La muerte de Daniel Sand supuso una convulsión más en el ya ajetreado edificio de oficinas de Fields, Osgood & Co. Formaba parte de la naturaleza del negocio editorial pasar de la crisis al optimismo y a otra crisis, y el maestro de este vaivén era James Osgood. Había sido en marzo, tres meses antes de que Daniel Sand cayera sin vida en la calle, cuando el socio mayoritario J. T. Fields había parado a Osgood en las escaleras. Fields, alto, rígido, de barba gris, le transmitía una formalidad desorbitada en todas las ocasiones.
—Señor Osgood, si me permite unas palabras…
La expresión unas palabras indefectiblemente causaba un efecto de carga sobre los hombros de Osgood. Conocía el gesto grave de Fields como conocía las dependencias de su editorial y era capaz de adivinar la emergencia comercial con un solo vistazo. Osgood llevaba quince años a las órdenes de ese hombre desde que le escribiera aquella carta de encomio de Walden. Habían pasado cinco años desde que Osgood introdujo las encuadernaciones de brillantes colores para reemplazar las cubiertas marrones que hasta entonces preferían. Y hacía ya dos años que su nombre se sumó al membrete de las cartas, transformando Ticknor, Fields & Co., como si se cumplieran por arte de magia sus en otro tiempo soñadas ambiciones, en Fields, Osgood & Co.
Pero no escaseaban los problemas. Sus vecinos, los obcecados evangélicos Hurd & Houghton, con su joven teniente George Mifflin, habían pasado de ser sus fieles impresores a competidores en la edición. Y su principal rival en Nueva York era más que nunca Harper & Brothers.
—¡Esta vez se trata de Harper! —le espetó Fields a Osgood cuando estuvieron solos. Se apoyó en un escritorio de pie parecido a un púlpito que había en un rincón de la estancia sobre el que siempre descansaba abierto su inmenso libro de citas—. Es Harper. Está tramando algo.
—¿Tramando qué?
—Algo. Todavía no sé qué —admitió Fields pronunciando la palabra todavía con un intencionado tono de advertencia, como si el socio principal de Harper & Brothers, el Mayor Harper, les estuviera mirando encaramado en la lámpara—. Está lleno de rencor y desprecio hacia nuestra editorial —Fields sumergió una pluma en el tintero y se puso a escribir en el libro de citas—. Fletcher Harper va a venir desde Nueva York a reclutar más autores de Boston (para ser claros, a robarnos aún más) y me ha pedido una entrevista aquí. Tendría que ser usted quien se reuniera con él. ¡Maldita mano! Voy a tener que llamar a una de las chicas para que lo escriba —Fields abrió y cerró la mano en la que sufría dolorosos calambres—. Me atrevería a asegurar que no he escrito una carta de mi puño y letra desde hace un año, salvo las del señor Dickens, por supuesto. Las demás personas que reciben cartas mías deben de pensar que me he afeminado con los años.
Osgood aún estaba sorprendido por las noticias de Fields sobre Harper. Bajando la mirada con naturalidad hacia una de sus botas, como si quisiera comprobar su lustre, el joven comentó:
—Yo creo que el Mayor Harper preferiría que esa entrevista fuera con usted, señor Fields, querido amigo.
Fields se quedó callado. Su reciente tendencia a permanecer en absoluto silencio le parecía a Osgood motivo de preocupación. El editor jefe salió de detrás del alto escritorio y empezó a respirar lentamente. Por fin respondió en un tono más suave.
—Usted le cae bien a todo el mundo, Osgood. Es una ventaja que espero que mantenga mucho después de que yo esté retirado en un ignoto rincón alejado de este negocio. Caramba, no es algo que se pueda decir de todos los editores, ¡que gusta a todo el mundo! Somos como los abogados, sólo que en vez de culparnos de la pérdida de una hipoteca, nos culpan de la pérdida de los sueños.
Cuando Osgood levantó la mirada le sobresaltó ver a Fields con los puños levantados en posición de pelea.
—Ha boxeado, ¿verdad? —preguntó Fields.
Osgood negó con la cabeza algo confuso, y respondió:
—En Bowdoin hice esgrima.
—Mis primeras lecciones de boxeo me las dio un viejo púgil cuando vivía en Suffolk Place de chaval y trabajaba de recadero para Bill Ticknor. ¡Le pagaba con los libros que Ticknor tiraba! Podría haber sido un campeón si hubiera seguido entrenando. Empieza con un directo.
Fields hizo una demostración de los movimientos. Osgood le imitó poco convencido.
—¡Así —dijo Fields en tanto que remedaba un intercambio de golpes y quiebros rápidos— es como se tiene que enfrentar usted a los hermanos Harper! Sólo hay una cosa peor que la inminente guerra con los Harper, Osgood, y es tener miedo de ella.
Osgood había acertado en su predicción: cuando llegó el día de marzo previsto para la entrevista con Fletcher Harper y Osgood le recibió con su mejor traje y ofreciéndole un brandy, el visitante de Nueva York miró alrededor impacientemente desde detrás de sus gafas de montura metálica.
—El señor Fields le envía sus más sinceras disculpas, Mayor —dijo Osgood—. Me temo que las exigencias del negocio le han alejado de nosotros inopinadamente.
—¡Oh! ¿Ha tenido que ir a impedir que uno de sus autores se tire a la Charca de las Ranas?
Osgood le dedicó su más caballerosa carcajada, a pesar de que Harper no lo hizo. ¿Cómo podía un hombre despreciar su propio chiste?
A Harper le llamaban el Mayor no en referencia a ningún servicio al Ejército durante la guerra, sino por el estilo militar con que dirigía sus oficinas de Nueva York. Se rascó la mandíbula bajo las anchas patillas que cubrían su cara.
—¿Tiene usted autoridad aquí, James R. Osgood?
—Mayor —dijo Osgood con ecuanimidad—, ahora soy socio de la empresa.
—¡Claro, socio menor! —gruñó—. Debo de haberlo leído en las columnas de Leypoldt. ¿Y es usted un hombre honesto?
—Lo soy.
—¡Muy bien, señor Osgood! No ha dudado ni un instante, eso significa que es verdad —Harper aceptó la copa de brandy. Cuando se la estaba llevando a la boca interrumpió el movimiento para hacer un brindis—. ¡Por las contadas personas felices, nosotros, los editores del mundo! Individuos que ayudan amablemente a los autores a alcanzar una inmortalidad de la que nosotros no participamos.
Osgood levantó la copa sin hacer comentarios.
—Los hombres de nuestra cuerda saben bien que soy muy directo —dijo Harper después de tomar su bebida de un solo trago y dejar la copa—, y soy demasiado viejo para cambiar. De manera que esto es lo que he venido a decir: Ticknor y Fields (y, por supuesto, con eso me refiero a Fields y Osgood), esta casa, no puede sobrevivir a las actuales circunstancias.
Osgood esperó a que Harper continuara.
—Su revista, el Atlantic Monthly, con todo su mérito, apenas da un penique, ¿no es cierto? Ahora fíjese en la ciudad de Nueva York.
—¿Que me fije en qué, Mayor?
—¡Vamos! Me gusta Boston, de verdad. Bueno, salvo sus enclaves de irlandeses infestados de curas, que son peores que los que tenemos en Nueva York. Aunque hoy en día no se puede evitar, abrimos las costas y no tardamos en estar corrompidos. Pero me estoy dejando llevar al terreno de la política. Hablemos del mundo literario. Los escritores como especie son, cada día más, criaturas de ambiente neoyorquino. Tenemos las imprentas más baratas, los encuadernadores más baratos y las ideas más baratas a nuestro alcance. La fama de un autor no seguirá perdurando treinta años como la de su querido señor Longfellow; no, el nombre de un autor sobrevivirá a un libro, puede que a dos, y luego será reemplazado por algo nuevo, más atrevido, más importante. Hay que poner por delante la cantidad señor Osgood.
Osgood sabía cómo trataba la familia Harper a sus autores en el edificio neoyorquino de Franklin Square, donde un busto de hierro de Benjamin Franklin escrutaba, con aire sentencioso a través de sus finas gafas y un estrabismo pertinaz, todos los rincones de su reino como si pensara que él era el último autor por el que merecía la pena tomarse alguna molestia. Una anécdota que conocía toda la profesión sobre Fitz-James O’Brien contaba que el escritor se manifestó delante del imponente edificio de Harper con un cartel que decía «Soy uno de los autores de Harper y me muero de hambre», hasta que los editores aceptaran pagarle lo que le debían. También se contaban cuentos de la gran satisfacción que se vivió en las oficinas de los Harper cuando recuperaron los miserables 145 dólares con 83 centavos que dieron de anticipo al señor Melville por su extraño relato marino Moby Dick, o La ballena.
Para los hermanos Harper la edición era poder. Un poder que había vivido un crescendo en la década de 1840, cuando el mayor de los cuatro, James Harper, se convirtió en el alcalde de Nueva York en representación del anticatólico Partido Nativo. James instituyó lo que se conocía como la policía de Harper antes de morir en un cruento accidente al romperse su carruaje y ser arrastrado por los caballos en volandas por Central Park. Fletcher, que había sido el director financiero, ascendió entonces a la cumbre de la empresa editorial y se ganó el sobrenombre de Mayor.
Osgood sintió que le subía por el pecho la necesidad de gritar, una sensación extraña y molesta. Osgood era el mayor de cinco hermanos y se le había exigido ser el fuerte y el sensato, el que debía mantener el orden, aun a costa de sus sentimientos personales. A los otros se les permitía dar rienda suelta a sus emociones, pero no a él. Así fue como se le conoció en su juventud en Maine, y ésa era la huella que había dejado en su empresa y en la profesión en general. Esos mismos rasgos, su capacidad de trabajo y su madurez, le habían facilitado el ingreso en la universidad a los doce años, aunque su familia prefirió esperar a que cumpliera los catorce a petición del consejo de administración de Bowdoin.
—Nos gustan mucho nuestros autores locales —aseguró Osgood con toda la calma que pudo—. Podría decirse que creemos que nuestra casa trabaja para los autores y no al contrario.
—Si habla en plan metafísico, no puedo seguirle, señor Osgood.
—Será un placer intentar hablarle con mayor sencillez.
—Entonces podrá decirme por qué el señor Fields ha preferido que me reúna con usted en vez de con él. Porque —continuó sin darle a Osgood la oportunidad de contestar— Fields sabe que está en la sobremesa de su vida. Usted es el joven entusiasta, usted es el enfant terrible con buen ojo e ideas brillantes que puede romper con las tradiciones anquilosadas.
Harper siguió tras una breve pausa para respirar:
—En el futuro los libros no serán más que trastos viejos. ¡Artículos de consumo, señor Osgood! Las librerías ya están llenas de espacios vacíos, cajas de puros, grabados indios, juguetes… ¡Juguetes! Dentro de poco habrá más juguetes que libros en este país y quién sea el autor del último libro no importará más que quién es el fabricante de la nueva muñeca recortable. El nombre del editor será mucho más importante que el del autor y nuestro trabajo consistirá en mezclar la tinta de un libro como los productos químicos de un farmacéutico.
»Pues bien, yo vengo a hacerle una proposición: que Fields, Osgood & Co. cierre sus puertas aquí en Boston, abandone este local agonizante y se traslade a Nueva York para unirse a nosotros, bajo el nombre de Harper, naturalmente. Oh, les daríamos libertad de acción total para sus peculiares gustos literarios. Y ustedes evitarían la muerte lenta de esta antigua y gran empresa para pasar a formar parte de nuestra familia editorial. Serán para nosotros como sus propios hijos son para ustedes; ¿no tiene hijos, señor Osgood? ¡Ah!, creo recordar que es soltero. Puesto que Fields sin hijos ha sido su modelo de conducta.
Osgood descartó esa observación con un parpadeo.
—Su idea no favorece el interés de nuestros autores, Mayor. Nosotros siempre veremos los libros como algo mejor y más sabio que simples objetos, y creo que hablo por el señor Fields si digo que preferimos continuar en esa línea aunque eso suponga que no vayamos a durar. Me temo que le será imposible «desbostonizar» esta casa.
Osgood decidió dar por terminada precipitadamente la reunión utilizando una de las técnicas de Fields. Apretó con el pie un pedal escondido debajo del escritorio y Daniel Sand entró para advertirle de una «emergencia» que obligaba a interrumpir la conversación. Pero Harper se levantó y suspiró para dar a entender que estaba al tanto de todo.
—No hace falta que se moleste en hacer la representación —exclamó antes de que el empleado tuviera ocasión de hablar.
Daniel, tras representar su precipitada entrada, miró a Osgood con ojos tristes. Éste le dio permiso para salir con un gesto de cabeza.
Harper continuó mientras una sombra oscura le cruzaba la cara.
—Conozco todos los trucos, todos los planes, todas las intenciones de este oficio, señor Osgood, y los conozco diez veces mejor que mi hermano el alcalde, Dios bendiga a ese orgulloso hombre. ¡Vamos! Los viejos métodos no le protegerán de la verdad que hoy he venido a comunicarle.
Ambos se miraron, recapitulando.
Harper soltó una carcajada de repente, pero una carcajada que decía que él, y sólo él, sabía el chiste.
—Bueno, supongo que es verdad lo que dicen. La cortesía es la cortesía y los negocios son los negocios.
—¿Quién dice eso, Mayor?
—Yo. Y no debería creer que usted y el señor Fields son muy diferentes al resto de nosotros, señor Osgood, protegidos del mundo que les rodea por su brillante charla y sus elevados objetivos. Les hemos observado. Recuerde que puede que sea el ángel el que escribe, pero necesita al diablo para que lo imprima. No debería haber tomado los hábitos si quería seguir siendo creyente.
—Mayor, le deseo que tenga una buena tarde —Osgood esperó en silencio hasta que Harper no tuvo más alternativa que recoger sus pertenencias.
—¡Ah!, por cierto, tengo entendido que la nueva novela de misterio que está escribiendo Dickens va a ser irresistible —dijo Harper a Osgood como sin darle importancia mientras sacudía el sombrero—. Dicen que Chapman, de Londres, va a pagar una fortuna por publicarla. ¿El asesinato de Edward Drory?
—Creo que ha decidido llamarla El misterio de Edwin Drood.
—¡Sí, sí, eso es! Me tiene en ascuas la curiosidad por saber adónde nos llevará esta vez Dickens, el Gran Hechicero.
¡Dickens! Esa extraña palabra, ese nombre de nombres, el hombre que lo significaba todo para la empresa Fields, Osgood & Co. El Mayor lo sabía; por eso, que mencionara la nueva novela era también una amenaza.
Unos años antes Fields le había hecho dos importantes proposiciones al novelista más popular del mundo, Charles Dickens: la primera, que viniera a América a hacer una gran gira de conferencias; la segunda, que su editorial publicara al autor en exclusiva para América. Desde su finca en la campiña inglesa, Dickens aceptó ambas propuestas, lo que provocó las quejas airadas de todos los demás editores americanos, en particular de los hermanos Harper.
Entre Inglaterra y América no existía un acuerdo internacional de derechos de autor. Esto significaba que cualquier editor americano podía publicar cualquier libro británico sin permiso del autor. Sí existía en cambio lo que se conocía como cortesía gremial: cuando un editor americano alcanzaba un acuerdo para publicar un libro extranjero, los demás lo respetaban. Sin embargo, los hermanos Harper eran conocidos por imprimir ediciones baratas y sin autorizar (y haciendo cambios en el texto, a veces sin el menor cuidado y a veces para adaptar mejor un tema inglés a los lectores americanos). No ponían la antorcha de Harper en la portadilla y vendían las ediciones espurias en vagones de tren, en la calle o por suscripción.
Por eso, que el Mayor Harper hubiera hecho mención de El misterio de Edwin Drood era para recordarle que podía minar la enorme inversión que había hecho Fields, Osgood & Co. en el libro inundando el mercado con sus copias baratas. La demanda del nuevo libro de Dickens iba a ser alta y ¿qué elegiría el lector americano de la clase media trabajadora? ¿Gastar dos dólares en el libro de Fields, Osgood & Co. o setenta y cinco centavos en uno de los vendedores ambulantes de Harper?
La editorial de Boston no tendría capacidad para detenerles.
La gira de cinco meses organizada por Fields y Osgood que Charles Dickens había hecho ofreciendo lecturas por América en el invierno de 1867-1868 había tenido un gran éxito. Se consideraba un hecho histórico incluso mientras estaba teniendo lugar. Miles de personas le fueron a escuchar. Osgood trabajó laboriosamente durante toda la gira, encargado de las labores de tesorero y de cumplir las exigencias, a veces caprichosas, de Dickens, además de resolver problemas y conflictos. Al acabar la gira, el «Jefe», como le llamaba el representante de Dickens, Dolby, se había embolsado cientos de miles de dólares en beneficios.
Fields, Osgood & Co. también ganó dinero con las lecturas (cinco por ciento de los beneficios brutos), pero su auténtica recompensa por la fe que había demostrado tener en Dickens aún estaba por llegar. Sería la publicación de El misterio de Edwin Drood.
Todo el mundo la esperaba, como había sucedido con cada novela de Dickens desde que Los papeles póstumos del Club Pickwick y Oliver Twist dieran a conocer al público el nombre del antiguo reportero político treinta y cinco años antes. Sólo Dickens, entre todos los escritores de narrativa popular del momento, podía utilizar el ingenio y el discernimiento, la emoción y la simpatía, a partes iguales en todos y cada uno de sus libros. Los personajes no eran meros recortables de papel, ni eran veladas prolongaciones de la personalidad de Charles Dickens. No, los personajes eran ellos mismos. En los relatos de Dickens no se pedía a los lectores que aspiraran a una clase superior o que odiaran a otras clases diferentes de la suya, sino que encontraran la humanidad y lo humano en todas ellas. Eso era lo que le había convertido en el escritor más famoso del mundo.
En esta ocasión, el libro nuevo se había hecho esperar casi cinco años, un intervalo mayor que cualquier otro correspondiente a sus libros anteriores. «¡El público lo está esperando!», había exclamado Fields. Drood contaría la historia de un joven caballero, Edwin Drood, un personaje honesto aunque despreocupado que desaparece tras despertar los celos de un tío retorcido llamado John Jasper, un ciudadano respetable con una doble vida como adicto a las drogas. Dickens prometía en sus cartas a Fields que el libro iba a ser «muy peculiar y novedoso» para sus lectores.
Ralph Waldo Emerson estaba sentado en el despacho de Fields cuando éste y Osgood leyeron la carta de Dickens sobre la novela.
—Me temo que Dickens tiene demasiado talento para su genio —proclamó Emerson con sus modos de viejo oráculo aburrido de sus propias predicciones.
—¿Qué quiere decir, mi querido Waldo? —preguntó Fields. A un editor con tantos años en la profesión como él no le pillaban por sorpresa las críticas de un escritor a otro.
—¡Su cara me intimida! —exclamó Emerson señalando a la pared en la que una fotografía de Dickens mostraba su perfil fuerte pero baqueteado y la mirada perdida en sus ojos de estricto militar—. Usted y el señor Osgood intentarán convencerme de que es una criatura genial. Intentarán convencerme de que es un hombre compasivo, superior a sus talentos, pero yo creo que está condicionado por ellos. Es un artista demasiado perfecto para que le quede un ápice de naturalidad.
Emerson no comprendía lo mucho que su editor necesitaba a Dickens y que no podía depender por más tiempo de los Longfellow, Lowell, Holmes (ni siquiera de su «Sabio de Concord», señor Emerson) para mantenerse a flote. Años antes, la autocomplaciente sociedad bostoniana atraía a multitudes de lectores a la editorial en busca de sus novelas y poemas. ¡La sensación de Longfellow, La canción de Hiawatha, había salido volando de las imprentas y por las puertas de las librerías plácidamente, sin esfuerzo, en los primeros meses que Osgood había trabajado en la empresa! Ahora, lo mejor que Osgood se consideraba capaz de hacer era intentar convencer al doctor Holmes para que escribiera una pálida continuación de El autócrata en la mesa del desayuno, sonreír a la señora Stowe tras leer una novela moral con la mitad de valor que La cabaña del tío Tom o animar a Longfellow en el lento trabajo de su lóbrego poema sobre Jesucristo, La divina tragedia, a pesar de que reeditar una vez más la polémica traducción de Longfellow de la Divina Comedia sería más lucrativo.
Osgood sentía que las Furias le acechaban: todos los días tenía que atender las peticiones de los irritados autores en busca de ejemplares gratis o de consuelo cuando los libros pasaban al temido territorio de los descatalogados. Hundiéndose en la charca de la desilusión. Montague Midges, dos despachos más allá, informaría de la subida en los pagos de derechos de autor que necesitaban para su revista, Atlantic Monthly. Osgood miraría con recelo las lentas y densas producciones literarias que siempre aparecían en los informes como «¡casi medio acabada!», como la traducción de Homero de Bryant o la de Fausto por Taylor, ninguna de las cuales, siendo realistas, habría podido vender lo suficiente, ni siquiera con la tirada completa, para cubrir los costes. Osgood estaba gobernando un barco que se balanceaba en el mar, con las tormentas empeorando.
El nuevo libro de Dickens podía cambiarlo todo.
A Harper no le faltaba razón, pensó Osgood el día de su reunión, aunque nunca lo reconocería. Era posible que el editor se hubiera convertido en algo no muy diferente a un fabricante de juguetes y era posible que el nombre de un autor no pudiera ya sobrevivir veinte años. «Excepto Charles Dickens —se dijo Osgood a sí mismo—. Él está por encima de los demás. Hace literatura con los libros, y libros con la literatura. Al demonio con los juguetes de Harper».
Y entonces, a principios de verano, llegaron las noticias.
—¡James! —Fields entró precipitadamente y sin aliento en el despacho de Osgood—. ¡Nos lo han comunicado por cable! ¡Dios quiera que sea un error!
Osgood sintió pánico antes de saber por qué debía sentirlo. Tan raro era que Fields se dirigiera a su socio de una manera tan informal, o que desplegara tal demostración de emociones delante de las mujeres asistentes que éstas levantaran la mirada de sus libros y probablemente emborronaran una docena de palabras en un instante, o que corriera por ningún motivo. Entonces Osgood reparó en una asistente que lloraba sobre las manos desnudas antes de encontrar un pañuelo. Y Rebecca le miraba como si tuviera en los labios mil palabras esperando a ser dichas. Tuvo la desagradable sensación de que todos los demás sabían que había pasado algo horrible.
La mirada compasiva de sus ojos verdes le dio a Osgood ganas de aceptar su consejo: que las noticias, fueran las que fuesen y por muy malas que fueran, se las diera ella.
Pero Fields ya había cruzado como una tromba la puerta de su despacho, gesticulando como un loco mientras la cerraba de un empujón.
—¡Charles Dickens… Muerto! —logró balbucir por fin.
Los periódicos de Boston se habían enterado por las necrológicas de los diarios de Londres esa mañana y a continuación habían mandado un telegrama a su oficina. Fields lo leyó en voz alta, enfatizando los detalles como si el asunto todavía pudiera solucionarse mediante una reacción inmediata:
—La pupila del ojo derecho estaba muy dilatada, la del izquierdo contraída, la respiración jadeante, los miembros flácidos hasta media hora antes del fallecimiento, cuando se produjeron algunas convulsiones…
Entre otros detalles se comentaba que Dickens había pasado su último día trabajando en Edwin Drood cuando, todavía con la pluma en la mano, había empezado a encontrarse mal. Acababa de terminar las últimas palabras de la sexta entrega, justo la mitad del libro que iba a constar de doce episodios. Poco después se desplomó y nunca se recuperó.
—¡Dickens muerto! —exclamó Fields tembloroso—. ¡Cómo ha sido…! ¡No lo puedo creer! ¡Un mundo sin Dickens!
Hombres y mujeres permanecían en sus puestos atónitos y silenciosos a medida que la noticia se propagaba por la oficina. «Charles Dickens ha muerto», repetía todo aquél que se enteraba a quien tuviera sentado al lado. Prácticamente todos los trabajadores de la editorial habían conocido al señor Dickens dos años antes, cuando vino a hacer la gira. Aunque era difícil tener la sensación de que Charles Dickens era amigo de uno, sentir que uno lo era de él era casi instantáneo. ¡Cuánta vida había en él…! No sólo la suya propia, sino la de todos sus personajes cuyas vidas había representado delante de tanto público fascinado durante su visita. Nadie que hubiera conocido a Dickens podía imaginar su ausencia. Un hombre que tenía, según Osgood recordaba haber oído decir a alguien, signos de exclamación en los ojos. ¿Cómo podía morir un hombre así?
—Charles… Dickens… Cuarenta millas… —seguía balbuceando Fields sumido en una neblina de tristeza cuando llevaban ya casi una hora en silencio—. Tengo que seguir atento a los telegramas por si acaso es un error —Dickens sólo era unos años mayor que Fields, cuyos dolores de cabeza y ataques en las manos empeoraban año a año. Fields se volvió hacia Osgood mientras se dirigía a la puerta—. ¡Cuarenta millas, eso dijo usted!
—Eso dije —respondió Osgood con tolerante paciencia.
Fue en marzo de 1868, casi al final de la visita de Dickens a Boston, en una cena en casa de los Fields en Charles Street. La conversación había derivado, como solían ocurrir estas cosas en la mesa de los Fields, hacia el cálculo de qué longitud alcanzarían los manuscritos de Dickens si se pusieran en fila una página pegada a otra.
—Cuarenta millas —dijo Osgood tras un concienzudo cálculo mental del número de novelas y cuentos y un rápido sondeo de su longitud media.
—No, Osgood —exclamó Fields—. ¡Cien mil millas!
—Gracias, mi querido Fields —dijo entonces Charles Dickens como si le estuviera otorgando el título de caballero. Luego se volvió hacia Osgood con gesto severo, como queriendo ahondar en lo más profundo del alma del joven editor con sus grandes ojos azul-grisáceos, y arqueó las cejas—. Señor Fields, me siento inclinado a tratar con dureza a su joven socio aquí presente hasta que cambie sus cálculos acerca de las palabras que he escrito en toda mi vida. ¡Más de cuarenta millas, sin lugar a dudas!
Así eran Fields y Osgood en resumen: el más joven buscaba la respuesta correcta, el mayor daba la respuesta que querían oír.
—¿No le produce una sensación extraña, señor Dickens? —intervino la hermosa Annie Fields riéndose de su marido y sus socios—. ¿Cómo es posible que palabras de tanto valor cubran una porción tan pequeña de la Tierra?
El escritor levantó sus enormes manos en un gesto expresivo que reclamaba toda la atención para sí. Tenía un rostro que tal vez sólo pudiera apreciarse plenamente si se le pillaba dormido.
—Señora Fields, usted sí que comprende mi extraña suerte. Tan pronto como salen a la luz, mis palabras son tergiversadas, maltratadas y robadas en ambas orillas del océano. Tengo a muchos lectores y libreros de mi lado y, sin embargo, estoy solo. Supongo que mi destino es ser un Quijote sin Sancho. Así es como caen mis colegas literatos a medida que avanza nuestra lucha por la vida. No se puede hacer más que cerrar filas, marchar de frente y seguir luchando.
Osgood se sintió confuso y menoscabado al recordarlo mientras seguía a Fields por el pasillo que llevaba a su despacho. El socio principal se sentó desmañadamente en el asiento de la ventana cubierto de manuscritos y apretó la frente contra el cristal frío hasta que éste se empañó con su aliento.
Osgood pensó que si podía organizar una estrategia comercial en vez de caer en la depresión, Fields se lo agradecería. Se ganaría la confianza que había depositado en él al hacerle su socio. Podía oír las palabras que el Mayor Harper había pronunciado dos meses antes sobre el «socio menor» y las que luego dijo de Drood. «No puedo esperar para verlo con mis propios ojos».
—Señor Fields —dijo Osgood—, ahora me preocupan más que nunca los Harper.
—Sí, sí —contestó Fields lánguidamente. Todavía estaba perdido en el dolor—. ¿Qué? No puedo entenderle, Osgood. ¿Cómo puede pensar en Harper?
—Cuando el Mayor se entere de que la novela nueva se ha quedado a medias y que Dickens ha muerto, bueno, señor Fields, Harper argumentará que la cortesía profesional no afecta a las obras inacabadas. Intentará adelantarse y publicar Drood delante de nuestras narices sin impedimento ni disimulo.
Fields se irguió de repente.
—¡Dios mío, los Hermanos Harpía! Una puñalada mortal. ¡Osgood, la empresa no podrá sobrevivir a eso! —se quejó con voz de resignación y se desplazó rodando por la estancia en la silla de oficina—. Cualquiera puede ver que esto es el final. El negocio se encuentra en este momento bajo e inestable. El Mayor Harper tenía razón en lo que dijo de Nueva York, ¿sabe? Para nosotros esto se acaba.
—No diga eso, amigo mío —dijo Osgood.
La energía de Fields parecía haberle abandonado, sentado como estaba con los miembros colgando exánimes de la silla.
—Nueva Inglaterra ha sido una brillante escuela de literatura. Pero de una sola generación, no está destinada a que otra la suceda. Edimburgo cedió toda su edición a Londres y nosotros seremos comprados y absorbidos por Nueva York de la misma manera. ¡Maldita sea! Nos habría dado lo mismo vender por la calle libros de citas y textos de derecho, como los pobres Little y Brown, que Dios tenga en su gloria —Fields cambió inesperadamente de tema—. Dígame, ¿le apetece comer algo con sal como me pasa a mí en este momento, Osgood? Quiero que vaya al puesto de la esquina a comprar un cuarto de cacahuetes. Sí, algo salado.
Osgood suspiró sintiéndose otra vez como si fuera un empleado de poca monta y con la sensación de que todo lo que le rodeaba estaba a punto de desvanecerse. Entonces lanzó el sombrero encima de la silla y se dirigió a su socio principal:
—No podemos quedarnos cruzados de brazos —dijo Osgood—. Tal vez no se pueda hacer nada, pero tenemos que intentarlo. Vamos a publicarla, y a publicarla bien. Antes de que lo haga el Mayor Harper. ¡Media novela de Dickens es media más que cualquier otra novela de las estanterías!
—¡Bah! ¿De qué sirve una novela de misterio sin el final? Nos metemos en la historia del joven Edwin Drood y luego… ¡nada! —gritó Fields. Pero empezó a pasear de un lado a otro de la estancia, con un brillo tranquilizador en los ojos. Emitió un largo suspiro, como si expulsara su anterior desaliento. De repente volvía a ser el Fields de Osgood, el hombre de negocios imbatible—. En parte tiene razón, Osgood. La mitad de la razón, diría yo. ¡Sin embargo, no debemos conformarnos con la mitad de nada, Osgood!
—¿Y qué alternativa tenemos? Eso es lo único que ha dejado.
—Ese hombre acaba de morir… Estoy seguro de que en Inglaterra todo es caos y pena. Tenemos que descubrir lo que podamos sobre cómo pensaba acabar la novela Dickens. Si conseguimos revelar exclusivamente en nuestra edición cómo pensaba terminarla, venceremos a los sibilinos piratas literarios.
—¿Cómo vamos a hacerlo, señor Fields? —preguntó Osgood cada vez más excitado.
—Valor. Voy a ir a Londres y a utilizar mi conocimiento de los círculos literarios para investigar lo que Dickens tenía en mente. Puede que incluso escribiera algo más antes de su muerte que no tuvo la oportunidad de entregar a su editor. Puede que esté guardado en algún cajón cerrado mientras su familia llora desconsolada y se pone de luto. Debo actuar con frialdad hasta que descubra al menos una pista de sus intenciones. Sí, sí. Hay que llevarlo con sigilo, no contar a nadie fuera de estas paredes nuestro plan.
—Nuestro plan —se hizo eco Osgood.
—Sí. ¡Encontraré un final para el misterio de Dickens!
Aquel día de junio Osgood pasó de llorar discretamente la muerte de Charles Dickens a entregarse en cuerpo y alma a poner en práctica sus planes. Le pidió a Rebecca que telegrafiara a John Forster, el albacea de Dickens, un importante mensaje: Urgente. Envíe todo lo que haya de Drood a Boston inmediatamente. Tenían ya los tres primeros episodios y necesitaban el cuarto, el quinto y aquel sexto episodio que los periódicos decían que estaba acabando cuando murió. Osgood ordenó al impresor que preparara inmediatamente la copia existente de El misterio de Edwin Drood con las páginas de adelanto que ya tenían. De esta manera, estarían listos para añadir lo que se pudiera averiguar del final y entrar en máquinas de inmediato.
Osgood también se ocupó durante la semana siguiente de ayudar a solucionar los detalles del viaje de Fields a Londres. El socio principal partiría tan pronto como pudiera resolver algunos asuntos inaplazables de la empresa.
No mucho después de la muerte de Dickens, el agente Carlton les transmitía la impactante noticia de la muerte de Daniel. Osgood le había mandado a los muelles a recoger aquellos tres últimos episodios que enviaban de Inglaterra en respuesta a su apremiante telegrama. Era una prueba más de la habilidad de Osgood para evitar que la emoción le paralizara.
El incomprensible accidente de Daniel Sand sumió el corazón de Osgood en una tristeza más íntima y desconocida que la que le había producido la muerte de Dickens. La pérdida del escritor era compartida con millones de personas de todo el mundo como golpe personal para todos los hogares y corazones. Las tiendas cerraron el día que se conoció la noticia, las banderas se pusieron a media asta. Pero ¿al pobre Daniel? ¿Quién le lloraría? Osgood, por supuesto, y, naturalmente, su hermana Rebecca, la asistente particular de Osgood. Por lo demás, sería una muerte invisible. Cuánto más real parecía, de alguna manera, que la apoteosis de Dickens.
Cuando murió Daniel, Osgood esperaba que Rebecca dejara de ir a trabajar durante unos días. Pero no lo hizo. Se mantuvo tan estoica como siempre y, vestida de crespón y muselina negros, no faltó ni un solo día de trabajo.
La policía dejó en manos de Osgood la tarea de comunicar a Rebecca la muerte de Daniel. Mientras se lo decía, ella se puso a ordenar sus cosas, como si quisiera estar ocupada y no tuviera tiempo de escucharle. Apretó los dientes para contener la lucha que tenía lugar tras su rostro imperturbable. Con los ojos cerrados, sus finos labios se quebraron y no tardó en perder la batalla y desmoronarse en su silla con la cabeza entre las manos.
—¿Hay algún pariente al que debería avisar? —preguntó Osgood—. ¿Sus padres?
Ella negó con la cabeza y aceptó el pañuelo que le ofrecía.
—Nadie. ¿Sufrió mucho Daniel?
Osgood hizo una pausa. No le había hablado de las sospechas de la policía sobre su consumo de opio, de las delatoras marcas de pinchazos en su brazo. En ese momento decidió no contárselo. El afecto que sentía por Rebecca era demasiado fuerte y los detalles de la muerte de Daniel demasiado dolorosos para describírselos. Ocultárselo sería una bendición para ambos.
—No creo que sufriera —dijo Osgood con cariño.
Ella levantó la mirada con los ojos enrojecidos.
—¿Me diría una cosa más, por favor, señor Osgood? ¿De dónde venía? —preguntó dedicándole toda su atención.
—Creemos que del puerto, ya que ocurrió en Dock Square. Tenía que recoger unos papeles en el muelle antes… antes del accidente.
Ella frunció los labios y los ojos se le humedecieron antes de que pudiera decir nada más. Aunque él no habría juzgado ninguna reacción por parte de ella, admiraba cómo Rebecca no había intentado ni hacer un despliegue de dolor, ni ocultarlo. Sin pensarlo, le tomó una de las manos y la sostuvo entre las suyas. Fue un gesto de autoridad y consuelo. Era la primera vez que tocaba a su asistente, ya que cualquier contacto físico entre hombres y mujeres estaba prohibido por las normas de la empresa. Le sujetó la mano hasta que pareció estar más tranquila, luego la soltó.
Al cabo de una semana ella siguió yendo a trabajar sin tomarse ningún tiempo libre y Osgood la invitó a pasar a su despacho, dejando la puerta abierta en nombre del decoro.
—Usted sabe que habríamos considerado aceptable que se tomara su tiempo para llorar la muerte de Daniel.
—Dejaré de llevar luto a la oficina si eso supone una distracción, señor Osgood —dijo ella—. Pero no dejaré de venir, si no le importa.
—Por mi alma, Rebecca… No se empeñe tanto en disimular su dolor —dijo Osgood.
Osgood sabía que el trabajo significaba para Rebecca mucho más que para la mayoría de las chicas. Algunas, que solicitaban el puesto con manifestaciones de entusiasmo, contaban los días que pasaban en sus escritorios hasta que lograran un hombre con el que casarse, a pesar de que, desde la guerra, las mujeres superaban con creces el número de hombres en la ciudad y la búsqueda de pretendientes podía ser prolongada. También sabía que a Rebecca le preocupaba mostrar debilidad ante Fields, incluso en aquellas circunstancias. La idea de que trabajaran en la oficina mujeres jóvenes era una cosa. Las mujeres divorciadas eran otra.
—Muy bien, señorita Sand. Respetaré sus deseos —dijo Osgood, tras lo cual ella regresó a las tareas que le esperaban en su mesa.
La disolución del matrimonio de Rebecca había sido la primera razón para que se trasladara del campo a la ciudad, acompañada de su hermano menor en funciones tanto de pupilo como de guardián. Osgood necesitó dos días y medio para convencer a Fields de lo impresionante y preparada que le había parecido en la primera reunión que tuvieron, aunque, después de ser contratada, Osgood nunca comentó a Rebecca aquella campaña privada. Él no veía su divorcio como un impedimento ni deseaba sugerir que lo fuera para nadie.
—Usted dice que aquí necesitamos empleados que estén dispuestos a luchar —le dijo Osgood a Fields en aquel momento—, y la señorita Sand ha tenido que soportar el peor trato imaginable para una joven.
Osgood pensó en la misión en el puerto que había confiado aquel día a Daniel. Debía dirigirse al barco de Londres, donde un mensajero le entregaría, sólo a él, las páginas del cuarto, quinto y sexto episodios de El misterio de Edwin Drood. Fields, Osgood & Co. iba a publicar por entregas la única edición autorizada de la novela en una de sus publicaciones periódicas, el Every Saturday. Los lectores podrían encontrar aquí en primer lugar los nuevos fragmentos de la novela, extraídos de las «páginas anticipadas que nos ha proporcionado el autor». Esto lo anunciaban orgullosamente en cada número, además del hecho de que su publicación era la única por la que Charles Dickens recibía algún tipo de compensación. Evidentemente, otras revistas, incluida Harper’s, no podían decir lo mismo; ni aparecerían hasta varias semanas más tarde.
Por este motivo, debido a esta competición, la misión encomendada a Daniel en el puerto se había mantenido en secreto. Mandar a un joven subalterno sería menos llamativo que mandar a un socio bien conocido como Osgood. Los piratas de otras editoriales merodearían por los muelles con la intención de interceptar manuscritos populares llegados de Inglaterra antes de que los recogiera su editor autorizado. Esta horda de forajidos se autodenominaban los «bucaneros[2]» y tenían nombres vulgares como Kitten, Melaza o Esquire. Ofrecían sus servicios a los editores de Nueva York y Filadelfia o a las empresas locales de Boston y el mismo Osgood había sido abordado por algunos de ellos a lo largo de los años, aunque él siempre se negó categóricamente a utilizar esos métodos.
Daniel sabía lo importante que era hacerse con los siguientes episodios y depositarlos en la caja fuerte de Fields, Osgood & Co. Por eso Osgood le había preguntado al oficial Carlton si se había encontrado algún papel en el cuerpo de Daniel. Y se quedó atónito al saber que no llevaba nada. ¿Habría sido Daniel abordado en la calle por uno de aquellos bucaneros con intención de quitarle los papeles?
Osgood desterró la idea de su cabeza tan pronto como se le ocurrió. En el mundo de la edición se conocían casos de algunas prácticas turbias en el arte de conseguir manuscritos (sobornos, robos, espionaje), pero sin llegar a ataques físicos, ¡y menos aún, ni siquiera por parte del más siniestro de los bucaneros, al asesinato! La copia de los últimos episodios perdida en el accidente de Daniel podía sustituirse desde Londres, no era eso lo que le quitaba el sueño a Osgood. Pero se resistía a admitir que la policía y el forense estuvieran en lo cierto respecto a su empleado y el opio. «Este chico era uno de los caídos», según ellos. ¿Habría abandonado a Osgood, a la empresa, a su propia hermana?
Unos días después Rebecca se detuvo ante la puerta del despacho de Osgood antes de acabar la jornada de trabajo. Seguía vestida de negro, incluso las pocas joyas que llevaba habían sido teñidas de negro como era costumbre, pero ya no llevaba el crespón sobre el vestido.
—Señor Osgood —le dijo. El pelo negro se le escapaba del bonete. Al arreglárselo, una cicatriz irregular ya antigua quedó ala vista detrás de la oreja derecha—. Tengo que darle las gracias —dijo con un gesto de complicidad.
Osgood, sorprendido con la guardia baja, asintió y le devolvió la sonrisa. Hasta que ella se fue no cayó en la cuenta de que no sabía por qué le había dado las gracias. ¿Se refería a algún asunto de negocios que hubiera surgido a lo largo del día, por haberle dado un puesto de trabajo a Daniel años antes, por haberle cogido la mano cuando se echó a llorar, a pesar de que era saltarse las normas? Claro que ya era demasiado tarde para preguntárselo. No podía pararla a la mañana siguiente y, por ejemplo, después de darle las instrucciones para las cartas y memorandos del día, preguntarle tranquilamente: Oh, ¿y por qué quería darme las gracias ayer, querida? Osgood se estaba tirando de los pelos por haber sido tan lento de reacción cuando apareció por la puerta un rostro menos bienvenido.
—Ah, señor Osgood, ¿todavía aquí? ¿Esta noche no tiene ninguna cena opulenta con los círculos literarios? —se trataba de Montague Midges, el director de tirada de sus revistas, el Atlantic Monthly y el Every Saturday. Era un hombrecillo melifluo e incorregiblemente charlatán, pero eficiente. Su cometido era facilitar las últimas cifras de contabilidad para el Atlantic—. Veo que la inquebrantable señorita Sand sigue de luto —añadió con una mirada de soslayo en dirección a la puerta.
—¿Midges?
—Su chica asistente —así era como Midges llamaba a las asistentes de la empresa—. Ah, no voy a llorar cuando la señorita Virtud Intachable vuelva a guardar las galas de luto en el cajón. El negro hace que sus tobillos parezcan más anchos, ¿no le parece?
—Señor Midges, preferiría…
Midges se puso a silbar, como solía hacer en medio de la frase de otra persona.
—Supongo que en Boston y sin su hermano se vendrá abajo, pobre desgraciada. Diez contra uno a que ahora se arrepiente de haberle dado la patada a su marido. ¡Buenas noches, señor!
Al escuchar aquello Osgood se levantó de la silla, pero sabía que si defendía a Rebecca y lo oían las otras contables de la oficina, los rumores se dispararían. Sólo serviría para empeorar las cosas en un mal momento para ella. Osgood se volvió a sentar preguntándose si Midges habría percibido la situación de Rebecca mejor que él. Las palmas de las manos le empezaron a sudar. ¿La pérdida de Daniel para Rebecca supondría la pérdida de Rebecca para Osgood?
Rebecca no quería trasladarse a otra habitación, pero su patrona insistió. Desaparecido Daniel, tendría que llevar sus pertenencias a una más pequeña en lo más alto de las estrechas escaleras de la pensión de segunda clase por la que pagaría un dólar más al mes.
Rebecca no discutió; no se habría atrevido. Muchas pensiones no aceptaban a mujeres solas que no vivieran con familiares, sobre todo a mujeres divorciadas, o les cobraban tarifas mucho más altas que a los hombres. Las casas que aceptaban a demasiadas costureras de las fábricas temían ser tomadas por burdeles y las patronas siempre preferían parejas de recién casados y oficinistas masculinos si podían elegir. La patrona de Rebecca, la señora Lepsin, dejó claro que la había aceptado sobre todo por dos razones: porque no era una irlandesa holgazana y porque compartiría la habitación con su hermano. Ahora, aunque seguía sin ser irlandesa, la otra razón había desaparecido y resultaba evidente que Lepsin preferiría que Rebecca se fuera de su casa.
Rebecca recogió su ropa y sus pertenencias a la luz de una miserable vela. En la habitación no había armarios, de manera que algunas de sus ropas ya estaban dobladas y las demás colgaban de unos clavos roñosos en la pared. Mientras recogía se comió un pequeño bizcocho de chocolate que guardaba junto a dos barritas de menta rojas y blancas en una caja de guantes para lo que ella llamaba emergencias. Como cuando tenía hambre antes de acostarse, tras una cena de verduras frías y arroz con leche aguado en la mesa atestada del comedor. O cuando de repente tenía que desmantelar la propia habitación en cuestión de horas, ¡o quedarse en la calle!
Los cinco dólares de alquiler mensual por la pequeña habitación eran más de lo que Rebecca podría pagar sin la ayuda de Daniel, por mucho que lograra reducir sus gastos. Contando con los ahorros, podría pagar dos meses más. Si los socios de la editorial conseguían llevar a buen fin sus planes para vencer a los piratas y obtener los beneficios que se merecían por El misterio de Edwin Drood, todos esperaban que incrementaran los salarios de las contables en setenta y cinco centavos. Si triunfaban los piratas, los problemas financieros de las dependencias traseras de la oficina se agravarían; era posible que les bajaran veinticinco centavos el salario. El aumento de sueldo se había dado por hecho antes de la muerte de Dickens, pero ahora esa subida, y las esperanzas de Rebecca de permanecer en la ciudad, estaban en el aire.
Cuando Rebecca vivía en el campo con su marido el carpintero, los ingresos de éste eran suficientes para satisfacer las necesidades de un hogar confortable con una habitación de más para el joven Daniel. El chico se había trasladado a vivir con Ambrose y con ella a la muerte de su madre.
Luego llegó la guerra y Ambrose se alistó en el Ejército. En la salvaje batalla de Stones River, Ambrose fue hecho prisionero por los confederados y encarcelado en Danville. Cuando regresó, dos años más tarde, no era más que su esqueleto, débil y consumido. Le había empeorado el carácter; la golpeaba en la cabeza y los brazos con frecuencia, y pegaba a Daniel cada vez que intervenía. La rueda de palizas y represalias se convirtió en un patrón de conducta que parecía ser lo único que mantenía a Ambrose con vida. Rebecca hizo lo que pudo para sacar a Ambrose de aquella violencia, pero cuando comprobó que era imposible protegerse a sí misma y a su hermano reunió valor para abandonarle. Sé llevó a Daniel a Boston, donde había oído que se ofrecían nuevas oportunidades de trabajos para mujeres en las oficinas, en lo que los periódicos calificaban de economía de posguerra.
De eso habían pasado ya más de tres años. Cuando pudo permitirse pagar las costas y tras un largo proceso en los tribunales, logró divorciarse de su marido. Ambrose, una vez que se lo hubo notificado un abogado rural, no puso objeciones, notificando sin embargo en una carta al juez de Boston que, de todas maneras, el cuerpo excesivamente delgado de Rebecca se había negado a darle hijos y que el entrometido de su hermano era insoportable.
Según las leyes de Massachusetts, tenían que pasar dos años antes de que el divorcio fuera efectivo y pudiera casarse otra vez. Hasta entonces le estaba legalmente prohibido establecer cualquier tipo de relación romántica con un hombre. Durante ese período de espera, del que todavía quedaba un año, cualquier violación, real o aparente, de la ley anularía de inmediato el divorcio y no se le permitiría casarse otra vez.
Volver a convertirse en esposa no era lo que más le preocupaba mientras se preparaba para cambiarse a la habitación de arriba. Las demás asistentes podían hablar lo que quisieran de casarse y del lugar en el que conocerían a su mítico futuro marido y de que la última revista de señoras aseguraba que afeitarse la cabeza por completo proporcionaba un cabello más lustroso cuando volviera a salir. Todo aquello no iba con ella. A pesar de todo, Rebecca sentía que era una privilegiada en su situación actual. Había conocido el matrimonio y no le había dado más que disgustos. Su puesto en la empresa era otra cosa. Bien es verdad que tanto ella como sus compañeras de la oficina eran «asistentes», ni siquiera administrativas, y cobraban una cuarta parte de lo que cobraban la mayoría de los hombres que trabajaban en Fields, Osgood & Co., lo mismo que en todas las demás empresas. Pero disfrutaba de su trabajo y éste la mantenía en una ciudad llena de mujeres jóvenes dispuestas a arrebatarle tanto su puesto como su habitación. Por eso, y por la confianza que había demostrado Osgood en su capacidad para cuidar de sí misma, le había dado las gracias espontáneamente antes de irse de la oficina.
Podía parecer algo extraño sentirse aliviada al cambiar un hogar y un marido por una exigua habitación de pensión y un trabajo de oficina de jornada completa, pero así lo sentía. Recordó las palabras de la señora Gamp, el parlanchín personaje de Dickens: «Es poco lo que necesita, y no tiene ni ese poco». Lo poco que necesitaba Rebecca sí lo tenía.
En especial libros. Cuando vivía de pequeña en la granja de su familia, los libros eran su compañía, alimentaban su mente. Se habían quedado con la biblioteca de un anciano que vivía a unas puertas de su casa y había muerto sin familia. Ella permanecía despierta hasta tarde viviendo a la luz de una vela las aventuras de Robinson Crusoe y el doctor Frankenstein, Jane Eyre y Oliver Twist. Al vivir en la ciudad le sorprendió que los bostonianos fueran muy críticos y exigentes con sus lecturas, ya que nunca se le había ocurrido que se pudieran juzgar los libros en vez de devorarlos. Pensó que al trabajar en una editorial tal vez aprendería a tener una visión más selectiva de los méritos morales y literarios de los libros. Y si la llamaban tenedora de libros el resto de sus días, ¿qué tendría que objetar?
Cuando le tocó recoger la parte de Daniel del cuarto empezó a sentirse exhausta. Se quedó sin energía. Antes de que se mudaran a Boston Daniel solía hablar de que pensaba embarcarse como marinero. Cuando Rebecca huyó de Ambrose y pidió el divorcio, Daniel no volvió a hablar de aquellos sueños de marinería, nunca lo utilizó como excusa para abandonarla después de que dejara a su marido. Pero, sin alboroto, había empezado a construir maquetas de barcos dentro de pequeñas botellas de cristal. A veces a ella le gustaba observarle mientras trabajaba con pericia y pensaba en que un día, en el futuro, le animaría a hacer un viaje de dos años como marinero de un barco mercante. Por fin podría salir de aquella vida embotellada. Ahora envolvía delicadamente aquellos objetos con cuidado de que ninguna lágrima salpicara el cristal.
Una parte de ella intentaba fingir que Daniel no había muerto, que simplemente se encontraba a bordo de aquel barco viviendo una aventura comercial en un lejano viaje a Oriente o África. Cerraba los ojos y los volvía a abrir dentro de las asombrosas creaciones de su hermano, se veía a sí misma en los barcos, dentro de las botellas, viviendo los sueños del chico. Un pensamiento poco común para una mujer joven cuya vida estaba en aquel momento marcada por la supervivencia y el aislamiento, el sueño opuesto al de todas las demás chicas que conocía, con sus cintas en el pelo y plumas en los sombreros.
Nada más llegar los hermanos Sand a Boston, Daniel se había hecho amigo de un primo lejano, un chico mayor indolente e hipócrita. Daniel y su primo bebían juntos y acabó por convertirse en un problema de embriaguez crónica. Ella sola se ocupó de cuidarle a lo largo de este período y cuando Daniel, con catorce años, juró que había acabado con aquel vicio, le creyó sin reservas y le llevó a Fields, Osgood & Co. para buscarle un trabajo como aprendiz.
Fue en lo primero que pensó cuando Osgood le comunicó el accidente de Daniel. ¿Habría vuelto a su viejo estado de embriaguez reiterada? ¿Venía de una de las tabernas destartaladas que salpicaban los muelles? Luego pensó un rato y se dijo… Imposible. ¡Era imposible! Ella lo habría sabido. Había pasado antes por ello. Conocía todas las señales… Lo habría sabido.
Aquel mismo día, antes de su muerte, le había visto trabajando con pulso firme en la concienzuda disposición de las troneras con los diminutos alicates dentro del gollete de la botella. Ésa era la ocupación de alguien muy sobrio.
La tarde siguiente J. T. Fields se presentó en el despacho de Osgood para hablar con él. Había estado leyendo los últimos capítulos de El misterio de Edwin Drood que les habían vuelto a mandar de Londres. Fields agarró a Osgood del brazo y le condujo escaleras abajo.
Sentados en el comedor de empleados de la empresa, Osgood leyó el recién llegado paquete de páginas y escuchó las ideas de su socio. Fields comió lengua estofada y una ensalada, limpiándose la barbilla cada vez que paraba para hablar.
—Una historia misteriosa y fascinante. Resulta que ese joven, Edwin Drood, desaparece y su tío John Jasper es sospechoso no sólo de haberle hecho algo inconfesable, sino también de desear a la joven prometida de Drood. Y entonces se pone en marcha una investigación conducida por un misterioso recién llegado llamado Dick Datchery. Pero con las páginas que tenemos no podemos saber cómo iba a reaparecer Edwin Drood y a ejecutar su venganza.
—¿Reaparecer? —preguntó Osgood.
Fields levantó una mano mientras tragaba otro bocado de lengua.
—Sí. Vaya, ¿no creerá que Charles Dickens dejaría al joven inocente en el olvido? Yo creo que ese tal Datchery lo encontrará y lo rescatará de cualquier destino que Jasper le hubiera preparado.
—A mí me resulta evidente que Edwin Drood ha muerto, señor Fields. El misterio pasará a consistir, no tanto en cómo Dick Datchery desenmascara la maldad de John Jasper, sino cómo Grewgious, Tartar y los demás personajes del libro hacen justicia por los actos perpetrados contra el joven Drood.
—¿De verdad? —exclamó Fields, nada convencido—. Bueno, lo volveré a leer todo a ver qué me parece.
Los siguientes días Osgood continuó con su rutina por los despachos, pero estaba distraído pensando en el pobre Daniel. Un recuerdo en particular regresaba una y otra vez a su memoria, el momento en que Daniel fue ascendido de aprendiz a oficinista. Osgood había llevado a Daniel a su propio sastre para que le hiciera su primer traje en condiciones… y Daniel había insistido en que fuera exactamente igual que el de Osgood.
—Puede que cueste más de lo que deberías gastar —le dijo Osgood—. Yo no llevaba un tejido de esta calidad cuando empecé a trabajar.
—Seguramente podré permitírmelo algún día. ¿Tal vez si sigo en la empresa y trabajo sin descanso? —preguntó Daniel.
—Yo diría que sí —contestó Osgood reprimiendo la sonrisa que suscitaban sus grandes planes.
—Entonces lo voy a comprar ya, en vez de tener que hacerme uno mejor dentro de un tiempo.
—¿Cómo se encuentra con él, joven señor? —preguntó el sastre.
—¡Me siento una pulgada más alto, señor!
Osgood rió la ocurrencia del espigado joven, que ya era más alto que él.
—Tal vez cuando te lo ajusten bien te sientas como un gigante.
Se ofreció a prestarle a Daniel el dinero para el traje, pero él estaba orgulloso de poder pagarlo con el dinero que había ahorrado con gran esfuerzo y todavía más orgulloso del traje en sí. Cuando llegó el verano Daniel seguía sin tener más que aquel mismo traje grueso de lana y no tenía dinero para comprar otro de sarga o franela. Pero nunca se quejó y sólo se quitaba la chaqueta cuando tenía que llevar las cajas de libros más pesadas al sótano para ser embaladas. Tenía a mano un suministro de pañuelos de algodón baratos que utilizaba para enjugarse la frente. Al final, la tensión del exceso de uso debilitó las costuras de los hombros y un par de veces a la semana en la pensión Rebecca las arreglaba lo mejor que podía.