Kent, Inglaterra, 30 de junio de 1870
James R. Osgood y su asistente Rebecca Sand no encontraron un comité de bienvenida ni pañuelos agitándose por su llegada cuando el vapor atracó en el puerto de Liverpool. Osgood esperaba que John Forster, el albacea de Dickens, o Frederic Chapman, el editor inglés, les mandaran un coche a buscarles al muelle después de que Fields les comunicara las noticias de su visita. Pero fue el señor Wakefield, su compañero de viaje a bordo del barco, quien, al ver que se encontraban desamparados y solos, les organizó galantemente un transporte que les acercara a la estación de Higham, en la campiña de Kent. Aconsejó a Osgood que acordara una tarifa con el cochero antes de subirse al vehículo o se exponían al abuso. Antes de abordar el carruaje, Wakefield les recomendó también que buscaran alojamiento en un hostal llamado Falstaff Inn, «un pequeño y encantador establecimiento… ¡y el único que hay!».
En la antigua ciudad provinciana de Rochester, en sus pintorescas y estrechas callejuelas, Dickens parecía estar por todas partes. Al pasar delante del cementerio que rodeaba la iglesia, en la primera lápida que vieron se leía DORRIT; Osgood conjeturó que allí Dickens debió de pensar por primera vez en la historia de avaricia y encarcelamiento de La pequeña Dorrit. Un cartel sobre la puerta de un almacén en High Street decía BARNABY y en otro lugar, tal vez para completarlo, se leía RUDGE.
Osgood pensó en la popularidad de Dickens. La gente había ido a la iglesia a rezar por la pequeña Nell, había llorado por Paul Dombey como lo haría por su propio hijo, había gritado de júbilo (y cómo habían gritado en el Tremont Temple) cuando el pequeño Tim salvó la vida. Sus libros se convertían en realidad para cualquiera que los leyera, fuera un humilde trabajador del puerto o un patricio de Mayfair. Por eso, incluso aquéllos que nunca en su vida habían leído una novela, leían las suyas.
Su carruaje remontó lentamente una empinada colina verde hasta la cima, donde se asentaba un atrayente edificio blanco bañado por un rústico encanto estival. El descolorido rótulo de la casa estaba decorado con el obeso personaje de Shakespeare, el alegre Falstaff, con el príncipe Hal y una escena con Falstaff metido dentro de una cesta de ropa sucia mientras las Alegres Comadres reían. El hostal estaba situado sobre una pradera ondulante justo enfrente de las vallas de madera de la finca de Dickens, conocida por el nombre de Gadshill Place.
El patrón del hostal les recibió en los escalones y su aspecto les dejó inmovilizados por un instante. De constitución sólida, pero no gordo, iba vestido con un atuendo isabelino colorista y amplio, y bien acolchado por añadidura. Su abullonada gorra de terciopelo llevaba las plumas marchitas de un pájaro entero. Les dijo que le llamaran Falstaff o «Sir John» y sostenía una copa de cerveza para brindar a la menor ocasión que se presentara.
—Podrían ustedes arruinarnos con su apetito y seguirían siendo bienvenidos —dijo—. ¡Ése es el lema del Falstaff Inn!
—Me pregunto si todos los hosteleros ingleses van vestidos así —susurró Rebecca mientras el dueño y un muchacho cargaban sus baúles.
—¡Vengan, Sir Falstaff les acompañará a sus habitaciones! —exclamó el alegre hostelero.
A la mañana siguiente John Forster, tras ser advertido de su llegada, se reunió con ellos en la sala de café mientras se recuperaban de la travesía atlántica con huevos, jamón cocido y café. A pesar de que llevaba un costoso traje a medida de estilo londinense, Forster se parecía más a Falstaff que el hostelero, con un cuerpo esférico, los andares lentos y cara de niño mimado. Pero, al contrario que en el caso del hostelero, este Falstaff no transmitía ninguna alegría.
—Y ésta debe de ser la señora Osgood —tanteó Forster extendiendo su mano.
Osgood se apresuró a corregirle, explicando su posición de asistente.
—Ah, ya —respondió Forster secamente, retirándole la mano con premura y sentándose a la mesa—. O sea, que lleva luto por su marido —comentó intuitivamente del atuendo negro.
—Lo cierto es que es por mi hermano, señor. Por mi hermano Daniel.
Forster frunció el ceño consternado, no por la posible turbación de la joven dama, sino por haberse equivocado dos veces seguidas.
—¡Supongo que hay que agradecer a América que se pueda llevar como compañeras de viaje a ruborosas jovencitas en calidad de asistentes! Es una buena cosa.
En ese momento uno de los camareros se acercó a Forster y le habló al oído:
—Eso está en contra de las normas de la sala de café, señor.
Forster se sacó de la boca el puro que estaba medio fumando y medio mordisqueando y lo miró como si no lo hubiera visto en toda su vida. Luego se puso de pie y vociferó:
—¡Márchese de aquí, bribón! ¡Cómo se atreve, señor, a entrometerse en mis asuntos! ¡Desaparezca y traiga a este caballero y esta dama unos bizcochos para el desayuno!
El camarero salió disparado y él volvió a tomar asiento.
—Yo no tomaré bizcochos, señor Osgood, porque ya he desayunado, muchas gracias —dijo Forster sin que nadie se los hubiera ofrecido—. Me levanto todas las mañanas a las cinco, antes incluso que mi criado, porque tomar la primera comida temprano ayuda a las labores de la digestión y mantiene las enfermedades a raya. Y ahora, pasemos al pequeño asunto que le interesa, ¿no le parece?
Después de que Osgood le explicara su deseo de examinar las pertenencias personales de Dickens, Forster comunicó cortésmente que volvería a Gadshill y comentaría el asunto con sus residentes. Al poco rato cruzó la carretera y entró en la finca de Dickens. Al cabo de una hora Osgood y Rebecca recibieron una nota en papel con orla negra de luto en la que se les decía que serían bien recibidos cuando les pareciera conveniente.
—Tal vez yo debería quedarme aquí, en el hostal —sugirió Rebecca mientras terminaba de escribir la nota de respuesta en la que aceptaba la oferta—. El señor Forster parece, bueno, poco cordial conmigo.
Osgood no quería hacer que se sintiera cohibida, aunque tenía razón.
—Es poco cordial en general. Recuerde que era uno de los mejores amigos de Dickens. Su ánimo no puede estar muy entero después de semejante pérdida —dijo—. Vamos, señorita Sand. Con un poco de suerte podremos confirmar la información que tenemos y disponer de algo de tiempo libre para hacer algo muy inglés por Londres antes de partir.
Por fuera la casa de ladrillo rojo de Dickens era austera, pero sin dejar de ser acogedora. Unos escalones de piedra llevaban a un pórtico espacioso donde se habría reunido el numeroso clan en otros tiempos. Robles imponentes marcaban los límites de la propiedad, en la que los niños jugaban y corrían, separándola de los bosques que había más allá de jardines y campos de críquet ahora vacíos en los que el dueño de la casa había permitido celebrar partidos a sus conciudadanos.
Pasear por esos campos producía la sensación de estar recorriendo las leyendas de la vida del novelista. Charles Dickens había escrito sobre la primera vez que vio la casa cuando era un chiquillo, pero lo bastante mayor para darse cuenta de lo pobre que era su propia familia. Antes de que sus problemas de deudas le encerraran en la cárcel, John Dickens llevaba a su extraño hijo a que viera Gadshill desde la calle. Si eres perseverante y trabajas mucho, y no descuidas tus estudios, puede que algún día llegues a vivir en ella, le decía al chico, a pesar de que el padre mismo nunca perseveró ni trabajó mucho.
Dos grandes perros terranova, un mastín y un San Bernardo salieron corriendo de detrás de la casa. Un soplo de decepción pareció recorrer los cuerpos de todos los animales al ver a Osgood y Rebecca. Uno de los canes en particular, el más grande de todos, inclinó su hermosa cabeza lentamente con un aire desolado que rompía el corazón. El jardinero jefe los llamó y los perros regresaron en tropel al patio de establos y entraron cansinamente de puntillas en el fresco túnel que conducía al otro lado de la carretera.
Mucha menos vitalidad les aguardaba en el interior de Gadshill. La casa, de hecho, estaba siendo despojada de todo ante sus ojos. Una cuadrilla de trabajadores retiraba cuadros y esculturas de las paredes y mesas; otros intrusos de rostro sombrío con chalecos de seda y trajes de lino examinaban el mobiliario y toqueteaban cada uno de los objetos y accesorios. La atmósfera quedaba completada por una melancólica interpretación de Chopin al piano que flotaba en el aire.
Un trabajador cargaba un retrato oval de una niña mientras Forster acompañaba a Osgood y Rebecca a través del vestíbulo de entrada hasta el umbral del salón.
—No pueden ustedes visitar Gadshill —anunció inesperadamente acompañándose de un ceño fruncido que era todavía menos cordial que su comportamiento durante el desayuno.
—¿Qué quiere decir, señor Forster? —preguntó Osgood.
—¿Es que no lo ve con sus propios ojos? Gadshill ya no existe… tal como era. Una maldita subasta de sus pertenencias tendrá lugar la semana que viene y están desmantelando todo lo que está a la vista —explicó Forster agitando los brazos furiosamente. Luego se volvió y lanzó una mirada furibunda al mejor vestido de los invasores—. Esos otros hombres que disponen los restos del lugar con artificial afabilidad son los representantes de otra empresa de subastas diferente que venderá la casa en la que usted se encuentra al mejor postor. ¡In-to-le-ra-ble sin paliativos! —cada palabra del albacea parecía como si hubiera sido memorizada de antemano y ahora las recitara ante una comisión investigadora encargada de expulsar a un viejo enemigo de la administración pública.
—¿Tienen que vender absolutamente todo lo que hay en la casa, señor Forster? —preguntó Rebecca con genuina tristeza.
—¡No me lo diga a mí, señorita! Absolutamente todo, hasta el último clavo de la puerta —gritó Forster acusador, como si Rebecca acabara de decretar el destino de la casa—. La familia Dickens es muy extensa —su voz se apagó hasta ser un susurro sonoro—, y sus múltiples hijos, que no se parecen a él en otro aspecto que en el nombre, llevan vidas dispendiosas y desaprovechadas. De sus dos hijas, una está casada con un pintor inválido hermano de Wilkie Collins, y no sé qué es peor, si que sea pintor, que sea inválido o que sea pariente de Wilkie Collins. La otra chica, a pesar de ser bastante guapa, nunca se ha casado. No, sin los ingresos de futuros libros Gadshill no puede seguir como antes —miró por la ventana a los prados que les rodeaban y esperó a que Osgood y Rebecca hicieran lo mismo antes de seguir hablando—. Esta tierra será recordada por tres cosas. La primera, por los robos a los caminantes perpetrados por Falstaff con el príncipe Harry y los vagabundos de la región. La segunda, por los peregrinos de Chaucer que pasaban por aquí camino de Canterbury. Y la tercera, por el novelista más popular que haya existido. De la primera, el bufón de su hostelero ya ha hecho mofa por dinero. Yo siempre le llamaré William, el verdadero nombre de ese sujeto, aunque sólo sea para fastidiarle. Esperemos que no llegue el día en que algún hostelero sin escrúpulos se vista como uno de los personajes de Dickens o haré que me arranque los ojos de inmediato el viejo cuervo que el señor Dickens solía tener como mascota.
Osgood consideró que era el momento oportuno para interponer una pregunta, pero Forster le puso una mano imperial en el hombro y le obligó a desplazarse.
—Fíjese en la acuarela que en este momento saca del comedor ese obrero. Eso, señor Osgood y señorita Sand (se llama así, ¿verdad, querida?), es una pintura del vapor Britannia en el que el señor Dickens realizó su primer viaje a América, el 4 de enero de 1842. Ese episodio se relatará en el capítulo decimonoveno de mi libro La vida de Dickens. ¡Levanten más eso, hombres, tengan cuidado de que la esquina del marco no estropee la pared!
Osgood percibió cierta dureza, cierta recriminación en la palabra América.
—Espero que esté de acuerdo en que la segunda gira por América del señor Dickens —señaló Osgood— fue un auténtico éxito.
Forster rió sombríamente y se retorció las manos como si estuviera escurriendo ropa mojada.
—¡Monstruosa idea! ¡Su gira dejó a Dickens enfermo, cojo de un pie y privado de toda la vitalidad con la que partió de nuestras costas! Me opuse rotundamente a su partida, como le dije a ese gorila ávido de oro que es Dolby. Si los lectores americanos no hubieran adquirido los libros del señor Dickens sin pagar los derechos de autor durante tantos años, si nos hubieran hecho participes de sus leyes de propiedad intelectual, no habría necesitado ese ingreso extra. ¡Pensar que todos los que daban brincos a su alrededor le llamaban «Jefe», como si fuera un indio salvaje…!
—Recuerdo que a Charles le gustaba que le llamaran jefe —interrumpió una voz femenina—. Con todos los motivos que tenemos para ponernos tristes, podemos al menos alegrarnos de que tuviera vigor suficiente para viajar.
La voz de las alturas correspondía a una mujer elegante y esbelta, recién rebasados los cuarenta años, que bajaba las escaleras.
—Les presento a la señorita Georgina Hogarth —farfulló indiferente Forster a sus visitantes—. Mi colega albacea de la casa y todas sus posesiones.
—Por favor, llámenme Georgy. Todos me llaman así en Gadshill —dijo en un tono relajante que se impuso a la estridencia de Forster.
Osgood supo por su nombre que era la cuñada de Dickens. Aun después de que Catherine, la mujer de Dickens, se fuera de Gadshill, la tía Georgy siguió siendo la confidente y ama de llaves del escritor, y una madre para sus dos sobrinas y sus seis sobrinos. La separación entre Dickens y Catherine nunca fue un divorcio oficial; el cronista de la armonía doméstica no podía permitirse una mancha permanente como ésa en su imagen pública. Las novelas de Dickens ensalzaban la familia y los ideales de lealtad y perdón. Su público esperaba que él fuera un ejemplo de ese comportamiento.
Dickens y Georgy se hicieron tan inseparables que otros miembros de la familia Hogarth, furiosos por que hubiera tomado partido por Charles, supuestamente difundieron perversas calumnias sobre que él la había seducido. El hecho de que la encantadora Georgy nunca se casara no contribuyó a aplacar las murmuraciones.
Osgood recordaba que la revista Harper’s había disfrutado de una venta extraordinaria al importar los rumores sobre Dickens y Georgy a América. Para hacer que el asunto sea aún más escandaloso, una joven dama, la hermana de la señora Dickens, ha asumido las «labores del hogar» de Dickens, había comentado la revista, cuando Catherine se había marchado hacía ya más de diez años. Todo este asunto repugna enormemente a nuestras ideas sobre la permanencia del matrimonio.
—Gracias a los dos. Me doy perfecta cuenta de que están ya bastante ocupados sin nuestra visita —dijo Osgood.
—A decir verdad, señor Osgood, desearíamos tener más invitados que no fueran horrendos subastadores o agentes inmobiliarios subiendo y bajando por toda la casa —la tía Georgy lucía una sonrisa radiante que evocaba en la mente la imagen del bullicioso hogar que debió de ser—. ¿Pasamos?
En el salón se encontraba sentada una joven y atractiva mujer con aspecto de matrona, aproximadamente de la edad de Osgood, acariciando las teclas del piano de palo de rosa. Llevaba un vestido de luto a la moda bajo el peso de unas aparatosas joyas de luto y tocaba con un aire abstraído.
Osgood, momentáneamente distraído por la música y su ejecutante, explicó a sus anfitriones la misión que les llevaba allí.
—Nuestra empresa tiene intención de publicar El misterio de Edwin Drood en América. Pero en nuestro país estamos rodeados de piratas literarios que utilizan la impunidad que les ofrece el fallecimiento del señor Dickens para saquear el texto en su beneficio.
—¡Típico de América! —salmodió Forster—. La avaricia abunda en la tierra del yankee-doodle.
—Tampoco escasea aquí, señor Forster —regañó Georgy al amigo de Dickens.
—Debido a la peculiaridad de nuestras leyes —continuó Osgood—, nos encontraremos en una situación comprometida si los piratas ponen en circulación sus copias baratas. Habíamos depositado todas las esperanzas de éxito para nuestra empresa, y naturalmente para los derechos del señor Dickens, basándonos en nuestros ideales morales, no en las leyes. Ahora todo eso pasaría a usted y a su familia —dijo dirigiéndose a Georgy—. Pero eso nunca llegará a suceder si los deseos de Dickens de que seamos sus editores exclusivos se desvanecen con su muerte.
En este punto de la entrevista, una difusa mancha blanquecina, que al fijarse mejor resultó ser una perra Pomerania, cruzó la habitación y aterrizó a los pies de Osgood. Le dedicó un ladrido agudo al editor, pero cuando éste le acercó una mano, el perro sacudió el hocico y le ladró en tono recriminatorio. La mujer que tocaba el piano dejó de hacerlo con una nota discordante y, levantándose las amplias faldas, se acercó a su lado apresurada. La virtuosa se retiró el velo negro mostrando la cara para presentarse como Mamie Dickens, la primera hija del novelista, la que Forster había calificado de hermosa y soltera.
—Pido disculpas por su comportamiento, señor Osgood —dijo Mamie tímidamente—. Ésta es la señora Bouncer, es una criatura encantadora, pero cuando se enfada se pone como el perro de Mefistófeles. Como toda joven inglesa realmente bien educada, nunca tolera que un hombre le acerque una mano. En cambio, le gusta que los hombres la acaricien con el pie.
La señora Bouncer daba vueltas y vueltas alrededor de Osgood acompañándose de un ladrido asmático. Osgood intercambió una mirada fugaz con Rebecca, quien parecía estar a punto de romper a reír pero se reprimía. Osgood se desató un zapato y, cuando la señora Bouncer saltó de inmediato sobre él, le rascó la barriga con el pie.
—¡Oh, qué encanto! —exclamó Mamie mordiéndose el labio inferior emocionada—. Eso era lo que más echaba de menos. Oh, ¿también tienen que llevarse eso? —dijo volviéndose desazonada. Un trabajador estaba envolviendo una fuente de pie de color rosa que había retirado de la repisa de la chimenea—. Cuando era pequeña me fascinaba. ¿Puedo detener a ese horrible operario, tía? —susurró.
—Lo siento mucho, Mamie. Ya sabes que sólo podemos quedarnos con lo estrictamente necesario.
Osgood le dirigió a Mamie una mirada de conmiseración. Rebecca observó cómo miraba Osgood a la patética señorita Dickens. Durante unos instantes los tres quedaron tan abstraídos e imprecisos como las figuras de un esbozo.
—Teníamos la esperanza —dijo Osgood regresando a su asunto— de que tal vez aquí se hubieran encontrado más páginas de El misterio de Edwin Drood aparte de las seis entregas que el señor Forster nos ha enviado a Boston.
Georgy sacudió la cabeza tristemente.
—Me temo que no las hay. La tinta de las últimas hojas de papel de la sexta entrega todavía se estaba secando en su escritorio cuando sufrió el colapso. Lo vi con mis propios ojos.
—¿Quizá haya memorandos o fragmentos? O correspondencia personal sobre cómo pensaba continuar la novela que pudiera satisfacer la curiosidad natural de los lectores.
—Podía haber sido así —respondió Georgy—. Pero el señor Dickens quemaba toda su correspondencia privada periódicamente y les pedía a sus amigos que hicieran lo mismo. Le daba espanto la utilización inadecuada que con frecuencia se da a las cartas de las personas célebres. Todavía recuerdo una vez, hace años, que hizo una hoguera y los niños asaron cebollas en las cenizas de cartas de grandes nombres como Tennyson, Thackeray o Carlyle.
—Dígame, señor Osgood —interrumpió Forster con una extraña expresión de desprecio—, ¿de qué le servirían las notas sobre el libro, suponiendo que existieran, sin Charles Dickens que escribiera los capítulos en sí?
—¡Me servirían de mucho, señor Forster! —respondió Osgood atajando expertamente el tono negativo de Forster—. Si pudiéramos publicar una edición especial que revelara en exclusiva a los lectores americanos cómo iba a acabar de verdad el misterio podríamos tomar la delantera en esta competición fraudulenta. Pero no podemos permanecer en Inglaterra en busca de respuestas más que un tiempo limitado, o todo habrá sido inútil. Los piratas pondrán sus zarpas en el resto de los capítulos que se conocen, imprimirán el libro y lo venderán por todas partes.
—¿Qué quiere decir, Osgood? —Forster se inclinó hacia adelante con una mueca de desconfianza. Agarró los brazos del sillón con sus manos desmesuradas como si, a falta de esa contención, se fueran a lanzar al cuello de Osgood—. ¡Increíble! ¿Qué quiere decir con «cómo iba a acabar de verdad»?
Osgood y Rebecca intercambiaron miradas sorprendidas ante la reacción del albacea.
—Me refiero, señor mío, a cómo se iba a resolver finalmente el misterio de la novela.
—Vaya, ¡a mí no hace falta que me lo diga! ¡Eso ha quedado bastante claro, creo yo! John Jasper, el desvergonzado villano del libro que lleva una vida secreta de depravación, ha matado cruelmente a su sobrino Edwin Drood. ¿Es que no resulta eso de lo más evidente para cualquier persona que tenga dos ojos?
—Ciertamente, así lo parece al final de la sexta entrega, sí —admitió Osgood—. Sin embargo, nuestro socio principal, el señor Fields, ha señalado que tal vez el señor Dickens guardara en la manga alguna otra sorpresa para sus lectores en las seis partes siguientes. El señor Dickens decía en una carta dirigida a nuestras oficinas que el libro iba a ser «peculiar y novedoso».
Forster negó con la cabeza.
—Jasper iba a confesar su crimen, eso era lo «peculiar y novedoso». Hombre, el propio Dickens me lo dijo.
—¿Se lo dijo el señor Dickens? —preguntó Osgood.
Forster cruzó los brazos sobre el pecho y frunció los gruesos labios en un gesto de desagrado.
—Es posible que no haya dejado mi relación con el señor Dickens lo bastante clara para usted, señor Osgood. Las crónicas de nuestra amistad tal vez no fueran tan comentadas al otro lado del océano como lo son aquí. No peco de presuntuoso si digo que el señor Dickens y yo éramos íntimos amigos y, aunque me temo que no era igualmente receptivo a los consejos que afectaban a asuntos de la conducta personal, me confiaba prácticamente todos los detalles de sus libros.
—Bueno, a mí no me dijo nada de cómo pensaba terminar el libro, a pesar de habérselo preguntado unos días antes de su muerte —intervino Georgy mirando a Forster con suspicacia.
—¿Usted también se lo preguntó, tía Georgy? —quiso saber Rebecca.
—Sí, querida. Después de escuchar la lectura en voz alta que nos hizo de las seis entregas, le dije: «Charles, ¡espero que no hayas matado realmente al pobre Edwin Drood!». Él me respondió: «Georgy, he titulado mi libro el misterio, no la historia de Edwin Drood», pero no quiso decirme más.
—¡Monstruoso! —exclamó Forster, su ancha frente ahora arrugada y retorcida—. ¡Me tiro de los pelos! ¡Es ridículo! ¡Podría significar cualquier cosa, señorita Hogarth! ¿No es cierto?
Georgy ignoró sus objeciones.
—Señor Osgood, señorita Sand. Si desean ver con sus propios ojos los papeles de su escritorio, gozan de absoluta libertad para hacerlo. En los meses de verano le gustaba escribir en el chalet suizo. Allí era donde estaba trabajando el último día antes de entrar en la casa y desplomarse. Hay un segundo escritorio en su biblioteca. No he tenido fuerza para hacer nada más que mantener sus escritorios y cajones en orden.
—Gracias, tía Georgy —dijo Osgood.
—Si encuentran algo que pueda servir de ayuda, nos alegraremos con ustedes —dijo Georgy.
Forster volvió a cruzar sus rollizos brazos al escuchar esas palabras.
Osgood y Rebecca, conducidos por un jardinero, cruzaron al otro lado de la carretera por el túnel de ladrillo en el que descansaban los cuatro perros. Un chalet apartado hecho de madera al estilo suizo se alzaba oculto entre los arbustos y los árboles. En aquel pequeño santuario de madera subieron una escalera de caracol hasta el piso superior.
La apartada calma del chalet de Dickens permanecía al margen de los preparativos para la subasta. En las paredes de aquel estudio de verano había cinco espejos altos que reflejaban los árboles y los campos de maíz hasta el lejano río y sus velas distantes. Las sombras de las nubes parecían flotar por la habitación.
—Ya veo por qué al señor Dickens le gustaba este sitio para escribir, lejos de todo lo demás —comentó Rebecca al entrar.
Junto a una ventana abierta había un caro telescopio. Osgood arrimó un ojo a su lente. En medio de los prados, junto a los campos de lúpulo, se veía a un hombre alto con el pelo revuelto que parecía estar mirando hacia aquella ventana. Osgood desplazó el telescopio hacia la colina y localizó el Falstaff Inn y pudo ver a su propietario en los establos. Mientras peinaba las crines de uno de los caballos, el hospedero se frotaba los ojos como poseído de una melancolía soñadora. Al parecer, la desolación por la muerte de Dickens había alcanzado todos los rincones de Gadshill.
La fecha en el escritorio seguía siendo la del 8 de junio, el último día que Dickens se había sentado a escribir. Amontonados en el escritorio también se veían varias plumas y tinteros, una pizarra de memorandos, unas cuantas baratijas, entre las que se incluían dos ranas de bronce, y un manojo de papeles de color azul cubiertos de caligrafía en tinta del mismo color.
—Aquí están —dijo Osgood sobrecogido al ver este último elemento y sentándose en la silla polvorienta—. Las primeras seis entregas de El misterio de Edwin Drood de su propia mano con correcciones del impresor en los márgenes.
Recorrió delicadamente con los dedos los bordes de las páginas. La caligrafía de Dickens, no siempre clara, era fuerte y dinámica. No parecía escrita para ser leída por nadie más que el escritor, y que se fastidiaran impresores y cajistas. Por lo general, cuando Osgood visitaba el lugar de trabajo de uno de sus autores no solía ser un gran descubrimiento, era como visitar las sucias naves de una fábrica. De hecho, había llegado a ser algo demasiado común que al conocer a un autor que hasta entonces había tenido en gran estima, el resultado era la decepción ante la mediocridad de la persona que había detrás de las palabras. Pero con Dickens siempre había una sensación de magia, como si Osgood no fuera un editor experimentado de Boston y volviera a ser el colegial de Maine o aquel aprendiz en su primer día de trabajo en Old Corner con su delantal de hule manchado de tinta. Hasta el día de hoy, incluso con Dickens ya desaparecido, seguía pareciéndole excitante ser el editor de Dickens.
—¿Está usted lista? —preguntó Osgood aspirando el olor de todo aquello—. Empecemos, señorita Sand.
A lo largo de los días siguientes, la dedicación de los investigadores se vio rota por breves treguas e interrupciones ocasionales del mundo exterior. La más importante de ellas ocurrió cuando retomaban el trabajo la mañana siguiente. Para entonces ya habían encontrado unas cuantas joyas entre el inmenso despliegue de material. Osgood descubrió una página de las primeras notas de Dickens en la que había escrito una lista de títulos antes de decidirse por El misterio de Edwin Drood: Desaparición y búsqueda, Un objeto en la vida, ¿Muerto o vivo? Se los estaba dictando a Rebecca cuando se detuvo en medio de una frase.
—¿Señor Osgood?
—Disculpe, señorita Sand. Se me han ido los ojos hacia eso. Una cosa bastante grotesca, ¿no le parece?
Sobre la chimenea descansaba una figurita de escayola de color amarillo claro. Representaba a un hombre oriental con un fez inclinado que fumaba una pipa sentado en un sofá con las piernas cruzadas. Osgood la levantó y la separó a la distancia del brazo para examinarla. Pesaba más de lo que parecía.
En ese momento un hombre subió corriendo las escaleras del chalet y entró en el estudio. El intruso llevaba un traje raído y el pelo desordenado y sin sombrero, rematando un rostro tostado por el sol. Era el mismo hombre que el editor había visto por el telescopio caminando por los campos de lúpulo el día anterior. Tenía la boca abierta como en un gesto de terror inesperado y agarró el brazo de Osgood.
—¿Necesita ayuda, señor? —le preguntó Osgood.
El hombre estudió al editor con mirada escrutadora. Alargó la otra mano hacia Osgood y la dejó extendida.
Cautelosamente, Osgood ofreció la suya para que la estrechara. El desconocido la agarró con ambas manos y la estrechó con fuerza. Rebecca ahogó un grito.
—¡Sí, ya lo veo! Es usted. Es usted. ¡Está preparado! —dijo atropelladamente el hombre, mientras un criado de Gadshill entraba como una tromba.
—Vámonos —el bigotudo criado se llevó al invasor tirándole de la oreja como si fuera un niño travieso—. Vamos, compañero. Acaba ya con ese comportamiento salvaje. Hay mucho trabajo que hacer. Lo siento mucho, señor, señorita. Yo me ocuparé de que no les moleste más.
Aquella misma tarde Osgood tomó el tren a Londres mientras Rebecca continuaba con su investigación. Utilizando el mapa de su guía, localizó las oficinas de Chapman & Hall, los editores ingleses de Dickens. El día de su llegada, Osgood les había mandado un mensajero con su tarjeta y una nota en la que pedía una entrevista, pero todavía estaba aguardando una respuesta. Osgood no podía permitirse el lujo de esperar si quería que su estancia en Inglaterra diera resultados a tiempo.
Pero tuvo que esperar más todavía en las animadas oficinas de la editorial en Piccadilly. Era el día de las revistas, cuando todos los editores, impresores, encuadernadores y libreros de Londres se apuraban para hacer llegar sus últimos folletines y publicaciones periódicas a los lectores. En el caso de Chapman & Hall, esto significaba la nueva entrega de El misterio de Edwin Drood. Los chicos de reparto llenaban sus sacas con los cuadernillos de portada verde de la entrega para repartirla por kioscos y puestos de libros de toda la ciudad y hasta de los pueblos más lejanos, gritándose instrucciones unos a otros. El primer día del mes siguiente, el próximo día de las revistas, se distribuiría y vendería al ávido público el último capítulo en manos de los editores… Y los piratas de América tendrían todo lo que necesitaban.
Mientras contemplaba aquel desbarajuste de oficinistas y mensajeros, Osgood reparó en que la sola mención del nombre del señor Chapman provocaba un alud de reverencias y miradas huidizas entre los trabajadores de la casa. Llevaba esperando una hora sentado en la antesala cuando hizo su aparición Chapman, de anchos hombros e indumentaria de sport.
—Lo siento terriblemente, muchacho —dijo después de que Osgood se hubiera presentado—. Tengo que irme corriendo al campo para ir de caza con una gente importantísima… Unos aburridos de espanto, la verdad, pero importantísimos. ¿Puede pasar a vernos en otro momento?
Osgood echó una nueva y prolongada mirada a la oficina de Chapman y su plantilla antes de emprender su regreso a Rochester con una creciente sensación de inutilidad. Después de alquilar una calesa en la estación de Higham, Osgood se encontró con que la fiel Rebecca continuaba inmersa en el trabajo en el chalet de Gadshill.
Al cabo de otras dos horas, los hombres de la casa de subastas Christie’s llegaron para acabar por fin con la tranquilidad del chalet. Los trabajadores se apoderaron de la figurita oriental y de otros objetos vendibles del interior del sanctasanctórum de Dickens. Iban acompañados por una eficiente tía Georgy, que les daba instrucciones.
Georgy sacudía la cabeza con un gesto de digna frustración mientras los hombres hacían su labor.
—Supongo que es inútil intentar fingir que las cosas no han cambiado para siempre. ¡Qué vacío me parece ahora el mundo!
—¿Adónde irá cuando se venda Gadshill, tía Georgy? —preguntó Rebecca.
—Mamie y yo vamos a buscar una casita en Londres, a pesar de que se me ponen los pelos de punta al pensar en los largos y duros inviernos de la ciudad.
—Creo que usted y el señor Dickens serán siempre parte de esta tierra, pase lo que pase —dijo Osgood—. Dondequiera que vayan.
Georgy miró a Osgood fijamente.
—Debo confesar que mi papel como albacea es algo nuevo para mí. No en el sentido de intervenir en las trayectorias de los niños, que ha sido la dedicación de mi vida, sino en lo que se refiere a leer documentos y contratos.
—Puedo imaginar la tensión —dijo Osgood.
—He tenido que aprender demasiado deprisa que es raro encontrar un hombre de negocios que pueda presumir de honesto. Perdóneme, pero me pregunto si podría abusar de usted mientras se encuentra en Rochester. ¿Sería tan amable de repasar el testamento del señor Dickens si le dejo una copia en el Falstaff?
—Será para mí un honor y un placer —dijo Osgood levantándose y haciendo una reverencia— poder compensar su amabilidad.
—Gracias. Me tranquilizará dedicar una hora a aclarar dudas con alguien… Con alguien que no sea el señor Forster, para ser totalmente sincera. Para empezar, ¡me siento tan inmadura a su lado! Como si no tuviera fuerza de voluntad propia cuando está cerca de mí.
Se quedaron callados al oír unas sonoras pisadas que subían las escaleras. Acto seguido apareció la figura corpulenta de Forster, que recordó a voces a los obreros el valor de lo que estaban transportando en sus inexpertas manos.
—Criaturas inútiles —sentenció Forster volviéndose hacia el escritorio, donde sus ojos cayeron sobre el rimero de papeles azules. Se frotó las manos una contra otra—. ¡Ah, ahí está! Verá usted, señor Osgood. Todos los manuscritos del libro del señor Dickens me fueron legados en su testamento para que yo me hiciera cargo de ellos.
Forster, con manos delicadas y temblorosas, agarró el manuscrito de Drood por los lados y lo recogió. Su veneración era conmovedora, si bien excesiva.
—Son las últimas que quedan en la casa, creo —consultó a la tía Georgy.
—Es el último manuscrito que queda aquí —dijo Georgy suspirando—. El último que queda en todas partes.
Con el manuscrito a buen recaudo en su maletín, los ojos de Forster se dirigieron hacia una pluma en particular. Era una larga pluma de ganso, blanca y flexible, con la punta manchada de tinta azul seca.
—Es ésa, ¿verdad? —preguntó.
Georgy asintió con la cabeza.
Rebecca preguntó de qué se trataba.
—Ésa es la pluma con la que escribió El misterio de Edwin Drood, señorita Sand —respondió Georgy—. A Charles le gustaba usar una sola pluma para cada libro, de esa manera le confería una cierta pureza. No quería que el espíritu de la pluma se mezclara con facturas insignificantes y cheques diversos. Con ésta acabó la sexta entrega de la novela inmediatamente antes de entrar en la casa.
Osgood preguntó si podía verla. La levantó de la mesa y le dio vueltas en la mano, luego la empuñó como si ella sola fuera capaz de terminar las últimas seis entregas de Drood.
—¿Puedo —empezó a decir Forster pasándose la lengua por los labios agrietados y carnosos— guardarla en mi despacho?
Georgy carraspeó con intención.
—Sólo por ahora —aclaró Forster carraspeando a su vez como en respuesta al gesto de ella—. Hasta que usted decida lo que quiere hacer con ella, señorita Hogarth. Luego podrá… Bueno, ¡podrá tirarla al Támesis si es ése su gusto!
—Quédesela por el momento —concedió Georgy, instante en el que Forster le arrancó la pluma de las manos a Osgood, la metió en el maletín y corrió escaleras abajo sin despedirse de nadie.