. Al contrario que la mayoría de los representantes literarios de Cambridge (Longfellow, Lowell, Holmes), Emerson sólo parecía estar ligeramente interesado en Dickens como hombre y menos todavía en Dickens como escritor. Sin embargo, el sabio de Concord no pudo contener la risa ante la interpretación de Dickens de una antigua balada irlandesa (Chrush ke lan ne chouskin!) con la que el escritor deleitó al grupo mientras tomaban el ponche que Dickens había preparado para el grupo; la risa de Emerson, en contra de su filosofía, parecía dolerle.

Hubo otras cuantas caras sombrías en la cena que, como una fuerza imperceptible, extendieron un nubarrón oscuro sobre la frivolidad. Esas caras pertenecían a políticos de alto nivel de Massachusetts que insistían en que, tras la irreflexiva destitución del secretario de Guerra por parte del presidente Johnson, la moción de censura era poco menos que inevitable. Los líderes del Congreso se pasaron la noche haciendo reuniones secretas. El caos flotaba en el aire.