Boston, 24 de diciembre de 1867
De nuevo en el hotel Parker House, en el salón de la habitación de George Dolby, Tom Branagan se encontraba en estado de postración. Dolby le había sentado en una desgastada silla de roble de cara a la chimenea, que estaba enmarcada en calcetines de Navidad y muérdago; era un castigo cruel verse obligado a contemplar cómo caían las cenizas del hogar una a una cuando había tanto que hacer. Tom tenía el pensamiento fijo en la mujer que había provocado todo aquello. Le ardían las entrañas, no tanto de rabia como de deseo de conocer la verdad. De repente, todos los detalles de ella que era capaz de recordar cobraban importancia. De repente, el año nuevo entrante le parecía premonitorio.
Dolby paseaba de un lado a otro de la habitación y James Osgood, allí presente para personificar debidamente la indignación de la firma editorial que patrocinaba la gira, se sentaba en diagonal a Tom. Los regalos de Navidad que los admiradores dejaban en el hotel para Dickens, y que no cabían en las habitaciones del novelista, estaban amontonados descuidadamente bajo los muebles.
La atención de Tom regresó al presente. Dolby estaba gritando:
—No sé qué decir. ¿Acaso no…?, recuérdemelo, por favor, puede que me esté fallando la memoria, ¿acaso no le di instrucciones precisas de que se olvidara de ese juego del escondite con la intrusa del hotel después del incidente? No tengo más remedio que deducir que cometí un error al confiar en usted, muchacho, empujado por mi fidelidad a su padre. ¿Es esto un despliegue de su excitabilidad celta?
—Señor Dolby, por favor, comprenda que… —intentó interrumpir Tom.
—Tiene usted suerte de que el señor Fields posea tanta influencia política como tiene y haya elegido utilizarla en su favor, señor Branagan —intervino Osgood.
Dolby siguió enumerando las ofensas:
—Acosa a una dama, a una elegante dama de sangre azul, en el teatro, arma un escándalo y le roba el protagonismo al gran éxito del señor Dickens. Y por si todo eso no fuera bastante malo, ¡encima en Nochebuena! Bastante tiene que soportar ya el jefe en este momento con la gripe y teniendo que pasar las vacaciones alejado de su familia. ¡Y lo que dirá la prensa cuando se enteren!
—Sus irresponsables actos han estado a punto de dar al traste con toda la gira de lecturas ante la opinión pública, señor Branagan —dijo Osgood—. La futura reputación de nuestra editorial está en juego.
Tom sacudió la cabeza.
—Esa mujer es peligrosa. Lo siento en el corazón y en los huesos. ¡No deberían haberla soltado y tenemos que decir a la policía que la busque!
—Una mujer —gritó Dolby—. ¡Pretende que parezca que Charles Dickens le tiene miedo a una mujer! Esa mujer, por cierto, se llama Louisa Parr Barton, y su marido es un reconocido diplomático y gran erudito de la historia europea. Pertenece a una rama americana de la familia Lockley de Bath.
—¿Demuestra eso que esté cuerda o tenga buenas intenciones? —preguntó Tom.
—Tiene razón —respondió Osgood—. Entienda, señor Branagan, que la señora Barton es conocida por sus excentricidades y no es bien recibida en muchas casas de la alta sociedad de Boston y Nueva York debido a su extraño comportamiento. Algunos dicen que el señor Barton se casó principalmente por emparentar con el apellido familiar y que ella nunca ha logrado dominar las labores de la casa ni ser un ama adecuada para con los criados. Otros dicen que Barton se enamoró locamente de ella. Sea cual sea la verdad, él pasa la mayor parte del tiempo viajando. Se rumorea que habría sido nombrado nuestro embajador en Londres de no ser por el comportamiento de su mujer. Desde que le dio una bofetada en la cara al príncipe de Gales cuando le fue presentada, se le ha prohibido que acompañe al señor Barton en sus viajes.
—Por eso puede hacer lo que le da la gana aquí —dijo Tom.
Osgood asintió.
—Con su marido fuera, ella está sola y libre con sus comportamientos extraños y su dinero. Es inofensiva.
—¡Le pegó a una anciana en el hotel Westminster! —adujo Tom.
—No lo podemos probar. ¿No se da cuenta de que pisa terreno poco firme, Branagan? —respondió Dolby—. ¿Qué le impulsó a usted a hacerlo?
—Tal vez hable más de lo que corresponde a mi posición, pero actué por instinto —respondió Tom.
Dolby volvió a sacudir la cabeza.
—Habla y actúa usted más de lo que corresponde a su posición, Branagan. La policía de Boston no tenía más alternativa que dejarla en libertad.
—¿Y qué me dice del hecho de que se colara en la habitación del señor Dickens, señor Dolby?
—Bueno, ¿y qué si fue ella? Podríamos darle un cachete, hacer que la policía le ponga una multa, ya que nunca amenazó al jefe ni se llevó ninguna de sus pertenencias. Salvo una almohada del hotel, ¡por lo que el más severo de los jueces ordenaría a esta aristócrata bostoniana que pagara un dólar!
—Creo que podría ser quien se llevó el diario de bolsillo del Jefe —señaló Tom.
—¿Y qué pruebas tiene usted? —preguntó Dolby esperando una respuesta que no llegó—. Eso creía. Y, además, ¿para qué iba a querer un viejo diario?
—Para enterarse de detalles privados —insistió Tom—. Señor Dolby, sólo estoy pensando en la protección del Jefe.
—¿Quién le ha pedido que lo haga? —preguntó Dolby.
—Usted me indicó que estuviera a su servicio —respondió Tom.
—Pues bien, lo ha llevado demasiado lejos —dijo Dolby—. Y no va a seguir haciéndolo.
Osgood dio un largo trago de ponche, sacudió la cabeza con tristeza y añadió un comentario con aire pensativo:
—Dice usted que actuó por instinto. Los hombres como el señor Dolby y yo mismo actuamos por lo que es correcto y apropiado, lo que está dentro de las normas. Lo que es más seguro para la gente que pone su confianza en nosotros. Si pudiéramos, señor Branagan, estaríamos tentados de enviarle de vuelta a Inglaterra. Pero eso atraería la atención de los periódicos.
—En lugar de eso —terció Dolby con la voz de un padre severo—, a partir de este momento su labor será estrictamente la de mozo de carga, para lo que fue contratado. Se quedará en el hotel, a no ser que se le indique otra cosa, y realizará las tareas que se le asignen. Cuando regresemos a Ross ya decidiré su futuro. Si no hubiera pagado tres guineas por su librea, ahora mismo le pondría de patitas en la calle.
Tom, desinflado, clavó la mirada en la chimenea de mármol.
—¿Y el Jefe? ¿Está de acuerdo con esto?
—¡Preocúpese usted de sus propias circunstancias! El Jefe estará perfectamente a nuestro cargo, muchas gracias, señor Branagan —dijo Dolby desdeñoso.
—Sin duda —añadió Osgood—. Nos encargaremos de que el señor Dickens esté bien ocupado mientras acabamos de solucionar las cosas con las autoridades, de manera que no se les preste más atención a sus temores, señor Branagan. De hecho, ya he reclutado a Oliver Wendell Holmes para que le enseñe los lugares de interés de Boston. Si hay alguien que pueda distraer a un hombre hasta el aturdimiento, ése es el doctor Holmes.
Después de que Dolby acompañara a la puerta a Osgood, un camarero le paró en el camino de vuelta.
—¿Señor Dolby? Hay un caballero abajo que quiere verle… Un asunto urgente.
—Son las diez de la noche y es Nochebuena —señaló Dolby sacando el reloj de su chaleco—. Las diez y media, en realidad, y llevo desde las seis de la mañana corriendo por la ciudad solucionando problemas. ¿Ha enviado una tarjeta el visitante?
—No, señor. Sin embargo, utilizó las palabras muy urgente. Yo diría que, por su aspecto, parecía ser algo verdaderamente urgente.
Menuda urgencia. Probablemente sería otro desconocido que necesitaba entradas para alguna de las lecturas con aforo completo para sus hermanas, tías o esposas ciegas, sordas o mudas. «Escritores americanos muy conocidos» de los que Dickens no había oído hablar nunca escribían solicitando un pase gratuito, en primera fila, para honrar la visita de Dickens a la ciudad como se merecía, más otros cinco para sus amigos, si eran tan amables.
En el bar de la planta baja Dolby buscó entre las caras la del misterioso visitante. Un hombre se distinguía entre todos. Las manos rígidamente cruzadas sobre el pecho. Una cara gruesa, juvenil, pero recorrida por cicatrices y vetas grises en la barba. Era bajo, pero tenía una constitución robusta que podría calificarse de fornida, con una presencia imponente. Saludó a Dolby con la mano.
—Me temo, amigo mío —empezó Dolby su discurso amable pero distante—, que ya hemos vendido todas las entradas para las próximas lecturas. Puede volver a intentarlo en la próxima serie de lecturas que hemos organizado para que puedan asistir más oyentes.
El hombre le entregó una pila de documentos y una placa.
—No busco entradas, señor Dolby. O no…, a menos que las tenga que confiscar junto con todas las demás propiedades en posesión de ustedes —sonrió sin humor.
Dolby examinó los documentos. Formularios de impuestos. La placa llevaba el nombre de Simon Pennock, recaudador de impuestos.
—Tengo entendido que se les ha visto con bolsas de papel llenas de billetes de las entradas vendidas, señor Dolby —dijo Pennock con el mismo tono que habría utilizado si las bolsas hubieran sido de huesos humanos. La silla del recaudador estaba frente a un fuego de carbón que perfilaba al hombre con un perturbador halo azul oscuro y servía para inquietar aún más a Dolby.
—Señor Pennock, me parece recordar que, según las leyes de su país, las «conferencias ocasionales», tal es el término que aparece en las Actas del Congreso, dadas por extranjeros en su suelo están exentas de pago de impuestos.
—Han interpretado mal la ley. Y explicársela no es mi deber. Tiene que empezar a pagarme por sus actividades inmediatamente, Dolby, un cinco por ciento exactamente, si quiere evitar asuntos más desagradables que los que ha sufrido hasta ahora.
—Le garantizo que no hemos sufrido ningún asunto desagradable, señor.
Pennock le miró fijamente.
—Lo está sufriendo en este preciso instante, señor Dolby.
Éste recorrió todo el bar con la mirada, como si quisiera buscar ayuda. En lugar de eso, lo que vio fue a un hombre con gorra de piel de foca y chaquetón marinero, en cuyo chaleco desabrochado se veía la esquina de otra placa del Ministerio de Hacienda. A Dolby no le agradaba la idea de que aquellos hombres le hubieran estado vigilando mientras sacaba el dinero de las taquillas y todavía le molestaba más que fueran superiores en número. Pensó que ojalá Tom, por lo menos, estuviera allí con él. No es que Dolby creyera que los agentes del Gobierno fueran a atacarle, pero pensaba que la presencia de Tom, más joven y fuerte, le habría ayudado a demostrar más confianza en sí mismo.
—Incluso aunque tenga usted razón en la afirmación que plantea, señor Pennock… —empezó a responder Dolby.
—La tengo —interrumpió Pennock con tono neutro—. Tiene que pagar diez mil, en oro o billetes de banco, o ustedes, cada uno de ustedes incluido su adorado patrón, se verán encerrados como rehenes antes de que su barco se aleje de la costa.
—Aunque yo aceptara el cinco por ciento como justa reclamación —dijo Dolby esforzándose por no parecer airado—, incluso en ese caso, ya he enviado los recibos de nuestras ventas a Inglaterra. El dinero ha sido ingresado en el banco. No podría pagarle aunque quisiera.
—Hay soluciones alternativas —Pennock hizo un gesto con la mano al hombre de la gorra de foca, que se acercó a ellos—. Señor Dolby, no es usted el único empresario teatral con el que tengo asuntos pendientes. Creo que el señor Dickens es un hombre al que le gustan las cosas en orden. Sugiero que envíe los pagos antes de las últimas lecturas en Nueva York o meterá al señor Dickens en un atolladero del que no podrá salir fácilmente y que hará que se arrepienta de haber puesto un pie en suelo americano. Buenas noches.
A la mañana siguiente, mientras Dickens disfrutaba en casa de los Fields de su habitual desayuno compuesto por una loncha de bacon y un huevo con té, Osgood le preguntó si había algo más que al novelista le gustaría ver de Boston y que hubieran pasado por alto. Cuando Osgood repitió la pregunta insistentemente, Dickens le dijo que sentía curiosidad por ver la localización del extraordinario asesinato de George Parkman en la facultad de Medicina. El doctor Oliver Wendell Holmes, que se había unido a ellos para desayunar y que hasta ese momento se había dedicado a aburrir a Dickens con su incesante charla, resultó que daba clases en ella y le ofreció de inmediato una expedición a dicho lugar.
—Ahora tenga cuidado, cuidado, señor Dickens… —le advirtió el doctor Holmes. Habían llegado al emplazamiento y se encontraban descendiendo a una cámara subterránea debajo de la facultad—. Hay que bajar otros dos escalones.
Los dos hombres alzaron los candiles. Alrededor de ellos, en la oscura cámara, estantes y brillantes frascos clínicos que contenían fragmentos anatómicos. Dickens levantó uno para observarlo a la luz.
—Trozos de cruda mortalidad —comentó—. ¡Como los cuarenta ladrones de Alí Babá después de morir escaldados!
—¡Todo esto es terriblemente morboso! —dijo Holmes mientras Dickens volvía a colocar el frasco en la estantería junto a los demás—. Nuestro señor Fields diría que esto no es un tema para después del desayuno. ¡Es terrible!
—¿No fue idea mía que me trajera aquí, doctor Holmes? No podía irme de Boston sin verlo.
—Tal vez fuera idea suya, señor Dickens —admitió Holmes—. Pero no debe culparse. Hacerlo nunca ha servido de nada. Mi Wendy, Wendell Junior, me miraría con desprecio por perder el tiempo en este tipo de «trivialidades» cuando se pueden dedicar todas las horas del día a la empecinada consecución del dólar.
Dickens rió.
—Considérese afortunado, mi querido doctor Holmes. ¡Hasta que Babbage no acabe su máquina calculadora será imposible sumar los billetes que me expolian mis hijos todos los días! Creo que ha caído sobre ellos la maldición de la desidia. Le aseguro que hay algunos días en que tengo los pelos de punta de tal manera que no puedo ni ponerme el sombrero. Usted tiene la bendición de no saber lo que es mirar alrededor de la mesa y ver en cada uno de los asientos que la rodean una expresión de inadaptación que recuerda espantosamente a la del propio padre. Bueno, éste es el punto, ¿no es verdad?
Holmes asintió.
—Estar en un lugar tan siniestro le produce a uno la sensación de que le corre por la espalda agua fría y caliente alternativamente.
Aquí mismo, ocultos a la vista de ojos ajenos, lo impensable… —dijo Holmes.
El doctor Holmes, poeta y profesor de la facultad de Medicina, degustaba la oportunidad de convertirse en narrador. Fue en el laboratorio subterráneo, contó Holmes, donde se cometió el crimen un gélido día de noviembre. Aquella tarde de 1849 George Parkman, un hombre alto y delgaducho, entró en las dependencias de la facultad de Medicina para visitar a John Webster, profesor de química y colega de Holmes. Aquélla fue la última vez que se vio a Parkman vivo.
El bedel de la facultad, Littlefield, se hallaba presente cuando Parkman entró en el edificio. Littlefield había oído cómo Parkman le susurraba severamente a Webster «Pues algo hay que hacer», como si hubiera habido algún tipo de discusión entre los dos hombres. Littlefield subió al laboratorio del doctor Holmes para ayudarle a limpiar después de una clase y no volvió a pensar en Parkman el resto de la tarde.
—Al cabo de varios días sin saber nada de él, la familia de Parkman estaba preocupada, como podrá usted imaginar, mi querido Dickens. Cuando se supo que éste había sido el último sitio donde se le había visto, el bedel Littlefield, un desconocido para la mayor parte de nuestra sociedad, se convirtió en objetivo de muchas miradas suspicaces, ¡incluida la mía!
Era un tranquilo miércoles, la semana de Acción de Gracias, cuando Littlefield descubrió que Webster estaba en su laboratorio con las puertas cerradas. El bedel, decidido a defender su buen nombre, tenía sus propias sospechas y se dedicó a espiar por la cerradura mientras el profesor iba de un lado a otro en frenética actividad. Cuando Littlefield pasó la mano por el muro de ladrillo casi soltó un grito. Estaba ardiendo.
El bedel esperó a que Webster se marchara esa noche. Luego hizo un agujero desde el sótano hasta la cámara en la que se encontraban Holmes y Dickens en aquel preciso instante. Cuando Littlefield se coló en la cámara, lo vio. Un cuerpo humano, o parte de él, colgado de un gancho. Horas más tarde la policía continuaba la búsqueda y encontraba en el horno los huesos calcinados de un cuerpo descuartizado.
—Desde entonces, nadie de la facultad ha vuelto a utilizar este laboratorio, a pesar de que estamos desesperadamente faltos de espacio y han pasado ya quince años o más desde que el cuerpo fue incinerado. Ya ve usted que la superstición cala hondo incluso entre los hombres de ciencia… No, especialmente entre los hombres de ciencia.
Dickens escuchó la historia del doctor atentamente.
—Y sin embargo, si hay un lugar en todo Boston que tiene toda la impunidad para estar repleto de huesos, ése es la facultad de Medicina —comentó.
—¡Eso alegó el abogado de la defensa! Aquí hay huesos y cuerpos por todas partes. Pero fueron los dientes postizos —dijo Holmes—. Eso fue lo que traicionó al pobre Webster. El dentista que se los había hecho a Parkman dijo que sería capaz de reconocerlos en cualquier parte. La mandíbula rota con los dientes postizos que se encontró en este horno dio el testimonio más irrefutable que se haya visto nunca en un tribunal.
—Constantemente se desenmascara a los criminales más listos gracias a algún pequeño defecto en sus cálculos —señaló Dickens.
—Pobre Webster. ¡Ver a un hombre inmediatamente antes de que le ahorquen es como ver un fantasma!
—Sin duda, sin duda —reflexionó Dickens—. Con frecuencia he pensado en lo restringida que debe de verse la conversación con un hombre que van a colgar en media hora. Si está lloviendo, no podrías decir: «¡Mañana tendremos buen tiempo!», porque no significaría nada para él. Por mi parte, ¡creo que limitaría mis comentarios a los tiempos de Julio César y el rey Alfredo!
Dickens tuvo un acceso de tos mientras los dos hombres reían y se arrebujó más estrechamente en su deteriorado abrigo. Tras meses de asaltos de sus admiradores americanos que se llevaban recuerdos arrancados de su prenda de piel, tenía el aspecto de un pobre animal tiñoso.
—¡Bueno, señor Dickens, ya es suficiente! —dijo amablemente el doctor Holmes. Desde que el autor había pisado tierra americana, los rumores de sus enfermedades habían corrido y su debilidad era para él un asunto privado. Resultaba evidente que Dickens se encontraba más débil en cada lectura que ofrecía y cojeaba cada día más—. Sí, ¡sin lugar a dudas! —exclamó Holmes—. Fields se enojará conmigo si no le restituyo a sus reconfortantes cuidados para que descanse hasta su próxima lectura.
—Casi se puede oler —murmuró Dickens.
—¿Cómo dice, mi querido Dickens?
—La carne quemada en el aire. Quedémonos sólo unos instantes más.