Osgood paseaba de un lado a otro por el salón del Falstaff. Rebecca le había leído hacía breves instantes una nota del secretario de la Reina en la que se le comunicaba que Su Majestad no había aceptado la oferta de Dickens de contarle el final de Drood, considerando más apropiado esperar a verse sorprendida con las entregas como todos sus súbditos.
—Casi desearía ser capaz de creer en la médium que le hace compañía al fantasma de Dickens —comentó Osgood.
—Tal vez el propio Dickens la habría creído —contestó Rebecca con una sonrisa—. Al parecer estaba muy impresionado con el espiritismo. No sé si no deberíamos estudiarlo nosotros también.
—No creo que tenga usted un gran concepto de esas prácticas, ¿verdad, señorita Sand?
—Podríamos encontrar una ventana a su mente cuando escribía la novela.
Osgood se sentó en una mesa y apoyó la cabeza en las manos.
—Si una médium es capaz de decirnos ahora mismo cómo ganar un cuarto de millón de dólares en tres meses, me convertiré en el más entusiasta de sus devotos. No nos podemos permitir perder más tiempo.
—Es usted un escéptico nato —dijo Rebecca dejando el tema, pero claramente dolida al ver que Osgood desechaba su sugerencia tan rápidamente.
—Yo diría que sí. No me interesan los fenómenos extraños, señorita Sand. Me desagrada profundamente la incomodidad que significa la especulación. Olvídese del mesmerismo, pero piense en el paciente. ¿Recuerda lo que Henry Scott dijo de él? —preguntó.
—Sí —respondió Rebecca—. Que era un granjero que buscaba la ayuda de Dickens.
—Scott dijo que ese hombre iba regularmente a Gadshill durante los últimos meses de vida de Dickens a someterse a sesiones «espirituales». Si ese pobre sujeto visitaba tan frecuentemente el estudio de Dickens —continuó Osgood—, ¿es posible que escuchara algunas claves de los planes que tenía Dickens para acabar el libro?
—Señor Osgood, estaría dando crédito a las palabras de un hombre con la razón perturbada —señaló Rebecca—. Ya vio cómo se comportó en el chalet.
—Noto que se van estrechando los caminos que se presentaban ante nosotros, señorita Sand. Al haber autorizado el señor Forster el montaje teatral de El misterio de Edwin Drood en interés de su reputación y de su cartera, si existen otras claves por descubrir sólo deben revelarse en la medida en que coincidan con el final que ha escrito Walter Stephens. Del mismo modo, aunque Wilkie Collins no tenga intención de acabar la última novela de su amigo, ese rumor puede dar lugar a que algún miembro de la familia Dickens piense en buscar a otra persona que realice dicha tarea. Teniendo hasta el último tablero del parqué y el último adorno de Gadshill a punto de salir a subasta, la familia está ávida de ingresos. Nos hemos quedado sin aliados en nuestra investigación, señorita Sand.
—Pero, si encuentra al paciente, ¿cómo le convencerá para que hable con sensatez?
—¿Cómo fue lo que dijo Henry Scott? Una bestia indómita necesita una mano sobria que la conduzca.
Rebecca interrogó en Gadshill a Henry Scott, quien indagó entre los demás criados y descubrió que el paciente de hipnosis no se había dejado ver por allí desde su encuentro en el chalet. Entre el personal se cruzaron apuestas sobre si el fulano se había rendido o había muerto. Pero Rebecca sugirió que si el paciente estaba en la abadía de Westminster el día en que ellos fueron a visitarla, tal vez ése fuera uno de sus destinos habituales.
Osgood estuvo de acuerdo y regresó al Rincón de los Poetas. Cuando volvió a visitar la tumba de Dickens encontró de nuevo la peculiar flor de color violeta. A partir de ese momento, Osgood fue a la abadía regularmente con la esperanza de encontrarse con el otro hombre.
—Es sólo cuestión de tiempo, estoy seguro —le decía a Rebecca.
En una de esas visitas, Osgood y Rebecca cruzaron las verjas al mismo tiempo que Mamie Dickens, que llevaba su perrito en el bolso e iba enlazada por el brazo a otra joven mujer. Mamie se enjugó las lágrimas y sonrió dulcemente al ver a Osgood y Rebecca.
La mujer que iba del brazo de Mamie era menuda y vivaracha y guardaba un gran parecido con Charles Dickens en la cara. Llevaba un anticuado pañuelo de muselina en la cabeza del que se escapaban rizos rojizos, decorado con malvarrosas dobles que no tenían nada que ver con el luto. Su toquilla de encaje apenas escondía sus pequeños hombros, y su cuello y escote iban casi totalmente al descubierto.
Fue presentada a Osgood y Rebecca como Katie Collins, la más joven de las dos chicas Dickens.
—¡Oh, pórtate como Dios manda, Katie! —riñó Mamie a su hermana subiéndole la toquilla sobre los hombros—. Además, ¡estamos en una iglesia!
—¡Como Dios manda! Ahora hablas como el viejo cancerbero Forster. A veces me pregunto si me casé para hacer feliz a mi querido padre en un momento en que en nuestra casa no había más que tristezas. ¿O me casé porque sabía que padre y su cancerbero despreciaban a mi marido?
—¡Katie Collins!
—¡Intolerable y todo eso! —dijo Katie imitando la voz de Forster, y luego se frotó las manos como él lo haría.
—Díganme —intervino Osgood—, ¿saben ustedes quién es el hombre que acudió a Gadshill en busca de tratamiento en los últimos meses, un hombre alto con porte militar y largo pelo blanco?
Mamie asintió.
—Creo que he visto al hombre al que se refiere en la casa. Era un seguidor de los métodos de padre muy entregado e insistente. Incluso cuando padre se retrasaba por sus compromisos, él esperaba durante horas delante de su estudio.
—¿Saben cómo se llama? —preguntó Osgood.
—Me temo que no —dijo Mamie suspirando—. Padre era un fanático del mesmerismo de tomo y lomo y creía que era un buen remedio para cualquier enfermedad. Sé de varios casos, el mío entre muchos otros, en los que utilizó su poder en este terreno con absoluto éxito. Siempre estuvo interesado en la curiosa influencia que puede ejercer una personalidad sobre otra.
—Bueno, señor Osgood —Katie, aburrida de la conversación, examinó al editor con aire coqueto—. ¿Y dónde estaba usted cuando una chica tenía que buscar marido?
A Rebecca pareció abochornarle la pregunta tanto como a Osgood. Katie levantó una ceja para demostrar que lo había notado.
—Señorita Sand —dijo la deslenguada Katie—, ¿no le parece que Mamie estaría radiante vestida de novia del brazo de un hombre como éste?
—Supongo que sí, señora —respondió Rebecca recatadamente.
—¿Es usted de esa clase de chicas que tienen un buen concepto de las bodas, señorita Sand? —insistió Katie.
—No dedico demasiado tiempo a pensar en bodas —contestó Rebecca.
Mamie interrumpió el incómodo momento.
—El señor Osgood y la señorita Sand han hecho un largo viaje hasta aquí por negocios, Katie, y para saber más de El misterio de Edwin Drood.
—Los negocios son un aburrimiento —dijo Katie chascando los dedos—. Oh, muy bien. ¿De verdad quieren abrirse camino en el intrincado laberinto y llegar al corazón del misterio? ¡Si quieren saber el final de Drood no tienen más que comprarme una cinta nueva para el pelo! Todas las mías se van a subastar.
—¡Oh, no tomes el pelo a todo el mundo, Katie! —exclamó Mamie.
—Bueno, se lo contaré —dijo Katie mientras se enroscaba los rizos cobrizos en un dedo con aire coqueto—. Drood está vivo o está muerto; Rosa se casa con Tartar o se mete a monja; Dick Datchery encuentra el cadáver de Drood o a Drood jugando a las cartas en el sótano con el tutor de Rosa, Grewgious. ¡No tengo ni la menor idea! Y ésa es la respuesta a la adivinanza.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Osgood.
—Ni el viejo cancerbero, ni la fiel tía Georgy, ni mis descarriados hermanos, ninguna de esas queridas criaturas sabe cómo iba a terminar porque mi padre no quería que lo supieran; no quería que lo supiera nadie en el universo excepto él, señor Osgood. Para él era un juego. Siempre le encantó sorprendernos y una vez que se lo proponía era tremendamente testarudo.
Al volver al Falstaff Inn aquella misma noche, «Sir Falstaff» le llevó un té a Osgood, que estaba sentado absorto junto a la chimenea del salón. Rebecca se había retirado a su habitación a leer. Sir Falstaff parecía perdido en sus pensamientos y la bandeja se le resbaló estrellando la tetera y la taza.
—Lo siento mucho, señor Osgood —dijo el hospedero después de que su hermana barriera los añicos y recogiera con una mopa el té derramado. El hombre parecía triste por algo más que la porcelana rota.
Osgood siguió la mirada del hospedero y descubrió su punto de atención. Era una de las densas flores violetas que dejaban en la abadía: Osgood la había traído con la intención de pedirle a uno de los vendedores callejeros de plantas que la identificara.
—Qué cosa más fea, ¿verdad, Sir Falstaff? Siento mucho haber adornado su mesa con un hierbajo tan descaradamente horrendo —le dijo—. ¿No se encuentra bien? ¿Quiere que le traiga un poco de agua fría?
El hombre declinó la oferta con un gesto trémulo.
—Señor Osgood, ¿no lo sabía? Esa flor… ¡es una amapola de opio! Me siento como si me hubieran golpeado en el corazón con un mazo.
—¡No lo sabía! —dijo Osgood a modo de disculpa, a pesar de que seguía sin entender la reacción del dueño.
El hospedero miró con expresión de fatalidad al fuego de la chimenea, se quitó la gorra y la plegó sobre su regazo.
—No podía saberlo, señor Osgood. Hace muchos años que aprendí a odiar esa planta perversa. Mi hijo no tenía más que veinte primaveras de edad y de juicio y tuvimos que enterrarle por culpa de la maligna seducción de esa planta. La casa quedó completamente vacía sin él. Por eso, cuando se fue, mi hermana y yo nos mudamos aquí desde nuestra casa en la ciudad para encargarnos de este pequeño hostal: proporcionar placer a otra gente cuando has perdido todo el tuyo es un pequeño milagro.
Osgood estrujó la flor y la guardó en el bolsillo de su chaleco como sin darle importancia. El pobre Sir Falstaff, con la cara inexpresiva y baja, no se movió.
—Pero ¿qué es esto? Basta ya de esta actitud solemne —el hospedero se levantó de repente de su silla, se puso el sombrero y recuperó la alegría—. Sí, ya basta. Ahora ¿qué le parece un poco de cerveza para levantar el ánimo?
Al día siguiente Osgood volvió a tomar el ruidoso tren a Charing Cross. Había pensado asistir a la subasta en la que se venderían las pertenencias de Gadshill en beneficio de la familia Dickens.
Se había dado tiempo de sobra para llegar a la casa de subastas situada en King Street bastante antes del anunciado comienzo «a la una en punto sin demora». Además, pensó Osgood, era el día del partido de críquet anual entre Eton y Harrow, que embotellaría las calles. Su sensación de frustración había ido en aumento las últimas horas. Cada vez tenía menos esperanza de que volviera a aparecer el paciente, pero la amapola le había hecho pensar en la figurita oriental del fumador de opio que adornaba el estudio de verano de Dickens. ¿Se habría fijado en ella mientras escribía las escenas de consumo de opio en El misterio de Edwin Drood? ¿Sería aquel objeto la fuente de sus ideas? De ser así, Osgood quería otra oportunidad para observarla detalladamente.
La gran sala de subasta de Christie, Manson & Woods era una institución en Londres y lo demostraba lo polvorienta y mugrienta que estaba. Para sorpresa de Osgood, la caldeada sala estaba abarrotada ya a las doce de la mañana. Y tampoco se trataba sólo de los habituales coleccionistas arrogantes, comerciantes mercenarios y representantes de otros compradores; codo a codo con los hombres y mujeres de la alta sociedad que vestían sus elegantes linos, la sala acogía a una multitud de personas con los sencillos atavíos de las clases trabajadoras. A1 mirar alrededor parecía que todos los personajes de cada una de las novelas de Dickens, aristócratas y llanos, pomposos y austeros, habían cobrado vida para acudir a Christie’s con las carteras abiertas.
Osgood comprobó que no podía llegar contracorriente a través de la muchedumbre ansiosa hasta ninguna de las mesas cubiertas por un tapete verde más próximas al subastador. En cambio, encontró una silla libre junto a la mesa del secretario de la subasta.
Osgood marcó con un círculo dos artículos en su catálogo. Los vecinos que ocupaban las sillas que le rodeaban se miraban unos a otros suspicazmente, convencido cada uno de ellos de que los demás estaban allí exclusivamente para quedarse con el objeto que él ya había elegido de entre los efectos personales de Dickens. Los ojos de Osgood también se encontraron con los de Arthur Grunwald, el actor del Surrey, que le saludó con un teatral gesto de cabeza como si uno de ellos fuera a morir ese mismo día o, como mucho, al día siguiente. Llevaba una ancha bufanda a pesar de que hacía calor y humedad.
Uno de los primeros artículos que se presentaron entre las dos mesas fue el cuadro del Britannia que había visto en Gadshill.
—Representa el navío en el que el señor Dickens viajó por primera vez a América. Reproducido en la popular edición de Notas americanas… —salmodió el señor Woods, el subastador, desde su estrado.
La competición fue feroz.
—¡Ochenta guineas!
—¡Noventa!
—¡Noventa y cinco guineas!
—¡Cien guineas! ¡Ciento cinco!
—A la una, a las dos, ¡adjudicado!
El señor Woods bajó el martillo. Las primeras docenas de lotes fueron retratos y pinturas cuyos precios estaban fuera del alcance del pujador aficionado. Luego, el señor Woods anunció que pasaban a «los objetos decorativos antes propiedad del difunto caballero». En esta categoría de objetos, el fanático general de Dickens podía ser una competencia mucho más dura. De hecho, el rostro bien educado del señor Woods parecía revelar su gran asombro ante las cifras que llegaban a alcanzar trastos sin valor que simplemente habían sido tocados por los dedos de un hombre. Mujeres aparatosamente vestidas levantaban sus binoculares de ópera y se balanceaban de un lado a otro para ver mejor.
El ayudante mostró un gong con su maza que Dickens utilizaba para reunir a su familia en Gadshill.
Mientras se libraba una batalla que subió hasta las treinta guineas, el espectador que Osgood tenía detrás susurró en tono chirriante:
—Siempre le encantaron los gongs.
Osgood, sin saber muy bien qué contestar, sonrió cortésmente.
—Oh, sí —continuó el obstinado estridente mientras aplicaba un pañuelo contra su mejilla derecha, respondiendo a una objeción que Osgood no había formulado—. ¿No se acuerda del joven cegato y su gong en la escuela del doctor Blimber de Dombey e hijo?
A estas alturas Grunwald se había hecho con un par de acuarelas que representaban la casa y la tumba de la pequeña Nell de Almacén de antigüedades. Cuando el actor se levantó para marcharse, se detuvo junto a la fila de Osgood. Le seguía pisándole los talones la misma joven que le arreglaba la chalina en el Surrey.
—Ahí está, Osgood, sentado con las manos en los bolsillos —dijo sacudiendo su negra cabellera—. ¿Ha visto lo que ha pasado?
—Sí, enhorabuena por su compra, señor Grunwald.
—No ha sido una compra. Ha sido una victoria. Se lo he arrancado de las manos a esos malvados mercachifles gracias a la entereza y la determinación. No encarné a Hamlet en el Princess sin aprender algo de valor. La gente se ha confundido con Hamlet durante siglos, ¿sabe? No es él el indeciso; él posee una determinación perfectamente normal. ¡Son los críticos los que no acaban de decidirse sobre él! Buenas tardes, señor Osgood.
Antes de salir de la estancia, Grunwald recorrió la sala de subastas con la mirada como si hubiera burlado no sólo a unos cuantos especuladores, sino a todos los presentes.
Por fin:
—Lote setenta y nueve, una fuente de pie, rosa, con pie de bronce dorado, antes adornaba la repisa de la chimenea del salón de Gadshill.
Osgood entró en la refriega rebasando su precio real de tres libras y superando las cifras de todos los demás comerciantes y admiradores hasta alcanzar las siete libras con quince. Con ese precio los derrotó.
El secretario le entregó una papeleta en la que había escrito el precio de venta. El editor salió por el pasillo a la sala contigua, donde, a cambio del pago, le entregaron la bonita pieza de cristal que sacaron de una caja donde guardaban otros artículos de la casa. Al regresar a su asiento, Osgood encontró la subasta en su punto álgido de emoción.
«¡Grip! ¡Grip! ¡Grip!», se oía por todas partes. En el centro, delante del público, se veía una urna de cristal que contenía un cuervo disecado llamado Grip que había sido la mascota favorita de Dickens y el modelo del pájaro parlanchín del mismo nombre que aparece en su novela Barnaby Rudge. Entre la algarabía de voces nerviosas se escuchaba citar las frases favoritas de Grip en la novela. La puja fue encarnizada y el martillo no cayó hasta que se alcanzaron las ciento veinte libras.
Le siguió una cerrada ovación y se oyó gritar «¡Nombre!» como forma de honrar al comprador.
—¡Señor George Nottage, de Cheapside! —accedió el aludido campechano.
—¿Qué sucede? —preguntó Osgood a su confidente cuando el público empezó a sisear y quejarse.
—Nottage —respondió el vecino— es el dueño de la Stereoscopic Company. ¡Demontres, sólo va a utilizar el pájaro para hacerle fotos estereoscópicas y venderlas para ganar dinero!
A Osgood le pareció que aquello era bastante extraño: una pandilla de moralistas que, en una sala de subastas, criticaban el beneficio económico en nombre de Charles Dickens. Tras unos cuantos lotes más llegaron por fin al siguiente artículo que había marcado en su catálogo: la figura de escayola de un turco sentado fumando opio. La grotesca estatuilla que había visto en el chalet suizo de Gadshill junto al escritorio de Dickens y podía darle pistas útiles para él. Pero el subastador pasó a los siguientes artículos. Mientras Woods los describía, Osgood se puso de pie y levantó la mano.
—Le ruego que me disculpe, señor Woods, pero se ha olvidado usted del lote ochenta y cinco. El turco…
—Lote ochenta y seis…
—Pero, señor, con todo respeto —continuó Osgood—, se supone que el ochenta y cinco…
El sudoroso vecino de Osgood le tiraba de la manga con una voz más chirriante que nunca:
—Si no se calla…
El martillo dio un golpe.
—¡Ochenta y seis! —anunció Woods investido de autoridad divina, como si el número ochenta y cinco hubiera sido eliminado sin rastro de la aritmética aceptable—. ¡Noche y Mañana, dos relieves de la escuela de Thorwaldsen con marcos dorados!
Osgood se volvió a sentar derrotado. Los asistentes habían empezado a murmurar con curiosidad sobre el lote eludido, pero pronto les distrajo contemplar una entretenida contienda entre dos especuladores por los relieves enmarcados. Osgood se dispuso a abandonar la subasta con la fuente de pie en la mano.
Un hombre fornido con las manos en los bolsillos se intentaba abrir camino poco a poco entre la muchedumbre. Tenía la mirada clavada en los pies, pero Osgood observó que, de vez en cuando, le miraba directamente a él. Tal vez sólo fuera cosa de su imaginación, disparada por el disgusto que le había ocasionado la omisión del subastador. Pero entonces Osgood se volvió y miró hacia atrás. Bloqueando la salida, un hombre más corpulento y serio, con una cara como un pedernal, le miraba fijamente. Comenzó a acercársele.
Durante unos segundos Osgood intentó quitarse de la cabeza la idea de que aquellos dos hombres fueran tan amenazadores como parecían. Obligándose a ser racional, decidió poner en práctica una prueba. Se puso de pie lentamente y los dos hombres se detuvieron, se miraron el uno al otro, luego aceleraron el paso con mayor agresividad, cerrándose sobre él como las dos piezas de una prensa. El observador fornido ya no disimulaba sus miradas. Por otro lado, Osgood se encontraba acorralado por todas partes por la inmensa población de dickensistas amontonados en la sala.
Entonces Osgood sintió una mano en el hombro.
—Perdone —dijo Osgood en enérgica protesta—. ¿Le pasa algo, señor?
—Nos gustaría acompañarle al piso de arriba —respondió el hombre fornido.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó Osgood—. Insisto en saber lo que quieren, caballeros, antes de ir con ustedes.
Sin dar respuesta, el hombre le agarró del brazo y empezó a arrastrarle hacia la salida que había detrás del subastador.
Osgood levantó una mano.
—¿Puja usted, señor? —le preguntó Woods carraspeando nerviosamente.
El ayudante del subastador sostenía en alto un pequeño salero sin interés que hasta entonces no había atraído la menor atención.
—Con un valor de diez chelines, señor —dijo Woods.
—¿Por cuánto va la puja? —preguntó Osgood en voz alta.
—Nueve chelines, señor.
—Diez guineas —dijo Osgood, y de inmediato subió su propia oferta—: ¡Diez y media!
Un murmullo se elevó del público ante la nada despreciable cantidad por el salero. Aquello parecía sugerir que el resto de los asistentes había pasado por alto su valor y otras pujas se escucharon por toda la sala hasta que Osgood la acabó en dieciocho guineas y media. Los espectadores estallaron en una salva de aclamaciones para celebrar la extravagante compra. Osgood lanzó el sombrero al aire. Esto arrojó al público a un paroxismo de excitación y todos los presentes en la sala se levantaron y aplaudieron. Osgood aprovechó la atención y la confusión para escapar de su captor.
Pero un instante después el hombre estaba detrás de él y la multitud seguía siendo demasiado densa para moverse.
Con una formidable maniobra de evasión, antes de que se diera cuenta de lo que estaba pasando, Osgood se encaramó en los hombros de dos personas. Al soltarse de ellos, casi cayó sobre la cabeza de su segundo acosador, mientras se aferraba desesperadamente a la recién adquirida fuente de pie. Osgood se colocó el objeto a salvo bajo el brazo y salió corriendo, pero al escapar de la multitud perdió el equilibrio y tropezó justo cuando cruzaba el umbral de la antesala. La fuente salió volando.
—¡No! —gritó Osgood sin poder hacer otra cosa que esperar el momento en que se hiciera trizas.
Un hombre surgió de las sombras y atrapó la fuente antes de que cayera al suelo.
Osgood respiró aliviado. La fuente había sobrevivido. El hombre que le miraba desde debajo de un sombrero de ala ancha tenía unos ojos inteligentes y resueltos. En el ojal de su solapa lucía una carnosa flor violeta.
—¡Todavía están detrás de usted! —dijo—. Sígame.