El rescatador condujo a Osgood a través de un pasillo de servicio de Christie’s hasta el sótano y de allí a la calle. Ambos salieron a un estrecho callejón que les llevó al anonimato de las bulliciosas aglomeraciones de Londres.
—¿Qué ha hecho usted para resultarles tan incondicionalmente interesante? —preguntó el hombre después de que miraran a su alrededor y comprobaran que no les seguía nadie.
—Sinceramente, no lo sé —respondió Osgood—. Le pregunté al subastador por un objeto que había olvidado, el lote ochenta y cinco. Está aquí, en el catálogo. Me había fijado en él en Gadshill el día que estuvo usted allí… Incluso vi cómo lo embalaban los trabajadores de la subasta al día siguiente —Osgood le entregó el catálogo.
El hombre asintió con la cabeza mientras cruzaban la animada plazoleta de edificios de ladrillo y mortero. Todos los peatones de Londres, hasta los más pobres vendedores de periódicos, llevaban una flor en la solapa, pero ninguno lucía una amapola de opio.
—Si vio usted sacar de la casa esa figura de escayola y está impresa en el catálogo, sabemos que llegó hasta las dependencias de la casa de subastas. Entonces ¿por qué iba a olvidarla? Sólo queda una suposición posible. Que fuera robada en las dependencias de Christie’s cuando el catálogo ya estaba impreso y sin tiempo suficiente para corregirlo, o sea, poco antes de la una en punto. Eso explicaría que fueran detrás de usted.
—¿Quiere decir que creyeron que yo había robado la figura? —exclamó Osgood.
—¡Poco probable! Pero usted estaba llamando la atención sobre el hecho de su desaparición. Piénselo desde su punto de vista. Si apareciera en los periódicos un robo en la casa Christie’s se enterarían todos los mejores marchantes de Londres. También repararían en que había ocurrido en una subasta importante como la de Dickens. ¿Cuántos clientes les abandonarían en favor de las casas de subastas competidoras?
Osgood se quedó pensándolo. Recordó lo que le había dicho el señor Wakefield en el Samaria sobre utilizar Christie’s para sus negocios de té y decidió que le escribiría para pedirle que indagara sobre lo que había pasado con la figurita. Por el momento, Osgood se dedicó a estudiar el porte y los modales equilibrados del hombre que de un modo tan irracional se había comportado en el chalet de Gadshill.
—Quería hablar con usted, señor —dijo Osgood cautelosamente.
—Lo sé —respondió su compañero de paseo sin perder el paso.
—¿Lo sabe?
—Me ha estado buscando en la abadía.
—¿O sea, que vio que volvíamos allí? ¡Nos ha estado siguiendo! —exclamó Osgood.
—No, no ha hecho falta la menor investigación. Sin embargo, se aprenden muchas cosas con sólo tener los ojos abiertos, amigo mío.
—¿Como qué? —preguntó Osgood con auténtica curiosidad, pero también como prueba la cordura del hombre.
—En primer lugar, le vi profundamente interesado en mi flor cuando coincidimos en el Rincón de los Poetas.
—La amapola de opio.
Él asintió.
—Luego, otro día, comprobé que alguien se había llevado una de mis flores. Supuse que lo más probable era que hubiera sido la misma persona que con tanta atención la contempló la primera vez: usted.
—Supongo que eso tiene lógica.
—¿Ha recibido alguna respuesta sobre mí de sus cartas a los expertos en mesmerismo?
—¿Cómo? —Osgood se quedó boquiabierto—. ¡Pero si he dejado a mi asistente en el hostal escribiendo las cartas de las que hablamos! Le he pedido que se encargara de ello esta misma mañana, pensando que, al faltar el señor Dickens, tal vez hubiera usted buscado dichos servicios en otro lugar. ¿Cómo es posible que lo sepa?
—¡Ah, no lo sabía! También eso era una simple suposición, lo que es una manera mucho más cómoda de recabar información que conocerla de verdad.
Osgood estaba impresionado.
—¿Ha ido a ver a otros mesmerizadores?
—El señor Dickens me curó por completo. No lo necesito.
—Señor, le debo mi agradecimiento por lo que podía haber pasado hoy en la casa de subastas. Me llamo James Ripley Osgood.
El hombre se volvió hacia el editor con aire militar. En esta ocasión, su lacio pelo blanco estaba peinado con un cuidado meticuloso, aunque la ropa estaba desaliñada y floja. Sus rasgos curtidos por el sol eran atractivos, grandes y cincelados. A Osgood no le sorprendía que Dickens hubiera aceptado en su casa a aquel granjero; su empeño en ayudar a los trabajadores pobres era tan grande como su empeño en escribir, porque recordaba su propia infancia humilde.
—Creo que ya está usted preparado, Ripley —dijo el hombre con una enigmática sonrisa de dientes torcidos tras adoptar sin dudarlo un apodo para el editor.
—Dijo usted lo mismo en el chalet. Pero ¿preparado para qué?
—Hombre, para descubrir la verdad sobre Edwin Drood.
Osgood tuvo mucho cuidado de no mostrar su excitación, ni siquiera sorpresa ante aquella extraordinaria declaración.
—¿Puedo tomarme la libertad de preguntarle su nombre, señor? —respondió Osgood.
—Le pido disculpas. Estaba en una de mis fases alteradas cuando me vio en Gadshill y no me comportaba con corrección. No me presenté. ¡Qué pensará de mí! —sacudió la cabeza como reprochándoselo a sí mismo—. Me llamo Dick Datchery. Ahora que ya sabe quién soy, podemos hablar con libertad.