Hace más de sesenta años, cuando ya se vislumbraba la amenaza de la segunda guerra mundial, se inició un melodrama de ficción, pero real como la vida misma, que iba a modificar el curso de esa guerra genocida planetaria. La superarma, hasta entonces inimaginable, a que daría lugar la carrera armamentista, iba a modificar para siempre la trágica fórmula de hombres, armas y genocidio.
El invento de esa superarma destructiva —o mejor aún, el deseo de tenerla— iba a abrir la caja de Pandora. La antigua xenofobia, que proviene del lado más oscuro de la ancestral psique masculina y es capaz de arrastrar a los hombres a la guerra genocida, se alió a una inteligencia con grandes conocimientos en física nuclear e inspiró la construcción de un arma apocalíptica. A pesar de que las bombas atómicas se inventaron para garantizar la defensa propia, inmediatamente se convirtieron en el caso de estudio por excelencia de la violencia humana, un problema de muy difícil solución.
Todo empezó en 1933 con Leo Szilard, un físico teórico húngaro de treinta y cinco años que se encontraba en Londres sin trabajo. Había huido de la Alemania nazi con la primera oleada de judíos que se escapaban del Tercer Reich de Hitler. Szilard había estado trabajando en la famosa ecuación de Einstein que relaciona la masa y la energía, E = me[2a] y, a pesar de una vida tumultuosa, había reflexionado largamente sobre una afirmación de Lord Ernest Rutherford aparecida en el Times de Londres: «Cualquiera que desee encontrar una fuente de energía en la transformación de los átomos está perdiendo el tiempo».[56] Mientras paseaba por las calles de Londres, Szilard pensaba en la miopía y el dogmatismo de Rutherford y, parado ante un semáforo en rojo, se dio cuenta de repente de que Rutherford estaba equivocado.
El semáforo se puso verde y Szilard atravesó Southampton Row. Le vino a la cabeza una idea, como un relámpago. «De repente […] se me ocurrió», explicó Szilard, «que si éramos capaces de encontrar un elemento que los neutrones pudiesen escindir y que emitiese dos neutrones al ser bombardeado por uno solo, dicho elemento, si pudiésemos reunir una masa suficiente de él, podría alimentar una reacción nuclear […] que liberase energía a escala industrial y que podría transformarse en una bomba atómica.»
No era una idea trivial. Una reacción en cadena de los átomos: ése era el secreto de la energía del universo. Era algo de ciencia ficción. De hecho, Szilard soñaba con dominar la energía contenida en el átomo y utilizarla en vehículos espaciales que explorasen el sistema solar y el espacio exterior. Sin embargo, por paradójico que parezca, en lugar de utilizar los átomos para catapultar a la humanidad hacia las estrellas, nueve años más tarde, el 2 de diciembre de 1942, Szilard y Einstein convencieron al presidente Franklin D. Roosevelt de que la fisión nuclear podía dar lugar a la superarma más potente que jamás se había visto, un arma capaz de hacer desaparecer ciudades. Durante la entrevista insistieron en que los alemanes, y posiblemente también los japoneses, estaban intentando desarrollar ese tipo de superarma.[57] (Lo estaban intentando, pero por fortuna ninguna de la potencias del Eje invertía lo suficiente en los reactores nucleares para hacer avanzar la investigación en el campo de la fisión nuclear.)
Sin embargo, lejos de sentirse exultante cuando Roosevelt decidió poner en marcha el Proyecto Manhattan, en el mayor de los secretos, Szilard sintió cierta inquietud: «Pensé que aquel día acabaría siendo un día negro en la historia de la humanidad».[58]
Pese a esto, Szilard se puso a trabajar en el Proyecto Manhattan junto a varias docenas de físicos nucleares de primera fila. Estaban dirigidos científicamente por Robert Oppenheimer y administrativamente por el general Leslie Groves, que creía ver espías por todos lados. Según se demostraría, las sospechas de Groves estaban bien fundadas. Groves sospechaba de Szilard e incluso de Oppenheimer, a quien mandó vigilar. Se equivocó en ambos casos.
Szilard y Groves se despreciaban entre sí. A pesar de esa dificultad, el equipo trabajó a buen ritmo y construyó una bomba de uranio (Little Boy) y una bomba de plutonio (Fat Man). «El grupo de Hans J. Bethe llevó a cabo los cálculos más complicados, pero nadie se los creía, ni siquiera los que los hicieron», señala Edward Teller, uno de los físicos del proyecto. «Al final se optó por un diseño mucho más sencillo en el caso de la bomba de plutonio utilizada contra Japón. Los cálculos necesarios en ese caso casi podían escribirse en la parte de atrás de un sobre de cartas.»[59]
Estos cálculos tuvieron que esperar hasta que el equipo del químico Glenn T. Seaborg fue capaz de conseguir una cantidad suficiente de plutonio fisionable, microgramo a microgramo, antes de poder realizar pruebas de laboratorio. Tardaron años. A partir de entonces, dispondrían de una radiación atómica de enormes proporciones.
Roosevelt murió en abril de 1945 y Harry Truman se convirtió en presidente. En menos de 24 horas, James Francis Byrnes, el director de estabilización económica y de movilización en caso de guerra, puso al corriente al presidente acerca del proyecto secreto. «Jimmy Byrnes […] me explicó algunos detalles», escribió posteriormente Truman, «aunque me dijo con gran solemnidad que estábamos perfeccionando un explosivo capaz de destruir el mundo entero […] y que, en su opinión, la bomba nos colocaba en una posición tal que nos permitiría imponer nuestra propia vía al finalizar la guerra.»[60]
Truman no lo veía claro. La simple idea le parecía increíble, especialmente cuando el consejero principal de Roosevelt, el almirante William D. Leahy le puso en guardia. «Es la cosa más loca que hemos hecho. Esa bomba nunca funcionará, y le hablo como experto en explosivos.»[61]
Pero funcionó. Y cuando el personal de Los Alamos probó su bomba atómica experimental, Oppenheimer se quedó pensativo ante la gigantesca explosión y citó a Vishnu: «Ahora me he convertido en la Muerte, el destructor de mundos».[62]
El 6 de agosto de 1945, a las 8:16 de la mañana, el Enola Gay (el piloto, el coronel Paul Tibbets, había bautizado a su bombardero B-29 con el nombre de su madre) lanzó la primera bomba atómica militar, Little Boy, sobre Hiroshima.[63] La bomba de 12,5 kilotones explotó a unos 570 metros de altitud. Su explosión borró del mapa unos 15 kilómetros cuadrados de la ciudad. El artillero a bordo del avión, Robert Carón, pudo ver la mejor imagen de la primera bomba atómica del mundo lanzada sobre un blanco enemigo:
«El hongo en sí mismo constituía una visión espectacular, una enorme burbuja de polvo violeta y gris dentro de la que podía verse un núcleo rojo en el que todo ardía. A medida que nos alejamos, pudimos ver la base del hongo y, debajo, lo que parecía ser una capa de unos 30 metros de restos y humo y qué sé yo cuantas cosas más. Intentaba describir la masa turbulenta del hongo. Pude ver fuegos que ardían en distintos puntos, como si fuesen llamas que surgían de un lecho de carbón. Me pidieron que las contase. Les dije: “¿Contarlas? Demonios, he dejado de hacerlo al llegar a 15 porque iban apareciendo más deprisa de lo que puedo contar. Todavía puedo ver ese hongo y esa masa turbulenta; parecía lava o gelatina recubriendo toda la ciudad y daba la impresión de que fluía hacia arriba, hacia las estribaciones y que los pequeños valles iban a transformarse en llanuras, con una gran cantidad de incendios al mismo tiempo, de forma que muy pronto fue imposible ver nada debido al humo”».[64]
De los 76.000 edificios de Hiroshima, Little Boy destruyó 48.000 y causó daños a otros 22.000. De sus 330.000 habitantes, el 54 por ciento quedaron incinerados y murieron al instante. Todos aquellos cuya piel carbonizada o destrozada se les caía a tiras, como si fueran andrajos, murieron al poco tiempo. Todos los demás quedaron heridos, algunos con heridas horribles, y muchos miles de ellos murieron en los años siguientes.
Aun así, Japón no se rindió.
Tres días más tarde, la bomba de plutonio de 22 kilotones bautizada como Fat Man explotó sobre Nagasaki y mató a otros 140.000 japoneses. Truman conminó al gobierno japonés a rendirse inmediatamente sin condiciones bajo la amenaza de hacer explotar más bombas atómicas. Mientras tanto, Truman ordenó a un millar de bombarderos B-29 que lanzasen sobre Japón más de 5 millones de kilos de explosivos y bombas incendiarias. (A pesar de su capacidad destructiva, las dos bombas atómicas sólo produjeron el 3 por ciento de la destrucción de los centros industriales japoneses causada por los bombardeos norteamericanos.)[65]
Cinco días después del lanzamiento de Fat Man sobre Nagasaki, el Consejo Supremo de Guerra de Japón se rindió, a pesar de disponer de 2,6 millones de soldados, más de 500 aviones de combate, 1000 aviones kamikaze y grandes cantidades de municiones, y de contar con la colaboración de 32 millones de civiles armados, muchos de los cuales estaban dispuestos a luchar hasta la muerte.[66] De hecho, estaba previsto que la defensa de Japón provocase la muerte de un millón de los cinco millones de soldados aliados preparados para invadir Japón en el caso de que hubiesen fallado Fat Man y Little Boy.
El emperador Hirohito quedó impresionado por las dos demostraciones de las armas más mortíferas que cualesquiera otras anteriores y difundió un mensaje por radio (el primero que emitía en toda su vida) en el que informaba de la rendición de Japón, el 15 de agosto de 1945. La segunda guerra mundial se dio por acabada, pero este planeta no ha sido un lugar más seguro desde entonces.
Una vez más, las bombas atómicas se convirtieron en el principal caso de estudio del problema de la violencia humana, sin aportar más solución que la de constatar el continuo crecimiento del problema y creció hasta entrar en la ciencia ficción. Ya en 1941, Enrico Fermi coincidía con Teller en la idea de utilizar una bomba atómica para calentar deuterio y provocar el desencadenamiento de una reacción termonuclear.[67] Richard Rodes explica el planteamiento en Dark Sun:
«Cada gramo de deuterio transformado en helio debería liberar una energía equivalente a unas 150 toneladas de TNT, 100 millones de veces más que un gramo de cualquier explosivo químico ordinario y 8 veces más que un gramo de U 235; teóricamente, la combustión de 12 kilogramos de deuterio líquido mediante una bomba atómica haría que éste explotase con una potencia equivalente a un millón de toneladas de TNT, es decir, un megatón; un metro cubico de deuterio líquido lo haría con una potencia de 10 megatones».[68]
Teller pasó los diez años siguientes de su vida dedicado a la bomba H,[69] intentando convertirla en realidad, a pesar de la inquietud que le producía que una de esas bombas fuese capaz de hacer entrar en combustión la atmósfera de la Tierra y provocase de este modo la destrucción del planeta.[70]
El 1 de noviembre de 1952, en la isla Eluglab del Sur del Pacífico, Estados Unidos hizo explotar la bomba de hidrógeno denominada Mike, la primera construida a escala real y la más destructiva de todas, con una potencia de 10,4 megatones.[71] Eluglab desapareció del mapa. Todo ser vivo en kilómetros a la redonda quedó achicharrado al instante. Una nube de unos 150 kilómetros de diámetro se elevó en el cielo y unos 80 millones de toneladas de restos cayeron, en forma de lluvia, sobre las aguas del Pacífico.
En 1954, Estados Unidos ya había desarrollado las bombas de la generación siguiente a la de Mike, unas bombas termonucleares de litio y deuterio que podían ser lanzadas desde un avión.[72] Los espías rusos ayudaron a los soviéticos a disponer de su bomba H menos de dos años después.[73] La carrera armamentística nuclear experimentó entonces una fuerte aceleración.
En la actualidad, la bomba atómica arrojada sobre Hiroshima (0,0125 megatones) no sería sino un arma de juguete que sólo serviría para alguna operación táctica de gran precisión. En los años ochenta, los arsenales mundiales de armas nucleares contaban con casi 10.000 megatones de bombas termonucleares de hidrógeno, que se rigen por el principio de la fusión solar y cada una de las cuales tiene una potencia mil veces superior a la de una bomba atómica. Su capacidad total se aproxima a un millón de bombas de Hiroshima, lo suficiente para matar veinte veces a todos los seres humanos. El armamento que hemos fabricado los humanos no sólo ha alcanzado unos niveles aterradores, propios de un genocidio, sino que ha superado cualquier medida y, para los seres humanos y muchos miles de otras especies, representan una amenaza de extinción.
Esta amenaza era tan evidente ya al comienzo de la fabricación de las bombas termonucleares que, incluso entonces, el problema de la escalada hacia el suicidio colectivo a nivel planetario se convirtió en el desafío más acuciante de la humanidad. En 1953, entre la prueba de la bomba Mike y el desarrollo de las bombas H aerotransportables, el presidente Dwight D. Einsenhower atisbo la solución más lógica al dilema del mantenimiento de la superioridad de Estados Unidos en el ámbito nuclear:
«Esta [bomba H] sería un elemento disuasorio, pero si se prolongase indefinidamente la competencia para mantener esta posición relativa, el coste que tendríamos que pagar podría ser la guerra o alguna forma de gobierno dictatorial. En estas circunstancias, nos veríamos obligados a considerar si nuestra responsabilidad de cara a las generaciones futuras no requería que iniciásemos una guerra en el momento que creyéramos más propicio».[74]
En pocas palabras, la responsabilidad llevaba a hacer desaparecer del mapa a la Unión Soviética antes de que ésta fuese capaz de poner en peligro al planeta.
Sin embargo, en lugar de arrasar la Unión Soviética antes de que pudiese tomar represalias, Estados Unidos optó por construir miles de cabezas nucleares. La mayoría de ellas quedaron instaladas en misiles capaces de alcanzar su blanco entre 25 y 30 minutos después de su lanzamiento (sólo 8 minutos en el caso del lanzamiento desde un submarino). Los soviéticos construyeron un arsenal parecido. El problema era que estas armas contribuían a engrosar el arma genocida definitiva.
«La fisión del átomo», explicó Albert Einstein, «lo ha hecho cambiar todo, excepto el modo de pensar del hombre, con lo cual nos vamos acercando a una catástrofe sin precedentes.»
Para prevenir esa catástrofe, Estados Unidos y la Unión Soviética redujeron de mala gana sus arsenales un 80 por ciento.[75] Sin embargo, el desarme nuclear total choca contra el muro biológico de la falta de confianza xenófoba: «nosotros» optamos por el egoísmo racional a nuestro favor —aun a costa de poner en peligro el planeta y a la gente que vive en él— en lugar de hacerlo por el altruismo, que salvaría al planeta pero pondría en peligro «nuestra» seguridad frente a la de «ellos». En todo este tema, la pregunta crucial es si podemos confiar realmente en la otra parte o si nuestra xenofobia está demasiado arraigada.[76] La respuesta es que no podemos confiar en los demás —ambos bandos han hecho trampas (la única decisión «racional» de cualquier superpotencia es mentir)— porque somos demasiado xenófobos.
¿Existe alguna solución al problema de compaginar las armas catastróficas —nucleares, químicas y biológicas— con una psique del Pleistoceno cuyo lado oscuro nos impulsa a cometer el delito de genocidio aun corriendo el riesgo de una posible destrucción planetaria? La mayoría de los analistas abordan este problema de forma realista y dan una respuesta negativa.[77] Sin embargo, un signo positivo es que en 1972 Estados Unidos firmó el Convenio de Armas Biológicas, por el que se condena la utilización ofensiva de armas biológicas. Otro es el hecho de que en 1989 el Senado prohibió el desarrollo, la producción, el almacenamiento o la posesión «intencionada» de agentes biológicos y su almacenamiento en forma de armas.[78] A pesar de estos gestos, algunos personajes locos, o prácticamente locos, llegan a dirigir naciones; personajes cuyo fuerte no son precisamente la lógica, los valores morales o la legalidad internacional. En 1990, Daniel E. Koshland, Jr., antiguo editor de Science, expresó una visión, desgraciadamente realista, del fantasma del futuro nuclear: «Un mundo en el que existen demasiados poderes relativamente pequeños, cada uno con sus armas nucleares, puede resultar más peligroso que si existen sólo dos grandes superpotencias que observan con cautela los enormes arsenales de la otra».[79]
Estamos a las puertas de ese futuro o, por lo menos, de un futuro tan peligroso como el descrito por Koshland, ya que es probable que las armas termonucleares soviéticas hayan sido vendidas en el mercado negro a compradores que tengan muy presente el terrorismo internacional. La mejor opción consistiría en eliminar todas las armas nucleares. Pero, aun así, subsistirían dos problemas cruciales. En primer lugar, es imposible destruir el conocimiento de cómo se fabrican armas nucleares, aun en el caso de que se quemasen todos los libros, se borrasen las memorias de todos los ordenadores, se prohibiesen los departamentos de física y se decapitase a todos los físicos. La construcción de las armas nucleares abrió una caja de Pandora que durará tanto como dure la especie humana. De hecho, como señala Richard Rhodes, «cualquier país que haya intentado construir un arma atómica durante las décadas posteriores al descubrimiento de la fisión nuclear lo ha conseguido al primer intento».[80] En segundo lugar, las armas nucleares son, antes que nada, una idea de nuestras mentes —una idea mortífera y, por desgracia, deseable— que surge del imperativo que manifiesta la psique masculina de considerar que este tipo de armas nos da a «nosotros» una ventaja para derrotar a los «otros» y apoderamos de su territorio. Esta es precisamente la razón por la que están y seguirán ahí. El problema real es nuestro imperativo genocida. Todas estas armas apocalípticas no son sino un síntoma del lado oscuro instintivo del hombre, que en la actualidad no se orienta hacia la confrontación abierta sino hacia las tácticas políticas más esquivas del terrorismo.
A finales del siglo XX la nueva faz de la guerra es la del terrorismo. El terrorismo moderno suele tomar la forma de una guerra de guerrillas, pero su objetivo es el genocidio, aunque se presente como un combate para erradicar o moderar unas desigualdades políticas notorias.
El 4 de agosto de 1998, después de ascender al Kilimanjaro, pasé por delante de la embajada estadounidense de Nairobi. Había estado allí con mi esposa hacía unos años. Esta vez lo único que pensé fue que ese edificio debía de ser el más sólido de todo Nairobi.
Dos días y medio después, esta embajada y la de Tanzania quedaron reducidas simultáneamente a escombros debido a la explosión de sendos coches bomba. Los hicieron explotar a horas punta para que produjesen el máximo número posible de víctimas. Los edificios colindantes también se vinieron abajo. Hubo unas 265 víctimas (casi todas ellas en Kenia), de las que una docena eran norteamericanos. Otras 5500 personas, también en su mayoría kenianas, sufrieron lesiones, en muchos casos de gravedad.[81]
Nadie reivindicó la autoría. (En general, los terroristas dejaron de reivindicar la responsabilidad de muchas de sus horribles actuaciones después de que el presidente Ronald Reagan lanzase unas duras represalias contra el presidente libio Muammar Gadhafi.) Sin embargo, todo apunta hacia Osama bin Laden, un fundamentalista islámico extremista que se exilió de Arabia Saudí, país en el que había nacido pero que le había retirado la nacionalidad.[82] Controla una fortuna de unos 250 millones de dólares y una red de unas 3000 personas (su familia dispone de unos 5000 millones de dólares, pero lo han repudiado). Bin Laden es un terrorista. Dio cobijo a Ramzi Ashmed Yousef, el cerebro de los atentados del World Trade Center de Nueva York. Es más, en febrero de 1998, Bin Laden y otros extremistas lanzaron una fatwa (un edicto religioso) en la que se decía que «matar a los estadounidenses y sus aliados, civiles o militares, es un deber individual para cualquier musulmán, que puede cumplir en cualquier país en que sea posible».
Como el islam prohíbe estrictamente a los árabes entrar en guerra o matarse entre sí, está claro que este tipo de actos terroristas promovidos por el fundamentalismo islámico tiene un carácter genocida. La invocación a Alá no modifica en nada la naturaleza de dichos actos.
El problema es que el terrorismo no es nada nuevo y que no hay que buscar a aquellos que lo practican entre los extremistas más marginales.[83] El terrorismo es una táctica de guerra cuya finalidad es matar o violar víctimas de forma aleatoria para crear tanto miedo en la mayoría de los ciudadanos que éstos actúen en contra de sus propios intereses y a favor de los de los terroristas. Los objetivos superficiales del terrorismo suelen ser políticos: derrocar un régimen político, rectificar agravios o socavar el orden. Son objetivos de guerra y todos ellos son, en esencia, genocidas. El terrorismo es la estrategia de unos pocos para instalarse en la tiranía, intimidando y extorsionando a los demás. De todas las formas de guerra, el terrorismo es la menos justa y la más cobarde, porque sus víctimas son aleatorias, no tienen posibilidad de defenderse y, en general, son inocentes. El problema es que, como demostró un análisis de RAND, el terrorismo funciona.[84] Funciona tan bien que las organizaciones profesionales de terroristas políticos como la de Abu Nidal (acusado de ataques a más de 900 personas en 20 países) entrenan y alquilan terroristas a aquellos clientes que no disponen de esa infraestructura.[85] El nivel del terrorismo internacional y genocida es alucinante. Por ejemplo, en 1987 se produjo un récord de 666 ataques, mientras que en 1997 se produjeron 304.
Por desgracia, incluso nuestros hijos saben que ese nivel tan elevado de terrorismo se debe a una serie de organizaciones políticas o religiosas marginales que matan a personas inocentes con el fin de influir sobre un segmento político mucho más amplio. También nuestros hijos pueden ver, posiblemente mejor que los adultos ya insensibles, que las víctimas asesinadas por esos terroristas pocas veces pertenecen a la misma raza, religión o ideología política que los propios terroristas.
Ya es malo en sí mismo que el deseo de practicar el genocidio esté inscrito en la psique masculina como medio para modificar a su favor el acceso a los recursos fundamentales de la reserva de genes propia. Pero es bastante peor que la táctica del terrorismo sea considerada algo legítimo, como diversos grupos sostienen hoy en día, y que estos terroristas tiendan hacia las superarmas de destrucción masiva, ya sean termonucleares, biológicas o químicas. Todo esto indica que habrá que pagar un coste muy alto para tener un mundo civilizado seguro.
Blanchard era consciente de que había perdido la vista. Había intentado cerrar los ojos, evitar que estuviesen expuestos al sol, pero su esfuerzo fue en vano. Exactamente así lo habían planificado los torturadores japoneses.
A finales de 1944, Estados Unidos había empezado a ganar la partida a los japoneses en el Pacífico. La victoria estadounidense en Leyte, seguida del desembarco en Luzón en enero de 1945, había generado preocupación en el mando norteamericano, que temía que los japoneses matasen a todos los prisioneros aliados al hacerse evidente la derrota. (Por ejemplo, Japón mató a aviadores estadounidenses bastante tiempo después de que Estados Unidos lanzase Little Boy y Fat Man sobre Hiroshima y Nagasaki.) Para evitar esa posible matanza, las fuerzas estadounidenses entrenaron a comandos especiales para que pudiesen liberar, en operaciones relámpago simultáneas, los distintos campos de concentración en Filipinas antes de que los japoneses estuviesen convencidos de que iban a perder la guerra.
La primera fase de esta arriesgada operación de rescate la llevaron a cabo voluntarios de las fuerzas especiales. Después de pasar hambre hasta el punto de parecer prisioneros, una escuadra especial logró infiltrarse en el campo de Cabanatuan para estudiar las posibilidades de éxito de la operación, tras lo cual se evadieron del campo. La segunda fase empezó cuando Estados Unidos contó con un plan de actuación completo para cada uno de los campamentos de las Filipinas. El 28 de enero, una fuerza compuesta por 175 guerrilleros filipinos y 115 miembros de las fuerzas especiales estadounidenses se adentraron, durante la noche, unos 40 km en territorio japonés, hasta Cabanatuan. Durante el día se escondieron en los arrozales, a menos de 500 metros del campo, antes de proceder al ataque. Los que estaban hundidos en el agua tuvieron que utilizar cañas para poder respirar. Esa noche, 24 horas después del inicio de la misión, el grupo se dividió en diversas partidas, cada una de ellas con una misión específica.
El sargento Richard Moore y dos miembros de las fuerzas especiales se arrastraron a lo largo de 700 metros para dejar fuera de combate al centinela de la torre. A continuación, despejaron la zona de japoneses, utilizando para ello los silenciadores de sus armas, y abrieron un agujero en la verja para que fuesen escapando los prisioneros.
Moore encontró a Blanchard en una zanja. Los amigos de Blanchard lo habían depositado allí para evitar que fuese alcanzado por lo que creyeron que era fuego japonés.
En 22 minutos, los guerrilleros filipinos y las fuerzas especiales estadounidenses mataron a 521 centinelas japoneses y rescataron a los 513 soldados aliados. Antes de irse de Cabanatuan, uno de los guerrilleros se dio el gusto de ofrecer a los prisioneros recién liberados una imagen final y gratificante: la cabeza del comandante del campo.
Reducido a la mitad de su peso normal, paralizado por el beriberi y ciego por la cruel «cura de sol», Blanchard advirtió a Moore que no podía andar y que intentar salvarle podía ser una pérdida de tiempo. Sin embargo, Moore había decidido que Blanchard tenía que ser uno de los 4000 supervivientes de los 12.000 norteamericanos que habían iniciado la Marcha de la Muerte en Bataan hacía tres años.
«Has encontrado a un amigo», le dijo Moore. Cogió a Blanchard, que no pesaba más de 44 kg entonces, y se lo cargó a la espalda. Lo transportó cinco kilómetros más allá de las líneas japonesas hasta una base filipina.
Tras la rendición de Japón, el gobernador de Texas nombró a Lloyd Paul Blanchard juez de paz del condado de Jefferson. Para desempeñar su tarea, Blanchard tuvo que aprender Braille. Jim Moore se instaló en Hollywood, donde ejerció el trabajo de doble del actor Robert Mitchum. Cuando Blanchard se casó con su vecina Helen Braquet, Moore fue su testigo de boda.Sin embargo, debemos reconocer, como lo creo firmemente, que el hombre, con todas sus nobles cualidades, con la simpatía que siente por los más necesitados, con la benevolencia que manifiesta no sólo hacia los demás hombres sino hacia los más humildes seres vivos, con su inteligencia a imagen y semejanza de la de Dios, capaz de penetrar en los movimientos y la constitución del sistema solar —con todas estas elevadas capacidades—, sigue llevando en su interior el sello indeleble de sus bajos orígenes.