La violación, el asesinato, la guerra y el genocidio son problemas implacables ante los que hay que desplegar más energía que en grandes catástrofes tales como los terremotos más devastadores. ¿Qué estamos haciendo al respecto? La mayoría de nosotros desearía que desaparecieran.[30]
Por ejemplo, en Estados Unidos está muy extendida la violación, en parte debido a la falta de colaboración entre nuestro sistema judicial y las víctimas.[31] Muchos tribunales no consiguen identificar, asignar o admitir los derechos de las víctimas.[32] En cambio, tienen tendencia a proteger a los acusados. El 55 por ciento de los sospechosos de violación son liberados sin cargos, normalmente el mismo día de su detención.[33] La abogada Elizabeth J. Swansey explica:
«En la mayoría de los estados, las víctimas [de violación] no reciben siquiera la información básica sobre algunos acontecimientos, como puede ser el propio juicio. No se les consulta antes de los acuerdos tácitos entre el fiscal y el defensor. No se les informa sobre las sentencias. No se les avisa de la celebración de vistas públicas o de la liberación de los delincuentes. No pueden describir hasta qué punto esa experiencia ha cambiado sus vidas. A muchas ni siquiera se les permite asistir al juicio. A fin de cuentas, las víctimas no pueden ejercer sus derechos constitucionales durante el proceso judicial».[34]
Aun así, si las víctimas de violación no se toman la molestia de colaborar con las demás mujeres en contra de los violadores, éstos seguirán en libertad y con la posibilidad de violar a otras mujeres, a veces incluso a la misma mujer. Es más, un sistema judicial que no se vuelca en las víctimas debido en parte a la propia ambivalencia de las mismas, no sólo da alas a los violadores para que vuelvan a delinquir sino que hace que estos personajes sean invisibles para el sistema judicial. Es cierto que menos de una de cada cuatro mujeres que denunciaron una violación a mediados de los años noventa consiguió sacar de la circulación a su violador (durante 7,25 años, por término medio; véase el capítulo 4), pero el hecho de que un violador esté en la cárcel evita que otras mujeres se conviertan en víctimas.[35] Entre 1980 y 1991, en el conjunto del país, el aumento del 300 por ciento de la población reclusa se correspondió con una disminución del 30 por ciento de la tasa de víctimas.[36] Las víctimas que presentan batalla legal manifiestan un alto grado de colaboración, a pesar del sistema judicial e incluso de los consejeros en caso de violación, que no siempre están a la altura de las circunstancias.[37]
¿Qué puede decirse del enorme problema que plantea el asesinato en Estados Unidos? Es un país en el que la ley no exige a la policía que proteja a las personas (la tarea de la policía es detener a los delincuentes, pero no proteger a cualquier víctima potencial de una agresión violenta o mortal) y en el que sólo ingresan en prisión cuatro delincuentes por cada cien actos violentos cometidos.[38]
El único control que se ejerce sobre las tasas de asesinatos es el realizado por los grupos de personas. En la actualidad, la mayoría de los grupos sociales castigan de forma mortífera el asesinato, para evitar que se cometan nuevos casos, como ha ocurrido antaño. En el pasado, sólo tres comunidades —los cabag (América del Sur), los thai y los dogon (Africa occidental)— no recurrían a la pena capital. Ésta ha sido la venganza que todas las demás culturas han impuesto a los asesinos.[39] Los estudiosos de la «ley natural» le llaman ley del talión o castigo comparable. La definición más conocida de la lex talionis aparece en el Éxodo: «Es vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida y latigazo por latigazo». La mayoría de la gente considera que esta fórmula es la esencia misma de la justicia.
Cualquier estrategia eficaz para impedir el asesinato o cualquier otro delito requiere, por lo menos (como en el caso de la guerra), que la gente esté dispuesta a contemplar la venganza «equitativa» —contundente y rápida— independientemente de su coste. Sin embargo, en la actualidad resulta peligroso.[40] ¿Recuerda al comité de ejecutores !kung descrito en el capítulo 5? Para eludir ese problema, los pueblos civilizados han delegado esa arriesgada tarea a sus gobiernos. No es mala idea, en teoría, aun cuando cueste unos 100.000 millones de dólares anuales a los contribuyentes.[41] Sin embargo, en la práctica, el sistema judicial estadounidense, cuya finalidad es proteger al inocente, está estrechamente vinculado a la enorme industria legal compuesta por el 70 por ciento de los abogados del mundo y volcada a proteger al culpable, por unos honorarios de unos 200.000 millones de dólares.[42] En conjunto, han robado la equidad a las víctimas de delitos en Estados Unidos.
¿Cuál es el resultado? El último informe anual publicado (a mediados de los años noventa) indicaba que en Estados Unidos se habían cometido 42.361.840 delitos (se procedió a una detención en uno de cada tres delitos).[43] En 1991, la probabilidad de que un muchacho norteamericano de doce años fuese objeto de un delito con violencia en algún momento de su vida había alcanzado ya el 83 por ciento.[44] Las tres cuartas partes de los delitos graves se deben a delincuentes profesionales y un tercio de ellos, al ser detenidos, ya tenían otras causas abiertas por alguno de los 187 delitos que cada uno de ellos comete anualmente por término medio.[45] De los 4,3 millones de personas condenadas por delitos en 1994, sólo el 26 por ciento estaba en la cárcel.[46]
¿Les quiero aguar la fiesta a los abogados? Tal vez, pero no sin razón. Por ejemplo, el abogado Ray G. Clark hizo el siguiente comentario cuando el tribunal condenó a su cliente, Richard Ramírez, el «obseso de la noche», autor de 43 delitos de violación con asesinato, de un sadismo y una brutalidad poco comunes: «Estoy decepcionado. Creí que habíamos introducido una duda razonable. […] Ni siquiera lo habría salvado haber matado a Hitler».[47] Clark admitió que no sabía si Ramírez era o no inocente. «Nunca se lo pregunté», dijo.
¿En qué lado de la mesa habría que sentar a Clark?, ¿con los que hacen trampas o con los que colaboran?
Volviendo al hilo de la cuestión, ser sentenciado a reclusión en una cárcel estadounidense puede ser una auténtica molestia, pero ha dejado de ser un castigo.[48] Las cárceles de este país se han convertido en «universidades del delito», en las que los delincuentes están bien alimentados y disponen de buenos servicios, compañeros, instalaciones deportivas, radio, televisión en color, posibilidad de conversar con cualquiera, privilegios telefónicos y muchas otras ventajas de la vida moderna, incluidos los derechos de visita conyugal y de interponer una demanda por falta de confort o por el hecho de no recibir postre en las comidas. (Algunos reclusos pueden armar un escándalo incluso por no recibir las últimas ediciones de los textos legales.) Algunos prisioneros consiguen permiso de salida temporal de la cárcel durante el que pueden encontrarse con sus víctimas. Mientras tanto, se enseñan unos a otros las últimas técnicas de cómo desarmar a un policía.
Anthony Robbins, un experto en cambios de comportamiento, explica que, como los delincuentes convictos no sufren penalidades durante su reclusión y, por tanto, no asocian penalidad a comportamiento delictivo, sus sentencias no consiguen modificar sus comportamientos una vez en libertad. Según Robbins, la demostración más notoria la aportan las prisiones francesas, que siguen teniendo pequeñas celdas oscuras, aisladas del mundo exterior y sin ningún tipo de comodidades. En los años ochenta, el gobierno francés sólo dedicó unos 200 dólares anuales por recluso. La tasa de reincidencia de los reclusos franceses es del 1 por ciento. En cambio, Estados Unidos invierte unos 19.000 dólares anuales por recluso y se perpetúa una tasa de reincidencia de pesadilla, del 82 por ciento. Algunas cárceles estadounidenses son tan agradables que muchos antiguos reclusos (en California) han cometido algún delito brutal para poder volver a prisión.
En Crime and Human Nature, James Q. Wilson y Richard J. Herrnstein sostienen:
«Todos los factores que intervienen en un delito —el estado de la economía, la competencia de la policía, la historia familiar, la disponibilidad de drogas que crean adicción, la calidad del sistema educativo— tienen que incidir en el comportamiento de los individuos si afectan a la comisión de delitos. […] El comportamiento viene determinado por sus consecuencias; una persona hará aquello cuyas consecuencias considere que son preferibles a las consecuencias de aquello otro. […] Los castigos que impone el sistema judicial constituyen una parte esencial de las causas de que se produzca un comportamiento delictivo».[49]
Como ya se mencionó en el capítulo 5, las tasas de asesinatos en Estados Unidos han disminuido un tercio en los años noventa, lo que significa que, cada año, más de siete mil personas —un número equivalente a una pequeña ciudad— siguen con vida en lugar de haber sido asesinadas. ¿Por qué?
El análisis de las tasas de asesinatos en diversas regiones en función de los cambios habidos, o de su ausencia, en la economía local, las dotaciones policiales, los programas de prevención, la sentencias judiciales y el uso y la venta de drogas ilegales pone de manifiesto la existencia de grandes diferencias.[50] Sin embargo, en su mayor parte, dichos cambios son contradictorios entre sí o no permiten sacar conclusiones definitivas. En primer lugar, fijémonos en los cambios económicos o en la ausencia de cambios. En la ciudad de Nueva York la tasa de asesinatos disminuyó un 66 por ciento en el periodo 1990-1996, pero la tasa de paro se mantuvo en la respetable cifra del 9 por ciento, muy por encima del 4,3 por ciento del conjunto del país. (Cabe señalar que así como los robos suelen disminuir cuando mejora la economía, no sucede lo mismo con los asesinatos.) Un indicador más preciso lo constituyen los programas de prevención (actividades después del horario escolar y control de los barrios), pues se considera que influyen favorablemente, aunque con resultados limitados, en la disminución del número de asesinatos.
Un aumento del número de policías y una mejor formación de éstos han contribuido a mejorar la situación en algunas ciudades. Por ejemplo, las ciudades de Nueva York y Nueva Orleans atribuyen su disminución del 49 por ciento [1993-1996] y el 37 por ciento en el número de asesinatos a unos agentes de policía más diligentes, enérgicos y honestos. Mientras tanto, la horrorosa tasa de asesinatos de Washington D.C. también disminuyó, a pesar de una mala política sectorial, y la tasa de Nashville aumentó un 55 por ciento, a pesar de un aumento del 16 por ciento en el número de efectivos.
El extraordinario crecimiento del sistema penitenciario en Estados Unidos parece estar correlacionado con una disminución del número de delitos. En 1998, en este país había 1500 cárceles y 3000 prisiones; era el sistema penitenciario mayor del mundo, y tal vez el más agradable. A mediados de 1997, la población reclusa alcanzaba la sorprendente cifra de 1.725.842, en su mayoría por delitos relacionados con la droga. El incremento del tiempo de reclusión ha hecho disminuir las tasas de asesinatos en muchas zonas, aunque no en todas. Por ejemplo, en Salt Lake City, junto a un aumento del 19 por ciento de la población reclusa, se ha observado un aumento de la tasa de criminalidad.
¿Qué significa todo esto? Seguramente la acción conjunta de todos estos procesos puede hacer disminuir las tasas de asesinatos. Sin embargo, más allá de estas medidas, existen otros dos procesos externos, directamente vinculados a la disminución del número de homicidios. En el capítulo 5 ya mencionamos al primero de ellos: en la actualidad, varios cientos de miles de personas llevan armas legalmente para protegerse y, en los sitios donde es así, desciende el número de asesinatos y violaciones.
El segundo proceso consiste en la disminución y los cambios en el comercio ilegal de cocaína en las ciudades. A finales de los años ochenta, este comercio «generó una reacción incendiaria en cadena» de menores, consumidores y vendedores, que llevaban y utilizaban armas para matar y defenderse en el mercado de la droga. Desgraciadamente, también las utilizaban para matarse entre sí, en disputas de todo tipo, sobre cualquier otro asunto. El negocio de la cocaína, cuyos vendedores llevaban armas para defenderse de cualquier otra persona, ha desaparecido prácticamente de las calles y se ha trasladado a locales clandestinos, o la venta se hace por teléfono. La disminución del número de asesinatos relacionados con las drogas es tan impresionante que el periodista Gordon Witkins ha llegado a escribir: «Casi la totalidad de la oleada de delitos con violencia de finales de los ochenta y principios de los noventa puede atribuirse a jóvenes portadores de armas».
Ésta es la buena noticia. La mala es que la dinámica asesina de los adultos, especialmente en aquellos estados que no permiten el uso legal de armas, se mantiene más o menos al mismo nivel que antes.
Volviendo a la astronómica población reclusa de Estados Unidos, se observa que, por término medio, cada día mueren por asesinato 14 personas, 48 mujeres son violadas y 578 personas son víctimas de un robo, todas ellas por delincuentes condenados que están en libertad condicional.[51] Por tanto, no cabe sorprenderse de que, en 1996, sólo el 19 por ciento de los norteamericanos manifestasen una gran confianza hacia el sistema judicial.[52] Un número sorprendente, incluido el 90,2 por ciento de los estudiantes de último curso de secundaria y la gran mayoría de los adultos, admitió temer por su vida en razón de los asesinatos y la violencia. El 85 por ciento de los norteamericanos (y el 86 por ciento de las víctimas de delitos) considera que los delincuentes no reciben un castigo suficiente.[53] Cuando se les pregunta si el gobierno tendría que desplegar un mayor esfuerzo en la reinserción o el castigo de los delincuentes violentos, el 24 por ciento se decantó por la reinserción y el 67 por ciento por el castigo.[54] Sin embargo, una mayoría opina que la lex talionis es una respuesta justa a la violencia.
En 1997, el 75 por ciento de los norteamericanos estaba a favor de la pena de muerte por el delito de asesinato (una cifra que casi duplicaba la de 30 años antes); la otra alternativa era la cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional.[55] Los jefes de policía respaldaban la pena de muerte casi unánimemente, en un 92 por ciento. El 60 por ciento de los norteamericanos mostraba su acuerdo con la aplicación de la pena de muerte en el caso de que los asesinos fuesen adolescentes. La pregunta más reveladora planteada por los encuestadores fue la siguiente: «Algunos expertos consideran que una de cada cien personas condenadas a muerte eran inocentes. Si esa estimación fuese correcta, ¿seguiría estando de acuerdo en aplicar la pena de muerte al condenado por asesinato?». El 74 por ciento de las respuestas fue afirmativo; seguirían apoyando la pena de muerte. El 20 por ciento respondió negativamente.
Un sondeo de 1997 sobre familiares de víctimas de asesinato nos da una idea más precisa del papel de la sociedad a la hora de castigar a los asesinos.[56] Algunos de los supervivientes habían recibido heridas de distinta consideración. Otros no estaban presentes cuando se produjo el asesinato. Al ser entrevistados, algunos de los supervivientes de los distintos asesinatos declararon con convicción que la ejecución por parte del estado era un castigo demasiado fácil y demasiado pequeño como respuesta a un crimen tan espantoso como el que había cometido el asesino.
Sin embargo, disponer de la pena capital en la legislación vigente y utilizarla son dos cosas distintas. También son distintas las repercusiones de ambos supuestos en la lucha contra el asesinato. El 30 de abril de 1996, 3122 presos se encontraban en corredores de la muerte (el 98,6 por ciento, hombres), todos ellos convictos de asesinatos. La mayoría de ellos no serán ejecutados.[57] Entre 1977 y 1996, en Estados Unidos sólo se ejecutó a una persona cada mes (la cifra ascendió a cuatro por mes en 1996). Mientras tanto, cada mes se cometen cerca de 2000 asesinatos. ¿Ejecutar a uno de cada mil o dos mil asesinos evita que se cometan más asesinatos? Posiblemente no. En cambio, transmite el mensaje de que asesinar es una apuesta razonablemente buena.
¿Cómo podría Estados Unidos contrarrestar estas cifras de asesinatos y otros delitos con violencia si no es colaborando para que se administre una justicia basada en la lex talionis? Muchos expertos coinciden en que la mejor prevención consiste en enseñar a nuestros hijos a respetar a los demás en tanto que individuos que poseen todos los derechos sobre su propia persona. Es una actitud en consonancia con todo lo que sabemos acerca de la transmisión cultural de los valores (véase el capítulo 3). Freda Alder, por ejemplo, descubrió que el factor más frecuente que hace disminuir el número de delitos de baja intensidad era «alguna forma de intenso control social, exterior y al margen del sistema judicial […] para transmitir y mantener los valores. […] El más importante de estos sistemas de control social es la familia».[58]
De forma análoga, en 1996, la primera causa de violencia en la escuela citada por los norteamericanos (24 por ciento) era la falta de disciplina y de control en las familias.[59] Por desgracia, en 1991, sólo la mitad de los niños norteamericanos de menos de 18 años vivía en hogares con sus dos progenitores (sólo el 25,6 por ciento en el caso de los niños negros).[60] Está claro que la educación de los padres es un factor decisivo.
Los mismos procesos pueden poner freno a la violencia a mayor escala, aunque no tan fácilmente. Como ya se vio en los dos capítulos anteriores, el mundo está echándose a perder por culpa de pequeñas guerras y crueles actos de terrorismo. Se han perpetrado miles de actos de terrorismo. Algunos nos ofrecen lecciones inequívocas sobre cuáles podrían ser las respuestas. Nos fijaremos en dos de ellas.
En primer lugar, el 27 de junio de 1976 los terroristas del Frente Popular para la Liberación de Palestina secuestraron el vuelo 139 de Air France que había despegado de Atenas. Repostaron en Libia y aterrizaron en Entebbe, en Uganda. Mantuvieron como rehenes a 105 pasajeros israelíes en el aeropuerto, con el consentimiento de Idi Amin Dada y pretendían intercambiarlos por una larga lista de palestinos juzgados por terrorismo y encarcelados en Israel.
Los israelíes prepararon un equipo de comandos, que construyó un modelo a escala reducida del aeropuerto de Entebbe para planificar, probar, practicar y perfeccionar un plan de rescate muy complejo. Cuando consiguieron reducir el ensayo a 55 minutos, embarcaron a los hombres, los vehículos y el material en cuatro inmensos Hércules, que recorrieron los 4000 kilómetros sin ser detectados por ningún radar. Junto a ellos volaban dos Boeing 707; uno servía de puesto de mando y de telecomunicaciones y el otro de hospital móvil.[61]
El teniente coronel Yonni Netanyahu condujo la Operación Rayo en tierra. Un minuto después de la medianoche del 4 de julio, el equipo de Netanyahu se enfrentó al ejército de Uganda y a los diez terroristas islámicos y alemanes. Tras 53 minutos de enfrentamiento, los cuatro Hércules levantaron el vuelo desde el aeropuerto de Uganda. Con ellos viajaban todos los soldados israelíes, así como 103 rehenes vivos de los 105 capturados. (Uno murió en la refriega; otro se encontraba en el hospital de Kampala y moriría poco después.) El comando mató a unas cuatro docenas de soldados ugandeses de Amin y a siete de los diez terroristas. Hicieron prisioneros a los otros tres. Murió uno de los miembros del comando israelí: el propio coronel Netanyahu.
En segundo lugar, la respuesta de Estados Unidos a los bombardeos de las embajadas norteamericanas de Kenia y Tanzania ordenado por Osama bin Laden en 1998, ya mencionada en el capítulo 7, fue bastante distinta.[62] Estados Unidos lanzó dos ataques de represalia con misiles de crucero Tomahawk dirigidos por control remoto, cada uno de ellos con una cabeza no nuclear de 400 kilogramos. Unos 70 misiles impactaron sobre los campos de entrenamiento terroristas de Bin Laden al sur de Kabul, Afganistán. Otros seis cayeron sobre una instalación química en Jartum, Sudán, en la que presuntamente se fabricaban sustancias químicas para la obtención del mortífero gas nervioso VX. Ambos ataques alcanzaron sus objetivos, pero Bin Laden salió ileso.
No existe una única política o estrategia pública que permita crear una protección o inmunidad completa ante los ataques terroristas. Sin embargo, en todas las formas de guerra, la mayor inmunidad posible se fundamenta en los individuos de un grupo social que mantienen una voluntad firme y deciden rápidamente poner en marcha unas represalias decisivas y masivas contra cualquier incidente terrorista. Negociar con los terroristas no es sino una invitación a que se cometan más ataques terroristas en el futuro.