8. ¿Quién, yo?

—Los empleados del gobierno tendrían que ser tratados como putas callejeras —gritaba Robert Lexelle Courtney, mientras propinaba una tremenda paliza a Cynthia Volpe, de treinta y ocho años.

Courtney, un millonario de cuarenta y siete años y propietario de una serie de fincas en Bakersfield, California, estaba furioso contra la inspectora Volpe del servicio de medio ambiente porque había declarado que una de las fincas carecía de las condiciones mínimas de habitabilidad.

Cuando Volpe corría hacia su coche para refugiarse, Courtney la agarró por los pelos, le dobló la nuca, la lanzó contra el vehículo y la tiró al suelo.

—Arruináis nuestras vidas —gritaba Courtney mientras Volpe intentaba protegerse de las patadas y los puñetazos—, pero yo voy a arruinar la vuestra.

Volpe estuvo aguantando el chaparrón de golpes e insultos durante cinco minutos y, al ver que no iba a conseguir nada ante un oponente de casi cien kilos, hizo ver que había quedado inconsciente. Courtney la abandonó allí mismo, sobre la acera, con la nariz rota, los ojos hinchados por los golpes y la cara ensangrentada.

Dos meses más tarde, Volpe llevó a Courtney ante la justicia acusándolo de agresión con arma mortífera y lesiones generalizadas. Le pedía tres millones de dólares. Courtney se declaró inocente. El juez le dejó en libertad y le impuso una fianza de 7500 dólares. La defensa sostuvo con vehemencia que había sido Volpe y no Courtney quien había iniciado la pelea, lo cual dejó al jurado en un callejón sin salida. Éste tendría que volver a reunirse al día siguiente para proseguir las deliberaciones. Sin embargo, antes de la reunión, la inocencia o la culpabilidad de Courtney pasaría a ser un asunto irrelevante.

Al alba del día siguiente, el ayudante del sheriff recibió una llamada angustiosa de Cynthia Volpe diciendo que alguien se había introducido en su casa: un hombre con un revólver. «Vengan enseguida», suplicó.

Antes de que pudiese llegar la policía, Courtney había disparado al marido de Cynthia, Kenneth Volpe, y a su madre, Bettu Reed, causándoles le muerte. Mientras Cynthia intentaba esconderse debajo de la cama, Courtney le disparó cuatro veces a quemarropa, causándole asimismo la muerte. Los hijos de Cynthia, Keith y Andrea, de catorce y nueve años, se habían atrincherado en sus habitaciones. Courtney pasó por delante de éstas sin hacer nada, quizá por despiste, porque tenía prisa por salir de allí o porque le importaban poco aquellos muchachos.[1]

Al día siguiente, el empleado de una gasolinera de Lamont reconoció a Courtney y llamó a la policía. Los agentes de la policía de Bakersfield, la patrulla de carreteras y el departamento de policía del condado de Kem localizaron el Lincoln Continental del 73, de color verde claro. En la media hora de persecución intervinieron 32 agentes; 15 de ellos efectuaron más de 200 disparos al vehículo. Algunos reventaron los neumáticos del coche, pero Courtney había «blindado» el interior del vehículo con pilas de periódicos. También llevaba un chaleco salvavidas y un casco militar Kevlar, y disponía de tres armas de fuego. Con una ellas, un MAC-9 de 9 mm completamente automático cuyo uso prohíbe la ley, efectuó unos 400 disparos.

Uno de los tiradores de elite de la policía alcanzó a Courtney en el casco. Courtney quedó conmocionado pero salió ileso. Se dirigió hacia el centro de la ciudad, golpeando diversos vehículos y de repente giró en redondo e intentó hacerse con la munición que llevaba en la parte trasera del coche. Los disparos de la policía se lo impidieron. Al verse rodeado, Courtney sacó un revólver del calibre 25, se lo colocó debajo de la barbilla y disparó. Mientras, los agentes le habían alcanzado con dos disparos mortales.

Resultó que Courtney contaba con un historial violento casi increíble. El 2 de abril de 1958, a los trece años, había mantenido una discusión con su hermano Jessie Jr., de nueve años, y su hermana Bonnie, de siete, acerca de un juguete. Bajó al garaje de su casa en Anchorage, cogió un rifle y mató a sus dos hermanos. A continuación mató a su madre, que ejercía sobre él una férrea disciplina. Tras pasar tres años en unas dependencias para menores en Alaska, se instaló en el sur de California. El historial delictivo de Courtney había sido cerrado y no pudo llegar a manos del fiscal del condado de Kern, quien manifestó que, de haberlo conocido, jamás habría solicitado que le dejasen en libertad bajo fianza.

¿Cómo es posible, podemos preguntamos, que la ley no permita a un fiscal saber que un acusado de hechos violentos ha sido condenado por un asesinato múltiple? Además, ¿por qué un delincuente condenado por asesinato puede pasearse tranquilamente y estar en contacto con ciudadanos desprotegidos y ajenos a todo? Por último, ¿por qué no nos sorprenden estos dos fallos de la justicia? Posiblemente porque la mayoría de nosotros considera que el propio sistema judicial tiene los neumáticos reventados desde hace tiempo por disparos. Al margen de que creamos que los responsables de esos disparos son unos fiscales amorales, unos abogados marrulleros o unos jueces liberales de pocas luces, o jurados situados a la izquierda de la curva de campana, la mayoría de nosotros cree que el sistema judicial cojea cada vez más.

En consecuencia, mucha gente cree estar viviendo hoy en día en una jungla de violencia masculina. Los últimos informes del FBI indican que un estadounidense es objeto de un delito violento cada 19 segundos.[2] A nadie le gusta la situación, pero muy pocos saben cómo solucionarla.

Pasemos ahora revista a los elementos más notables del lado oscuro masculino. En primer lugar, la mayoría de los hombres están programados por la naturaleza para recurrir, en determinadas circunstancias, a soluciones violentas a la hora de resolver sus problemas, en especial, aquellos que afectan potencialmente a su éxito reproductivo y, en concreto, cuando entienden que dichos problemas no pueden resolverse sin violencia. Entre las diversas soluciones utilizadas por los hombres en distintos momentos se cuentan la violación, el robo, el asesinato, la guerra, el genocidio y el terrorismo. En segundo lugar, cuando los hombres deciden echar mano de estas soluciones, lo hacen con la esperanza de que el resultado les sea favorable. Al dejar que la justicia la hagan otros, la mayoría de los demás alimentamos el caldo de cultivo de la violencia que crean estos hombres.