Tom Branagan sintió que los ojos del representante se posaban en él con aprobación mientras salía de la habitación 338 a cumplir su última misión. En las oficinas situadas en la planta baja del hotel, el telegrafista se ajustó las gafas y acercó la hoja de papel a la lámpara.
—Del señor Dickens. «Sanos y salvos, aguarda carta llena de esperanza». ¿Eso es todo? —preguntó el telegrafista estrechando los ojos como para distinguir la apretada caligrafía. Parecía algo decepcionado de no haber recibido un mensaje algo más excitante de transmitir del escritor más famoso del mundo—. Supongo que usted ha venido desde la lejana y querida Inglaterra para subir y bajar pedazos de papel emborronados de tinta.
—Gracias por su colaboración. Buenas noches —respondió Branagan en tono neutro.
Mientras cruzaba el bullicioso bar y subía las escaleras hasta el tercer piso, iba pensando en la discreta conversación que había escuchado entre Dickens y Dolby sobre Nelly Ternan, la joven actriz que residía en Inglaterra, acerca de si debía unírseles en América. Branagan presumía que aquella nota aparentemente insustancial era una fórmula secreta para dar instrucciones a la señorita Ternan, aunque no sabía si significaba que debía ir o no. Pero Branagan también podía adivinarlo.
Las multitudes que esperaban a Dickens desde su llegada sugerían que no sería muy discreto que una actriz de veintiséis años se reuniera con el escritor, un hombre casado padre de ocho hijos adultos cuya madre se había marchado del hogar familiar hacía diez años. Branagan no creía que a Dickens le apeteciera ese exceso de interés en su persona. No, en América nada parecía mantenerse en secreto y aquella decepción había sido lo que se traslucía en el rostro de Dickens durante la cena. A través de la estrecha abertura de aquella puerta Charles Dickens había visto toda la nación como si fuera un inmenso globo ocular clavado en él.
Tom Branagan era uno de los cuatro asistentes del equipo que Dickens se había traído para la gira. Éstos compartían dos habitaciones en el mismo piso que Dickens, cuyas espaciosas dependencias acogían también a George Dolby. Tom compartía la suya con Henry Scott, el ayuda de cámara y sastre del novelista. Henry era la única persona, con la sola excepción de Dolby, a la que se permitía el acceso al camerino de Dickens antes y después de las conferencias. Henry, un hombre melancólico, vestía al escritor y le arreglaba el cabello hasta que éste se ajustara a la perfecta imagen de hombre más joven que se veía en tantos escaparates de tantas librerías: el genio brillante y despreocupado cuyos ojos parecían atravesar el mundo que le circundaba como en las novelas que le habían hecho famoso.
A Henry le gustaba creer que pertenecía a una clase diferente a la de otros asistentes y, cuando no estaba en compañía de Dickens, se mostraba muy reservado. Henry siempre se dirigía al mayordomo irlandés como «Tom Branagan», no utilizando simplemente su nombre o su apellido. Estaba además Richard Kelly, un agente de ventas muy bravucón pero con una constitución delicada, que todavía se estaba recuperando del agitado episodio a bordo del Cuba. George, el especialista en lámparas de gas, ajustaba la iluminación de todos los teatros a las exigencias precisas de Dickens. Las conversaciones con George eran imposibles porque en cuanto veía cualquier disposición de luz, como la del lustroso vestíbulo de mármol del Parker, se paraba y empezaba a murmurar para sí una lista interminable de posibles mejoras.
Tom, con veinte años, era el más joven del grupo. Su padre, que había emigrado de Irlanda a Inglaterra, había trabajado como cochero para Dolby durante diez años en la ciudad de Ross. Hasta que murió de la coz que le propinó un caballo en el pecho y Dolby, en un ataque de humanidad, resolvió contratar a Tom, que necesitaba ayudar a la manutención de su anciana madre y dos hermanas solteras.
El joven estaba bien proporcionado y era sobrio y sensato, las condiciones idóneas para un mayordomo. Tom no tenía un cometido tan específico como ocuparse de la ropa, la luz o los beneficios de Dickens. Un silbido, un chasquido de dedos, un taconazo, todo valía como señal para indicar a Tom que se le requería para hacer algo.
No todo el mundo estaba de acuerdo con la decisión de llevar a Tom a América.
Porque cada uno de los fiables consejeros a los que se había consultado cuando se planificaba el viaje de Dickens había aportado su opinión sobre lo que podía ir mal en América. El mismo Charles Dickens estaba muy preocupado por la Hermandad Feniana, los radicales irlandeses que se extendían por todos los Estados Unidos, en particular en Boston y Nueva York, dedicados a la labor de buscar la ruina a Inglaterra. Aprovecharían cualquier oportunidad para agraviar a un reputado inglés como él en suelo americano. Por su parte, a George Dolby le preocupaba que los revendedores americanos les arruinaran la venta de entradas al comprarlas en gran cantidad. John Forster, que se consideraba a sí mismo uno de los mejores amigos y el consejero más desinteresado de Dickens… Bueno, al señor Forster le preocupaba todo. Le preocupaba que la presencia de Dickens provocara disturbios antiingleses, como los que había habido contra el actor shakesperiano William Macready en Nueva York. Forster también pensaba, en general, que era inoportuno que un hombre de la talla de Dickens, y a los ojos de John Forster no había nadie de mayor estatura, llegara a tal extremo sin otro propósito que el de obtener un beneficio.
Dickens no se paró en barras a la hora de rebatir este particular.
—En mi vida los gastos son de tal calibre —dijo— que me siento arrastrado hacia América como una roca de magnetita, como Darnay en Historia de dos ciudades se siente arrastrado hacia París. América es el terreno ideal para hacer campaña.
Forster frunció el ceño y fruncido lo dejó. ¿Qué beneficios podían obtenerse en América, la tierra de los pobres y los ladrones? Incluso aunque hubiera dinero por ganar, los irlandeses encontrarían un medio de robar todo el dinero de los bancos americanos. Y si los bancos lograban defender el dinero, ellos mismos se arruinarían, ¡como todos los bancos de aquella tierra!
—Dickens no debería ir a América —dijo Forster medio gritando—. Me opongo tajantemente a esa idea como una inaceptable ofensa a la dignidad y no quiero oír hablar más de ello. ¡In-to-le-ra-ble!
Cuando le hablaron a Forster sobre los asistentes que iban a viajar con el novelista, se quedó aún más sorprendido de que entre ellos hubiera un irlandés. ¿Y si aquel aparentemente inofensivo Paddy era uno de los fenianos con un plan de ataque secreto? Ni Dickens ni Dolby podían asegurar con certeza que Forster se equivocara respecto a Tom Branagan, pero lograron convencerle de que era más un sencillo mayordomo que un revolucionario.
Tom, por su parte, encontró interesante observar que los miembros del público que más querían a Dickens eran los que despertaban mayor preocupación. Tom había ayudado a mantener a los mirones a raya cuando llegaron al Parker House y no le sorprendió su presencia, sino su insistencia. Una mujer joven arrancó un trozo de fleco del grueso chal azul marino y gris que llevaba Dickens; un hombre, emocionado de tocar al novelista, aprovechó la oportunidad para quitarle un mechón de piel de su abrigo. Una señora daba saltos sin parar agitando unas páginas de un manuscrito suyo que le rogaba a Dickens que leyera. Tom les miraba a la cara. ¿Creía cada uno de ellos que Dickens se iba a girar y marcharse con ellos a su casa agarrado de su brazo?
Una cosa sí sabía Tom. Nunca en toda su vida había conocido a un hombre al que las mujeres cedieran el asiento en un transporte público o una sala de espera hasta que conoció a Dickens.
La segunda mañana tras la llegada de Dickens al Parker House se produjo una conmoción en la planta donde estaban las habitaciones del escritor y su personal. Al principio, Tom sólo notó que Henry Scott, su compañero de habitación, tenía la cabeza apoyada en la pared y estaba llorando.
—¿Va todo bien, señor Scott? —le preguntó Tom preocupado.
Henry miró a Tom agradecido de tener un testigo. Abandonando su habitual distanciamiento, se desmoronó en uno de los sillones de terciopelo.
—¿Maleteros? ¡Destrozaequipajes!
Los baúles con la ropa de Dickens que venían del Cuba habían llegado al hotel maltrechos y abollados. Tom se sentó en la alfombra y ayudó a Henry a reorganizar la ropa.
—Gracias, Tom Branagan —dijo Henry apurado—. Es más doloroso de lo que un hombre puede soportar que traten el trabajo de uno de esta manera. ¡País de bestias!
Una vez que los dos hombres recuperaron un poco el orden del vestuario, un nuevo escándalo se oyó al otro lado del corredor. George Dolby gritaba y alborotaba. Estaba de pie en medio del pasillo con Dickens y los demás pasándose un ejemplar del Harper’s Weekly. Tom les preguntó si se encontraban bien.
—Véalo usted mismo, Branagan —dijo Dolby pronunciando su nombre con un seco chasquido de lengua que transmitía cierto tono de censura—. ¿Bien? Naturalmente que no.
En la revista se podía ver un dibujo que mostraba en grotesca caricatura las figuras de Dickens y Dolby bloqueando las puertas de una estancia en la que se leía «Parker House» contra hordas de americanos en el otro lado. Un acobardado señor Dickens gritaba: «¡En mi casa no!».
—No creo que el artista estuviera aquí en persona —dijo Tom tras un momento de reflexión—. El dibujo muestra al señor Dickens escondiéndose de los mirones en su habitación, que no era el caso.
—¡Por supuesto que no se estaba escondiendo! —dijo Dolby furioso.
Dickens se acarició la mecha gris metálico de su barba y, empujando hacia afuera la mejilla con la lengua, como hacía en las situaciones incómodas, levantó la mirada del dibujo con aire cansado.
—¿No nos escondíamos? ¿No he venido aquí a hacer precisamente eso, esconderme y salir luego arrastrándome de mi guarida el tiempo justo para recaudar mis beneficios?
El novelista suspiró y entró en la habitación cojeando con su débil pierna derecha, en la que la travesía por mar había reavivado una antigua lesión.
Aquella noche Tom se despertó de madrugada. Sus ojos bailaron en la oscuridad de la habitación buscando el reloj de sobremesa.
—¿Ha oído eso, Scott? —susurró en dirección a Henry.
Henry Scott se rebulló en la cama.
—Un ruido —explicó Tom—. ¿No ha oído un ruido?
Henry tenía la cara hundida en la almohada.
—Duérmase, Tom Branagan.
A Tom le estaba costando dormir en el Parker House; había algo en su opulencia que le desorientaba. Tom no estaba seguro de que hubiera oído un ruido realmente, o al menos un ruido diferente a los habituales en las bulliciosas calles de Boston que les rodeaban, pero necesitaba justificar su inquieto insomnio. El nervioso tictac del reloj le hizo salir de la cama.
Salió al pasillo llevando una vela y sólo con un chaquetón sobre sus calzoncillos largos de franela blanca. Al pasar por delante de la habitación de Dickens vio que tenía la puerta abierta.
Parecía que la hubieran abierto de una patada. El pestillo interior estaba roto.
—Señor Dickens —llamó Tom.
Tom entró en la habitación. Por un instante, un pensamiento extraño cruzó su mente: sería muy inconveniente que alguien viera dormir a Charles Dickens. Pero la cama estaba revuelta y vacía, y no se veía ni rastro del novelista.
Recorrió el dormitorio del escritor buscando alguna señal de lucha y llamó con el puño a la puerta que daba a la habitación de Dolby. Cuando entró, Dolby se estaba poniendo la bata de noche.
—¿Qué pasa, Branagan? ¡Vas a despertar al jefe!
—Señor Dolby —dijo Tom señalando—, Dickens ha desaparecido.
—¿Qué? Dios santo —Dolby empezó a tartamudear, apenas capaz de llamar a la «¡po-policía!».
Y en ese momento Dickens en persona entró en la habitación.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó alarmado. Llegaba por la escalera secreta que conectaba a través de la puerta privada con su habitación.
—¡Jefe! —gritó Dolby yendo hacia el novelista a toda velocidad para abrazarle—. ¡Gracias a Dios! ¿Va todo bien?
—Por supuesto, mi querido Dolby.
Dickens les explicó que el recuerdo de la espantosa caricatura del Harper’s, unido al punzante dolor de su pie, habían interrumpido su sueño y había decidido salir a dar una vuelta.
Dolby, anudándose el cinturón de su bata con aire de dignidad, se dirigió a su asistente.
—¿Lo ve, Branagan? Aquí no pasa nada. ¡El Jefe salió por la parte de atrás!
—Pero era la puerta de delante la que estaba abierta, y el pestillo roto —dijo Tom.
Dickens adoptó de repente una expresión de preocupación al comprobar en la puerta lo que le estaban contando.
—Dolby, llame a un empleado del hotel. ¡No, no llame! No quiero que toda la plantilla oiga el timbre. Vaya a buscar a alguien con discreción —Dickens se dirigió rápidamente a su escritorio e intentó abrir el cajón del centro. Pareció aliviado al descubrir que estaba cerrado con llave—. ¿Usted cree que ha entrado alguien aquí, señor Branagan? —preguntó Dickens.
—Señor, me parece muy probable —después de examinar la habitación durante unos instantes, Tom encontró un papel encima de la cama. Dolby regresó a la habitación.
—He mandado abajo a Kelly. ¿Falta algo, jefe?
Dickens había revisado sus pertenencias.
—Nada relevante. Excepto…
—¿Qué ocurre? —preguntó Dolby.
—Bueno, es una cosa muy rara, se van a reír. Pero he notado que ha desaparecido una de las almohadas, Dolby.
—¿Una almohada, jefe? —preguntó el aludido—. Branagan, ¿ha encontrado algo?
—Una carta, señor. La letra es difícil de leer.
Soy su más entusiasta incondicional en todo este país donde reina la vulgaridad. Anticipo con exquisito fervor el momento de tener su próximo libro en mis manos. Su próximo libro será el mejor de todos, lo sé sin lugar a dudas, porque es usted…
Tanto Dolby como Dickens estallaron en una carcajada de alivio, interrumpiendo la lectura de Tom.
—Señor Dickens, señor Dolby, no me parece que esto sea en absoluto cosa de risa. Es verdaderamente preocupante —rogó Tom.
—Señor Branagan, ¡por lo menos no era un soldado de la Hermandad Feniana! —exclamó Dickens.
—No es más que un inofensivo admirador que adora al jefe —dijo Dolby—. Nunca nos libraremos de ellos. Vamos a dejarlo así —añadió.
Tom insistió.
—Alguien ha entrado en la habitación por la fuerza y ha robado algo. ¿Y si el señor Dickens se hubiera encontrado en ella en ese momento? ¿Y si ese «inofensivo admirador» vuelve cuando el señor Dickens esté solo?
—¿Robado? ¿Ha dicho usted «robado»? Una nadería, una simple almohada —dijo Dolby ahora casi divertido con el incidente—. ¿Es que no ha visto el bar del hotel? Caramba, puede uno emborracharse con todo tipo de licor. Es el sitio perfecto para que cualquiera reúna el valor necesario para ese tipo de bromas.
Henry Scott le consiguió otra almohada al jefe y estiró la ropa de su cama. Tom le contó a Richard Kelly la versión abreviada de lo sucedido, pero también el agente de ventas encontró en el relato de los hechos un singular motivo de hilaridad.
—¡Y todo por una almohada dura como una piedra! —se regodeó Richard—. ¡La república de América!
—Señor Dolby, me gustaría quedarme haciendo guardia en la puerta del señor Dickens —dijo Tom volviéndose hacia su patrono.
—¡Ni hablar de eso! Yo le diré lo que tiene que hacer, Branagan —respondió Dolby con un grandilocuente gesto de la mano. Deslizó ésta hasta el extremo del bigote como si empuñara el tirador de una campanilla, pero fue interrumpido antes de que pudiera acabar.
Era Dickens.
—Si el señor Branagan desea enfrentarse a la humanidad en la puerta de mi habitación, yo le doy mis bendiciones.
—Gracias, señor —dijo Tom con una pequeña reverencia a Dickens.
Mientras ocupaba su lugar de vigilancia delante de la puerta, Tom dobló la nota y se la guardó en el bolsillo.