A bordo del transatlántico con destino a Inglaterra, Osgood repartió libros con liberalidad en el salón principal, haciéndose al instante con la amistad de una docena de caballeros y la mitad de ese número de damas cuyos nombres y gustos llegó a conocer mediante esta presentación. La nave, el Samaria, era un lugar ideal para que Osgood desplegara sus dotes naturales de sociabilidad. Alejados de sus ocupaciones diarias, los pasajeros, al menos si el tiempo era bueno, tenían una buena disposición a mostrarse corteses, educados y sociables. Nada podía animar más a un editor y a un hermano mayor, como era el caso de James R. Osgood, que ayudar a un barco lleno de gente a ser felices. No era el tipo de hombre que cuenta chistes, pero solía ser el primero en reír con ellos. Y cuando los contaba, luego se tenía que recordar a sí mismo que no debía hacerlo, ya que, con demasiada frecuencia, había alguien que se tomaba muy en serio lo que él decía en broma.
Los hombres de comercio que viajaban en tercera clase, con las miras puestas siempre en el ahorro a pesar de sus abultadas bolsas, hacían cola para recibir los regalos de Osgood. El compañero de viaje más sociable del joven editor era un mayorista de té inglés, el señor Marcus Wakefield. Como Osgood, era joven para sus importantes éxitos como hombre de negocios, aunque las arrugas de su rostro sugerían que era una persona más endurecida de lo que correspondía a sus años.
—¿Qué es lo que veo? —preguntó Wakefield después de presentarse. Era apuesto y pulcro, con una forma de hablar espontánea, segura y casi desenfadada. Se acercó a la maleta de libros que llevaba Osgood—. He estado en la biblioteca de este barco muchas veces y afirmo que usted tiene una selección mejor, señor.
—Señor Wakefield, por favor, elija uno para empezar el viaje.
—¡Encantado!
—Es que soy editor. Socio de Fields, Osgood y Compañía.
—Es un oficio en el que soy un absoluto ignorante, a pesar de que podría decirle cada una de las especias que componen el té más fuerte de doce países o si el té de la nueva temporada es el pekoe, el congou o el imperial. Perdone el atrevimiento de mi pregunta, pero ¿cómo puede regalar su mercancía en vez de venderla? ¡Me gustaría estrechar la mano del hombre que puede hacer eso!
—Los libros no son nuestros. Sólo los autores son los dueños de los libros. Y es la honorable labor del editor encontrar lectores que los compren. Me gustaría decirle, señor Wakefield, que un buen libro abre el apetito del lector de tal manera que en el próximo año leerá diez más.
—Es muy amable.
—Además, en las aduanas de Liverpool comprueban todos los libros que salen del barco en busca de reediciones de libros ingleses, para confiscarlas. Le digo, señor Wakefield, que si no me deshago de estos libros como he planeado, me retendrán durante horas mientras los examinan.
—Entonces, si usted insiste, me presto a actuar como un ladrón, pero durante nuestra travesía se lo devolveré multiplicado por diez en amistad… y en té.
Osgood no interrogó a Rebecca Sand hasta la segunda mañana, momento en que empezó a pesar sobre los viajeros la realidad de estar atrapados en medio del mar lejos de su hogar y sus amigos. Aunque ella siempre tendía a reservarse su opinión, se había mostrado inusualmente distante con su jefe desde que habían subido a bordo. Al principio, Osgood pensó que sólo quería mantener una actitud profesional en aquel entorno nuevo, rodeados de desconocidos, algunos de los cuales podrían censurar que una mujer joven viajara por negocios.
—Señorita Sand —dijo Osgood cuando se encontraron en cubierta—. Espero que haya conseguido eludir el mareo.
—He tenido esa suerte, señor Osgood —respondió ella secamente.
Osgood se dio cuenta de que tendría que ser más directo.
—No he podido evitar observar un cambio en su comportamiento desde que salimos de Boston. Corríjame si me equivoco.
—No se equivoca usted, señor —respondió ella con firmeza—. No se equivoca.
—¿Este cambio es hacia mí en particular?
—Así es —concedió ella.
Osgood, percibiendo que iba a tener que escalar una montaña más empinada de lo que esperaba en la tensa relación entre ambos, buscó en cubierta dos tumbonas contiguas y le preguntó si quería contarle más. Rebecca dobló los guantes sobre su regazo y le explicó con calma lo que le había contado Midges en el sótano de la oficina.
—¡Midges, ese ogro! —exclamó Osgood mientras cerraba el puño alrededor del brazo de la tumbona. Se puso de pie y dio una patada con la bota a un imaginario Midges de miniatura, tirándolo por la borda—. Qué desconsiderado y cruel. Tendría que haber tenido más cuidado de que no escuchara la conversación privada con el señor Fields. Siento mucho que haya pasado esto.
Osgood le contó que el agente Carlton y el forense habían concluido que Daniel se había convertido en un consumidor de opio. Esta vez no le ahorró ninguno de los detalles.
—Yo no les creí —le dijo—. Entonces me enseñaron las marcas de sus brazos, señorita Sand, que dijeron que eran de una aguja «hipodérmica» para inyectarse opio en las venas.
Rebecca pensó en todo lo que le contaba con la mirada perdida en el agua, luego sacudió la cabeza.
—Compartíamos la habitación. Si Daniel hubiera sido consumidor de opio me habría dado cuenta hasta de los más pequeños detalles, bien lo sabe Dios. Cuando mi marido regresó de Danville después de la guerra necesitaba tener a mano ampollas de morfina o cáñamo de India a todas horas. Iba por ahí con una permanente expresión de aturdimiento, una imperturbabilidad que no le permitía ni trabajar ni dormir ni comer. No quería tener a nadie cerca ni que le visitaran, salvo aquéllos que encontraba en su soledad, en los libros y en sus sueños. Había sobrevivido al campo de batalla pero tenía el alma destrozada por los males de lo que el doctor llamaba la enfermedad del soldado. Daniel cayó lamentablemente en sus propios excesos nada más mudarnos a Boston y cuando supe lo del accidente tuve que preguntarme si no habría reanudado sus malos hábitos con la ginebra. No, yo habría notado las marcas. Se lo habría visto en la cara. No me habría cabido ninguna duda, señor Osgood. Y habría tomado cartas en el asunto inmediatamente.
Osgood dijo comprensivo:
—Yo tampoco pude entenderlo.
—¿No pudo entender que la policía tuviera razón o que Daniel hubiera traicionado su confianza? —preguntó Rebecca.
Osgood la miró y se encontró con sus ojos furibundos. Una encendida rosa se había abierto en sus suaves mejillas y tenía los ojos entrecerrados. Osgood, escarmentado, cedió con un movimiento de cabeza.
—Tiene mucha razón al enfadarse conmigo por no haberle contado todo esto. ¿Está enfadada? Quiero que se exprese con entera libertad.
—No puedo creer que me ocultara los detalles del informe policial, tanto si era correcto como si no. Si debo cuidar de mí misma como lo haría un hombre sin depender de nadie más, entonces espero que no se me trate como un objeto indefenso. ¡Me arrebató la posibilidad de defender su buen nombre! Estoy agradecida por mi puesto, y mi supervivencia depende de él, de manera que no puedo exigir demasiado en mis circunstancias, lo sé. Pero creo que me merezco su respeto.
—Ya lo tiene. Se lo aseguro —dijo Osgood.
Rebecca estaba alojada en los camarotes menos lujosos del barco. No tenían timbres eléctricos para llamar a los camareros, y tampoco lámparas ornamentales, paneles pintados ni techos en cúpula como los de la cubierta superior, ocupada por las clases más altas. Rebecca aprovechaba el tiempo que pasaba en aquel diminuto camarote para leer. Al contrario que la mayoría de las chicas que conocía en Boston, ella no leía en busca de sensaciones, sino para comprender su propia vida de un modo más directo y para aprender más cosas del oficio de la edición. Para la travesía en el transatlántico se había llevado un libro bastante técnico sobre la historia de la navegación.
También llevaba consigo uno de los barcos embotellados de Daniel. Y pensar que era ella la que navegaba a través del océano y no su hermano, que tanto había deseado aquel viaje… Si existía una parte inmortal de Daniel, seguro que estaba allí junto a ella.
A veces, por la noche, salía a cubierta y se apoyaba en la barandilla para contemplar en silencio el mar y las estrellas, y el horizonte donde se encontraban.
—¡Un viaje por mar es tan romántico! —exclamó una joven pasajera al ver la actitud de Rebecca una mañana. Era Christie, una chica de ojos verdes cubierta de pecas de la cabeza a los pies que compartía el camarote con Rebecca—. ¿No le parece, señorita?
—Romántico —repitió Rebecca sacudiendo la cabeza—. No lo sé.
La chica pecosa insistió en su argumento.
—Es usted un poco simple, ¿verdad, señorita? ¿Cómo es posible que no lo crea? ¡No me diga que no se ha dado cuenta de la cantidad de caballeros apuestos que hay en el barco! No tengo intención de seguir mucho tiempo trabajando como niñera y viviendo con perezosas doncellas irlandesas, ¿sabe?
—¿No le gustan los niños que tiene a su cargo, señorita Christie?
—¡Esos diablillos! No me va mal, porque les digo que existe un hombre negro que se traga a los niños pequeños que no hacen caso a sus niñeras. Pero, ah, esas doncellas irlandesas, las Sallys, las Marys y las Bridgets, no tardan mucho en volver a soliviantar los espíritus de los niños.
—Desdichada —dijo Rebecca.
—No lloraré por ellos durante mucho tiempo después de que encuentre un marido. ¡Este barco está lleno de posibilidades! Piense en los solteros, los hombres de negocios y los socios de clubes, y en los jóvenes con padres ricos y en las posibilidades que ofrece el amor con uno de ellos. Supongo que una podría incluso intentar caer por accidente a las olas y esperar a ser rescatada.
—Sí —dijo Rebecca tranquilamente. La brisa había soltado su pelo negro como ala de cuervo que le caía de forma atractiva sobre la cara—. Una podría incluso ahogarse —añadió sarcástica.
—¡Oh, o naufragar juntos solos los dos! —fue la inconsciente respuesta. Christie siguió parloteando—. Se comenta que es usted una de las cuatro chicas más guapas a bordo. Y eso a pesar de ser demasiado intelectual y de que no se puede decir una palabra a favor de su estilo, con esa ropa de luto que le da una apariencia demasiado pálida y resuelta. ¿Por qué no ponerse una flor en el cinturón de vez en cuando para dar pie a algún galanteo ocasional de los hombres? Y siempre lleva un libro apoyado en la cadera, como si fuera un chicazo. ¿Qué me dice de ese caballero encantador con el que viaja? Hay muchas mujeres que tienen las miras puestas en él si se pone usted demasiado selectiva.
—Estoy aquí para trabajar —dijo Rebecca retirando la mirada para que la chica no viera el color que subía a sus mejillas; su cuerpo la traicionaba cuando más necesitaba su discreción—. Me gustaría mucho demostrar que soy perfectamente capaz de actuar como una persona autosuficiente. Eso es todo lo que busco del señor Osgood.
—Viste bien y nunca pierde los estribos.
—Sí, eso es cierto.
—Eso es lo que importa.
—Es muy especial por muchas otras cosas —objetó Rebecca.
—¿Qué me aconseja?
—¿A qué se refiere?
—¡Sí, para impresionar a su señor Osgood!
—No es mi… Mi consejo es que el señor Osgood está dedicado a sus asuntos de negocios y no tiene tiempo para tonterías.
—¡Qué lástima! —respondió su compañera, decepcionada por las desordenadas prioridades de James Osgood—. La habría invitado a usted a la boda, desde luego.
Durante la travesía Rebecca se reunía a menudo con Osgood en la biblioteca del barco para ayudarle a redactar cartas para los representantes editoriales de Dickens en Londres o escribir borradores de otros documentos. Aunque no podía comer en su mesa o participar en otros pasatiempos de los viajeros de primera clase, una agradable tarde se sentó en una tumbona al aire libre a leer los papeles de Drood envuelta en un chal que la protegía del viento. Se habían unido a ella algunas chicas que hacían punto. A través de un ojo de buey cercano se veía el resplandor de un salón en el que Osgood jugaba al ajedrez, juego que Rebecca le había enseñado a Daniel para pasar las tardes en la pensión de Boston cuando dejó de beber.
Al principio, consciente de que no debía espiar, se esforzó por concentrar la atención en la lectura, pero no pudo resistirse. Le fascinaba la idea de observar a su jefe sin que él lo supiera. Tuvo que recordarse a sí misma que seguía un tanto decepcionada por Osgood y, como si le aplicara una especie de castigo, decidió contener su interés por él. Pero al poco rato se encontraba tan embelesada por las maniobras del juego que también ella tramaba en silencio sus propias estrategias. Osgood alcanzó un punto crítico y se quedó con la mano paralizada sobre la mesa, y ella le instó mentalmente a mover el caballo a la izquierda del tablero de su oponente.
¡Con eso lo conseguirá, señor Osgood! pensó. Sabía que, si ganaba, él no haría más que sonreír cortésmente para no menospreciar al otro jugador.
Un instante después, tras retirar la mano descartando varios movimientos, eligió el que le aconsejaba ella. Rebecca dio palmadas encantada y dos de las chicas la miraron por encima de sus labores de punto sacudiendo las cabezas.
Después de tan sólo unos días en el mar se sentía como si estuviera en un mundo completamente diferente al de Boston. El viaje no eliminó a Daniel de su pensamiento. En su ausencia, había llegado a darse cuenta de hasta qué punto parte de la resistencia y la capacidad de recuperación de su hermano había impregnado sus propias ambiciones. La voz del muchacho se había convertido en parte de su vida interior de una manera que no era capaz de describir. La travesía la ayudó a sentirse temporalmente en paz con la muerte de Daniel, como si él formara parte de la interminable extensión de cielo, agua salada y brisas cálidas.
Una templada mañana Osgood paseaba por la cubierta superior abstraído en sus pensamientos. Se había levantado viento y el barco se movía más que de costumbre. Las náuseas se iban apoderando cada día de más personas. El médico del barco repartía pequeñas dosis de morfina para calmar los nervios. Los pasajeros que no sufrían de mareos se habían aburrido de jugar a las cartas y al ajedrez y de hablar de política mientras fumaban puros. Al cabo de un tiempo ni siquiera la campana de la comida conseguía interesarles; sólo el avistamiento de algunas ballenas conseguía acabar temporalmente con el amodorramiento general. Pero Osgood no; él había conseguido eludir el aburrimiento por completo.
Se mantenía ocupado, bien vestido y absorbido por su futura misión. Mientras que algunos hombres se dejaban ver cada vez más frecuentemente sin afeitar, él llevaba el bigote bien recortado y la cara limpia. Osgood no lo consideraba sencillamente un hábito, sino una necesidad. Su rostro, aunque compuesto por rasgos bastante agradables, era muy corriente, por no decir anodino. De hecho, no era del todo infrecuente que una persona que hubiera conocido a Osgood en un lugar (la oficina de Tremont Street, pongamos por caso) y luego volviera a coincidir con él en otro sitio (el puente de Public Garden) no mostrara el menor signo de reconocerle. A veces, era notorio que el simple cambio de la luz solar a la luz de gas, o del sábado al martes, causaba la misma confusión en aquéllos que intentaban situar la identidad del editor en su memoria. Este problema se habría visto agravado si Osgood hubiera cambiado alguna vez el corte de un solo pelo de su cara, lo que el editor no se atrevía a hacer. Con ello se arriesgaría a despertar una mañana y descubrir que su casa y su posición le habían sido arrebatadas.
Osgood no había dejado de analizar las páginas de El misterio de Edwin Drood que había llevado consigo. El libro era diferente del resto de las novelas de Dickens y su empeño más artístico desde Historia de dos ciudades. Era la obra de un genio maduro, sobrio y conciso, y Osgood estaba convencido de que, una vez acabada, habría sido una obra maestra y, como todas las obras maestras, admirada e incomprendida a partes iguales. Mórbida y siniestra, describía a una familia dividida del pueblo ficticio de Cloisterham con apenas una mínima esperanza de ser felices. Los personajes estaban poseídos de tal vitalidad que uno casi podía sentir que eran capaces de salir de las páginas y llevar a cabo el resto de la historia sin contar con la ayuda de la pluma de Dickens. La gran pregunta quedaba en el aire al final de las páginas existentes: ¿Edwin Drood, el joven héroe, había sido asesinado? ¿O estaba escondido a la espera de un regreso triunfal?
Naturalmente, era imposible pensar en la desaparición de Drood sin pensar en la muerte de Dickens. Ambas estaban fundidas ya para todos los tiempos. ¿Podría suavizarse la triste realidad del uno sabiendo más del otro? Ésa era la línea de pensamiento de Osgood mientras paseaba sin rumbo por la cubierta cuando perdió el equilibrio al pisar una plancha resbaladiza y, antes de que pudiera asirse a la barandilla, cayó de espaldas estrepitosamente.
Tras un instante de confusión, se dio cuenta de que le ofrecían una mano. O una cabeza para ser exactos, la cabeza de oro de un pesado bastón de paseo. Osgood alargó la mano reticente hacia la fea cabeza tallada del monstruo con grandes colmillos y se puso de pie. Osgood había visto a aquel hombre del bigote poblado y el turbante marrón, que solía estar todo el tiempo solo y de vez en cuando daba órdenes a base de gruñidos a algún camarero o criado, blandiendo siempre su extraño bastón. Osgood había oído que le llamaban Herman y pensó que parecía un parsi, pero no sabía nada más de él.
—¿Está bien? —preguntó Herman con su voz áspera.
Osgood volvió a encogerse al sentir un dolor que le recorría toda la espalda.
—Pediré que venga el médico del barco —dijo Herman en un tono frío pero educado.
Para entonces, se había reunido alrededor del lugar donde se había producido la caída un corro de pasajeros de todas las clases y varios miembros de la tripulación. Rebecca vio la aglomeración que se había formado y corrió todo lo que le permitían sus piernas enfundadas en el estrecho vestido. Tuvo que abrirse camino como pudo entre las otras chicas, que expresaban su preocupación con aspavientos.
—¡Vaya, qué fresca! —dijo Christie.
—Nosotras estábamos aquí antes, señorita —dijo otra chica de su cubierta, una llamativa pelirroja.
—Señorita Sand —exclamó Osgood aliviado—. Siento mucho este espectáculo. ¿Sería tan amable de ayudarme?
—Dispénsenme —les dijo Rebecca a la pelirroja y a su pecosa compañera con un placer mal disimulado mientras se las quitaba de delante. El viento pegaba el modesto vestido negro a su figura revelando en sus sencillas formas una belleza digna de rivalizar con cualquiera de las otras chicas más lujosamente acicaladas y adornadas que se alineaban detrás de ella. Le ofreció un brazo a Osgood.
—¡Señor Osgood, qué mala suerte! —dijo compasivamente—. ¿Se ha hecho daño?
—La suerte, de la que dicen en el mundo de los negocios que se reparte de forma caprichosa, no ha jugado ningún papel en este fraude, mi querida damisela —le llegó una voz del círculo de mirones. Era el hombre de negocios inglés, Wakefield. El mayorista de té iba elegantemente ataviado con una capa tradicional y pantalones de cuadros. Se detuvo para hacerle una cortés inclinación de cabeza a Rebecca y continuó su camino adelante—. ¡Mi amigo Osgood, víctima!
—Señor Wakefield, se equivoca usted. El océano ha salpicado mucho la cubierta y me he resbalado en un charco —insistió Osgood.
—No. Eso es lo que este hombre querría que usted creyera —Wakefield se volvió bruscamente hacia el hombre corpulento que había ayudado a levantarse a Osgood.
—¿Perdone? —preguntó Herman al atrevido acusador con las manos aferradas al cordón que ajustaba su túnica y estaba anudado por cuatro sitios.
—El mar ha estado ferozmente agitado, es muy cierto —continuó Wakefield—, y ése es el motivo por el que estaba paseando en vez de quedarme mareado en mi camarote. Y por eso he podido ver a este hombre echando agua de un cubo en ese rincón. Parecía estar esperando a que llegara alguien para hacerlo.
—¿Quiere decir que lo ha hecho a propósito? ¿Por qué iba a hacer una cosa tan espantosa? —preguntó Rebecca dirigiendo la mirada a Herman. Al encontrar los ojos y la inocente sonrisa del acusado, una repulsión repentina y casi magnética la obligó a dar un paso atrás. Los ojos oscuros y maliciosos despertaron en ella una inexplicable sensación de miedo y odio.
Wakefield observó a Rebecca.
—¡Estimada y joven señora, es usted muy inocente! Me avergüenza reconocer que en Inglaterra tenemos estafadores que abordarían a cualquier caballero de buen fondo. Viajo a menudo en éste y otros transatlánticos y me han robado ya dos veces. Creo que este hombre es lo que la policía llama un descuidero o un zancadillero.
—¿Qué? —preguntó Osgood.
—¡Ni caso! —la cara de Herman se encendió. Se metió un palillo en la boca y lo mordisqueó tenazmente—. No sé de qué está hablando este sujeto y le sugiero que se retire.
—Un instante nada más, mi estimado señor Wakefield —dijo Osgood, el diplomático nato—. Este hombre me ha ayudado a levantarme.
—Consideremos por qué podría hacer una cosa como ésa, qué oportunidades podría facilitarle —reflexionó Wakefield a la vez que enmarcaba la parte inferior de su rostro colocando un dedo en cada curva de su mostacho descolorido.
Herman disparó una mano hacia la cabeza de Wakefield y lanzó su sombrero por el aire. La brisa lo arrastró hasta Rebecca, que lo atrapó.
—Registren a ese sujeto —ordenó el capitán, un hombre velludo y cuadrado que se había unido al corro. Señaló a Herman y los marineros le inmovilizaron. De los bolsillos de su túnica extrajeron un reloj y una cartera de piel de becerro.
—¿Son suyos, señor? —preguntó el capitán a Osgood.
—Lo son —admitió éste consternado.
—¡Te voy a arrancar las tripas, y a ti también! —amenazó Herman a Osgood primero y luego a Wakefield.
—Las amenazas no le servirán de nada —dijo Wakefield, a pesar de que las manos le temblaban al intentar enderezar el alfiler de su chalina. Recogió el sombrero que le ofrecía Rebecca haciendo una nueva inclinación como medio de contener el temblor.
Dos miembros de la tripulación forcejearon con Herman hasta reducirle e inmovilizaron al ladrón. La mayoría de las mujeres se cubrían el rostro con sus pañuelos o lloraban, pero Rebecca, de pie junto a Osgood, le miraba fijamente como hipnotizada. Herman dirigió la mirada hacia Osgood.
—¡Maldito canalla! ¡Les voy a dar de comer tus piernas a los tiburones, no lo olvides!
Su voz era chirriante y profunda, una voz de barítono que le hacía desear a uno no haberla oído nunca.
—¡Vete al diablo, villano! —dijo el capitán. Se volvió hacia uno de los marineros que tenía más cerca—. ¡Encerradle en la bodega! La policía de Londres sabrá qué hacer con él.
El médico del barco dictaminó que las heridas de Osgood eran superficiales. El capitán le ofreció una visita especial al barco, incluido el calabozo, donde a Osgood le sorprendió encontrar una hilera de celdas reforzadas más propia de un barco de guerra.
—La construcción de todos los transatlánticos ingleses está subvencionada por la Marina británica. En compensación, los construyen de manera que puedan ser utilizados como buques de guerra —le explicó el capitán—. Cañones, celdas de prisioneros y todo lo que se le ocurra.
Herman, encorvado en un rincón sobre el suelo de una de las celdas, con la mirada fija en la caldera al rojo vivo que se veía fuera de la celda, levantó los ojos hacia los visitantes, y luego volvió a mirar a la caldera. Para la evidente satisfacción del capitán, el hombre parecía derrotado. Sin embargo, Herman mantenía una sonrisa enigmática de lo más extraña, como si todos los demás pasajeros a bordo estuvieran en prisión y él fuera el único totalmente libre. Tenía los pies unidos por una cadena y las muñecas encadenadas a la pared, y las ratas corrían de acá para allá por encima de sus piernas. Le habían quitado el turbante y llevaba la cabeza completamente rasurada, salvo por unos foscos mechones de pelo en las sienes. Osgood descubrió que, por miedo o por humildad, no era capaz de mirar a los ojos de su asaltante.
Cuando Osgood y el capitán subían de nuevo las escaleras, el prisionero se puso a cantar una tonadilla infantil:
En faenas de trajín o habilidad
me mantendré haciendo cosas:
porque Satán siempre encuentra una maldad
para las manos ociosas.
Luego se oyó un sonido, como el chillido de una rata.
En los días siguientes al ataque Osgood se vio agasajado cenando en la mesa del capitán y aclamado como un héroe cada vez que coincidía con sus compañeros de viaje. Su salida diaria a cubierta para dar el paseo matinal atraía ahora una procesión de mujeres solteras. Rebecca se sentaba en su tumbona y lo observaba todo de mala gana por debajo del ala de su sombrero.
Su compañera de camarote, Christie, se sentó a su lado.
—¡El señor Osgood es la viva imagen del romanticismo! —sonrió a Rebecca inclinándose hacia ella—. ¡Ahora es más admirado que nunca!
Rebecca se esforzó por parecer concentrada en el libro que tenía sobre el regazo.
—No me parece que haya motivos de alegría. Podría haberse hecho daño —dijo.
—Bueno, y entonces ¿cuál es exactamente su idea del romanticismo? A lo mejor es que no la tiene, señorita.
Rebecca mantuvo los ojos fijos en el libro e intentó ignorarla. Pero, contra su propia decisión, habló.
—Hasta que resucites en el Juicio Final, vives aquí y moras en los ojos de los amantes.
Christie escuchó el verso del soneto de Shakespeare y luego dijo:
—¿Cómo dice?
—El amor no es un concepto, Christie, sino un instante. Una mirada silenciosa que te clava en los ojos alguien que sabe exactamente quién eres y lo que necesitas.
La otra chica se incorporó con una energía maliciosa.
—¡Vaya, qué bonito! Ahora averigüemos la opinión de un caballero sobre el mismo asunto.
—¿Qué? —preguntó Rebecca pillada por sorpresa.
Giró la cabeza y vio con horror que Osgood se encontraba detrás de las sillas. Con un ligero escalofrío se preguntó cuánto tiempo llevaría en aquel lugar.
—Y bien, señor Osgood —dijo la elocuente Christie—, ¿cómo define un auténtico caballero de Boston el verdadero amor?
—Bueno —dijo Osgood tartamudeando—, la entrega absoluta a la persona amada. Supongo que eso es lo que pienso.
—¡Qué irresistible! —replicó Christie—. Supongo que habla de ese sentimiento que experimentan los hombres, ¿verdad, señor Osgood? Oh, es mucho más encantador. ¿No le parece, señorita Rebecca? Oh, qué mala cara tiene, querida muchacha.
Rebecca se puso de pie y se alisó el vestido.
—El barco se mueve mucho esta mañana —dijo.
—La acompañaré a su camarote, señorita Rebecca —Osgood le ofreció el brazo preocupado.
—Gracias, pero puedo ir sola, señor Osgood. Querría pasarme por la biblioteca del barco.
Rebecca dejó a Osgood de pie mientras Christie seguía mirándole jugueteando con el pelo.
—La señorita no tenía por qué agarrarse esa rabieta, ¿verdad, señor Osgood?
Éste le dedicó una torpe inclinación de cabeza antes de alejarse apresuradamente.
—¡Se ha hecho usted más popular entre las mujeres que el mismísimo capitán! —le dijo más tarde Wakefield mientras compartían sendos puros en el salón principal.
—Entonces, mañana volveré a caer de cabeza al suelo —dijo Osgood. Su compañero pareció alarmarse ante sus intenciones. Osgood se repitió el propósito de no intentar hacer chistes.
—Bueno, sospecho que con una joven como la que tiene para cantar la segunda voz en su dúo, la atención femenina no le llamará demasiado la atención.
El editor arqueó una ceja.
—¿Se refiere a la señorita Sand?
—¿Lleva a alguna otra bella jovencita en el baúl? —bromeó Wakefield—. Le pido perdón, señor Osgood. ¿Me equivoco al suponer que tiene planes para la joven? No me lo diga: ella proviene de una clase social diferente a la suya, no es más que una mujer entregada a su carrera, etcétera. Soy una persona bastante filosófica, como irá comprobando, mi querido amigo americano. Estoy totalmente convencido de que hacemos de nosotros lo que queremos ser y no somos esclavos de las opiniones de los chismosos que quieren juzgarnos. Puede descuidar a su familia y amigos, puede descuidar su forma de vestir, dejarse ir al demonio en definitiva, ¡pero no descuide el amor! ¡No pierda esa sirena en favor del primer Tom o Dick que no sea tan cauteloso e íntegro como usted!
Osgood tenía una sensación extraña en la garganta: no era capaz de responder adecuadamente.
—La señorita Sand es una magnífica asistente, señor Wakefield. No hay otra persona en la empresa en la que pudiera confiar más que en ella.
Wakefield asintió pensativo. Tenía el hábito de tocarse su propia rodilla, a veces con un masaje, otras con un inaudible pero concienzudo ritmo.
—Mi padre decía que soy un maestro en dejar volar mi imaginación. Y cuando lo hago olvido por completo mis modales. Le pido perdón, en serio.
—Para depositar mi confianza en su discreción, señor Wakefield, le diré que está divorciada desde hace sólo unos años. Según las leyes de la Commonwealth de Massachusetts, no puede tener ningún vínculo amoroso hasta dentro de un año más o su solicitud de divorcio quedará revocada y ella perderá los privilegios de un futuro matrimonio —Osgood hizo una pausa—. Le cuento esto para poner de relieve que es una persona muy sensata, por su carácter y por necesidad. No le interesa la emoción por la emoción como a muchas otras chicas.
Tras este rato que pasó en el salón, Osgood se sorprendió al ver a Rebecca de pie en la cubierta, con la mirada perdida en el mar.
—¿Le preocupa algo, señorita Sand? —preguntó Osgood acercándose a ella.
—Sí —respondió girándose hacia él con un enérgico asentimiento de cabeza—. Creo que sí, señor Osgood. Si usted fuera un ratero a bordo de un barco, ¿no esperaría al final del viaje para robar?
—¿Cómo? —preguntó Osgood sorprendido por la cuestión.
—De otro modo —continuó Rebecca en tono confidencial—, sí, de otro modo, cuando alguien informara al capitán de lo sucedido, el criminal sería atrapado en posesión de lo robado.
Osgood se encogió de hombros.
—Bueno, supongo que sí. El señor Wakefield comentó que este tipo de delito no es raro en Inglaterra, ni siquiera en los barcos.
—No. Pero ese parsi, Herman, no tiene pinta de ser el clásico carterista, ¿verdad? —preguntó Rebecca—. Piense en la descripción que el propio Dickens hace de esa especie de criminales. Suelen ser pilluelos bastante jóvenes, dispuestos a todo y afectos al beneficio rápido que pasan inadvertidos. Nada que ver con él. ¡Me pregunto si mide menos de un metro ochenta!
Unos días después el tiempo había empeorado, hacía demasiada humedad para salir a cubierta y Osgood, contraviniendo su instinto natural, estaba sentado en la biblioteca del barco, dándole vueltas al asunto de Herman. Había encontrado una edición inglesa de Oliver Twist publicada por Chapman & Hall, y buscó los capítulos en los que se describen las experiencias de Oliver en el círculo de carteristas. Era difícil regresar a la rutina cotidiana de la vida en el barco bajo la sombra de aquel ataque y las agudas observaciones de Rebecca. Y aquellas abrasadoras órbitas del ladrón que permanecían grabadas a fuego en la memoria de Osgood.
Recordando el laberinto de salas que había recorrido durante la visita con el capitán, trajo una vela de su camarote y repitió minuciosamente por los oscuros pasillos sus pasos hasta el calabozo. No temía por su seguridad, sabiendo que el prisionero estaba encadenado y que unas rejas de hierro les separaban. No, quizá sentía más temor por algo indefinido que Herman podía revelar: un peligro que todavía Osgood no era capaz de predecir. Aguijoneado por las dudas de Rebecca, había empezado a preguntarse qué podía estar haciendo un hombre como Herman en Boston, para empezar.
Cuando llegó al nivel más bajo del buque y entró en el pasillo de las celdas, negros huecos de hierro y metal, cubiertas de mugre y polvo, se detuvo delante de la de Herman. Levantó la vela y resolló sonoramente. La celda estaba vacía salvo por una rata muerta a la que le faltaba la cabeza y un puñado de cadenas colgantes.