15

Por la mañana, Osgood y Rebecca habían pensado en ir cada uno por su lado. Osgood volvería a intentarlo en Chapman & Hall, en Londres, y Rebecca seguiría el trabajo en Gadshill. En el último momento, Osgood llamó a Rebecca desde el carruaje del Falstaff. La miró con una expresión extraña.

—Creo que debería venir conmigo a Londres esta mañana, señorita Sand. Si el señor Chapman accede a recibirme, me gustaría que tomara usted notas.

Rebecca titubeó.

—¡Será la primera vez que vaya a Londres! —exclamó. Luego contuvo su entusiasmo con su habitual formalidad—. Voy por mi estuche de lápices.

—Buena idea —dijo Osgood—. Estoy convencido de que a sus ojos les vendrá bien un descanso de todos esos papeles de Dickens.

Al llegar a la estación de Charing Cross, en el Strand, Osgood y Rebecca caminaron a la sombra de teatros y tiendas entre un número sorprendente de artistas callejeros y puestos de venta ambulante en cada esquina que hacían parecer a Boston silenciosa en comparación. Los ojos de Rebecca bailaban de un sitio a otro. Los mercachifles ofrecían a gritos reparación de calzado, herramientas, fruta, cachorros, pájaros…, cualquier cosa que se pudiera vender por un puñado de chelines. La variedad de acentos y dialectos sonaba al oído americano como si las promociones orales de cada uno de los vendedores ingleses estuvieran hechas en un idioma diferente.

—¿No nota algo extraño en los vendedores? —le preguntó Osgood a Rebecca.

—El atronador ruido que hacen —respondió ella—. Es algo asombroso.

Mientras hablaban, pasaron delante de un espectáculo de Punch y Judy. Los títeres de madera daban brincos por el diminuto escenario, Judy pegando a Punch en la cabeza con una cachiporra.

—¡Yo te daré tu merecido por tirar al niño por la ventana! —le gritaba la marioneta Judy a su esposo marioneta.

—Fíjese mejor —dijo Osgood—. Hay algo más extraño que el ruido, señorita Sand, ¡y es que los hombres de negocios londinenses no parecen notar el ruido en absoluto! Para vivir en Londres uno debe poseer una capacidad de concentración de hierro. Así es como sigue siendo la ciudad más rica del mundo. Ya hemos llegado —dijo Osgood señalando a un elegante edificio de ladrillo que lucía un letrero de CHAPMAN & HALL en las ventanas.

En esta ocasión, cuando Chapman entró en el recibidor, se detuvo y retrocedió unos cuantos pasos cortos al ver a los visitantes que esperaban en el sofá. El editor de piel rubicunda, con su fornido porte y brillante pelo oscuro peinado con una llamativa raya que le partía la magnífica cabeza, daba mucho más la imagen de un hombre deportista y ocioso que la de un hombre dedicado a los libros.

—Eh, tenemos visita por lo que veo —dijo Chapman, aunque su mirada no se posaba en ambos visitantes, sino en la figura esbelta de Rebecca. Finalmente se resignó a admitir también la presencia del caballero.

—Frederic Chapman —se anunció a sí mismo extendiendo una mano.

—James Osgood. Nos conocimos ayer —le recordó Osgood.

Chapman miró al forastero entrecerrando los ojos.

—Recuerdo su cara claramente. El editor americano. Y esta mujercita es…

—Mi asistente, la señorita Sand —la presentó Osgood.

Él tomó delicadamente la mano de la mujer en la suya.

—Sea usted muy bienvenida a nuestra humilde empresa, querida mía. Bueno, entrará con nosotros en mi despacho para la entrevista con el señor Osgood, ¿verdad?

Osgood y Rebecca siguieron a un empleado que seguía a Chapman en procesión hasta su despacho privado. En la estancia había expuestos algunos libros caros, pero era mayor el número de animales muertos y disecados: un conejo, un zorro, un ciervo. Aquellos horripilantes objetos despedían un olor rancio y desolador y la mirada de todos ellos parecía seguir a Chapman dondequiera que fuera con muda fidelidad. El despacho tenía un amplio mirador; sin embargo, en vez de abrirse a las calles de Londres, daba a las oficinas y las dependencias de Chapman & Hall. Periódicamente, Chapman volvía la cabeza para ver si sus empleados continuaban concentrados en el trabajo. Uno de los agobiados trabajadores llevó a la reunión una botella de oporto acompañándose de una reverencia que parecía más un incontrolable temblor de rodillas.

—Ah, excelente. Supongo que usted y el señor Fields tendrán una bodega en Boston —comentó mientras llenaba dos copas.

—Nuestro sótano está lleno de listas de suscripción y de material de embalaje.

—Nosotros tenemos una muy grande. Y también una despensa para piezas de caza. Estamos pensando en añadir una sala de billar. La próxima vez jugaremos una partida. Siempre es un placer ver a un colega del otro lado del charco.

—Señor Chapman, supongo que ya habrá investigado concienzudamente lo que todavía pueda quedar de El misterio de Edwin Drood. Nos beneficiaría mucho que usted compartiera con nosotros cualquier tipo de información que pueda haber recibido.

—¿Investigar? ¿Por qué habla usted, señor Osgood, como uno de esos detectives de las novelas nuevas? Me hacen gracia sus conceptos americanos.

—No es mi intención —replicó Osgood con seriedad.

—¿No? —preguntó Chapman decepcionado—. Pero ¿qué es lo que hay que investigar?

Osgood, estupefacto, dijo:

—Si el señor Dickens dejó alguna clave, alguna indicación de hacia dónde iba su historia.

Chapman le interrumpió con una carcajada franca y sincera, certificando así la mencionada gracia.

—Mire, Osgood, viejo amigo —dijo—, es usted realmente divertido al estilo americano, ¿no es verdad? Bueno, yo estoy perfectamente satisfecho con lo que tengo de Drood, seis magníficas entregas.

—Son soberbias, estoy de acuerdo. Pero si estoy en lo cierto, usted pagó una buena cifra por el libro —señaló Osgood incrédulo.

—¡Siete mil quinientas libras! La cifra más alta jamás pagada a un autor por una novela nueva —esta frase la pronunció fanfarronamente en dirección a Rebecca.

—Yo habría dicho que su empresa estaría dispuesta a hacer cualquier cosa para proteger su inversión —dijo Osgood.

—Le voy a decir cómo lo veo yo. Cada lector que compre el libro y encuentre que está inacabado, le dedicará un tiempo a adivinar cómo sería el final. Y aconsejará a sus amigos que compren un ejemplar y hagan lo mismo, para que así puedan discutirlo.

—En América, el hecho de que no esté terminada animará a todos los filibusteros, como les llaman —explicó Osgood.

—Ese bellaco del Mayor Harper y los de su calaña —dijo Chapman volcando su copa y bebiendo su oporto con una presteza depredadora mientras contemplaba su colección de cabezas de animales. Sus ojos de cazador, siempre inquietos, se posaron de nuevo en Osgood—. Eso es lo que le preocupa, ¿verdad? —continuó por fin. Se inclinó hacia Rebecca, no exactamente arisco, para desazón de Osgood, pero sí mostrando una absoluta falta de interés por la hermosa asistente sentada enfrente de él—. Eh, supongo que su patrono luchó valientemente en su guerra de Secesión, ¿verdad? Qué suerte. Aquí no hemos tenido últimamente ninguna guerra de la que podamos hablar. Algunas pequeñas, pero nada que merezca la pena comentarse. Ninguna que le sirva a uno para demostrar al mundo su hombría e impresionar a las mujeres.

—Me hago cargo, señor Chapman —respondió Rebecca negándose a amedrentarse ante la intensidad de su atención.

—Recuérdeme en qué batallas luchó usted, viejo amigo —inquirió Chapman dirigiéndose a Osgood.

—En realidad —dijo Osgood—, sufrí los efectos adversos del reuma cuando era joven, señor Chapman.

—¡Qué pena!

—Ahora estoy mejor. Sin embargo, me impidió cualquier intención de alistarme como soldado.

—Aun así, el señor Osgood ayudó a publicar aquellos libros y poemas —intervino Rebecca— que contribuyeron al entusiasmo y el compromiso de la Unión para perseverar en su causa.

—¡Qué pena que no haya combatido como soldado! —respondió Chapman—. Cuenta usted con mi comprensión, Osgood.

—Gracias, señor Chapman. Respecto a Drood —dijo Osgood con la intención de cambiar el derrotero de su persuasión—, piense en el interés de comprender mejor la última obra de Dickens. Por el bien de la literatura.

Por el guiño de sus ojos y el gesto de su boca, parecía que Chapman estaba a punto de sufrir otro ataque de risa. Sin embargo, su impresionante estructura se desplazó hacia la ventana y puso la yema de un dedo sobre el cristal.

—Vaya, habla usted como uno de los empleados más jóvenes de ahí fuera. La mayor parte del tiempo no soy capaz de distinguirlos, son muy parecidos, ¿no le parece, señorita Sand?

—No sabría decirle, señor Chapman —señaló Rebecca—. Parecen estar entregados a su trabajo.

—¡Tú! —la poderosa frente de Chapman se arrugó y se asomó al exterior donde unos cuantos empleados embalaban un envío de libros en cajas.

Uno de ellos entró nerviosamente en el despacho. Todos los demás interrumpieron lo que estaban haciendo y se dispusieron a ver el destino que esperaba a su compañero.

—Bueno, empleado, ¿no puedes embalar esas cajas más rápido? —inquirió Chapman.

—Señor —respondió el empleado—, lo siento mucho, es el olor lo que nos impide ir más deprisa.

—¡El olor! —repitió Chapman con una indignación que sugería que se le había acusado de emitirlo personalmente. Soltó una ristra de furiosas palabrotas sobre la incompetencia del empleado. Cuando el editor terminó, el empleado explicó tímidamente que la última aportación de Chapman a la despensa, una pata de venado, desprendía un hedor infecto a causa del calor estival.

Chapman, tras levantar la nariz para comprobarlo, cedió y asintió con la cabeza.

—Muy bien. Ponga ese venado en una carreta y me lo llevaré a casa para la cena —ordenó.

Chapman había interrumpido sus insultos encendiendo un puro mientras el empleado esperaba que le dejara retirarse. Cuando Chapman volvió a dirigir la mirada al joven le contempló como si no supiera de dónde había salido.

—¡No tiene muy buen aspecto! —le notificó Chapman al joven.

—¿Cómo dice?

—Un aspecto nada bueno. Pálido, incluso. Bueno, ¿puede tomar una copa de oporto?

—Eso creo.

—Bien. Dígales a los del sótano que le manden un par de botellas —el empleado salió disparado—. Esta oficina funciona como un reloj —dijo Chapman a los invitados con un impaciente sarcasmo—. En fin, estaba usted… estaba usted hablando de literatura —levantó un puñado de papeles—. ¿Ve este libro de poesía? Muy bonito. Esto es lo que llaman literatura. Y yo lo voy a guardar en el armario para quemarlo en mi chimenea el próximo invierno. ¿Por qué? Porque la poesía no vende. Nunca se ha vendido. No vale de nada, ¿sabe, señorita Sand?

—Bueno, señor Chapman, yo adoro las novelas —dijo Rebecca enderezándose en su silla y mirando fijamente a su anfitrión—. Pero en nuestros momentos más tristes o más alegres, ¿qué haríamos sin la poesía para que nos hable?

Chapman se sirvió otra copa de oporto.

—Cinco libras es demasiado para cualquier poema, sobre todo teniendo en cuenta que todos los poetas están siempre en apuros. Cinco libras seria suficiente para pagar lo mejor que pueda hacer cualquiera de ellos. No, no, son las aventuras, las expediciones al aire libre, lo que la gente quiere leer hoy en día, con el lamentable estado del negocio. Ouida, Edmund Yates, Hawley Smart, sus novelas americanas de whisky e indios, ésa es la nueva literatura que la gente recordará. Dios bendiga a Dickens con sus causas sociales y su solidaridad, pero debemos olvidar el pasado y mirar adelante. Sí, no podemos mirar atrás.

Fuera de las oficinas, en las profundas sombras del callejón, el insignificante empleado que había sido reprendido por Chapman, con la cabeza aturdida por el oporto, se subió a la trasera de un furgón. Intentó arrastrar la inmensa y apestosa pata de venado con una cuerda. Luchaba y resollaba hasta que una mano más fuerte la levantó sin esfuerzo del suelo.

—Gracias, señor —dijo—. Maldito sea este venado. Maldito sea todo el venado del mundo.

El hombre que le había ayudado estaba abrigado por las sombras. Lanzó entonces una moneda al aire que el empleado atrapó torpemente con ambas manos contra el pecho.

—Vaya, ¿no debería ser yo quien le pagara, señor?

—¿Ha escuchado lo que le ha dicho su patrono al señor Osgood? —preguntó el desconocido.

—¿Ese americano? —el empleado lo pensó y luego asintió.

—Entonces hay más de éstas para usted. Venga —alargó la mano para ayudarle a bajar del furgón, pero, surgiendo entre las tinieblas, quedó claro que no era una mano. Era una cabeza de bestia en oro que remataba la empuñadura de un bastón. Sus refulgentes ojos negros brillaban como agujeros que perforaban la oscuridad.

—Vamos. No le morderá —insistió el oscuro desconocido.

—Pero ¿por qué quiere saber cosas del señor Osgood? —preguntó el empleado mientras se agarraba al bastón y descendía del furgón.

—Digamos que estoy aprendiendo el oficio de los libros.