Boston, a la mañana siguiente, 1870
—Imagínese —dijo Fields mesándose la barba hasta dejarla convertida en un revoltijo enmarañado—. Esta mañana, al leer los periódicos con el café, me entero de que ese abogadillo quisquilloso con el que consultó usted, ese Sylvanus Bendall, ha aparecido muerto en la calle. ¡Con el cuello cortado de oreja a oreja y la cabeza colgando de un hilo! La policía se está volviendo loca. La misma gente que hizo que se aboliera nuestro corrupto departamento de detectives está pidiendo que se vuelva a convocar. ¡El alcalde culpa a las vías del ferrocarril porque traen forasteros a nuestra ciudad!
Era temprano por la mañana y Fields paseaba nervioso sobre la lujosa alfombra de su despacho, manoteando mientras hablaba. Era como si señalara a los diferentes retratos y fotografías del pasado y del presente de la editorial que había en las paredes. Aquéllos eran los artistas que habían llevado la literatura a las masas, que habían cambiado las mentes sobre prejuicios y política, que habían reconstruido los puentes entre Inglaterra y América, todo a través de las páginas de sus novelas y poemas.
Osgood estaba sentado en silencio en una silla contigua a la que acababa de dejar vacía el agente Carlton.
—Bendall no me dijo toda la verdad sobre la muerte de Daniel Sand, señor Fields —replicó Osgood después de esperar a ver si Fields iba a decir algo más.
Fields observó a Osgood como si no le hubiera visto nunca en su vida.
—¿Y usted cree que ha sido por eso por lo que le han asesinado? —preguntó sarcásticamente—. Dudo mucho que la razón tuviera algo que ver con Daniel Sand, un muchacho de diecisiete años y un empleado corriente.
Osgood no quería traspasar los límites de su posición. La necesidad de ser resolutivo que imponía su oficio le había ayudado a reconocer que a veces podía ser demasiado precipitado a la hora de abrazar sin condiciones una nueva idea antes de comprenderla del todo y, en otras ocasiones, de discrepar demasiado alegremente. Pero no podía alterar su opinión.
—Bendall estaba presente cuando Daniel murió. Las páginas anticipadas de los episodios que Daniel tenía que recoger, las que debíamos utilizar para publicar la entrega, desaparecieron, a pesar de que el conductor creía haberle visto llevar un paquete.
—Ya sabemos que el joven Sand estaba bajo el influjo del opio, Osgood. Podría haber dejado caer el paquete en un charco sin darse ni cuenta. En cuanto a Bendall, ¡a un hombre se le puede rajar el cuello por menos de la leontina de un reloj o un alfiler de oro! Incluso en éste —Fields hizo una pausa teatral—, ¡el septuagésimo año del siglo diecinueve!
—¿Qué me dice del hecho de que Dickens escriba sobre los consumidores de opio en las primeras páginas de Drood y que ésa sea, según la policía, la razón de la muerte de Daniel? ¿Es una coincidencia?
—¿Qué otra cosa podría ser? Daniel era un consumidor de opio como lo son cada día más personas. Seguramente por eso decidió Dickens escribir sobre ese tema en primer lugar, a causa de la cantidad de gente que se ha perdido en las brumas de esas drogas, ¡aquí y en Inglaterra! Dickens siempre ha sido consciente de las enfermedades sociales, desde sus primeras novelas. ¿Cree que el conductor del ómnibus quería impedir que Daniel cumpliera con su encargo? Al diablo con Daniel Sand. Ya no es problema suyo. Nadie espera que haga nada más.
—Lo sé. Y sin embargo hay algo…
—Osgood, le ruego que considere…
Osgood no estaba dispuesto a ceder.
—Hay algo raro en todo esto, señor Fields. La explicación de la policía parecía poco fiable desde el principio. ¡Yo confiaba en Daniel Sand como en mi propio hijo!
Fields frunció el ceño.
—En esta profesión, nuestros hijos son los autores, Osgood, y es nuestro deber, nuestro único deber, protegerlos. ¿Cree que no he pensado en tener mis propios hijos si Annie estuviera más predispuesta a ello? Pero ¿qué tiempo tendría para dedicarles y qué tendría que sacrificar?
Osgood cambió de táctica.
—Si puedo, dedicaré un poco de tiempo a hacer pesquisas. Aunque sólo sea por su hermana Rebecca.
—¡Piénselo, Osgood! ¿Qué habría pasado si hubiera estado con Sylvanus Bendall cuando ocurrió eso? Habría quedado para los perros y los buitres, y su cabeza estaría ahora en la comisaría de policía con ese forense de ojos de langosta hurgándole los sesos con los dedos. Curiosidad: ¿cómo se llama esta empresa?
Osgood adoptó una actitud contrita. Sabía lo que Fields pretendía con aquella pregunta y hasta los ojos de la extensa galería de retratos parecían estar esperando la respuesta. A la izquierda, el rostro del señor Longfellow, el primer poeta auténticamente nacional, paciente y bueno en su remota mirada. A la derecha, los ojos llenos de estricta contención clerical de Emerson, con una ligerísima sonrisa en las pupilas, conocedores del mundo y exigiendo lo mejor de él como sus afamados ensayos. Al frente, la mirada fuerte del varonil Tennyson, henchida de confesiones íntimas y soñadoras en tono de poesía épica. Sobre el escritorio de pie, la mirada baja de la cabeza prodigiosamente intelectual del melancólico Hawthorne.
Osgood respondió a la pregunta de Fields dócilmente.
—Fields, Osgood y Compañía.
Fields encendió un puro y lanzó al aire círculos de humo.
—Ahora mire a su alrededor, mi querido Osgood. Deténgase un minuto y observe. Podríamos perder todo esto. Todo lo que ve, todo lo que Bill Ticknor y yo pusimos en pie y que usted, mi querido amigo, usted está llamado a dirigir si esta casa logra sobrevivir a este período.
—Tiene razón —dijo Osgood.
—El alma humana es un misterio inexplicable. No podemos saber por qué Daniel Sand eligió seguir el camino que siguió; por qué decidió dejar sola a su pobre hermana. Pero usted tiene que olvidarse de él. Recuerde que hay dos cosas en esta vida por las que no merece la pena llorar: lo que tiene remedio y lo que no tiene remedio.
En ese punto Fields hizo una pausa antes de decir:
—Sé exactamente cómo va a volver a implicarse en lo que tiene delante. Va usted a embarcarse con dirección a Londres para tomar las riendas del problema de Dickens.
A Osgood le pilló por sorpresa.
—Pero ¿quién se va a ocupar de las cosas de aquí si nos vamos los dos?
Fields sacó un paquete de su escritorio y se lo entregó a su socio menor mientras sacudía la cabeza.
—Los dos no. Yo me voy a quedar exactamente donde usted me ve. En cuanto a cualquier compromiso que tenga aquí, yo me encargaré de atenderlo por usted.
—¡Se ha estado preparando para el viaje, señor Fields! Ha reunido cartas de presentación, ha anunciado su llegada…
—Puede usarlas usted en mi lugar. Y, además, ¡su cara de persona honesta es su carta de presentación! Para ser totalmente claro, a Annie no le ha hecho ninguna gracia la idea de que me vaya desde que oyó hablar de ella. Quiere que el resto del verano pase los fines de semana en Manchester-by-the-Sea; dice que hará mucho bien a mi salud. Además, ya sabe que soy un navegante penoso. En mi último viaje a Inglaterra tuve el honor de ser el pasajero más mareado a bordo, más todavía que las vacas. Vamos, no discuta. Recuerde lo que decía nuestro querido Hawthorne: «América es un país del que hay que estar orgulloso, ¡y del que hay que huir!».
Tal vez El misterio de Edwin Drood había ejercido sobre él una influencia descabellada, haciéndole ver espectros de maldad donde no los había. ¡No había ningún misterio en la muerte del pobre Daniel, ni conexiones entre aquel terrible accidente, al que se arriesgaban todos los hombres y mujeres al salir a las calles de Boston, y el salvaje asesinato de Sylvanus Bendall! En la vida real sólo había pérdidas y tristeza, no relaciones significativas con los capítulos de las novelas por entregas.
A un visitante ocasional de Boston se le podría perdonar que pensara que en la ciudad conocida como el Centro del Universo todos sus habitantes pasaron aquella tarde preparando aceleradamente el viaje de James Osgood al otro lado del océano. Había una avalancha de preparativos que tenía que hacer él mismo o mandar hacer, tanto para los que se quedaban como para sus viajes. Ver a Osgood corriendo en persona de un destino a otro todo aturullado habría sorprendido a aquéllos que conocieran al siempre compuesto editor.
En el exclusivo barrio de Beacon Hill, dentro de la casa de ladrillo de tres pisos situada en el 71 de Pinckney Street que había comprado con los beneficios de la gira de Dickens, Osgood daba instrucciones detalladas a su ayudante sobre el mantenimiento de aquella tranquila morada y de su segundo dueño, el señor Puss, su gato de largo pelo naranja y blanco, pagado de sí mismo y presuntuoso. El señor Puss, que normalmente se conformaba con estar tumbado entre los libros de la alfombrada biblioteca de Osgood, se sentía arrancado de su trance habitual por el correr de los criados que lustraban las botas y preparaban los trajes del editor para su equipaje.
Osgood fue a casa de los Fields, que estaba nada más doblar la esquina de Charles Street, a que Annie Fields le proporcionara la lista de hoteles y amigos en Londres. El mismo Fields en persona llegó mientras Annie acababa de copiar la lista para el socio menor en su escritorio.
—Aquí tiene, querido Ripley —le dijo Annie a Osgood entregándole una hoja con su membrete.
—Ah, bien, Osgood, ¿va a volver a la oficina cuando esta hermosa dama acabe sus asuntos con usted? —preguntó Fields. Cruzó el luminoso salón y se inclinó para besar a su sonriente y joven esposa en la mejilla.
—Por supuesto, mi estimado Fields —dijo Osgood—. Volveré andando con usted. Sinceramente, no sé cómo voy a acabar todo lo que tengo que hacer si debo zarpar mañana.
—Considero que las tareas que me habían sido encomendadas ya están resueltas, señor Osgood —dijo Annie—. ¿No va a tener ninguna ayuda en Londres?
—No lo creo —respondió Osgood.
—¿Qué le parece el señor Midges? Se puede confiar en su eficacia —sugirió Fields—. Aunque, pensándolo mejor, las revistas se vendrían abajo sin el apoyo de su capacidad aritmética.
Conteniendo un escalofrío interno, Osgood estuvo de acuerdo en que la supervivencia básica de las revistas requería la presencia de Midges en Boston.
—Entonces, una asistente —propuso Annie—. En fin, Jamie, no puedes mandar al señor Osgood a una empresa semejante sin los recursos necesarios —reprendió a su marido.
—¡Una asistente! —exclamó Fields ahuecando el pecho como si quisiera proteger las partes inocentes de tal idea—. ¿Qué le parecería al resto del mundo que nuestro respetable Osgood cruzara el mar con una mujer joven soltera o, si tal es el caso, con una casada?
—Parecería algo perfectamente moderno —respondió Annie despreocupadamente.
—¿Qué me dicen de la señorita Sand? —se escuchó decir Osgood.
—¿La señorita Sand? —repitió Fields lentamente, deteniéndose luego para ver si quedaba algo sin decir en la expresión de Osgood. No vio nada, de manera que continuó—. Es bastante enigmática. ¿Y no es también soltera?
—Es una idea excelente —dijo Annie con palabras que conferían al socio menor un real beneplácito.
—Pero, bueno, ¿qué diferencia hay? —preguntó Fields, aunque sólo por diversión, porque sabía que la discusión con Annie estaba ya perdida una vez que tomaba una decisión.
—Si lo entiendo correctamente, querido mío —dijo Annie—, los términos del divorcio de la señorita Sand establecen que no puede tener ninguna relación sentimental. No está ni soltera ni casada. Vamos, llevarse a esa chica daría al mundo una imagen tan casta como llevarse al señor Midges.
—Desde luego, es una compañera de viaje un poquito más atractiva que el señor Midges —concluyó Fields cediendo con reservas—. Muy bien, me ocuparé de que mi secretaria reserve el pasaje de la señorita Sand en tercera clase de inmediato.
Osgood sonrió y le agradeció a Annie la sugerencia. La inesperada decisión le había agradado más de lo que cabía esperar. Por una parte, no se enfrentaría totalmente solo a la tarea encomendada. Tendría a su lado a una persona que era al mismo tiempo una compañía agradable y alguien extremadamente competente. Y si Osgood necesitaba una distracción de la muerte de Daniel, sin duda Rebecca era la persona que más la necesitaba en el mundo entero.
—¿Qué le parece?
Le preguntó Osgood a Rebecca tras explicarle la idea cuando regresó a la oficina y la encontró llevándole un manojo de contratos al señor Clark, del departamento financiero.
—Me honra que haya decidido confiarme esa responsabilidad. Esta noche me ocuparé del resto de los preparativos —dijo.
Pasaron varias horas, y unas cuantas más desde que Osgood se hubiera marchado a casa a pasar la noche, antes de que Rebecca se diera cuenta de que estaba sonriendo ante la sorprendente oportunidad de viajar, de colaborar y de asegurar su futuro en Boston ayudando a Osgood en su misión. Sabía que podía cambiar las cosas, aunque tan sólo fuera ligeramente. Las oficinas de la editorial estaban casi por completo vacías, pero Rebecca seguía en el despacho, recogiendo enérgicamente pilas de papeles y documentos para su viaje. Bajó rápidamente al sótano, donde se alineaban hileras de cajas metálicas que contenían registros y publicaciones, cada uno de los pasillos con el nombre de uno de los autores, como el callejón de Holmes. Estaba tan emocionada que empezó a ejecutar una pequeña danza por la avenida Longfellow.
—Espero que no se esté perdiendo ninguna fiesta por estar aquí esta noche, señorita Sand.
—¡Oh! —Rebecca se sobresaltó—. Vaya, señor Midges, lo siento. No creí que hubiera nadie aquí abajo tan tarde.
Midges, sudando profusamente, estaba sentado en el suelo revisando un libro de cuentas. Con la cabeza descubierta, su pelo ralo se levantaba sobre su cráneo como si hubiera visto un fantasma.
—¡Tarde! Para mí no lo es. Vaya, esta empresa se iría a la ruina si yo no pasara aquí la mitad de mi vida. Ojalá no estuviera en este sótano cochambroso, tesoro. Pero la lista de suscriptores tiene que estar en perfecto orden y es un desastre desde que andamos cortos de empleados.
Rebecca retiró la mirada ante esta irreflexiva alusión a la muerte de Daniel.
—Buenas noches, señor Midges.
—¡Espere! ¡No se vaya! —tartamudeó Midges incómodo y luego empezó a emitir su arbitrario silbido para tranquilizarla—. Siento muchísimo lo que le ocurrió a su pobre hermano, le doy mi palabra. Es horriblemente triste. Tuve un hermano pequeño que murió en mis brazos cuando tenía cuatro años. Sencillamente dejó de respirar, y nunca he podido olvidar ese momento.
—Siento lo de su hermano, señor Midges…, y le agradezco que me lo haya contado. Ahora tengo que acabar el encargo del señor Osgood.
—Sí, sí, es usted muy trabajadora —balbuceó Midges con una ligera turbación, como si le hubiera negado el último baile en una fiesta en favor de Osgood—. Si me permite que le diga una última cosa… Como hombre que respeta las conductas morales, lo sentí especialmente al enterarme de las terribles circunstancias en que murió Danny. Siempre había tenido un alto concepto de él.
Una expresión de temor invadió el rostro de Rebecca, dejando claro que no entendía a qué se refería.
Midges continuó hablando con un temblor de placer en sus palabras.
—Bueno, escuché cómo el señor Osgood le contaba lo del opio al señor Fields cuando se sentaron juntos en el comedor. ¡En fin, me parece algo realmente lamentable! Parecía un chico tan sencillo… Si yo tuviera una hermana, tesoro, y ésta fuera tan bella y sensata como usted, por ejemplo…
Rebecca se levantó el bajo del vestido y subió las escaleras apresuradamente para alejarse de Midges tan rápido como le fuera posible.
—¡Buenas noches, señorita Sand! —alzó la voz Midges detrás de ella con una expresión descorazonada y confusa—. ¡Qué criatura tan valiente y varonil! —se dijo para sí.
Rebecca subió al piso de arriba y apoyó en el escritorio los puños fuertemente cerrados. Sentía un gran peso apretándole el pecho y una lágrima recorrió su mejilla enrojecida. No eran lágrimas de tristeza; eran lágrimas de cólera, de frustración, de rabia. Eran lágrimas difíciles: no querían salir y no querían quedarse dentro. Apenas consciente de lo que estaba haciendo, encontró el pañuelo que Osgood le había ofrecido el día que le dio la noticia y observó el bonito trazado del monograma JRO. En sus cartas personales firmaba con un informal «James» pero añadía «(R. Osgood)». El resto del mundo le consideraba cordial y preparado para todo, pero ella valoraba el hecho de haberle visto en momentos de consternación: se sentaba con una mano, y a veces las dos, detrás de la cabeza, como si quisiera soportar el peso de los pensamientos que la llenaban. Por las noches, ya en casa, pensaba en él como James en vez de señor Osgood. Que hubiera dicho aquellas cosas de su hermano le resultaba desolador, ¡y al alcance de los oídos de todos! Había sido una tonta por creer que era su abogado defensor.
Esperó a que llegara un coche de caballos que la llevara cerca de Oxford Street, lo que supondría un gran avance, pero en aquel torbellino de emociones no podía soportar la aglomeración de todos los demás trabajadores que iban camino de sus hogares. El paseo hasta casa le pareció al mismo tiempo instantáneo y cruelmente tedioso.
Ya en su habitación de la pensión de segunda clase, la calma y el silencio le parecieron asfixiantes después de su precipitada vuelta a casa. ¿Aquellas paredes vacías eran todo lo que quedaba de su vida? Sin familia, sin Daniel, sin marido y ahora sin la confianza siquiera que siempre había creído ganarse del señor Osgood, un hombre al que admiraba más que a ninguna otra persona en Boston por proporcionarle una profesión decente y respetable. La ira había quemado sus lágrimas dejándola sólo con el pánico. Sin saber por qué, el orden de su diminuta habitación la aturdió, así que sacó su baúl de debajo de la cama y se puso a reorganizar sus pertenencias.
Se le pasó por la cabeza no presentarse en el muelle por la mañana y, más aún, ni siquiera regresar a la editorial ni a Boston. Si pudiera elegir, no volvería a ver al señor Osgood. Pero aquella habitación, la vieja señora Lepsin y su familia de tristes huéspedes, aquello no podía ser lo que quedara de Rebecca Sand; no podía ser todo lo que permaneciera de ella en Boston; esa vida insignificante debía de haber ocurrido en algún otro universo. Necesitaba el viaje que se le ofrecía. Y sabía que lo que más necesitaba en aquel momento, más que ninguna otra cosa, era una explicación de labios de Osgood.