Por consiguiente, parece ser que los ataques son una expresión del odio que provoca en los chimpancés de una comunidad ver a un miembro de otra. Esta hostilidad puede deberse a la presencia de un macho o una hembra, pero son las hembras que no amenazan las que son atacadas con mayor frecuencia. Es la forma que tienen los machos de disuadir a los extraños de adentrarse en su territorio —si consiguen sobrevivir— y de proteger los recursos alimenticios de la comunidad, reservándolos para sus propias hembras y crías.
Jane Goodall, 1990[1]
La guerra nuclear, química y biológica sigue siendo un peligro, especialmente cuando cae en manos de extremistas religiosos y nacionalistas que intentan mantener intactas sus ideas anticuadas y sus reservas genéticas contaminadas ya sin remedio.
Christopher Wills, 1998[2]
«Si tan sólo pudiera pestañear», pensó el sargento de artillería de Estados Unidos Lloyd Paul Blanchard, tendido con la espalda apoyada sobre el suelo. Intentó dejar de mirar al sol, pero resultaba imposible con los párpados abiertos y sujetos con cinta adhesiva. Sus esfuerzos no iban a retrasar lo inevitable: los japoneses conseguirían que se volviese ciego y lo matarían. Con esta idea en la cabeza, Blanchard recordó las vicisitudes que le habían llevado hasta aquel infernal campo de concentración de prisioneros.[3]
Los soldados japoneses que atacaron las Filipinas habían utilizado tácticas suicidas en Bataan a comienzos de 1942. Habían asaltado los puestos de ametralladoras estadounidenses y se habían lanzado contra las alambradas para que sus cuerpos sirviesen de puentes vivos a otros soldados japoneses y les permitiesen superar la barrera. Blanchard había estado observando, sin poder llegar a creérselo, cómo los japoneses seguían atacando a través de campos de minas y de zonas plantadas con bastones de bambú afilados, a pesar de las enormes pérdidas que sufrían. Algunos japoneses intentaban una y otra vez avanzar hacia los puestos de ametralladoras y las posiciones filipinas y estadounidenses, sólo para ser abatidos por Blanchard y sus tropas hasta formar verdaderos montones de cadáveres que se convertían en un obstáculo para su propio avance. Para los soldados del destacamento de Blanchard, parapetados en pequeños agujeros excavados en la roca, esa barrera de cadáveres constituía una cierta protección ante la avalancha de fuego que les caía encima.
La batalla por ese pedazo de tierra torturado y casi sin interés en Bataan se prolongó durante días y días, un mes tras otro, y dio lugar a muchas gestas heroicas, muestras de ingenio, enormes pérdidas y grandes dosis de terror por ambos lados. Blanchard pensaba que no se acabaría nunca.
Finalmente, el 22 de febrero, el presidente Franklin D. Roosevelt ordenó al general MacArthur que abandonase el puesto de mando de las Filipinas en Luzón y se replegase a Australia. El mando del enclave sitiado recayó en el general Jonathan Wainwright, a quien Blanchard consideraba el mejor general que había conocido.
La situación, hasta entonces sombría, se convirtió en desesperada. En Bataan, las raciones se habían reducido a la mitad en enero. Poco después, en abril, los soldados se habían comido todas las muías, los búfalos de agua y los perros. Los jabalíes, monos, cocodrilos, iguanas y pitones de las montañas próximas empezaron a escasear también. La epidemia de hambre había convencido a Wainwright de que sus hombres no aguantarían mucho tiempo y no serían capaces de defender sus posiciones en los elevados volcanes de Bataan. Así, el 4 de abril, lanzó un contraataque a los 80.000 veteranos japoneses que los estaban hostigando. Sus 12.000 hombres hambrientos y enfermos y los 66.000 filipinos se lanzaron con decisión al combate, avanzando unos ocho kilómetros diarios. Por último, consciente de que las tropas estadounidenses no disponían de pertrechos alimentarios y munición suficientes mientras que los japoneses encontraban todo lo necesario en su continuo saqueo de Manila, MacArthur ordenó a Wainwright que hiciese explotar sus exiguos depósitos de municiones y se rindiese. Así lo hizo Wainwright, quien logró escapar con unos pocos soldados y se atrincheró en la isla fortaleza de Corregidor. El sargento Blanchard no tuvo la misma fortuna.
El 9 de abril, junto con los 75.000 defensores hambrientos, filipinos y estadounidenses, Blanchard se había visto obligado a rendirse al general japonés Homma. MacArthur y Wainwright pretendían evitar así una matanza, pero casi todos los demacrados defensores habían sido capaces de luchar hasta el fin, como había ocurrido en El Álamo. El 10 de abril, el general Homma ordenó a los 75.000 prisioneros que empezasen a recorrer a pie los cerca de 115 kilómetros que los separaban de la línea del ferrocarril. Los prisioneros —todos ellos hambrientos, muchos sin agua que beber, otros muchos con graves heridas o con miembros amputados, y otros aún diezmados por la malaria, el dengue y otras enfermedades— avanzaron con grandes penalidades a través de la selva. Con gran sadismo, los soldados japoneses les robaron los sombreros y las cantimploras de agua. A los que se derrumbaban, los ensartaban con las bayonetas, y obligaban a los filipinos a quemarlos vivos.
Blanchard se concentró en avanzar en columna de a cuatro. Veía a los japoneses matar o apuñalar uno tras otro a todos aquellos que caían exhaustos. Blanchard y sus hombres se daban ánimos unos a otros para seguir avanzando. Sabían que muchos de sus compañeros no conseguirían sobrevivir a esa marcha forzada y que aquellos que lo lograsen tendrían que afrontar la pesadilla de una muerte lenta en un campo de concentración. (De hecho, los japoneses mataron a 10.000 hombres durante la Marcha de la Muerte de Bataan y otros 22.000 morirían de hambre o enfermedades en los dos meses siguientes a su llegada a la prisión del Campo O’Donnell.)
Las mentes de todos los hombres estaban ocupadas por dos únicas ideas: el agua y la fuga. Blanchard pensó en esconderse en la jungla a la primera oportunidad. La ocasión se presentó el tercer día de marcha. Algunos guerrilleros filipinos se mezclaron sigilosamente con los hombres de la columna y, con sus poderosos cuchillos, cortaron las ligaduras de Blanchard y otros hombres. Blanchard y los suyos se adentraron en la selva, amparados por las sombras de la noche.
Los guerrilleros ayudaron a Blanchard y a los demás evadidos a hacerse con una pequeña barca que les pudo llevar hasta Corregidor, donde se encontraban las fuerzas de Wainwright. Esta antigua fortaleza española, situada en una isla con forma de renacuajo y de unos siete kilómetros de costa, pronto se convertiría en el último bastión de Estados Unidos en Filipinas. Y sólo duraría un mes, pero quizás evitó la invasión del norte de Australia por parte de Japón. A su llegada a la isla, Blanchard fue asignado a un cañón. A pesar de los profundos túneles excavados en el interior de la isla, ese cañón, como todos los demás, estaba expuesto al fuego enemigo. Blanchard explicaría más tarde que «si hubiésemos tenido municiones, podríamos habernos pasado el día entero derribando [aviones! japoneses».
Pero no tenían municiones. La situación era calcada a la de Bataan. A los 13.000 defensores de Corregidor se les acababan las municiones y los alimentos. El 4 de mayo, la intensidad de los bombardeos japoneses eran del orden de una bomba cada cinco segundos (16.000 bombas en 24 horas), lo que equivale a un impacto sobre cada cuadrado de cinco metros de lado en toda la isla. Los grandes cañones de la isla fueron destruidos en su mayoría. Por último, el 6 de mayo, Wainwright recibió la orden de rendirse de nuevo, pero sólo después de haber destruido la artillería antiaérea. Esta rendición abrió las puertas a unos años de horror tan intenso que Blanchard llegaría a decir: «Algunos de nuestros hombres no querían rendirse. Cuando llegaron los japoneses, siguieron luchando hasta que éstos les mataron. Si entonces hubiese sabido lo que ahora sé, habría hecho lo mismo».
Las tropas japonesas vencedoras agruparon a muchos de los defensores de Corregidor en las llanuras centrales de Luzón y los condujeron al campo de concentración de Cabanatuan, situado en un gigantesco depósito construido por los norteamericanos y con capacidad para unos 1,8 millones de metros cúbicos de arroz. Paradójicamente, durante los cuatro primeros meses de cautividad, 4000 norteamericanos murieron de hambre, escorbuto, beriberi y malaria. El beriberi suponía una verdadera tortura, pues llegó a paralizar las piernas de muchos prisioneros, incluido Blanchard.
En Cabanatuan, los japoneses se comportaron de una manera mucho más sádica que durante la Marcha de la Muerte, si es que eso puede imaginarse. Practicaron el genocidio más cruel de forma calculada. Golpeaban a los soldados aliados por cualquier infracción y, aunque los prisioneros estaban obligados a trabajar en sus huertos, les estaba prohibido comer cualquier cosa que creciese en ellos. Cuando los japoneses sorprendían a un soldado aliado comiendo algún producto, le rompían los huesos de los brazos.
Los japoneses asignaron a cada prisionero a un «grupo de diez». Cuando se escapaba alguno de los diez, los nueve restantes eran ejecutados. Un soldado británico no se dejó intimidar por la amenaza e intentó escapar. Fue capturado. Blanchard y el resto fueron obligados a ver cómo cavaba su propia sepultura. Entonces, el comandante de la prisión ordenó disparar.
Disparó un soldado japonés. El británico cayó en la fosa, pero logró enderezarse. El soldado japonés volvió a disparar. Una vez más, el británico consiguió sobrevivir. El comandante ordenó disparar de nuevo. El británico, herido por tres disparos, volvió a intentar salir de su tumba. El guardia japonés hizo otro disparo, pero el británico se resistía a morir. Blanchard y sus compañeros de infortunio vieron cómo, a la quinta bala, el británico quedó inmóvil en su tumba.
El británico desafiante debió de obsesionar al comandante del campo. Durante las dos semanas siguientes a la ejecución, explicó Blanchard, el comandante se acercaba a la tumba, le gritaba en japonés y golpeaba la tierra con su «vara de mando» (una vara de bambú con la que conseguía hacer «entrar en razón» a muchos). Al poco tiempo, el comandante fue sustituido por otro, todavía más sádico.
Blanchard se fijó en otro soldado británico a quien le faltaba una pierna. Por las noches se dedicaba a afilar un resto de hueso con el que quería hacerse una pierna artificial. Decía que con ella no sólo iba a sobrevivir, sino que se iba a ir del campo. Sin embargo, los japoneses encontraron la pierna artificial y la quemaron. Sin apenas desmoralizarse, empezó a construirse una nueva pierna e intentó esconderla mejor. Uno de los milagros de Cabanatuan y, en última instancia, de la operación del comando del ejército estadounidense que liberó el campo— fue que el soldado británico logró salir de allí con su nueva pierna.
Uno de los amigos de Blanchard, oriundo de la misma ciudad, se llamaba Luke Mondello y se convirtió en una pesadilla para los japoneses. Un día, Mondello se deslizó sigilosamente por la noche fuera de los dormitorios, se acercó a uno de los centinelas, lo estranguló y lo dejó como lo habrían dejado unos guerrilleros filipinos que se hubiesen infiltrado en el campamento. Repitió la operación tres o cuatro noches más.
Estas acciones de venganza ayudaban a mantener la moral. De hecho, los norteamericanos se mantuvieron muy animados, incluso más allá de lo razonable, a pesar de las raciones diarias consistentes en una cucharada de arroz, a las que Blanchard y los demás llamaban las tres R (rocks, rat shit and rice: rocas, excrementos de rata y arroz), y restos de pescado con gusanos, a pesar de las palizas y las insoportables torturas aleatorias y a pesar del robo de las medicinas que la Cruz Roja había conseguido enviar a los soldados norteamericanos dos veces en tres años. (Resultó que algunos japoneses compasivos, que habían sido educados en Estados Unidos, volvieron a robar las medicinas y las utilizaron para mantener con vida a algunos de los prisioneros.)
Durante sus tres años en Cabanatuan, Blanchard soñó que regresaba a su casa, en Port Arthur, Texas, junto a su esposa (quien, sin que él lo supiese, se había divorciado y vuelto a casar). Mientras tanto, los japoneses, deseosos de sacarle la información confidencial que pudiese saber, le arrancaron todas las uñas, una a una. Pero sólo era un sargento y no guardaba ningún secreto.
La peor de las torturas eran las curas de sol. Un día, los guardias japoneses sacaron a Blanchard del dormitorio, lo arrojaron al suelo y lo ataron, boca arriba, de cara al sol. Le dejaron los párpados abiertos, sujetos con cinta adhesiva. Por alguna razón desconocida, los japoneses habían decidido dejarle ciego.Para los soldados, la prueba más evidente de que están ganado la guerra son los cuerpos muertos de sus enemigos. La prueba definitiva es poder disponer del territorio, los recursos y/o las mujeres de sus enemigos, elementos todos ellos que han de transformarse en ventaja reproductiva para los vencedores. La guerra es una apuesta a favor de la reproducción que en tiempos remotos, en el pasado anterior a la industrialización, cuando la selección natural modelaba las psiques de los seres humanos, podía merecer la pena para los agresores. Sin embargo, las víctimas de la guerra no son escogidas al azar. Los hombres suelen matar a hombres de otras razas, lenguas, tribus y religiones. Es muy raro que se enfrenten hermanos entre sí. Es mucho más frecuente que el objetivo de la guerra, antes y ahora, sea el genocidio.
En la actualidad se suceden las guerras de dimensiones reducidas. En los 45 años siguientes a la segunda guerra mundial, han estallado docenas de pequeñas guerras sucias, costosas, asesinas e inútiles. Alrededor de 17 millones de personas han muerto en todas ellas en nombre de alguna ideología (con frecuencia el marxismo) y, en realidad, lo han hecho por motivos genocidas o territoriales.[4] Tan sólo durante el pasado más reciente, de 1994 a 1997, las asociaciones de ayuda occidentales han intentado ayudar a las víctimas de más de 50 conflictos militares de grandes proporciones.[5] Estos conflictos recientes han supuesto el desplazamiento de unos 23 millones de refugiados internacionales, y otros 25 millones de personas han sido desplazadas en el interior de sus propias naciones. La guerra está tan integrada en la naturaleza humana que, en el momento de leer estas líneas, se estará produciendo por lo menos un conflicto de carácter genocida, independientemente de cuándo sea. Las guerras pueden cambiar, pero el motivo principal de casi todas ellas, confesado o no, es el genocidio.
En la actualidad, asistimos a guerras genocidas en Burundi, en el sur de Sudán, Sri Lanka (contra los tigres tamiles), Liberia, Congo (antes llamado Zaire), Chechenia y Kosovo (entre serbios y la etnia albanesa).[6] En Sudán, por ejemplo, los árabes del norte han combatido a los negros africanos del sur durante 32 años, desde la independencia de Sudán en 1956. Actualmente, unos 2,4 millones de africanos del sur tienen que hacer frente a la hambruna. Más de un millón y medio de personas han muerto desde 1983, y decenas de miles muy recientemente.[7] ¿Por qué? Porque las tropas árabes del norte han expulsado a los campesinos negros del sur de sus aldeas, cultivos, rebaños y pastos. Y lo que es peor, porque los soldados rebeldes del brutal Ejército de Resistencia del Señor del sur son incluso capaces de robar los alimentos que envían las Naciones Unidas a sus hambrientos conciudadanos.
Este tipo de guerras se encuentra por doquier. La guerra de tipo colonial más despiadada es la de Indonesia. El gobierno indonesio, cuya sede se encuentra en la isla central de Java, ha recolocado en Irian Jaya (Nueva Guinea Occidental), Timor Oriental, Sumatra y otras de los miles de «islas exteriores» de Indonesia a los excedentes de esa prodigiosa máquina de reproducción que es la isla de Java, con sus cien millones de personas.[8] Este programa de migración interior se ocupa de millones de javaneses cada año. Pero para dejar espacio a tanta gente, es frecuente que los no javaneses que viven en las islas exteriores tengan que abandonar sus propias tierras. De hecho, la migración hacia Irian Jaya y los programas de explotaciones forestales y mineras impulsados por el gobierno han hecho desaparecer pueblos enteros y, de paso, a sus habitantes.
Aunque el gobierno indonesio lo niega, estas prácticas son genocidas. Los eufemismos utilizados en lugar del término «genocidio», como pueden ser «recolocación» y «modernización», resultan más políticamente correctos pero, desgraciadamente, como suele recordarnos la historia, la psique humana distingue con facilidad entre «nosotros» y «ellos» cuando se trata de genocidio.
A esta situación contribuyen dos instintos humanos: el etnocentrismo, por el que se tiene tendencia a considerar que la cultura propia es la «acertada», y la xenofobia, que hace temer a los extranjeros y a aquellos que son distintos.[9] Diversos estudios realizados en todo el mundo muestran que el etnocentrismo y la xenofobia no sólo son universales, sino que se inician en la infancia. El periodista David Gelman escribe al respecto:
«Hay algo más que una sátira en este lamento: a los seres humanos les encanta odiar. Tener enemigos colma una importante necesidad humana, como puede verse en los niños que se organizan en bandas rivales en los patios de recreo o en las naciones que almacenan armas nucleares. Los psicólogos afirman que nada es tan útil para fomentar la cohesión social como un grupo social, étnico o nacional considerado como objeto común de odio. […] No existe el “nosotros” […] sin un “ellos” que lo complemente».[10]
En 1830 Carl von Clausewitz expresó aún más claramente esta idea: «Dos motivos llevan a los hombres a la guerra, la hostilidad instintiva y la intención hostil; incluso las naciones más civilizadas pueden consumirse por la pasión del odio entre ellas».[11] Ya sean o no universales, el etnocentrismo y la xenofobia son tan poderosos que, cuando un grupo social crece hasta el punto de que los hombres que lo componen ya no son capaces de reconocerse entre sí, dichos hombres se sienten empujados a organizarse en grupos más pequeños —clubes, religiones, asociaciones, ejércitos, bandas clandestinas, equipos de béisbol, partidos políticos o grupos armados— a los que cualquiera de ellos puede pertenecer y seguir reconociendo a los demás individualmente como aliados.
La psique masculina parece arrastrada a clasificar a los demás hombres en las categorías «nosotros» y «ellos»,[12] con una clara inclinación por «nosotros» y una tendencia a calificar de enemigos a «ellos», aquellos con los que «nosotros» compartimos pocos genes y poca cultura. La xenofobia y el etnocentrismo no son sólo ingredientes esenciales para la guerra. En la medida en que indican instintivamente a los hombres con quiénes deben relacionarse estrechamente y a quiénes deben enfrentarse, son las facetas más peligrosas y manipulables de la guerra psicológica que genera el genocidio. De hecho, el genocidio se ha convertido en sí mismo en una poderosa fuerza de la evolución humana.
El etnocentrismo y la xenofobia pueden aparecer en los seres humanos con la velocidad del rayo. Un ejemplo escalofriante es el de Muzafer Sherif, que creó las identidades de «nosotros» y «ellos» en un campamento de verano de chicos de doce años que no se conocían previamente de nada. Sherif dividió a los muchachos en dos equipos, los Bulldogs y los Diablos Rojos. En tan sólo cinco días, esos jóvenes eran tan leales a los miembros de su propia «tribu» y tan hostiles a los de la «tribu» opuesta que la violencia que se desató entre ellos quedó fuera de control. Ante el temor de que alguno de los jóvenes resultase herido o asesinado, Sherif tuvo que suspender el experimento. Al parecer, nadie lo ha intentado desde entonces.
Los varones adultos también son sensibles a estos instintos. De hecho, la xenofobia es uno de los recursos principales de que disponen los políticos. Según el politólogo Gary R. Johnson, los políticos exhortan a los hombres a hacer la guerra, apelando a ideas de afinidad, como «la madre patria», la «tierra de nuestros mayores» o la «hermandad», para inculcarles ideas patrióticas.[13] Los políticos les recuerdan su unidad genética para convencerles de que arriesguen la vida por aquellos que tienen los mismos genes (es decir, los ciudadanos de su «nación».)
Para garantizar el proceso, todos los gobiernos y los grupos minoritarios intentan crear aduanas, lenguas, símbolos y sentimientos que fomenten el etnocentrismo. Según Quincy Wright, «la propaganda y el control de la opinión se han convertido en los métodos más importantes de integración de los grupos sociales y políticos».[14] Y añade: «Nuestra unidad se cimenta en la identificación del enemigo como fuente de todos los males de nuestro pueblo».
No se puede, sin embargo, acusar a los políticos de haber inventado la xenofobia. No es así. Las sociedades primitivas tienen esos mismos prejuicios, hasta el extremo de considerar que sus enemigos no son humanos. Por ejemplo, los eipo de Irian Jaya se refieren a sus enemigos como moscas de estiércol, lagartos y gusanos.[15] Melvin Konner señala que aunque «los !kung san carecen de los recursos humanos para organizar una guerra, por reducida que sea su dimensión, cuando hablan acerca de otras tribus, o de otros grupos de la suya, dejan muy claro que no están por encima de ese prejuicio».[16] Si los !kung san tuviesen capacidad logística para hacer la guerra, añade, «probablemente serían capaces de experimentar las emociones requeridas».
¿Cuáles son esas emociones requeridas? El veterano de Vietnam Michael Decker reveló «la Emoción», en mayúsculas, que sintió cuando su patrón, un contrabandista de drogas, le preguntó si sería capaz de asesinar a alguien. «No sabía en qué consistía el trabajo, pero sabía que podía ser algo más sucio que Vietnam», explicó Decker, «y yo había estado allí. Sabía que lo podía hacer. Ya me había hecho a la idea de que sería lo mismo, como un enemigo, como en Vietnam. Si tenía que matar a alguien, sería un enemigo.»[17]
De nuevo, para poder matar como un guerrero, los hombres necesitan creer que su antagonista es un enemigo. Los enemigos siempre parecen distintos, hablan de otra manera y son fieles a los dirigentes, principios o dioses equivocados.
La mayoría de las potencias coloniales han practicado algún tipo de genocidio. Uno de los casos extremos es la aniquilación definitiva de los tasmanios por parte de Gran Bretaña, la completa aniquilación de los indios arawak del Caribe por parte de España y el casi total exterminio de los bosquimanos !kung san liderado por Sudáfrica (véase el capítulo 6). Sorprendentemente, en los años cincuenta todavía existían en el norte de Australia cazarrecompensas cuyo trabajo consistía en matar aborígenes. Sin embargo, Estados Unidos es el país cuya historia está más llena de xenofobia y genocidio, hasta un punto que le resultaba impresionante al mismísimo Adolf Hitler. Las estimaciones oscilan considerablemente pero, antes de 1492, vivían en Norteamérica entre 5 y 40 millones de indios.[18] Si hubiesen sido 40 millones, el 90 por ciento de los indios nativos habría desaparecido 150 años más tarde, en su mayoría a causa de las enfermedades aportadas por los invasores blancos. Después de 1650, los norteamericanos blancos recurrieron a un tipo de genocidio más agresivo. Además de las docenas de guerras contra los indios que desencadenó el gobierno de Estados Unidos (conviene no olvidar las palabras del general Paul Sheridan: «El único indio bueno que vi estaba muerto»), los ciudadanos estadounidenses en general, especialmente los varones, se empleaban a fondo con frecuencia en la matanza de indios. Indios inocentes. Mujeres y niños indios asesinados mientras dormían en sus tiendas. Incluso indios portadores de banderas blancas. El sociólogo David T. Courtwright lo explica del siguiente modo:
«Las armas y las tácticas utilizadas contra los indios sugieren un odio y un desprecio indiscriminado por parte de los anglo-americanos: bebidas y alimentos envenenados, mantas infectadas de viruela, cuerpos utilizados como trampas, perros lanzados sobre los cautivos y ejecución de heridos, mujeres y niños. Los indios de California “desnudos y salvajes” eran asesinados sin necesidad de pretexto y sin vacilación, a la vez que se trataba a las mujeres indias y a sus hijos con menos escrúpulos que a los perros callejeros. Algunos hombres blancos de California, según escribía indignado un misionero francés, el padre Edmond Venisse, “matan indios para probar sus armas”».[19]
En Sudamérica sucedió algo parecido entre los colonizadores portugueses y los indígenas. Según una estimación, en 1500, en lo que ahora se conoce como Brasil (que abarca un territorio más extenso que los 48 estados de Norteamérica) vivían 11 millones de indios. En la actualidad sólo sobreviven 300.000.[20] Tras la llegada de los colonizadores portugueses, murieron millones de indios a causa de la guerra, la esclavitud, el hambre y las enfermedades.
La xenofobia de los norteamericanos no se ha limitado a sentir odio hacia los legítimos propietarios del continente. Los blancos han desarrollado también prejuicios mortales hacia otras razas. (Hoy en día, en las prisiones estadounidenses, los negros, los hispanos y los blancos se siguen segregando y organizando instintivamente y se disputan el control de todo aquello susceptible de ser controlado.) El racismo va en aumento. Courtwright describe, por ejemplo, las atrocidades que cometieron los blancos contra los chinos durante la época de la fiebre del oro en California:
«Como sucedió con los indios, a quienes los blancos solían comparar con los chinos, la forma de realizar esos asesinatos nos habla de un odio profundo, casi salvaje. A los hombres chinos se les arrancaba la cabellera, se les mutilaba, quemaba, marcaba con hierro al rojo vivo, decapitaba, descuartizaba y colgaba de las cañerías de desagüe. En una ocasión, a un minero chino le cortaron el pene y los testículos, luego los asaron en el bar más cercano y brindaron por ello, como si se tratase de un “trofeo de caza”».[21]
Por muy detestable que sean la aniquilación y el asesinato sistemáticos de cualquier grupo social, el genocidio puede producirse de más de una manera. Los ejemplos más claros consisten en eliminar a la mayoría, cuando no a todos los miembros del grupo rival y, con ellos, hacer desaparecer todos sus genes. La colonización británica, por ejemplo, fue extraordinariamente violenta: se aseguraron de que no sobreviviría ningún tasmanio y hoy no existe ADN tasmanio, ni siquiera diluido. En Tasmania sólo viven los descendientes de los vencedores.
Sin embargo, el genocidio puede ser más sutil. Como vimos en el capítulo 4, el genocidio puede consistir en matar a los varones y violar en masa a las hembras fértiles. Ya se mencionó que, en general, es más probable que los hombres violen a aquellas mujeres que han perdido a sus defensores, ya sea en Rusia, el Congo, Ruanda, la Alemania ocupada, Bengala, Bosnia, Argelia o Indonesia. En 1937 en Nanking, por ejemplo, los soldados japoneses violaban cada noche a mil mujeres chinas por lo menos (la mayoría entre 16 y 29 años de edad) y después las mataban, aunque no a todas. Durante nueve meses del año 1971, los soldados de Pakistán occidental violaron a miles de mujeres bengalíes, que dieron a luz como mínimo a 25.000 hijos.
En pocas palabras, la violación en masa no sólo es una victoria reproductiva masiva, en el sentido de eliminar a competidores varones genéticamente distintos, sino también una victoria en el sentido de utilizar a las mujeres «adicionales» conquistadas como máquinas de reproducción de los propios genes. Desde la óptica de la evolución, la violación en masa «inunda» la piscina genética de las mujeres conquistadas con genes de los varones vencedores. Es verdad, se trata de un tipo de genocidio menos «puro» que la aniquilación completa defendida por los defensores de la supremacía de una raza. Sin embargo, para los machos vencedores supone una considerable ventaja cuando se trata de reproducir su propio ADN, pues de esta forma lo consiguen más de lo que lo lograrían fuera del contexto de la guerra o la invasión. Si lo que mandase en cada hombre fuese su ADN (en el sentido de que cada macho no fuese sino una «máquina de genes»), la violación en masa sería precisamente aquello que el ADN codificaría como comportamiento para multiplicarse en un entorno estrictamente darwiniano.
Por consiguiente, las declaraciones de 1998 de la periodista Barbara Crossette no sorprendieron a nadie: «Las guerras de nuevo estilo suelen tener por objetivo las mujeres y su táctica se define como una agresión sexual premeditada y organizada […] que se propone su embarazo no deseado y el envenenamiento de las entrañas del enemigo».[22]
Este estilo de guerra, sin embargo, no representa ninguna novedad. Ya se produjo durante la caída de Roma. Como se dijo en el capítulo 4, la violación en tiempos de guerra puede ser una estrategia reproductiva instintiva de los varones y, por la misma razón, puede ser una forma instintiva de genocidio.
El reconocimiento de este hecho ha tardado en producirse. En septiembre de 1998, por ejemplo, el tribunal de justicia de las Naciones Unidas emitió la primera condena de genocidio jamás pronunciada. El alcalde de una pequeña ciudad de Ruanda fue condenado por genocidio perpetrado en una violación en masa.
Desgraciadamente, cada raza, cada grupo étnico y cada tribu tienen sus propios prejuicios. Casi todos ellos dan lugar a atrocidades, muchas de ellas mortíferas, y a menudo suelen desembocar en una guerra total. La idea subyacente es que la selección parental ha configurado la psique humana de tal forma que estimula a los hombres a eliminar a sus competidores genéticos —primero los varones, luego las hembras— cuando puede realizar impunemente estos asesinatos. Es frecuente que la guerra, ya sea declarada o no, venga inducida por esas ambiciones genocidas instintivas. A mi entender, la razón es que los hombres nacen siendo, por naturaleza, etnocéntricos y xenófobos. Los hombres se vinculan fuertemente entre sí mediante lazos familiares o a través del altruismo recíproco para combatir y matar a otros hombres genéticamente más distantes de ellos, en guerras genocidas cuyo objetivo es apoderarse o usurpar lo que poseen otros hombres, incluido el potencial reproductor de sus mujeres. Los ejemplos a lo largo de la historia de la humanidad son bastante evidentes, pero la causa última del genocidio nos la aclaran a la perfección nuestros primos más próximos.