Para entender qué quiero decir, bastará imaginar que todos somos pastores que utilizamos los mismos pastos. Nuestros «pastos comunes» no son los pastos protegidos y cuidados de la vieja Inglaterra sino el pasto libre, a disposición de todos.[3] Tenemos tantos animales pastando libremente en ese territorio como es posible. Está saturado y su capacidad está aprovechada al máximo. Si se añade una cabeza de ganado más, se romperá el delicado equilibrio entre territorio y forraje y se empezarán a estropear los pastos comunes como consecuencia de la sobreexplotación y la erosión, lo cual no favorecerá a nadie. Cada día tenemos que afrontar este tipo de decisiones: ¿continuamos poniendo en los pastos comunes el número habitual de cabezas o añadimos una más?
El beneficio que obtiene cualquiera que añade una más se reduce a una vaca o una oveja, pero el coste para este mismo individuo sólo es una pequeña fracción del deterioro global de los pastos comunes que provoca su animal. La mayor parte de ese coste lo pagamos los demás. Entonces, ¿qué hay que hacer? En su artículo ya clásico «The Tragedy of the Commons», Garrett Hardin explica el problema. La opción egoísta, pero lógica a corto plazo, consiste en añadir un animal. Lo mejor, además, es hacerlo en secreto. Hay que hacer trampa, pero de forma muy moderada y silenciosa. En definitiva, el impacto es muy pequeño. La opción cooperativa e inteligente consiste en mantener el tamaño del rebaño por debajo de aquel que provoca dificultades al conjunto de los pastos y a los animales. Esta última opción garantiza la continuidad de los pastos comunes y, con ellos, la continuidad de nuestras vidas.
¿Cómo actuamos en general? Añadimos un animal más. Y otro, y otro, hasta que los pastos comunes se transforman en un desierto.
La Tierra equivale a nuestros pastos comunes y, por mucho que podamos quedar atrapados en una discusión sobre las cabezas de ganado, lo cierto es que nuestros pastos comunes son la sociedad, la forma de interaccionar unos con otros y con el planeta, la forma de hacer la guerra, la forma en que hacemos posible que los ladrones, los violadores y los asesinos campeen (o no) a sus anchas, la forma en que damos la espalda al futuro.
Cada día nos planteamos decisiones de este tipo: ¿hacemos lo mejor para nosotros en tanto que individuos o hacemos lo mejor para la mayoría de nosotros? Sabemos que sacamos un mayor provecho a corto plazo cuando decidimos a nuestro favor. Lo que cada uno de nosotros comparte del bien común es algo en ocasiones tan diluido que podemos incluso pensar que no es real. Es más, no creemos que los demás actúen a favor del bien común. ¿Por qué tendríamos que ser los únicos bobos? Este tipo de pensamiento a corto plazo —la seducción de la gratificación inmediata— hace inclinar la balanza hacia la decisión egoísta. Demasiado a menudo tomamos decisiones en este sentido, aunque sean nocivas a largo plazo.
«Dejemos que actúen las autoridades», solemos decir cuando renunciamos a levantarnos y hacer algo. «En definitiva, para eso pagamos los impuestos.»
Mientras tanto, los funcionarios del gobierno consideran que los contribuyentes son tan ignorantes como los animales de los pastos, indiferentes a cualquier iniciativa que contribuya a resolver sus propios problemas. Nosotros somos el problema, afirman los políticos y los funcionarios, excepto, como es de esperar, cuando se presentan a la reelección.
Nuestra herencia básica actúa en contra de nosotros mismos y favorece nuestros intereses más inmediatos, haciendo que recelemos de los motivos de los demás. Pero ¿vamos a permitir que estas facetas de la naturaleza humana paralicen nuestro esfuerzo para resolver las situaciones de violación, asesinato, guerra y genocidio? ¿Acaso somos meros esclavos de nuestro egoísmo y nuestra xenofobia? ¿O hemos nacido con algo más?
Creo que hemos nacido con un antídoto, una parte de la naturaleza humana que puede liberarnos del egoísmo ciego de ambos sexos y del lado oscuro y violento de la psique masculina. Este antídoto es el instinto humano de colaborar en interés propio, mirando hacia el futuro.
La colaboración no goza de gran popularidad últimamente. La afirmación de que «las personas buenas siempre son las últimas» es errónea y debería sustituirse por: «Las personas buenas inteligentes son las primeras». El teórico de la biología Richard Dawkins explica esta situación mediante una elegante variación de un juego clásico llamado «el dilema del prisionero».[4] Funciona de la siguiente manera. Imaginemos que usted y yo somos los dos jugadores. El gran banquero del cielo reparte las cartas: en una hay escrito «colabora» y, en la otra, «engaña». Jugamos uno contra el otro (aunque, como se verá más adelante, utilizar la preposición «contra» es una decisión que debemos tomar). Cada uno de los jugadores escoge la carta que quiere jugar.
Hay cuatro resultados posibles. Primero, ambos podemos escoger «colabora» y el banquero nos dará 300 dólares a cada uno. Segundo, ambos podemos escoger «engaña» y el banquero nos hará pagar 10 dólares a cada uno. Tercero, yo puedo escoger «colabora» y usted «engaña»; en ese caso el banquero me impondrá una multa de 100 dólares por ser un bobo y le recompensará a usted con 500 dólares por engañar. Cuarto, podemos hacer exactamente lo contrario que en el tercer caso. Lo esencial de este juego es que la opción de engañar es más rentable si previsiblemente el otro jugador es honesto. Sin embargo, si el otro jugador también está dispuesto a engañar, a la larga esta opción hace perder a ambos jugadores.
La psicología del juego es exasperante. La única decisión racional consiste en engañar. A malas, sólo se pierden 10 dólares, pero se pueden ganar 500. La colaboración resulta demasiado cara: 100 dólares cada vez que te toma el pelo un tramposo.
En la vida real, la gente engaña, y algunos lo hacen continuamente. Además, lo que se puede conseguir es mucho más que unos centenares de dólares. En el juego original del «dilema del prisionero» intervienen dos prisioneros que se encuentran en celdas distintas y que han de decidir si denuncian al otro o permanecen en silencio. Si ninguno de los dos habla, no se presentan cargos contra ninguno y por tanto los dos serán liberados. Si ambos se denuncian, ambos acaban en la cárcel, pero si uno denuncia y el otro no, al primero se le concede la libertad por haber aportado las pruebas y el segundo ingresa en prisión.
También en este caso, la decisión de denunciar es racional: nunca se sabe si el otro socio (u oponente) denunciará o no. ¿Cuál es la lección? En un único juego es imposible saber a ciencia cierta si se puede confiar o no en el otro.
Sin embargo, en la vida real, es posible tener confianza, ya que jugamos más de una vez y, en comunidades reducidas, nos encontramos con la suficiente frecuencia como para saber si el otro hace trampas o es capaz de colaborar. Excepto en el caso de ser muy estúpidos, podemos ganar sistemáticamente si colaboramos en un juego tras otro. Para comprobar si la colaboración funciona en la realidad, Robert Axelrod y W.D. Hamilton examinaron 36 estrategias de juego de versiones ampliadas e iterativas del dilema del prisionero, desde la más rechazable a la más aceptable.[5] Se utilizaron ordenadores y el juego finalizaba cuando uno de los contendientes se declaraba en bancarrota. Siempre ganaba el que actuaba según el principio del toma y daca y no era el primero en engañar.
La conclusión sorprendió a muchos estrategas, que habían elaborado programas muy sofisticados, de tipo halcón, en los que se imponía el engaño. Sin embargo, 14 de las 15 estrategias de mayor éxito eran «buenas». Dawkins dedujo que la estrategia burguesa del toma y daca era la que más se aproximaba a una estrategia estable desde el punto de vista evolutivo. Se impuso la estrategia del toma y daca —ojo por ojo y diente por diente— porque las estrategias de tipo paloma («siempre dispuestos a colaborar») acababan siendo derrotadas por las de tipo halcón, de la misma manera que los halcones siempre matan a las palomas. Es más, las variaciones de estas estrategias de toma y daca presentaban la ventaja añadida de que podían resistir a las invasiones de nuevas estrategias del engaño. Es verdad, las personas buenas pueden acabar siendo las primeras.
Como describe de forma muy amena Matt Ridley en su obra The Origins of Virtue: Human Instincts and the Evolution of Cooperation, las estrategias de toma y daca más «buenas» consiguieron imponerse a las de otros juegos más complicados.[6] Dichas estrategias eran más sofisticadas, generosas y compasivas que las anteriores. Sin embargo, todas tenían fallos, menos una. El vencedor final (a mediados de los años noventa) fue un juego ideado por Marcus Frean llamado «Firme pero justo». En él se colabora con los colaboradores, se vuelve a colaborar después de una defección mutua, se deja de jugar con los que engañan y se castiga a los que insisten en perder. Paradójicamente, se sigue colaborando amigablemente después de haber perdido en la partida anterior. Como señala Ridley, «Firme pero justo» sonríe a sus oponentes y se impone como estrategia estable desde un punto de vista evolutivo.
Por consiguiente, la colaboración puede resultar la mejor política, pero las estrategias de toma y daca seguirán dando sistemáticamente buenos resultados, si el oponente nunca desea ganar más que usted. Ni que decir tiene, si el oponente no es exigente y está dispuesto a ganar tanto como usted, entonces deja de ser un oponente. Es más bien un socio, como lo son entre sí los leones que han establecido vínculos basados en el altruismo recíproco. Aun así, cae por su propio peso que si en el arsenal de respuestas no se incluyen las represalias, fracasará la colaboración.
Linnda R. Caporeal y sus colegas diseñaron un experimento para observar la influencia de la colaboración en las personas reales. Consistía en dar 5 dólares a nueve personas que no se conocían entre sí. Si cinco o más de ellas contribuían con sus 5 dólares a un fondo general, las nueve recibían 10 dólares de premio. Por tanto, los que habían contribuido acababan teniendo 10 dólares, y los que no lo habían hecho, 15 dólares. Si no aparecían cinco contribuyentes, los que habían contribuido acababan a cero, mientras que los que no lo habían hecho conservaban sus 5 dólares iniciales.
En algunos grupos, la prueba fue un fracaso; para otros, las cosas fueron mejor. Toda la diferencia radicaba en un único factor: si los participantes tenían o no la posibilidad de hablar de sus estrategias antes de empezar a jugar.[7] Los que las discutían antes, siempre ganaban, y acababan siendo siete u ocho contribuyentes. Además, la mayoría de ellos tenía la sensación de que sus propias decisiones no eran determinantes para el grupo. Por el contrario, aquellos grupos en los que no se discutía antes de empezar sólo obtenían beneficios el 60 por ciento de las veces. En otras palabras, el 40 por ciento de los grupos que no tenían la posibilidad de discutir sus estrategias no estaban dispuestos a confiar ciegamente y esa desconfianza les impedía ganar.
Es verdad que tal vez sea excesivo pedir una confianza ciega. El instinto le hace saber a la psique humana que la verdad es arriesgada, a menos que sepa que es posible establecer una colaboración. Nuestros genes nos programan para ser egoístas, pero colaborar con aquellos en los que podemos confiar es actuar en nuestro propio interés, independientemente del carácter progresista de los motivos.[8] ¿Qué enseñanza se desprende de esto? La colaboración exige comunicación y experiencia con los demás agentes. Es exactamente lo que anticipó Robert Trivers en su excelente artículo acerca del altruismo recíproco (véase el capítulo 6). Nuestros genes nos programan para colaborar cuando sabemos que la otra persona está dispuesta a colaborar.
También es importante saber que en el futuro tendremos que trabajar con las mismas personas. Cuando la «sombra del futuro» es extremadamente larga —meses o años— como señalan Robert Axlerod y Douglas Dion, la gente deja de engañar y enseguida empieza a utilizar el método del toma y daca.[9] Por ejemplo, las tropas británicas y alemanas enterradas en las trincheras durante la primera guerra mundial dejaron de disparar sus rifles, a pesar de tener al «oponente» a tiro. La razón es que tenían que «convivir» en las trincheras durante el futuro inmediato y que las represalias por «hacer trampa» —disparar para complacer a algún oficial— podían ser demasiado costosas en términos de vidas humanas.
En 1994 apareció una nueva e intrigante dimensión de los juegos de colaboración. El filósofo Philip Kitcher y el informático John Batali diseñaron un programa de toma y daca en el que se incluía una «opción de abandono» consistente en negarse a jugar contra (o con) un conocido tramposo.[10] Durante un tiempo, ganó a las demás estrategias. Ante un tramposo, siempre ganaba la «opción de abandono». Sin embargo, optar por abandonar en el «juego» de la vida puede tener serias consecuencias en el mundo real. En sí misma, es una decisión de no colaborar. ¿Puede explicar la «opción de abandono» que tres cuartas partes de los norteamericanos en edad de votar no tengan ningún interés en hacerlo?
Tanto el Congreso como el presidente ofrecen ejemplos de engaños monumentales. Como advierte el politólogo Howard E. Suman, el presupuesto de Estados Unidos es el principal documento político sobre prioridades del país.[11] Este documento, recubierto de papel de oro y sellado con cera roja, representa la previsión de gasto de más de una quinta parte del producto nacional bruto del país. Esta cantidad es la mayor del mundo. Pero la existencia de numerosas leyes aprobadas por el Congreso para rebajar su propia culpabilidad hace que el presupuesto anual sea aprobado por una única persona, el presidente. Y aunque el Congreso siempre rechaza el presupuesto, éste permanece bajo el control presidencial gracias a su poder de veto. Como la mayoría de los presidentes y congresos han gastado, durante muchos años, mucho más que los ingresos federales, la deuda de Estados Unidos asciende a más de 5 billones de dólares, unas diez veces el dinero en circulación en todo el mundo.[12]
En lugar de colaborar con los contribuyentes, nuestros políticos, siempre proclives a crear déficit y a despilfarrar el dinero para favorecer los intereses concretos que defienden, han escogido con demasiada frecuencia la vía de engañar al conjunto de los contribuyentes y beneficiar a los de sus respectivos distritos. Sin embargo, mientras engañan a los contribuyentes, los congresistas colaboran entre ellos. Los presidentes de la nación, señala Suman, actúan como verdaderos ángeles en comparación con los congresistas, quienes, con acuerdos inconfesables, se benefician del dinero público. A decir de Suman: «La actitud de rapiña con la que algunos miembros proponen que se financien sus proyectos preferidos es tal que hay que verla para creerla. Una de las reglas no escritas es que un senador “no pone ninguna objeción al proyecto preferido de otro senador, excepto si afecta de forma negativa a intereses vitales de su propio estado”».[13]
Como demuestra el caso del Congreso, la colaboración resulta imposible si no se castiga el engaño. En efecto, si el castigo es lo suficientemente grave, cualquier colaboración —incluso la de carácter irracional— es posible. «El castigo», sostienen Robert Boyd y Peter J. Richerson, «hace posible la evolución de la reciprocidad (e incluso de los comportamientos no adaptados) en grandes grupos.»[14]
Tanto la investigación como la historia confirman que la colaboración a gran escala no puede desarrollarse en un grupo grande y anónimo si no se localiza y se castiga a los tramposos. Sin embargo, con el castigo, tan sólo hacen falta unos pocos hombres con la fuerza suficiente para obligar a todo el mundo a colaborar, o a hacer cualquier otra cosa. Como señalan Boyd y Richerson, lo que se gana con el castigo debe superar el coste del castigo. De no ser así, cesa la colaboración. Posiblemente éste sea el hecho que explique el fracaso del comunismo. En los demás casos, el castigo es útil.
Un problema consiste en encontrar a alguien dispuesto a castigar. Lo más probable es que sea una persona colaboradora, pero, por definición, una persona así ya ha pagado un precio simplemente por colaborar. Para hacer cumplir el castigo tiene que pagar un precio todavía más elevado: el peligroso papel de encontrar y castigar a los tramposos. En realidad, son muy pocas las personas dispuestas a castigar. Esta reticencia hace que se imponga la única estrategia que garantiza totalmente la creación de una colaboración muy amplia.
Boyd y Richerson la han llamado estrategia «moralista». Los moralistas son personas que hacen cumplir las decisiones; acusan y castigan a todos aquellos que consideran que no colaboran o no tienen un «buen nivel moral». También castigan a los colaboradores que no quieren hacer cumplir las decisiones. (Esta necesidad de que los colaboradores que hacen cumplir las decisiones tengan un buen nivel genera un tipo de «conformismo» más forzado, consistente en adoptar y portar símbolos, como el crucifijo, el fez de Shriner o la esvástica. Sabemos que tenemos que parecernos a los colaboradores «morales», aunque no lo seamos.) Los moralistas estrictos son capaces de erradicar casi por completo a los tramposos (basta fijarse en las reducidas tasas de delitos en Arabia Saudí, por ejemplo).
La historia nos enseña que la estrategia moralista suele empezar como una bendición que rápidamente se convierte en una maldición. Esta estrategia puede ser tan poderosa que produzca comportamientos desquiciados: el suicidio o el sacrificio en el ámbito de las religiones, la abolición de las libertades individuales en el terreno de las ideologías políticas, los gobiernos de tipo comunista y las guerras suicidas.
La cohesión de los cultos, por ejemplo, no depende del carisma ni del poder divino de sus dirigentes (aunque este elemento puede contribuir) ni de nuestro instinto a resistirnos a la psicología moralista: un «sistema de creencias compartido».[15] Es frecuente que los dirigentes de carácter débil abusen de las estrategias moralistas en beneficio propio. Más adelante, cuando va disminuyendo la colaboración debido al abuso, recurren en gran medida al castigo, hasta el punto de tener que contratar fuerzas de policía —y fuerzas de policía secreta— para localizar y castigar a aquellos que se desvían de la norma «moral» de «colaboración». En resumen, los moralistas pueden acabar siendo unos terroristas que recurren a unos impuestos elevados, la confiscación de los derechos humanos, pogromos, inquisición, tortura y campos de concentración genocidas para convencer a la gente a «colaborar». Los norteamericanos recuerdan que en 1993 vieron que el FBI, con la fiscal general Janet Reno a la cabeza, procedió al asalto, con un tanque M60, del complejo de los davidianos en Waco, Texas. El resultado fue de 86 personas muertas —24 de ellas niños— por unas infracciones de poca monta relacionadas con alcohol, tabaco y armas, de las que el FBI sólo tenía sospechas.[16]
En ocasiones, las personas que se sienten oprimidas por la policía moralista colaboran entre sí y forman grupos de acción guerrillera que se enfrentan a los dirigentes moralistas, como en la guerra de independencia norteamericana. Una alternativa es que, si la estrategia moralista es demasiado débil para castigar a los tramposos, algunas personas se unan entre sí y formen grupos de vigilancia que impongan la colaboración por su cuenta.[17] Por ejemplo, antes de 1900, en Estados Unidos existían no menos de 500 grupos de vigilancia armados para hacer cumplir las leyes que nadie más hacía cumplir.[18] Estos grupos ejecutaron a unos 700 «transgresores».
A pesar de este análisis, en el tema de la colaboración los biólogos y los psicólogos no han inventado nada que no supiesen ya de forma intuitiva. Que la colaboración en lo correcto no es más que un conocimiento instintivo de la psique humana y de la de los leones, babuinos, chimpancés y así sucesivamente.
De hecho, los filósofos y profetas más venerados de la historia han sido conscientes de que, de todas las opciones, la colaboración es la que mejor funciona.[19] Lao-tze, Confucio, el Antiguo Testamento, Zaratustra, Jesucristo y Mahoma enseñaron que colaborar y compartir se contaban entre las reglas más importantes y sublimes del comportamiento humano. Muchos otros divulgaron el mensaje moralista según el cual aquellos que no siguiesen el código universal de reciprocidad (la regla de oro) serían castigados, en esta vida o más tarde. Sin embargo, ninguno de estos profetas inventó el valor supremo de la colaboración. Charles Darwin apuntaba: «Los instintos sociales —el principio básico del ser moral del hombre— ayudados por las capacidades intelectuales activas y los efectos de la costumbre conducen de forma natural hacia la regla de oro».[20]
La alegoría cristiana sitúa a nuestro ángel de la guarda sobre un hombro y al demonio sobre el otro. La imagen no se aleja demasiado de la realidad. La selección natural nos ha dotado de instintos procedentes del lado oscuro para ser malos, «patológicamente» egoístas e injustos. También nos ha dotado de instintos más nobles para ser colaboradores, justos, confiados y, hasta cierto punto, capaces de sacrificamos. Cada día, en cada uno de nosotros, se enfrentan los instintos luminosos y los oscuros. Cada vez que sucede, hemos de decidir qué lado saldrá victorioso. En ocasiones gana el lado oscuro. Lo mismo les ocurre a los presidentes de Estados Unidos.
Al margen de estas batallas, la imparcialidad es la vara de medir que utilizamos para valorar a las personas. Nos hacemos amigos de aquellos que nos tratan con imparcialidad y justicia, en especial si han tenido la tentación de engañarnos y se han resistido. Nos molestan y despreciamos a aquellos que nos tratan injustamente, aunque sea en situaciones sin importancia. Esta capacidad, o compulsión, por analizar y clasificar a las personas para adecuarlas a nuestras relaciones de altruismo recíproco posiblemente no difiera demasiado de las de nuestros antepasados sociales no humanos.
El primatólogo Frans de Waal señala que también los chimpancés pueden situarse por encima de la ley de la jungla. Cuando se encuentran en cautividad, el grupo rechaza unánime y agresivamente a los transgresores que no mantienen una actitud de reciprocidad justa. Sugiere, además, que estos chimpancés comparten el mensaje moral de que la «justicia» y la colaboración requieren alguna forma de venganza. «Cabe suponer», explica De Waal, «que las acciones de nuestros antepasados estuvieron guiadas por la gratitud, la obligación, la retribución y la indignación mucho antes de que desarrollasen la capacidad lingüística de articular un discurso moral. […] La moralidad está firmemente enraizada en la neurobiología, como cualquier cosa que hacemos o somos.»[21] Las observaciones de De Waal sugieren que nuestra capacidad de representarnos lo que ocurre en la mente de los demás —que durante mucho tiempo fue considerada como la base para la toma de decisiones morales e íntimamente asociada a la compasión y la crueldad— puede no ser algo propio de la especie Homo.[22] De hecho, hoy en día nuestro problema es el contrario: demasiados Homo sapiens han prescindido de la moralidad y han decidido no colaborar.
¿Por qué las emociones humanas son tan capaces de juzgar la imparcialidad y tan poderosas cuando nos fuerzan a acabar con las relaciones que no consideramos justas y a cortar los puentes con los «amigos» que nos han engañado? ¿Y por qué establecemos enseguida relaciones de altruismo recíproco con personas cuyas primeras actuaciones nos convencen de que podemos confiar en ellas?
Las raíces funcionales de estas emociones son fáciles de localizar. Vivimos en un mundo en el que los tramposos, los ladrones, los violadores, los asesinos y los belicistas florecen por doquier. Sus estrategias «injustas» y no colaboradoras no sólo son egoístas, aunque naturales, sino que suponen un gran coste para todos nosotros. Por tanto, debemos estar atentos para no acabar siendo víctimas también. La vida de los primates sociales ha sido así durante siglos. Los supervivientes de este desafío evolutivo nos han legado instintos que nos permiten evaluar las intenciones de nuestros iguales y nos recuerdan a gritos que hemos de estar alerta ante la injusticia, para condenarla y castigarla. Es una cuestión de autoconservación. No podemos evitarlo, nos regocijamos cuando se castiga a los delincuentes, especialmente cuando sus propias fechorías los han puesto en evidencia. Aborrecemos tanto a los delincuentes que algunos de nosotros somos capaces de formar una cuadrilla para lincharlos. Por otra parte, sentimos simpatía por los inocentes que no han sido tratados correctamente. Respetamos, admiramos y nos sentimos próximos a los desfavorecidos que lo arriesgan todo en su lucha contra la adversidad, a favor de una causa justa. Y nos complace ver que acaba llegando el día de los desfavorecidos. No podemos evitarlo; estamos demasiado bien programados. Hollywood conoce bien esta faceta y la utiliza para ganar miles de millones de dólares.
Nuestro sentido de la equidad se sitúa en el tercer lugar en la lista de prioridades de la psique humana, justo detrás del bienestar de nuestros hijos y de la fidelidad de nuestras esposas. No hay nada tan importante como identificar tanto a los que están dispuestos a colaborar como a los que no porque, para sobrevivir y tener éxito, resulta del todo natural actuar en sociedad. Justamente en ese terreno es donde los tramposos chupan la sangre a los incautos. Por tanto, también nos resulta del todo natural evaluar continuamente a nuestros iguales de forma que podamos predecir con precisión cómo nos tratarán cuando vengan mal dadas. Ésta es la capacidad más decisiva que poseemos, una capacidad que, además, potencia nuestras emociones y nos ayuda a alejamos de los que nos pueden engañar y a acercarnos a aquellos con los que podemos colaborar.
Por frágil que pueda parecer, la colaboración es un arma muy potente. A gran escala, hace maravillas. Hoy en día, el exponente más claro de éxito en el mundo de la política es la libertad frente a la opresión. Por ejemplo, los suizos disfrutan del mayor nivel de libertad del mundo frente a la delincuencia y la guerra —a pesar de que en casi cada casa hay fusiles de asalto y otras armas muy poderosas— por la sencilla razón de que, como individuos, tomaron la decisión de colaborar entre sí.[23] Cualquier suizo, dicen, es su propio oficial de policía.
Nuestro instinto de colaboración es tan intenso que puede parecer el genio de la lámpara maravillosa, incluso en las junglas de asfalto de Estados Unidos. Por ejemplo, después del terremoto de 1989 de San Francisco, que mató a un centenar de personas, provocó lesiones a unas 3000 y destruyó bienes por valor de 10.000 millones de dólares en 15 segundos, los expertos sociales avanzaron que se producirían saqueos generalizados. No fue así; gentes de todas la razas y condiciones sociales se pusieron en acción para rescatar a las víctimas atrapadas en vehículos aplastados y edificios en ruinas. La localización y el rescate de la última víctima, un hombre de cincuenta y siete años que había permanecido en su vehículo incendiado durante noventa horas, constituyeron un triunfo para los rescatadores similar al de un alunizaje de la NASA.[24] Mientras, el número de arrestos por delitos de saqueo se situó un 25 por ciento por debajo de su nivel normal.[25]
Para el biólogo Richard D. Alexander, la psique humana evolucionó de forma que los individuos pudiesen evaluar, dirigir y utilizar las situaciones sociales a fin de imponerse a los demás, en solitario o en colaboración, en la búsqueda de una situación, unos recursos y, en última instancia, el éxito reproductivo.[26] Según él, los seres humanos se han convertido no sólo en las criaturas más colaboradoras y con mayor contenido moral de la Tierra, sino también en la fuerza más hostil hacia los demás seres humanos. Para Alexander, la comprensión del origen evolutivo del lado oscuro de la naturaleza humana es la clave para liberarnos de las cadenas que nos atan a nuestras relaciones atávicas y mutuamente destructivas con otros grupos.
Sin embargo, ¿seremos más colaboradores por el mero hecho de comprendernos mejor? No, como tampoco un borracho dejará de beber por el mero hecho de mirarse al espejo y ver a un alcohólico. Hasta que no se vea a sí mismo como un borracho, nada cambiará.
Si realmente queremos vernos a nosotros mismos, debemos mirarnos como lo hace la selección natural. Para ésta no somos sino un complejo coadaptado e integrado de genes. Richard Dawkins sostiene que somos máquinas genéticas.[27] Somos los vehículos que nuestro ADN inmortal «conduce» egoísta y ciegamente hacia el futuro, en su viaje hacia la eternidad. Mientras tanto, las mutaciones y la selección natural van mejorando el ADN para que sus vehículos («nosotros») compitan mejor contra otros vehículos («ellos»).
Aunque es elegante, esta perspectiva resulta odiosa para aquellos que piensan en las «almas» o «espíritus» que somos realmente. Dawkins admite asimismo que esta metáfora de los genes que nos «manipulan a propósito» para favorecer su capacidad de réplica no es más que una metáfora, pero ya sabemos que algunos genes son egoístas y, por tanto, la metáfora resulta instructiva.[28] De hecho, si nos situamos en una óptica evolutiva y nos fijamos en lo que estamos diseñados para hacer, la metáfora de Dawkins es esencial. Aun así, nuestra capacidad de sustraernos al destino de robots genéticos también es muy clara: «Decir que hemos evolucionado para servir los intereses de nuestros genes», señala Richard Alexander, «no sugiere en modo alguno que estemos obligados a hacerlo».[29]
La complejidad del ADN y de sus vehículos es un ejemplo claro de un todo que supera la suma de sus partes. Nuestra inteligencia, nuestra autoconciencia, nuestra moral y nuestra cultura nos convierten en los seres más extraordinarios y capaces en todo el universo, pero no tan extraordinarios como para que podamos prescindir de las raíces evolutivas de la selección natural. Dichas raíces siguen estando ancladas en nosotros mismos, para lo malo, como es la violencia asesina y genocida de los hombres, y para lo bueno, como la comprensión y la colaboración para resolver la agresión atávica que representa nuestro legado evolutivo. Nuestro destino se encuentra en nuestras manos.
La historia y la ciencia nos enseñan que el camino de la colaboración y la verdad es el más difícil de todos los que ha recorrido la humanidad, especialmente ahora, cuando 6000 millones de personas están intentando monopolizar y aprovecharse de los últimos recursos naturales de la Tierra. Tenemos suerte de que la selección natural nos haya proporcionado esa baza tan valiosa: nuestra inteligencia. Todo consistirá en saber qué hacemos con ella.