Dos años y medio antes:
Boston, 19 de noviembre de 1867
En cuanto se anunció que las entradas para la primera lectura pública del novelista se pondrían a la venta la mañana siguiente, se empezó a formar una cola en la puerta de la calle de la editorial. James Osgood ordenó a Daniel que sacara colchones de paja para aquéllos que fueran a pasar la noche en la calle fría y azotada por el viento. Fields añadió que, si querían un público realmente feliz, el muchacho debería además sacar cervezas.
Al amanecer del día de la venta, la multitud que se había acumulado en la puerta se extendía una milla y media por Tremont Street. Algunos se habían llevado sus propios sillones para dormir.
Los dos socios, Fields y Osgood, observaban desde una ventana en la que se habían hecho instalar barrotes precipitadamente, por miedo a que los compradores escalaran para conseguir entradas. Quedaron estupefactos al ver que no sólo se apiñaban hombro con hombro caballeros de la aristocracia con trabajadores irlandeses, sino que entre la multitud se podía distinguir a varios negros… ¡y que tres mujeres habían ocupado un lugar en la bulliciosa fila! Los hombres que esperaban en el frío polar consideraron este último hecho tan conmovedor que, después de una votación, invitaron a la primera de las mujeres a ocupar el lugar de cabecera en la cola. En honor del cariz predominantemente británico del evento, se sirvió té, aunque parte de él se mezcló con el contenido de unas pequeñas botellas negras.
En la cola se encontraban también los especuladores de entradas, que las compraban por un precio y las revendían con un recargo. Se esperaba a aquellos emprendedores buitres que abundaban en América, pero no tantos. Uno de los revendedores, entre los más agresivos a la hora de obtener y acumular entradas, iba vestido de George Washington, con la peluca, el sombrero y todo.
Mientras se producía la venta, entregaron un telegrama al calvo y cabezón George Dolby, que iba y venía entre la multitud.
—Viene del puerto de Halifax —dijo el señor Dolby después de leerlo en silencio—. Anuncia la llegada del Cuba. ¡Dickens se aproxima a Boston en este mismo instante! ¡El Jefe pisará suelo americano antes del anochecer! —las últimas palabras quedaron sofocadas por los gritos de júbilo.
Eso había pasado hacía horas. Ya era noche entrada en el puerto, hacía un frío cortante y no se veía ni rastro del Cuba. ¡Qué muchedumbre! Los periodistas recorrían los muelles en grupos, dispuestos a describir los primeros pasos del escritor en suelo americano para las ediciones de la mañana. El oficial de aduanas prestó el vapor Hamblin a Fields para que saliera a la bahía. A Osgood y a él se les sumó a bordo Dolby, que había llegado de Londres previamente con varios ayudantes. Los ingleses se ceñían los abrigos para protegerse del gélido aire.
—¡Cuba a la vista! —gritó el vigía.
Navegaron de frente hasta que se pusieron a la altura del navío de mayor tamaño. Mientras se acercaban advirtieron que había encallado en un banco de arena. El grupo solicitó que se bajara la pasarela de desembarco entre las dos naves. En el cielo oscuro estallaban brillantes cohetes en un espectacular despliegue de bienvenida para el novelista.
El vigía, entrecerrando los ojos, le dijo a Dolby en un murmullo:
—Ése no parece un autor para nada. ¡Ése se parece más a un viejo caballero pirata!
A una buena distancia por encima de ellos, Charles Dickens en persona se mostraba en la cubierta del buque con un llamativo chaleco y la leontina del reloj de oro iluminados por el resplandor de la deslumbrante demostración que se veía en el cielo. Ágil y de porte orgulloso, aparentando una mayor altura que su metro setenta y seis, miraba hacia abajo con los brazos extendidos.
Los americanos del navío más pequeño no pudieron reprimir su sorpresa al ver que Dickens llevaba la cabeza descubierta. Después de intercambiar instrucciones a gritos con la tripulación del Cuba, ayudaron a Dickens a cruzar la pasarela hasta su barco, donde saludó estrechando las manos de dos en dos.
El autor pareció complacido y molesto al mismo tiempo cuando le hablaron de la multitud que le esperaba en el puerto.
—Ya veo —dijo Dickens rascándose la imperial barba entrecana—. ¿O sea, que voy a tener que enfrentarme al público inmediatamente?
—El accidente de su barco en el banco de arena, mi estimado Dickens, puede actuar a su favor —dijo Fields—. Hemos arrendado dos carruajes que nos esperan en el Long Wharf para que nos lleven directamente al hotel. Mientras todos los ojos continúen fijos en el Cuba, usted podrá pasar inadvertido y llegar en paz a su hotel, con tiempo suficiente para tomar una cena ligera.
Pero, como suele pasar cuando hay demasiada gente interesada en un secreto, el público descubrió el truco. En el hotel Parker House, el grupo recién llegado tuvo que abrirse paso entre el gentío que se agolpaba y no le dejaba pasar.
—¡Quítense los sombreros! —gritaban los que se encontraban atrás.
El ambiente no se empezó a relajar hasta que el grupo consiguió entrar en el hotel y se sentaron a cenar. Entonces Dickens cayó en la cuenta. No dijo nada, pero su plato de ganso arañó la mesa al alejarlo de sí. El camarero había dejado la puerta del comedor privado ligeramente entreabierta para permitir que el público pudiera echar un vistazo al famoso escritor.
—¡Branagan! —susurró Dolby apurado al joven mayordomo que había traído de Londres, que se levantó, cruzó la estancia y cerró la puerta de golpe. Luego le lanzó una mirada de reproche al camarero y le dijo algo en voz baja. Éste asintió nerviosamente como pidiendo perdón, o tal vez con miedo, porque el tal Branagan era grande y fuerte.
Aquella misma noche, más tarde, Dickens se desmoronó en el salón de la habitación 338, mientras se estaba llenando la bañera.
—Esta gente no ha cambiado lo más mínimo en los últimos veinticinco años —dijo cayendo rápidamente en una actitud sombría—. Siguen haciendo lo mismo que hace todos esos años, ¡convertirme en un objeto novedoso que se mira con curiosidad! Dolby, tenía que haber mantenido mi palabra.
—¿Cuándo no lo ha hecho, jefe? —preguntó su representante indignándose por él.
—Me juré a mí mismo que no volvería a América. Cuando uno viene aquí sólo le pueden pasar cosas malas.
La última vez que Dickens había viajado allí, en 1842, se había convertido en el centro de un debate público al pedir a los editores estadounidenses que adoptaran la ley internacional de derechos de autor para detener la libre reproducción de libros británicos. Calificaron a Dickens de avaricioso y mercenario y le acusaron de venir a su país sólo para incrementar sus riquezas.
El representante intentaba aplacar al jefe contándole con todo lujo de detalles la venta de las entradas y las grandes expectativas que tenían.
—¡Una cola de dos millas desde la ta-taquilla! —Dolby había superado mucho tiempo antes un molesto tartamudeo, pero no dejaba de ser una piedra en el camino de su conversación con la que tenía que tener cuidado de no tropezar. Para dominarlo había desarrollado un extraño hábito: pronunciaba las palabras más prosaicas con la elaboración de un pronunciamiento regio. Efectivo, telegráfico, taquilla sonaban shakesperianas al salir de las prominentes mandíbulas de Dolby—. Fíjese en esto —dijo. Levantó unos cuantos fardos grandes como cojines de sofá.
Dickens sacó la lengua.
—Debe de ser la colada de la familia —dijo.
—Nuestros recibos, ¡sólo de la primera tanda! El señor Kelly y yo empezaremos a enviar el dinero a Coutts, en Londres, mañana por la mañana —Dickens sopesó una bolsa en cada mano mientras Dolby hablaba—. Recuerde, jefe, siete dólares la libra.
Dickens dijo:
—Sabía que podía confiar en que te ocuparías de que la venta de entradas fuera un éxito total, mi buen amigo. Nunca lo he dudado.
—Podrá disfrutar de toda la paz que quiera. ¿Ve esa puerta de allá? Es una escalera privada que da a la parte de atrás del hotel, de manera que no necesita mezclarse con la gente si no lo desea.
—Muy bien, muy bien. Y el baño frío y caliente —comentó Dickens divagando otra vez, impresionado por la bien acondicionada habitación y las flores que había puesto Annie Fields y que ahora tenía debajo de la nariz—. Dolby, ahora ocúpese de convertir esos billetes en oro. Nunca se fíe de la moneda americana.
—¡Nunca lo hago, jefe!
Tras el baño, Dickens se sentó a la mesa. Sacó su estuche de escritura, que contenía una variedad de lápices y plumas. Tenía un pequeño diario de cuero rojo que abrió en una página del final para analizarla. Empuñando uno de los útiles de escritura, buscó el tintero que el hotel le proporcionaba. Humedeció la punta de la pluma hasta que se empapó de negro y se dispuso a redactar un breve mensaje.
—Dolby —dijo Dickens doblando el papel cuando hubo concluido—, haga llegar esto a la oficina de telégrafos, ¿quiere? Es importante.
Dolby abrió la puerta y chasqueó los dedos para llamar a Tom Branagan.