6

Unos días después de que su casa fuera saqueada, Sylvanus Bendall llegó una mañana a su trabajo y encontró su despacho en condiciones parecidas. Como en su hogar, no se habían llevado nada. El abogado ya no podía atribuir el asalto a su propiedad al hecho de ser un pionero de Back Bay, puesto que su oficina estaba en un distrito mucho más convencional. No, los crímenes tenían un motivo personal. ¿Quizá la mezquina venganza de un cliente al que Bendall había fallado? En esa categoría había bastantes nombres.

Bendall había interrogado a un buen número de sus contactos fiables en los bajos fondos en busca de indicios. Y un día, al llegar a su despacho, se encontró con dos hombres que le esperaban en la antesala. Uno era un joven bribón, de los que visitaban su oficina con frecuencia, y el otro era un caballero. Este último iba vestido con ropa cara y tenía un rostro fresco y espléndido que resultaba inmediatamente admirable y, por tanto, sospechoso en su franqueza.

Sylvanus Bendall no preguntó quién llevaba más tiempo esperando, sencillamente se presentó al joven caballero como abogado y le pidió que entrara en su despacho.

—Ojalá hubiéramos dejado nuestra cita para otro día, señor Osgood, de manera que no hubiera tenido que compartir la sala de espera con esa clase de gente.

—No me quejo de la compañía. Es importante que obtenga cierta información tan pronto como sea posible.

—Ya. Importante para un caso de los tribunales, supongo.

—No exactamente —dijo Osgood—. Importante para mí. He venido a preguntarle por Daniel Sand, uno de mis empleados que murió hace algunas semanas.

—No creo que tuviera la oportunidad de entablar conocimiento con él —dijo Bendall—. Aunque soy consejero de muchos jóvenes pobres e ignorantes.

—Tal vez su origen fuera pobre, señor Bendall, pero trabajaba afanosamente y no era un ignorante en ningún campo en el que se le hubiera ofrecido ocasión de aprender. Falleció en un accidente de ómnibus y tengo entendido que usted estaba presente.

—¿Oh?

—El policía me dijo el nombre del vehículo y el conductor recordaba que usted dio su nombre y profesión.

—¿Ah, sí? —preguntó Bendall sorprendido.

—Varias veces. Ambos recordaban que estuvo usted cerca del cuerpo de Daniel.

—Ya —Bendall asintió con una nueva rigidez en la expresión—. Supongo que así fue, ahora que me lo recuerda. Fue una escena trágica, señor Osgood. Espero que haya podido cubrir la vacante del joven satisfactoriamente y, en caso contrario, puedo sugerirle uno o dos candidatos que buscan trabajo. Apenas será capaz de notar que han estado en prisión.

—¿Presenció usted el accidente, señor Bendall?

—Sólo escuché el «¡pum!». Me refiero —aclaró Bendall— al ruido que escuchamos al arrollar al desdichado joven.

—El conductor dijo que creía que Daniel llevaba algo cuando se produjo el accidente, pero que había desaparecido cuando llegó la policía. El señor Sand, debo explicar, tenía que recoger unos papeles que pertenecían a nuestra empresa.

Bendall se acarició involuntariamente el chaleco donde aún conservaba las estimadas páginas de adelanto del folletín escrito por Dickens, luego se mordisqueó la uña del pulgar. Había llegado a tomar un gran aprecio a aquellas hojas. ¡La última novela de Dickens! Por supuesto, el editor que se sentaba enfrente de él habría pedido un duplicado de éstas a Inglaterra. De manera que ¿qué podía tener de malo quedarse con aquel recuerdo?

—No —respondió con tibieza Bendall a la pregunta de Osgood. Luego, tras esperar unos instantes a la reacción en la expresión del editor, añadió—: No llevaba ni una hoja de papel, señor Osgood. Ni siquiera, hablando entre caballeros, el menor trozo de papel sucio y de la peor calidad.

—El conductor debe de haberse equivocado —dijo Osgood desilusionado—. Ojalá hubiera más pistas. La policía cree que mi subordinado estaba en un estado de alteración causado por los narcóticos y yo no quiero… No lo puedo creer.

—¡Uf! La verdad es que no sabría decirle. Desde luego, hablaba sin sentido…

—¿Qué? —interrumpió Osgood con renovado interés—. ¿Quiere decir que Daniel Sand estaba vivo cuando llegó a su lado?

—Sólo durante unos segundos —respondió Bendall.

—La policía no dijo nada de eso.

—Bueno, es que… Quiero decir… ¡La policía! A menudo son tan negligentes. ¡Yo mismo he sufrido pillajes dos veces en los últimos días, sabe!

—Por favor, ¿qué dijo Daniel?

—¡Disparates! Cosas sin sentido, nada más. Me miró y dijo: Dios… A ver, imagine, si le parece, que digo esto respirando muy superficialmente y con un susurro ronco como corresponde a un hombre que está abandonando el estado mortal de la vida. «Es Dios», dijo. Fue como en una novela sentimental.

—¿Eso fue todo lo que dijo? ¿«Es Dios» qué?

—No acabó la frase, me temo. Es Dios quien lo quiere. Es Dios en su voluntad, tal vez. ¿Su intención? No, demasiado rebuscado. Para serle sincero, si hubiera dicho algo más, habría decidido no escucharlo, porque interponerse cuando un hombre se pone a bien con su creador es hacer un perjuicio a ambas partes. En cualquier caso, le tomé de la mano después de que dijera estas palabras y la sostuve con fuerza mientras expiraba —en realidad, Bendall no había sostenido la mano de Sand después de oír sus palabras, pero aquel embellecimiento de los hechos había ido apareciendo en las repeticiones del relato y a estas alturas el abogado lo creía con más sinceridad que si hubiera ocurrido.

Aquel día se pudo ver a Sylvanus Bendall recorriendo afanosamente las calles de Boston durante algunas horas más después de la reunión con James Osgood, correteando agobiado entre su oficina, los juzgados, la desolada superficie de la prisión de Charlestown y, por último, caminando heroicamente bajo la lluvia para coger un carruaje de caballos que le llevara de vuelta a su casa. Mientras leía el periódico de la tarde en su asiento empezó a percibir el acre aliento a tabaco de mascar del hombre sentado detrás de él y, al apoyarse en el respaldo, notó que los dedos de éste le apretaban en la nuca.

—No es de buena educación —dijo Bendall al aire, porque estaba decidido a no darse la vuelta— apoyarse en otra persona, por muy abarrotado que esté el lugar.

Los dedos se retiraron lentamente del respaldo de su asiento. Satisfecho, Bendall siguió leyendo, si bien a través de una translúcida lente de distracción. Desde su reunión con Osgood una idea tomaba forma en la cabeza de Bendall. Aquellas últimas palabras del empleado: «Es Dios…». Ahora que su memoria regresaba a aquel momento no podía evitar una extraña sensación de confusión. ¿Era posible que el pobre muchacho hubiera intentado decir algo concreto, transmitir a Bendall alguna clase de advertencia?

Un líquido negro apareció en el suelo junto a sus pies.

—¡Y tampoco es de buena educación escupir tabaco en los coches! —exclamó el abogado. Oyó que su voz temblaba por la falta de control y le fastidió que fuera así.

Pero no estaba dispuesto a darle a aquel grosero bribón la satisfacción de volverse en su asiento, ni siquiera cuando la repugnante secreción negra siguió rociándole el cuello y el paraguas húmedo del sujeto le salpicó. Incluso cuando la babosa cara de Medusa apareció ante la vista del abogado, siguió sin desviar la mirada. Por el contrario, Bendall se apeó en la siguiente parada, tres antes de la suya. La lluvia de verano había dado paso al viento y una niebla espesa y caliente llenaba la boca de sabor amargo.

Aquélla era una franja de terreno vacío. La propiedad de Bendall estaba en el extremo oeste, casi al doblar la esquina de Exeter Street, calle más allá de la que no había ni un alma.

Sin que Bendall lo viera, el hombre que iba sentado detrás de él también había bajado del coche, tan sólo unos instantes antes de que cerraran las puertas. Las pisadas fuertes y húmedas le seguían de cerca hasta que fue imposible ignorarlas.

Bendall, consciente de que estaba temblando, se detuvo.

—¿Cuál es su propósito, señor? —dijo secamente, volviéndose por fin esta vez para plantar cara al miserable.

El desconocido llevaba abierto el paraguas que, junto al grueso sombrero de piel, ocultaba su rostro en las sombras. Con una mirada feroz, dejó que sus ojos recorrieran el traje de Bendall hasta las botas de goma. El desconocido se rió con una vibración de garganta profunda y discordante. El solo volumen de aquel hombre resultaba impresionante, y su piel era bastante oscura sin ser del todo negra. ¿Tal vez un bengalí o algo por el estilo? A pesar de la sombra que arrojaba su paraguas se podía ver que sobre su labio inferior colgaba un palillo de marfil.

Sylvanus Bendall se quedó paralizado. Llegó a una conclusión inmediata y precipitada: no sólo se encontraba en peligro, sino que, además, aquel hombre del bigote oscuro, con los ojos negros y la voz de barítono, aquel mismo hombre, era su peor enemigo. Es Dios que pide venganza, ¡eso era lo que el muchacho había querido decir!

Bendall dijo en un impulso que se adelantaba a la lógica:

—¿Es usted, verdad? ¿Fue usted quien destrozó mi casa y luego hizo lo mismo con mi oficina?

El desconocido se encogió de hombros y siguió riendo.

Bendall le preguntó:

—¿Qué quiere de mí? ¿Por qué hace perder el tiempo a un caballero?

—¿Qué… es… lo… que… quiero? ¡Dickens! —y repitió—: ¡Dickens! —pronunciaba las palabras como un inglés, o tal vez como un dude, uno de aquellos curiosos americanos que imitaban los modales ingleses, aunque su rudeza tosca parecía de origen más exótico—. No le ha devuelto esas páginas al señor Osgood, ¿verdad?

Bendall contestó con firmeza, frunciendo el ceño.

—¡Uf! ¿Le ha contratado Osgood para encontrar esos papeles?

—¿Le ha hablado usted de ellos, señor? —preguntó el hombre.

—No es asunto de él, ni de usted. Éste es un país libre. Me lo reservo.

—Bien hecho. Y sin embargo no aparecen ni por su casa ni en su despacho, lo que significa… —el desconocido le agarró del brazo mientras el abogado sentía que la cabeza se le quedaba sin sangre de puro terror. El hombre tanteó el chaleco de Bendall minuciosamente hasta que localizó el fajo de papeles—. ¿Pretende darme órdenes? ¡Démelos antes de que se los haga tragar! —le arrebató los papeles dándole a Bendall un fuerte empujón que hizo aterrizar al abogado encima de un charco.

Bendall exhaló primero un respiro de alivio por no haber sufrido más que unas magulladuras, pero unos instantes después se encolerizó. Había sido asaltado y arrojado al fango en medio de la calle y por el hombre que también había registrado su casa y su despacho. «Yo mismo cortaré de raíz el mal», le había dicho al ama de llaves, ¡y allí lo tenía! Ahora era el momento de agarrar la oportunidad por los pelos. Bendall, recobrando el valor, se levantó del suelo y salió detrás del ladrón.

—¡Espere! —gritó.

El desconocido siguió su camino.

Bendall le dio alcance agitando un puño en alto.

—Si no vuelve y da cuenta de sus actos iré directamente a la policía y elevaré una protesta al señor Osgood de inmediato. ¡Dígame su nombre!

El desconocido aminoró el paso.

—Herman —dijo con una voz sumisa—. Me llaman Herman —mientras lo decía, con un movimiento sin vacilaciones, se dio la vuelta y clavó en el cuello de Bendall los colmillos de la cabeza que adornaba el puño del bastón. Bendall hizo un esfuerzo por tomar aire antes de caer. En el desolado paisaje de Tierra Nueva no había nadie que pudiera ser testigo del último y afanoso aliento de Bendall.

Herman se inclinó y hundió varias veces un puñal en su garganta. El palillo de dientes y el paraguas permanecieron en su sitio incluso cuando el cuchillo serró el hueso del abogado.