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Ordeno tajantemente que se me entierre de manera modesta, no ostentosa y estrictamente privada, que no se haga anuncio público de la hora y lugar de mi sepelio, que se alquilen como mucho tres coches fúnebres sencillos y que aquéllos que asistan a mi funeral no lleven velo, capa, chalina negra, larga cinta en el sombrero ni ningún otro de esos repugnantes despropósitos. Ordeno que mi nombre se escriba con sencillas letras inglesas en mi lápida sin añadirle ni «señor» ni «caballero». Conmino a mis amigos a que en ningún caso me hagan motivo de monumento, mausoleo o recuerdo de ninguna clase. Dejo en manos de la memoria de mi país el destino de la obra que he publicado, y en las de la memoria de mis amigos el de su experiencia de mi; asimismo, confío mi alma a la misericordia de Dios a través de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.

Osgood revisó la redacción del testamento con Georgina Hogarth en el café del Falstaff Inn y le expuso sus opiniones sobre las obligaciones contraídas con respecto a Forster. El documento establecía una distribución de responsabilidades y obligaciones admirablemente complicada. Forster controlaba todos los manuscritos de las obras publicadas por Dickens. Pero el documento cedía a Georgy todos los papeles privados de la casa, además de las decisiones relacionadas con las joyas y los objetos familiares del escritorio de Dickens, tales como la pluma de ganso que Forster se había quedado temporalmente.

—El señor Forster —le contó Georgy a Osgood— entiende que su deber consiste en recordar al mundo que Charles debe ser adorado. Por eso está enterrado en el Rincón de los Poetas en vez de en nuestra humilde aldea, como habría sido su deseo. Si el señor Forster hubiera podido manejar la pluma de Dickens por él sobre las líneas de su testamento, lo habría hecho.

Aquella tarde, tras un trayecto en tren de una hora entre Higham y Londres, Osgood y Rebecca entraron en el lugar hecho por la mano del hombre más sobrecogedor de toda Inglaterra: la abadía de Westminster. Tanto Osgood como su asistente levantaron automáticamente las cabezas hacia el extraordinario techo de gran altura, donde las prolongaciones de las columnas se juntaban como las copas de los árboles de un bosque se entrelazan sobre el cielo de la mañana. La luz que entraba a chorros en la abadía estaba teñida por los cristales de colores de los rosetones que les rodeaban.

En la nave lateral sur, los visitantes americanos encontraron la lápida de mármol que cubría el ataúd de Charles Dickens. El aparatoso monumento del Rincón de los Poetas en la famosa catedral estaba rodeado por las tumbas de los escritores más grandes. La del propio Dickens estaba flanqueada por las estatuas de Addison y Shakespeare, y el busto de Thackeray. A pesar de que se habían seguido pocas más de sus instrucciones, las palabras incrustadas en la losa rezaban como lo había pedido Dickens:

Charles Dickens

Nacido el 7 de febrero de 1812

Muerto el 9 de junio de 1870

Un tropel de gente entraba en fila para dejar versos o flores sobre la tumba del novelista y los restos de las ofrendas del día anterior empezaban a marchitarse con el aire cálido de la abadía.

Mientras se encontraban allí, una flor pasó volando ante ellos en dirección a la tumba. El capullo tenía pétalos grandes y carnosos de un violeta encendido. El editor miró por encima de su hombro y vio alejarse a un hombre con sombrero de ala ancha que le cubría la mayor parte de su rostro anguloso y rojizo.

—¿Ha visto a ese hombre? —le preguntó Osgood a Rebecca.

—¿Quién? —respondió ella.

Osgood había visto antes aquella cara.

—Creo que era el hombre del chalet… El paciente de ese extraño experimento de hipnosis.

En ese momento apareció en la abadía otra caravana de dolientes que lloraban a Dickens. Habían llegado de la lejana Dublín para ver el lugar de descanso definitivo del escritor, le explicaron entusiasmados a Osgood, como si él fuera el encargado. Abarrotaron el Rincón de los Poetas, arrinconando a Osgood, y mientras el paciente de la terapia de mesmerismo desapareció.

Sin saber muy bien adónde dirigirse, Osgood y Rebecca pasearon por las calles de Londres.

Habían dado con toda una sucesión de callejones sin salida en la investigación que llevaban a cabo en Gadshill. Habían oído decir que existía una residente en Londres llamada Emma James que aseguraba tener el manuscrito completo de El misterio de Edwin Drood. Resultó ser una médium espiritista que estaba dictando las últimas seis entregas de la novela en contacto con la «pluma espiritual» de Charles Dickens y pensaba comenzar en breve la siguiente novela fantasmal del autor, titulada La vida y aventuras de Bockley Wickleheap. Otros rumores (por ejemplo, que Wilkie Collins, el popular novelista colega de Dickens y su colaborador ocasional, había sido contratado para terminar la novela) resultaron ser igualmente improductivos. También habían oído que, unos meses antes de su muerte, Dickens se había ofrecido en una audiencia en la Corte a contarle el final a la reina Victoria.

—¿Señor Osgood? —dijo Rebecca—. Parece usted inquieto.

—Quizá hoy me encuentre demasiado acalorado. Vamos a hacerle una visita al señor Forster en su oficina, puede que él sepa algo de Dickens y la Reina.

Osgood no quería desanimar a Rebecca diciendo nada más. Temía la posibilidad de regresar a Boston y tener que decirle a J. T. Fields que El misterio de Edwin Drood nunca se desvelaría, que Drood seguiría perdido en todos los sentidos. Y que el declive económico de Fields, Osgood & Co. podría no estar muy lejos.

Proteger a nuestros autores era el lema de Fields sobre todo lo demás. En eso iba pensando Osgood mientras caminaban. Sus esfuerzos en Inglaterra no iban sólo dirigidos a la supervivencia financiera de su empresa y sus empleados, sino también de los autores: Longfellow, Lowell, Holmes, Stowe, Emerson y otros. Si la editorial se desplomaba en el precipicio financiero que les amenazaba, ¿cómo se las arreglarían los autores desamparados? Sí, eran escritores queridos, pero ¿le importaría eso a un editor de la calaña que representaba el Mayor Harper? Sin Fields y Osgood para protegerles, ¿quedarían sepultados en la oscuridad, como Edgar Allan Poe o el una vez prometedor Herman Melville? El verdadero futuro de la edición no estaba en que los editores se convirtieran en industriales, como preveía Harper, sino en que fueran socios de los autores, la unión de las dos mitades de la portada.

Osgood pensaba en toda la responsabilidad que descansaba sobre sus hombros. En otro tiempo había llegado a plantearse ser poeta: ¡ahora aquello le hacía reír por dentro! Un joven Osgood, estudiante ejemplar, que recitaba un poema a la clase de la Standish Academy. Aquel octubre vio cómo una docena de sus compañeros de clase dejaban los estudios para ir a buscar oro en California, pero él prefería las silenciosas salas de la escuela a las agrestes colinas de California. Phi Beta Kappa en Bowdoin, delegado de clase, miembro del Club Pecunian, pero amigo de los rivales Atenienses. Todo el mundo que le rodeaba esperó siempre que triunfara en la vida. Abrazar la causa de otros artistas y genios que sin su ayuda podrían no haber salido adelante había supuesto un tremendo sacrificio de sus propias ambiciones artísticas.

Con el peso de estos pensamientos sobre su cabeza, llegaron al edificio oficial que albergaba la Delegación de Salud Mental, donde Forster ejercía su cargo. Les recibió un funcionario del Gobierno. Osgood le explicó que querían hablar con el señor Forster.

—¿Son ustedes americanos? —preguntó el funcionario levantando las cejas con interés.

—Sí, así es —respondió Osgood.

—¡Americanos! —sonrió el funcionario—. Bueno —dijo con renovada seriedad—, me temo que no tenemos escupideras en la sala de espera.

—No hay problema —dijo Osgood cortésmente—, ya que nosotros no mascamos tabaco.

—¿No? —preguntó sorprendido el funcionario y luego miró a Rebecca a la boca como si quisiera confirmar que efectivamente no estaba mascando tabaco—. ¿Pueden esperar un momento?

El funcionario regresó con una dirección escrita en un papel.

—El señor Forster salió de la oficina hace unas horas. Creo que pueden encontrarle aquí. Les he escrito unas indicaciones detalladas, porque los americanos siempre se pierden en Londres.

—Gracias, le buscaremos allí —dijo Osgood.

El día era cada vez más caluroso y húmedo. Londres, con sus pavimentos y sus aglomeraciones de transeúntes en vacaciones y atareados hombres de negocios, era menos agradable que Gadshill, con sus campos ondulantes y sus generosos ramilletes de vegetación.

Después de trazar lo que le parecieron varios círculos, Osgood miró la placa de la esquina de la calle y la comparó con el papel que les había escrito el funcionario.

—Blackfriars Road, a la izquierda de St. George’s Circus… Aquí es donde dijo que hallaríamos al señor Forster —se encontraban delante de un macizo edificio con forma de pentágono que ensombrecía toda la calle. Osgood se apoyó en una columna de piedra del pórtico para enjugarse la frente y el cuello con el pañuelo. Mientras lo hacía pudo escuchar un sonoro diálogo que les llegaba como a través de una trompeta:

—Es un auténtico fenómeno en la historia de la amistad, lo de este tío y su sobrino.

A la voz masculina la siguió una femenina que dijo:

—¿Tío y sobrino?

—Sí, ése es el parentesco que tienen —respondió el hombre—. Pero ellos nunca lo mencionan. El señor Jasper no quiere ni oír «tío» o «sobrino». Siempre se llaman Jack y Ned, creo.

La mujer replicó:

—Sí, y tengo entendido que, mientras que nadie más en el mundo se atrevería a llamar «Jack» al señor Jasper, sólo él llama «Ned» a Edwin Drood.

Osgood y Rebecca se quedaron escuchando incrédulos.

—Ahí —señaló Rebecca nerviosamente.

Osgood se volvió sobresaltado. Un cartel a lo largo de la fachada del inmenso edificio anunciaba las futuras producciones de la temporada en el teatro Surrey: En la cima del mundo, Certificado de libertad condicional y… El misterio de Edwin Drood. La obra de Dickens adaptada por el señor Walter Stephens y alardeando en el cartel: «¡Con nuevo y mejorado argumento!» y «¡un reparto de personajes irresistible y sin precedentes que llevará al público a un estado de vibrante emoción!» con «¡el nuevo libro de Charles Dickens! ¡Ahora completo!».

—Ahora completo —leyeron en voz alta Osgood y Rebecca.

Tras entrar en el vestíbulo y subir la enorme escalera, se encontraron una sala más grande que las que habían visto en Boston o Nueva York. Tenía forma de herradura. De quince metros de altura y con una asombrosa cúpula dorada, decorada con delicados dibujos, que cubría la superficie completa. En la base de la cúpula había paneles de rojo veneciano con los nombres de los más grandes dramaturgos de la nación: Shakespeare, Jonson, Goldsmith, Byron, Jerrold…

Una barahúnda de gente sobre el escenario atrajo la atención de Osgood. Los actores y actrices de aquella versión de Drood estaban pasando de ensayar la conversación de Septimus Crisparkle con la recién llegada al pueblo Helena Landless a una escena en el fumadero de opio. Pero al parecer no podían encontrar al actor que interpretaba al proveedor chino de opio.

Osgood halló detrás del escenario a un hombre que permanecía de pie teatralmente quieto mientras una joven le anudaba al cuello una estridente chalina. Al tiempo que ella trabajaba, él se estudiaba el interior de la boca y se ahuecaba el largo cabello oscuro en un espejo de cuerpo entero. Tenía una cabeza enorme, una especie de obra maestra de la fisiognomía, y un cuerpo delicado que parecía esforzarse para sostener la parte superior. Cuando el hombre dejó de pronunciar aes y oes, Osgood se presentó y le preguntó por la persona responsable.

—Se refiere al albacea del señor Dickens, ¿verdad? —dijo el hombre—. Ha estado aquí para espiar y cotillear el ensayo, pero ya ha volado, creo, como un águila gigantesca y gordísima.

—O sea, que John Forster ha autorizado esta función —dijo suavemente Osgood—. ¿Y usted es uno de los actores, señor?

El hombre abrió y cerró sus fuertes mandíbulas unas cuantas veces en un intento de superar su asombro ante tal pregunta.

—Si soy… Arthur Grunwald, señor —dijo extendiendo una mano orgulloso—. Groon-woul-d, señor —se corrigió a sí mismo con pronunciación francesa antes de que Osgood pudiera decirlo.

—Armando Duval en La dama de las camelias de Alejandro Dumas del teatro St. James la temporada pasada —dijo discretamente la chica que le estaba ajustando la chalina mientras Grunwald aparentaba no escuchar la lista de sus éxitos—. Falstaff en el Enrique IV del Lyceum. Y seguramente habrá visto usted la temporada del señor Groon-woul-d como Hamlet en el Princess. Su Majestad fue a verlo cuatro veces.

—Me temo que yo no estoy en Londres tan a menudo como la Reina —aseguró Osgood.

—¡Bueno, señor! —exclamó Grunwald—. Sé lo que está pensando: «Groon-woul-d es una pizca demasiado esbelto y apuesto para interpretar al más bien corpulento caballero de una manera realista». ¡No es así! Pusieron mi Falstaff por las nubes. Mi papel en este drama es el de Edwin Drood. ¡Su amigo Forster cree que porque ha autorizado el montaje tiene derecho a supervisarme a mí también! Dígame, ¿dónde está Stephens?

—¿Quién?

—¡Nuestro dramaturgo! ¡Walter Stephens! ¿No me ha dicho usted hace escasos minutos que es su editor? ¿Se le ha olvidado? ¿Tiene usted siempre la cabeza tan atolondrada? ¿O es un impostor, un especulador que busca mi autógrafo para venderlo?

Osgood le explicó que era el editor del difunto Charles Dickens, no del escritor que había adaptado la novela a la escena. Grunwald recuperó la calma.

—Toda la fama de Dickens —se lamentó Grunwald dirigiéndose al espejo. Visto de cerca, al actor le sobraban diez años para hacer el papel de Edwin Drood, aunque su piel ostentaba el brillo de falsa juventud y romance propio del artista marchito—. Tanta fama y no le ha servido de nada porque no tenía lo más importante.

—¿Y qué es lo más importante? —preguntó Osgood.

—Estar satisfecho de sus hijos. Vaya, ¿nos ha traído usted otra aspirante a actriz? Me temo que no valga. ¡La siguiente!

—Perdone —dijo Osgood—, es mi asistente, la señorita Rebecca Sand —Rebecca avanzó y le hizo una reverencia al actor.

—Menos mal. No va a conseguir usted muchos papeles, querida mía, yendo por ahí vestida toda de negro como si fuera de luto y sin unas formas más generosas por arriba.

—Gracias por el consejo —respondió Rebecca ásperamente—, pero es que estoy de luto.

—Grunwald, aquí está usted —dijo Walter Stephens saliendo de detrás del escenario a grandes zancadas—. Lo siento, creo que no he sido presentado a sus amigos —dijo señalando a Osgood.

—No es amigo mío, Stephens. Hasta hace un instante era su editor.

Stephens miró de arriba abajo a Osgood confundido al mismo tiempo que Grunwald era requerido en el escenario para ensayar una escena. Se trataba del momento en que él (en el papel de Edwin Drood) y Rosa, la hermosa joven con la que está comprometido, charlan amistosamente en secreto de disolver su no deseada unión. Mientras tanto, Jasper, el adicto al opio enamorado de Rosa, intriga en el extremo opuesto del escenario para eliminar a su sobrino Drood.

Osgood se presentó al escritor Stephens, quien agarró al editor por el brazo y le condujo hacia el escenario. Rebecca les siguió contemplando emocionada la compleja maquinaria que ocultaba la tramoya del teatro.

—¿Qué les ha traído a ustedes dos a Inglaterra? —preguntó Stephens.

—Lo cierto es que el mismo Misterio de Edwin Drood que ha acaparado su atención recientemente, señor Stephens.

—La muerte del señor Dickens nos distrajo mucho de su progreso.

—Entonces espero poder tomarme la libertad de preguntarle: ¿cómo la va a convertir en un drama completo sin final?

Stephens sonrió.

—Verá, ¡yo mismo he escrito un final, señor Osgood! Sí, la vida de los dramaturgos no es tan lujosa como la de los escritores que usted publica. Tenemos que trabajar en lo que se nos presenta con gran respeto, pero nunca con tanto respeto que nos impida cumplir nuestra tarea de agradar al público. Cuando leemos utilizamos el cerebro, pero cuando vemos una obra de teatro utilizamos los ojos, unos órganos mucho más triviales.

»Bueno, ahora me temo que tengo que atender otros muchos asuntos. ¿Nos harán usted y su compañera el honor de ser nuestros invitados en el mejor palco del teatro? —preguntó Stephens.

Osgood y Rebecca se quedaron a presenciar el ensayo del día. Por supuesto, lo que más les interesaba era ver el final original que Stephens había dado a la obra. En sus últimas entregas, Dickens había introducido al misterioso Dick Datchery, un visitante en el pueblo imaginario de Cloisterham que trabaja como investigador en el caso de la desaparición del joven Drood después de que otros hayan señalado con dedo acusador a Neville Landless, el rival de Edwin Drood. Datchery sospecha otra cosa. Pero en la versión de Stephens se descubría que Datchery, con un flotante cabello blanco cubriéndole el rostro, era el combativo joven Neville en persona, disfrazado. Neville utilizaba el disfraz de Datchery para enfrentarse a John Jasper, el tío de Drood, con pruebas que empujaban a éste, devorado por los remordimientos, a acabar con su vida mediante una sobredosis de opio.

Osgood y Rebecca se disponían a partir durante el cuarto intento de ensayo de dicha escena cuando Grunwald interrumpió al resto de los actores.

—¿Dónde está Stephens? Ah, Stephens, ¿qué es esto? ¿Qué pasa con la versión revisada de este acto?

—Ésta es la versión revisada, Grunwald. Y ahora, haz el favor de recordar que en este punto de la historia estás demasiado muerto y tu cuerpo incinerado para tener una presencia tan carnal en el escenario.

Grunwald lanzó las páginas de su libreto por los aires.

—¡Al diablo con eso! ¡Que os cuelguen a todos y se os desparramen los sesos! ¡Tal vez deberíais buscar otro maldito Edwin Drood!

Stephens respondió también a gritos:

—¡Hay damas presentes, señor, y americanos, que no tienen por qué soportar la vulgaridad de su lengua!

—¿Vulgar? —preguntó Grunwald inmediatamente antes de lanzarse sobre Stephens puño en ristre. Stephens agarró al actor por su espeso cabello.

El director sacó al dramaturgo y al actor y les recomendó que acabaran de asesinarse fuera del escenario.

Osgood reparó en dos trabajadores que se dirigían a las escaleras a fumar.

—Veo que el señor Grunwald y el señor Stephens discuten mucho —les dijo Osgood.

—Sí, señor.

—¿Saben ustedes por qué? —quiso saber el editor.

Uno de los trabajadores se rió al oír la pregunta.

—¿Cómo no? Tienen la misma pelea estúpida todos los días. Art Grunwald cree a pies juntillas que Charles Dickens quería que Edwin Drood sobreviviera y regresara al final de la historia para vengarse del hombre que intentó matarle. El señor Stephens considera que es totalmente evidente que Drood ha muerto y se pudre metido en cal viva.

—¿Y ustedes qué piensan? —inquirió el editor.

—Yo pienso que Grunwald se cree un actor demasiado bueno para quedarse fuera de las tablas todo el último acto. Ojalá no hubiera muerto Dickens, se lo juro por Dios, así no habríamos tenido que soportar sus peleas.