Ya de vuelta en la casa familiar de Dickens en Gadshill, Osgood y Rebecca volvieron a enfrascarse en los libros y documentos de la biblioteca. Osgood contemplaba la biblioteca con el celoso interés de un editor en los libros de otro hombre. Había una hilera de volúmenes de Wilkie Collins y la edición inglesa de la poesía de Poe, además de múltiples ediciones de Fields, Osgood & Co.
Entre las estanterías, las paredes se decoraban con famosas ilustraciones de Cruikshank, «Phiz», Fildes y otros artistas que habían adornado las novelas de Dickens. Oliver Twist se tambalea al recibir en el brazo la bala de la pistola aún humeante de Giles, que se esconde detrás de la esquina… De la misma novela, Bill Sikes se prepara para asesinar a la pobre Nancy… En una tenebrosa celda de la Bastilla en Historia de dos ciudades se hacinan la muerte y la fatalidad… En una mesa retirada, la honesta Rosa confiesa a su buen tutor, el señor Grewgious, que sospecha que el tío de Edwin Drood, John Jasper, ha cometido una terrible maldad…
Encontraron múltiples libros sobre el tema del mesmerismo y Rebecca se fijó en que Dickens había escrito notas en los márgenes de algunos de ellos. Uno se titulaba, misteriosamente, Huellas en las fronteras de otro mundo.
—Leía estos libros minuciosamente —dijo Rebecca tocando las tantas veces manoseadas páginas con respeto y delicadeza.
—¿De qué trata? —preguntó Osgood mientras repasaba las columnas de libros.
—No estoy segura —respondió Rebecca—. Cuestiones referentes a lo sobrenatural.
Leyó un fragmento. El investigador puede avanzar a tientas y tropezar, como si viera a través de un cristal oscuro. La muerte, que a tantos millones ha liberado de su desdicha, aclarará sus dudas y resolverá sus dificultades. La muerte, la que esclarece las adivinanzas, descorrerá las cortinas y dejará pasar la luz que todo lo explica. Aquello que es esta fase de la existencia apenas comienza, proseguirá mejorado en otra.
—Me suena a camelo —señaló Osgood—. Veamos qué más tenía.
En otra de las estanterías intentó sacar unos libros hasta que cayó en la cuenta de que no eran libros de verdad.
—El señor Dickens se mandó hacer esos falsos lomos de libros —dijo un criado que acababa de entrar en la habitación; el mismo hombre del mostacho que había despachado con firmeza al intruso del chalet. Dejó sobre la mesa una bandeja de pastas con una inclinación y luego se acercó a Osgood—. Verá, señor Osgood, es una puerta oculta para que el señor Dickens pudiera acceder cómodamente a la biblioteca desde la otra habitación. ¡Tan ingenioso en su casa como en su escritura! —el criado empujó la estantería tapizada de libros falsos y descubrió la sala de billar, donde, en otros tiempos, juegos y cigarros puros esperaban a los invitados masculinos de Gadshill.
—¡Ingenioso! —admitió Osgood encantado con el artefacto. Leyó con una sonrisa los títulos de los libros falsos que Dickens había elegido. Sus favoritos eran Una historia del pleito civil breve en veintiún volúmenes, Cinco minutos en China en tres volúmenes, cuatro volúmenes de La revista de la pólvora y Vidas de gatos, un juego de nueve volúmenes que le recordó al perezoso señor Puss hecho un cálido ovillo sobre algún cojín de su casa de Boston.
—¡Me encantaría tener la oportunidad de publicar alguno de estos libros! —dijo Osgood.
—¡Señor Osgood! Creo que ya tiene bastante de que ocuparse en el 124 de Tremont Street —dijo el criado con complicidad.
—¿Cómo sabe…? —empezó a preguntar Osgood al escuchar la dirección de su oficina de Boston. Se volvió para observar más atentamente al criado—. Vaya, ¿es usted, querido Henry Scott? ¡Es usted, Scott! —estudió la cara familiar, tan alterada por los dos años de dificultades y el largo y poblado bigote retorcido, esmeradamente peinado hacia arriba en los extremos. Una gran diferencia en su apariencia la marcaba la librea de Gadshill, un amplio sobretodo blanco con esclavina y botas de montar.
—Si, señor Osgood —dijo—. Tal vez usted recuerde, señorita Sand, que acompañé al señor Dickens y al señor Dolby en sus viajes por América, como ayuda de cámara del jefe y, me atrevería a decir, su hombre de máxima confianza. ¡Recordará que fue cuando pasó todo aquello con Tom Branagan! Pues bien, cuando estábamos justo a punto de iniciar la gira, Scotland Yard descubrió que el hombre de confianza del jefe aquí en la casa, su criado, había estado robando dinero de la caja de caudales. ¡Un hombre que llevaba veinticinco años trabajando para el jefe y al que pagaba generosamente! Me alegro de decir que el jefe tuvo la consideración hacia mí de ofrecerme el trabajo con un puesto para mi mujer cuando regresamos de América. Cinco años justos.
—¿Perdón?
—Su muerte, señor Osgood. Sucedió exactamente cinco años después del accidente de tren en Staplehurst. Cuando se puso enfermo repasé su agenda y no pude evitar pensar en un mal viento que no trae nada bueno.
Cuando Henry se inclinaba para retirarse, Osgood le pidió que se quedara.
—Señor Scott, ¿qué me puede contar de lo que pasó ayer en el chalet con aquel hombre?
—Una vez más, le repito que siento mucho lo sucedido —dijo Scott añadiendo una nueva reverencia aún más profunda—. Supongo que, como dice el refrán, una bestia indómita necesita una mano sobria que la conduzca. Si el pobre Jefe hubiera estado presente en cuerpo o en espíritu, o en un estado intermedio, no habría importunado tanto a sus invitados. Y si hay un hombre lo bastante sensato para volver a nosotros en espíritu, ¡ése es el Jefe! ¿No le parece, señorita Sand?
Rebecca tenía algo tan íntegro en su persona que hacia que todos los hombres buscaran en ella aprobación a sus ideas.
—De hecho, ahora mismo estaba mirando sus lecturas sobre temas de espiritismo, señor Scott —dijo Rebecca.
—Siento curiosidad por saber lo que inquietaba a aquel hombre —interrumpió Osgood.
—¡Ah, puede usted nombrar cualquier cosa y seguramente podría considerarse inquietante para ese gandul quemado por el sol! —Henry les explicó que Dickens a veces aplicaba terapia de hipnosis a individuos enfermos o perturbados. Hacía que se tumbaran en el suelo o en el sofá y les inducía a un sueño magnético hasta que despertaban temblorosos y fríos. Había una mujer ciega que atribuía su recuperación de la vista al tratamiento magnético de Dickens—. Sin embargo, este hombre fue un caso especial —apuntó Henry.
Los médicos de Londres le habían diagnosticado unos meses antes a aquel hombre, un pobre granjero, una enfermedad incurable. Habiendo oído hablar de las habilidades especiales de Dickens se plantó en la puerta del novelista suplicando un tratamiento moral y espiritual a través del mesmerismo. Dickens llevaba algunos años menos activo en este terreno, pero accedió y empezó a tratar al hombre con terapia magnética.
—¿Dio resultado, señor Scott? —preguntó Rebecca.
—Bueno, tal vez le diera resultado a él, señorita Sand… Pero en el sentido contrario —dijo Henry.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Osgood.
—Uno de los cocineros me dijo que la enfermedad del granjero había mejorado, pero que sus condiciones mentales habían ido debilitándose a lo largo de las sesiones de mesmerismo. Ahora ese pobre vagabundo sigue merodeando por aquí, lo mismo que esos perros inútiles de los establos, como si el Jefe estuviera escondido en el bosque con los ladrones de Falstaff y los peregrinos de Chaucer, y estuviera a punto de volver —Henry, inconscientemente, dijo esto con un tono más comprensivo con el vagabundo de lo que él mismo se dio cuenta.
Con los ojos rojos de leer y copiar, Osgood y Rebecca decidieron regresar al hostal al acabar el día. Forster les esperaba en el porche de Gadshill.
—¿Van a hacer más expediciones mañana por la mañana? —preguntó el albacea como si realmente le interesara y no estuviera sólo curioseando.
—Al cabo de tres días, no hemos podido encontrar mucho más que una lista de títulos, algunas notas sobre el libro escritas deprisa y algunas páginas desechadas, señor Forster —admitió Osgood—. Me temo que hemos acabado con el material que tienen aquí.
Forster asintió con una satisfacción apenas disimulada; luego, fingió apresuradamente una expresión de decepción.
—Supongo que regresarán a Boston.
—Todavía no —respondió Osgood.
—¿Oh? —dijo Forster.
—Si no podemos encontrar nada en las habitaciones de Dickens, tal vez haya algo fuera de ellas…, en algún sitio.
Las pupilas de Forster se dilataron con interés y cogió una hoja de papel y una pluma.
—Usted es un americano emprendedor y sé que los americanos emprendedores detestan perder el tiempo. Su búsqueda, me temo, señor Osgood, puede ser precisamente eso: una pérdida de tiempo. Ésta es la dirección en la que me puede encontrar cuando vuelva a Londres, donde desempeño la labor de delegado de salud mental[6], por si me necesita. El señor Dickens era un hombre demasiado bueno para engañar a los lectores que confiaban en él. El final de El misterio de Edwin Drood habría sido exactamente como parece: un hombre perverso y celoso se proponía liquidar a un joven y lo hizo, no hay nada más. ¡Cualquier otra idea al respecto es pura monserga!