Todas las mañanas, poco después de las seis, hacía el esfuerzo de levantarme de la cama que había instalado en nuestra tienda de techo de paja en la llanura Athi-Kapiti, en Kenia. Con la escasa luz de un amanecer inminente, me calzaba mis zapatillas deportivas e intentaba prescindir de lo que me estaba diciendo la espalda. Connie, mi mujer, y yo echábamos un vistazo a Cristal y a Cliff, dormidos en sus literas, y nos íbamos a correr por la sabana.
Un día, después de superar la primera loma, yo iba por delante. Teníamos ritmos incompatibles y lo sabíamos. Las cebras y los ñúes avanzaban por el este y se detenían a unos 50 metros, mirándome fijamente. A veces pensaba que a estas alturas ya deberían de estar acostumbrados.
Pocos minutos después, el sol aparecería ante nosotros como una enorme bola roja levantándose sobre el horizonte, al norte del Kilimanjaro. El cielo se había inundado de un color carmesí. Unas capas de nubes pasaban por delante de la enorme bola anaranjada. Unos elegantes órices se quedaron inmóviles al verme llegar. Pensé en dar gracias a Dios por tener la posibilidad de estar allí. Había asumido la responsabilidad de la dirección sobre el terreno de una escuela de investigación de la vida salvaje, con un programa de estudios semestral. Cada día tenía que tratar con personas exigentes y afrontar tareas delicadas para adecuar unos programas fijados de antemano, pero poco operativos, que quizá nunca podrían arreglarse. Salir a correr por las mañanas era lo mejor del día.
Ese día concreto de abril de 1994, eché un vistazo a la pared de granito que estaba medio derruida. Los restos dispersos de obsidiana me hablaban de la existencia de mamíferos bípedos en la zona desde hacía miles de milenios. ¿Acaso los erectus y sus descendientes tan sólo cazaban antílopes, o tal vez cazaban australopitecos en guerras genocidas? En cualquier caso, lo que no hacían era correr por placer como un actor contratado para hacer un anuncio de Perrier en las llanuras de Kenia.
Volví a hacerme la pregunta que me planteaba cada mañana: ¿habría conseguido algún leopardo o un león atravesar la verja de más de 70 kilómetros que rodeaba el campamento? Los búfalos conseguían atravesarla. Si lo lograba algún león, estaba haciendo exactamente lo peor que podía hacer: correr. Peor aún, estaba corriendo solo.
Dos pastores wakamba habían sido atrapados por los leones del otro lado de la verja. Este hecho enturbiaba la placidez de mis carreras matinales. Sabía que mi poderoso cuchillo de caza no iba a protegerme mucho de los leones. Los leones devoradores de hombres son los peores depredadores que existen sobre la faz de la Tierra.
—¿Oíste las noticias de la radio ayer por la noche? —me preguntó Otieno veinte minutos más tarde.
Le contesté que no había tenido la ocasión de hacerlo.
—En Ruanda se vuelven a matar entre ellos —me dijo.
Otieno era el coordinador general del campo. Tuvo su momento de gloria cuando hizo el papel de chófer en la película Memorias de Africa, con Robert Redford y Meryl Streep. A pesar de mis intentos por tomarme con tranquilidad una taza de té, tuvo que darme la noticia.
Seis meses antes, la guerra genocida entre tribus de la vecina Burundi se había saldado con el asesinato de un número comprendido entre 50.000 y 100.000 personas. Las dos tribus de Burundi —los hutus (84 por ciento), cultivadores, pequeños y de piel negra, y los tutsis (15 por ciento), pastores y guerreros, altos y de piel oscura— se habían masacrado en combates genocidas en 1965, 1972, 1987 y el año anterior, 1993, cuando fue asesinado el presidente recién elegido, Melchior Ndadaye (un hutu). En cada una de estas depuraciones, los tutsis, minoritarios pero muy militantes, habían salido bien parados. Ahora se habían vuelto a abrir las hostilidades. (No iban a cesar fácilmente. Este pequeño país de 5,5 millones de habitantes, como dijo John Heminway en 1997, es «un lugar en el que centenares, tal vez miles de personas, son asesinadas cada mes a machetazos, un lugar en el que el genocidio forma parte de la vida cotidiana».)[53]
Ahora, también Ruanda estaba en guerra. Burundi y Ruanda, antiguos reinos tutsis, comparten frontera. También comparten dos tribus, los hutus y los tutsis, y el mismo problema: una enorme superpoblación y una formidable falta de recursos. Por último, los presidentes de ambos países habían compartido a veces el mismo avión.
El día anterior a mi conversación con Otieno (abril de 1994), el presidente de Ruanda, Juvenal Habyarimana, que había permanecido en el poder durante mucho tiempo, y el presidente de Burundi, Cyprien Ntarymira, habían sido asesinados poco después de despegar del aeropuerto de Kigali por el impacto de un misil tierra-aire. De ahí surgió una nueva pesadilla genocida. Ruanda era un país pequeño rebosante de población (9 millones) que tenía que afrontar el problema ecológico de la falta de tierras de cultivo. La mayoría hutu aprovechó esta circunstancia para matar brutalmente a miles de inocentes, tanto entre sus antiguos enemigos, los tutsis, como entre sus enemigos hutus, para «resolver» sus agravios particulares. Muchos asesinos hutus violaron o asesinaron a machetazos a otras personas, de clase media, por el mero hecho de no tener las manos endurecidas por el trabajo.
Los tutsis no tardaron en responder con la misma moneda. Mataron a miles de hutus y obligaron a 2,4 millones de ellos a exiliarse en Tanzania y el Zaire. Unos 300.000 murieron de enfermedades, hambre o asesinato en campamentos infernales al oeste de los montes Virunga. En los primeros meses, murieron más de un millón de ruandeses, principalmente hutus. En 1997, decenas de miles de refugiados desaparecieron misteriosamente. Mientras la radio Mills Colines, controlada por los hutus, repetía una y otra vez el mensaje «Matad a los tutsis», los refugiados tutsis que habían escapado de antiguos genocidios promovidos por los hutus regresaban a Ruanda, después de un exilio que se remontaba a veces a 1959.
La situación se enturbió todavía más cuando las tropas tutsi apoyadas por los gobiernos de Uganda y Ruanda invadieron el Zaire para acabar con los militantes hutus que allí se escondían y desde donde lanzaban ataques esporádicos contra ambos países, en los que, de paso, también mataban a gorilas de las montañas. Los guerrilleros hutu disponían de un refugio —posiblemente tenían asimismo la autorización para desencadenar un infierno— gracias a los oficios del hombre fuerte del Zaire, Mobutu Sese Seko. Sin embargo, en 1997, Mobutu tuvo que afrontar lo que creyó que era una increíble represalia. Los rebeldes zaireños reclutaron tanto a soldados tutsis ruandeses como a soldados ugandeses, en una maniobra despiadada cuyo objetivo era derribar la dictadura de Mobutu. Este ejército, dirigido por Laurent Kabila, eliminó a muchos de los refugiados hutus en Ruanda, pero también a muchos rebeldes hutus, en lo que constituyó una nueva muestra de genocidio. Entonces invadieron el Zaire.[54]
Ese mismo año Mobutu había puesto a buen recaudo sus 10.000 millones de dólares, resultado del saqueo y el abandono del país a lo largo de los 31 años de su reinado. Mobutu habría de morir enseguida, de cáncer de próstata, en la Costa Azul francesa.
Poco después, el ejército rebelde de Laurent Kabila, la Alianza de las Fuerzas Democráticas para la Liberación del Congo-Zaire, tomó el poder e intentó restaurar algún tipo de identidad nacional en ese amplio territorio de selvas que es el Zaire. Kabila tenía detrás de sí una larga historia de lucha revolucionaria marxista. Durante un breve periodo de tiempo, en 1965, había sido un alumno «patético» del Che Guevara. En 1975 fue el cerebro del intento de secuestro de Jane Goodall, el acontecimiento que estuvo a punto de llevarme a Uganda y no a Tanzania a estudiar el comportamiento de los chimpancés. Kabila se impuso hacia mediados de 1997. Los casi 2,5 millones de kilómetros cuadrados del Zaire fueron rebautizados con el nombre de República Democrática del Congo y Kabila se declaró presidente de unos 40 millones de personas y unas 250 tribus. A continuación prohibió todos los partidos de la oposición y se nombró ministro de Defensa. ¿Por qué? Porque el Congo-Zaire se encontraba inmerso en una nueva guerra civil y los «nuevos» rebeldes, nuevamente apoyados por Uganda y Ruanda, hacia finales de 1998 ganaban terreno y obligaban a Kabila a replegarse hacia el sur.
En 1998, Ruanda seguía dando los primeros pasos hacia su reconstrucción en un intento de poner en pie el país.[55] Su economía dependía de la ayuda de las Naciones Unidas y su seguridad se asentaba en jóvenes armados en cada una de las esquinas de las calles de Kigali.
Para que nadie identifique África con genocidio por el mero hecho de su persistente sistema de tribus, hay que recordar los casos de América del Norte, América de Sur, Europa, Tasmania, Australia y el Pacífico Sur. El genocidio es un problema masculino, no un problema regional, y su forma más censurable es la violencia masculina instintiva. Aunque puede llevarse a cabo con las armas más simples —machetes en Ruanda y Burundi, por ejemplo—, las armas más sofisticadas hacen del genocidio una amenaza mucho mayor que la que se ha desatado en las guerras genocidas de los últimos diez millones de años.