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Osgood se quedó un momento parado en el sitio, paralizado por el miedo y la sorpresa, a pesar de que era consciente de que tenía que reaccionar rápidamente. La duda podía ponerle ante un peligro todavía mayor y, peor aún, poner en peligro a su amigo Wakefield, ¡e incluso a Rebecca! Herman podía estar en cualquier lugar del barco y, si era capaz de fugarse de una celda pensada para la guerra, también podría demostrar que era mucho más peligroso que un insignificante carterista.

Osgood corrió en la oscuridad y subió las escaleras de dos en dos.

—¿Qué le ocurre, señor? —le preguntó un camarero al que casi derriba.

Osgood le relató la situación precipitadamente y el capitán y su camarilla no tardaron en hacer acto de presencia. Se dividieron en grupos para registrar el vapor de arriba abajo en busca de Herman. Osgood y el resto de los pasajeros fueron confinados en el salón con un centinela armado para garantizar su seguridad. Cuando regresó el capitán, con la gorra en la mano, el rifle bajo el brazo y secándose el sudor que le había provocado la expedición, les informó de que Herman no se encontraba a bordo.

—¿Cómo es posible? —quiso saber Rebecca.

—No lo sabemos, señorita Sand. Le vieron ayer por la mañana, cuando uno de mis asistentes le llevó su plato de sopa. Debe de haber forzado el cerrojo y huido durante la noche.

—¿Huido adónde, capitán? —exclamó Wakefield mientras se daba un frenético masaje en las rodillas con ambas manos.

—No lo sé, señor Wakefield. Tal vez viera otro barco y decidiera llegar nadando hasta él. Aunque ayer la mar estaba bastante picada: es poco probable que sobreviviera a tan insensato intento. Casi seguro que haya perecido en las profundidades y descanse eternamente en el fondo del mar.

Al oír esta hipotética explicación, los pasajeros suspiraron aliviados y para cuando llegaron a sus respectivos camarotes ya estaban otra vez aburridos. Al cabo de unos cuantos días la idea de la llegada a Inglaterra borró los recuerdos del prisionero fugado. Los pasajeros guardaron los contenidos de sus camarotes en unas cuantas maletas pequeñas y pagaron a los camareros unas facturas sorprendentemente altas por las bebidas consumidas. Osgood también intentó erradicar las preguntas de su pensamiento. No así Rebecca.

—No tiene sentido, señor Osgood —le insistió una tarde en la biblioteca mientras tamborileaba nerviosamente con los dedos en la mesa.

—¿El qué, señorita Sand?

—¡La desaparición del ladrón!

Osgood, con una mano detrás de la nuca en su habitual postura de concentración, levantó abruptamente la mirada del libro de cuentas pero no tardó en recobrar la mencionada postura de cara a la ventana.

—No debe pensar demasiado en ese tema, señorita Sand. Ya ha oído decir al capitán que ese hombre falleció. Si nos empeñamos en creer otra cosa, podríamos creer igualmente que existen los monstruos marinos. Y si creemos en ellos, ¡seguramente habrían devorado al ladrón!

—¿Qué clase de hombre se arriesgaría a ahogarse para escapar de una insignificante acusación de robo? ¿Y si…? —la voz de Rebecca se desvaneció, reemplazada por la percusión de sus dedos.

Unas horas más tarde se pudo ver a Osgood paseando a solas por la cubierta como la mañana de la treta de Herman. Se acercaban ya a Inglaterra y él contemplaba abstraído los navíos lejanos con destinos desconocidos que se divisaban en el horizonte. Pensaba en la expresión de zozobra que había observado en el rostro de Rebecca y sabía lo que había querido decirle antes en la biblioteca. ¿Y si Herman estuviera todavía vivo, y si vuelve por usted? Se esforzó por alejar aquellos pensamientos de su cabeza imaginando lo que habría respondido Fields, con la cabeza bien alta y la barba apuntando al frente. Recuerde el motivo de este viaje. Se trata de acabar con el misterio de Dickens, no de crear uno propio. De otro modo, nuestra empresa puede venirse abajo y nuestras vidas quedar fuera de control.