¿Por qué la guerra?

En su mayor parte, este capítulo está dedicado a la psicología masculina y a la lógica de la guerra. Sin embargo, lo que necesitamos comprender realmente es el impulso básico que se esconde detrás de esta psicología. ¿Qué buscan los hombres en la guerra, qué cosa les resulta tan valiosa como para arriesgar sus vidas y que, en cambio, las mujeres no buscan? Si se trata de territorio, una de las razones de cualquier guerra, en las guerras territoriales debe haber algo vitalmente importante para los hombres, pero no para las mujeres.

La respuesta se encuentra en las diferencias biológicas entre machos y hembras. A causa de la competencia reproductiva sin fin entre los hombres, la selección natural y la selección familiar han diseñado a los hombres para hacer la guerra como una estrategia para apoderarse colectivamente del territorio, los recursos y las mujeres de otros hombres y utilizarlos a su favor en la reproducción. De hecho, cuando la psicóloga cognitiva Leda Cosmides planteaba en 1993 la pregunta: «¿Cómo es posible que alguien sea tan estúpido hasta el punto de iniciar una guerra?», los datos eran tan explícitos que, sin caer en ninguna simplificación, la respuesta evidente era: «Para conseguir mujeres».[162]

La guerra es de manera característica la apuesta reproductiva esencial del hombre. Muchos investigadores reconocen que la razón por la que más vale la pena correr un riesgo mortal de guerra son las mujeres o los recursos que atraen o mantienen a más mujeres y su descendencia. Lo que buscan los hombres —y los simios macho— a través de la guerra es ampliar de forma egoísta sus propias familias o darles seguridad. Es la manifestación suprema de la selección sexual del macho muy viril, con el mayor riesgo reproductivo que los machos son capaces de asumir.

«Si la causa inicial de los enfrentamientos [en una guerra] consistía en obtener y conservar los medios con los que mantener a las mujeres y los hijos», sostiene el almirante en la reserva Bradley A. Fiske, «seguramente ha seguido siendo así hasta nuestros días, a pesar de que este motivo fundamental parece haber sido desplazado, sólo en apariencia, por otros.»[163]

Por el contrario, al hacer la guerra, la mujer no gana nada que pueda defender o mantener y por lo que valga la pena arriesgarse tanto. De acuerdo con las condiciones originales a partir de las que ha evolucionado la guerra, la razón es que, a través de la guerra, un hombre podía aumentar fácilmente el número de sus mujeres y, por tanto, incrementar su éxito reproductivo. En cambio, por mucho éxito que tenga en la guerra, una mujer difícilmente puede hacer mejorar su éxito reproductivo con más esposos, habida cuenta de la limitación que le impone su propio cuerpo. Peor aún, tendría que afrontar innecesariamente la posibilidad de morir por nada o por muy poco.

Todo parece llevarnos a una de las conclusiones más importantes acerca del instinto hacia la violencia en la psique de los hombres y en la de las mujeres: las mujeres sólo usan la violencia para defender sus intereses reproductivos; los hombres van mucho más allá y usan la violencia para ampliar sus intereses reproductivos.

No es casualidad que los unokais yanomamo tengan tres veces más mujeres e hijos que los no unokais (véase el capítulo 5) o que Kublai Kan tuviese 47 hijos.[164] Todos los hombres, ya sean pigmeos aka,[165] ifaluk,[166] turcomanos yomut,[167] dani, esquimales, pigmeos aka de Gabón, ona y yaghan[168] de Tierra de Fuego, aborígenes de Australia, nootka del noroeste del Pacífico, británicos en Tasmania, blancos en Norteamérica o nazis y japoneses durante la segunda guerra mundial, compiten principalmente para conseguir ventajas en el ámbito de la reproducción.[169] Y en las guerras lo hacen de una manera muy llamativa.

Negar ese imperativo comunitario en el terreno reproductivo que tienen los hombres hacia la guerra es tan efectivo como cuando un médico niega que la causa del sida sea un retrovirus y defiende que se debe a la pobreza, las drogas, la política o la televisión. El médico sobrevivirá, pero el paciente fallecerá.

De repente, después de 75 disparos, cesó el fuego sostenido del AK-47 sobre Bill. (El fusil se había atascado porque el tercer cargador estaba lleno de barro, como los demás cargadores de su cartuchera.) Pero los M16 ya disparaban sobre el joven norvietnamita y sobre Bill. El primer pelotón respondía al fuego con la convicción de que Bill había muerto.

Chico se puso a correr hacia el agujero, avanzando como si fuese John Wayne, y lanzó varias ráfagas de disparos, una tras otra. El norvietnamita se escondió en él. Bang, bang, bang, bang, repetía el MI6 de Chico.

Chico llegó por fin al agujero, cuando lanzaba el decimoctavo (y último) disparo de su cargador. Metió la mano en el agujero y sacó al joven de un tirón.

Al mismo tiempo, Bill había conseguido desincrustar la pieza de la granada. Mientras la sostenía en el aire, notó una descarga de adrenalina. Vio a Chico luchando con el joven. El soldado norvietnamita le arrebató a Chico el cuchillo de caza que colgaba de su cinturón. Bill seguía atrapado, pero vio, como si fuese a cámara lenta, que Chico volvía a apoderarse del cuchillo y lo hundía en el joven vestido de caqui. Chico se puso de rodillas y acuchilló una y otra vez al norvietnamita.

El soldado norvietnamita dejó de luchar. Chico tiró el cuchillo y recogió su M16. Sacó el cargador vacío y puso uno nuevo. Miró al soldado que intentaba aferrarse a sus pies, disparó y le alcanzó en el ojo derecho. El soldado norvietnamita dejó de moverse. Había muerto instantáneamente y, de pronto, su cara aterrada había adquirido un aire de serenidad.

Siguieron oyéndose disparos esporádicos de AK-47. El primer pelotón devolvió el fuego con granadas M79, intentando evitar a los hombres del primero del Noveno, el complemento del primer pelotón, que se estaban acercando. Bill gritó: «¡Fuego en el agujero!», y arrojó la granada hacia uno de los fusiles AK. Explotó al cabo de cuatro segundos. Finalmente, Bill consiguió liberarse de las ataduras que le habían impedido moverse y recogió su M16.

Miró con fijeza el arrozal y pudo ver que llegaban los hombres del Primero del Noveno, atraídos por los disparos. Entonces cesó el fuego.

El primer pelotón se replegó sin ninguna baja. El resto de la Compañía B llegó en los helicópteros. Se hicieron cargo de la zona y empezaron a acondicionarla para pasar la noche.

La proximidad de la muerte había impactado mucho a Bill. Varios meses más tarde, mientras realizaba una patrulla, oyó un pequeño ruido metálico y, al girarse, vio a un soldado norvietnamita a unos siete metros.

Había salido de la nada y le apuntaba con su fusil AK. Se oyó el fuego amigo de un M16 procedente de algún punto cercano y el soldado cayó muerto en el acto. El norvietnamita había apretado el gatillo, pero se había olvidado de cargar el arma. De no haber sido así, Bill habría pasado a mejor vida. Le había ocurrido más veces, pero le pareció que ya eran demasiadas.

Después de colaborar en la preparación del campamento, Bill no podía conciliar el sueño. Estuvo paseando en la oscuridad hasta el puesto de mando (otro agujero), donde pidió que le enseñasen el fusil AK que habían capturado para ver lo cerca que había estado de la muerte. El teniente, el sargento y el médico querían que se fuese. Bill había estado a punto de morir por el fuego amigo. Él lo sabía, y la idea lo obsesionaba. Intentó abrirse paso a empujones. Tras un tercer intento, el médico, Jack Dempsey, lo derribó, le clavó las dos manos en la garganta y a punto estuvo de ahogarle.

Bill hizo gestos para que parase. Todavía conmocionado dijo:

—Estoy bien, estoy bien. De acuerdo. Gracias.

A continuación Dempsey estuvo charlando un buen rato con Bill para asegurarse de que realmente estaba bien. Bill, todavía tembloroso, regresó a su puesto, pero estuvo en vela toda la noche.

Al alba, dos soldados norvietnamitas que habían sido heridos el día anterior por los disparos de los helicópteros se rindieron a la unidad de Bill. Al poco tiempo, el Charlie Charlie (el helicóptero del coronel) depositó al teniente coronel del batallón Robert Stevenson y a un adiestrador de perros y se evacuó a los heridos.

Como el primer batallón ya había ocupado su objetivo, la Compañía B avanzó por un sendero que llevaba hacia el río. Los hombres fueron abriéndose paso a través de la maleza, las plantaciones de pimienta y marihuana de la región de Montagnard y vieron muchas mochilas repletas de arroz abandonadas que habían sido robadas por los vietnamitas. El soldado especialista Pratt andaba detrás del adiestrador, mientras Bill avanzaba junto al coronel, en la parte posterior del primer pelotón.

El perro se puso a ladrar y el adiestrador empezó a disparar su MI4. Pratt empujó al adiestrador y vació el cargador de su M16 de 21 balas. Todos los hombres se agazaparon a ambos lados del sendero, excepto el coronel Stevenson, que se quedó quieto observando los hechos. Bill se acercó a él y le agarró por el cinturón hasta hacerle caer al suelo.

—Lo siento, señor —se disculpó Bill.

—Está bien, soldado.

Una de las balas de Pratt rozó la cabeza de un soldado norvietnamita que esperaba emboscado con una ametralladora y lo dejó fuera de combate. El soldado también había sido herido el día anterior, pero su unidad lo había abandonado con 400 balas y una ametralladora RPD. El primer pelotón se hizo cargo del prisionero. Charlie Charlie se posó de nuevo y se llevó al coronel Stevenson y al nuevo prisionero. Como supimos más tarde, la unidad norvietnamita había llegado a la zona para robar el arroz de la región, pero había desaparecido del mapa para evitar enfrentarse al Primero de Caballería. A esas horas, ya debían de haber llegado a Camboya.

Camboya, reflexionó Bill. Allí es donde tendría que estar pasando todo esto. En realidad, estábamos librando una guerra contra un enemigo que disponía de una cómoda zona de seguridad, a la que los norteamericanos no teníamos acceso. Era del dominio público que los norvietnamitas contaban con ciudades en la selva tropical, cerca de la frontera, en las que amontonaban municiones y pertrechos en cantidades suficientes para invadir una gran parte de Vietnam del Sur.[170] Este estado de cosas no podía seguir así.

Sin embargo, el general Westmoreland había prohibido explícitamente a todos sus subordinados la más mínima mención de que Camboya fuese una ruta de abastecimiento del ejército norvietnamita, su santuario logístico y su punto de partida para los ataques sobre Vietnam del Sur.[171] (Años más tarde, muchos de sus subordinados defendieron la idea de que la razón por la que se perdió la guerra fue la prohibición de que los norteamericanos atacasen Camboya.) La estrategia básica de Westmoreland consistía en librar una guerra de desgaste, pues los cálculos le hacían pensar que el ejército norvietnamita se agotaría antes que el suyo.[172]

Ante la imposibilidad de entrar en Camboya, la Compañía B hizo un reconocimiento a fondo de la zona durante todo el día pero, en lugar de localizar la unidad del ejército norvietnamita, ésta consiguió dar la vuelta a la situación y logró derribar el helicóptero Charlie Charlie.

Bill y otros once soldados del primer pelotón tuvieron que desplazarse por la noche en helicóptero hasta el aparato del coronel e intentar una operación de rescate al día siguiente.

—¡Salta! ¡Salta! —le gritaba a Bill el responsable de la ametralladora del helicóptero, señalando con el dedo hacia abajo.

Bill miró hacia el suelo; tenía que saltar más de ocho metros. Los focos permitían divisar un mar de hierbas altas en movimiento, pero no el suelo.

—¡No! ¡Tenéis que bajar más! —El dedo de Bill señalaba enfáticamente hacia abajo mientras movía la cabeza de derecha a izquierda.

El soldado no podía oírle, pero entendió el mensaje. La tripulación discutió brevemente la situación. Las hierbas altas se movían como olas allá abajo.

Para muchos soldados norteamericanos, esta guerra se había transformado en pura psicología de supervivencia. La preocupación principal de cada hombre era contar los días que le faltaban para la fecha de su repatriación. Volver tullidos porque un piloto nervioso quisiera lanzarlos a toda costa desde un helicóptero a más de ocho metros sobre un suelo invisible era una opción inaceptable.

Bill volvió a mover la cabeza y a señalar hacia abajo con el dedo. El piloto hizo descender el aparato hasta unos cinco metros. No estaba dispuesto a bajar más.

Bill y los demás empezaron a lanzar sus equipos, de casi 25 kg cada uno. Por lo menos ahora podían ver lo que creían que era el suelo. Los hombres saltaron con sus M16 a cuestas. Uno de los soldados de otro helicóptero, cuyo piloto se había negado a bajar hasta los cinco metros, se rompió el tobillo y tuvo que ser evacuado por un helicóptero médico. Los soldados pasaron la noche esperando un ataque de los norvietnamitas que redujera el Charlie Charlie a escombros.

El ataque esperado no se produjo. Al anochecer, se acercó un Chinook CH-47 para reparar el aparato averiado. Bill y sus compañeros tuvieron que andar hasta la cima de una colina próxima, desde donde varios Huey los transportaron hasta LZ DucCo (un campamento de las fuerzas especiales) y de allí hasta el lugar en que se encontraba el resto de la Compañía B. El 24 de diciembre, la Compañía B pudo regresar por aire a su campamento base en An Khe, durante el alto el fuego de Navidad, y para que los hombres pudiesen ducharse y asearse después de ocho semanas de fatigas en la jungla.

En An Khe, por fin consiguió beber una Coca-Cola caliente.

A su manera, esa Coca-Cola era una alegoría de la forma en que la guerra del Vietnam, no declarada por Estados Unidos, siguió una estrategia pensada por Lyndon B. Johnson y finalizó con la retirada decidida por Richard M. Nixon.

Según el teniente de la Armada, Philip Caputo, «nuestra misión no consistía en ganar terreno o asaltar posiciones, sino simplemente en asesinar: matar comunistas y matar el mayor número posible. Apilar los muertos como se apila la madera. La victoria consistía en contabilizar muchos muertos; la derrota, en tener una tasa de muertes reducida. La guerra era una cuestión numérica».[173] La moral del regimiento de Caputo cayó en picado hasta el punto de que, ya en 1966 (las tropas norteamericanas siguieron presentes en Vietnam otros seis años desastrosos), el comandante de la compañía de Caputo anunció una nueva política: «A partir de ahora, a cualquier marine de la compañía que mate a un soldado del Vietcong se le entregará una ración extra de cerveza y el tiempo necesario para bebérsela. Como nuestros hombres estaban tan cansados, sabíamos que la promesa de disponer de tiempo libre les resultaría atractiva. […] Éste es el nivel al que había llegado el noble idealismo de un año antes. Íbamos a matar por unas latas de cerveza».

Para Estados Unidos la guerra de Vietnam fue una verdadera guerra, pero no en el sentido de que un grupo sociopolítico (tribu, nación, religión, reino o clan) compite con otro en un conflicto genocida por la posesión de territorio, recursos, mujeres, derechos comerciales u otros. Los estadounidenses no sentían ninguna preocupación por Vietnam, ni codiciaban, necesitaban o dependían de nada que tuviese que ver con ese país, ni siquiera admiraban nada en él. Sin embargo, la guerra del Vietnam no fue una excepción entre las guerras más habituales. Fue una lección extrema sobre la guerra, una táctica brutal y corrupta de posicionamiento internacional de un gobierno cuya estrategia pretendía el reconocimiento como nación dominante (alfa), como líder mundial. En pocas palabras, en la guerra de Vietnam se dio aquello que se da en todas las guerras: el control primario de los recursos esenciales y escasos a la mayor escala posible, la escala planetaria. También tenía que ver con la derrota de un enemigo (los soviéticos) que competía por lo mismo. Pero resulta significativo que el enemigo soviético no estuviese presente en el campo de batalla.

La enseñanza que se desprende es que la escala, la ubicación y la conducción de la guerra eran tan poco «naturales» que no lograron estimular la psicología guerrera instintiva, o el patriotismo, de la mayoría de los estadounidenses que combatieron en la guerra.

Es cierto que no era el tipo de guerra que Bill y los tres millones de otros estadounidenses enviados a Vietnam pudiesen comprender gracias a las películas de John Wayne que habían visto en la televisión de pequeños. La razón por la que nosotros, los reclutas, nos enrolamos por aquel entonces en las fuerzas estadounidenses con tanta disposición por nuestra parte constituye una lección que induce a la reflexión sobre lo que un gobierno «totalitario» puede generar. Cuando Bill, yo mismo y nuestros compañeros de diecinueve años fuimos reclutados en 1966, pocos poníamos en cuestión la legitimidad o el resultado de la guerra de Vietnam. Lo ignorábamos todo a causa de un sistema público de educación con una buena dosis de propaganda y muy pocas ideas. En primer lugar, nos habían repetido varias veces que los comunistas eran unos asesinos que intentaban esclavizar al mundo entero (y así era). Segundo, la mayoría de nosotros éramos estadounidenses leales con la confianza suficiente en nuestro presidente como para aceptar la idea de que aquellos que se negaban a luchar cuando la patria les necesitaba eran unos traidores. En tercer lugar, Estados Unidos siempre había ganado. En pocas palabras, combatimos por ingenuidad, lealtad y amor a nuestro país. Incluso algunos lucharon por el deseo de aventura, pero la mayoría de nosotros fue a la guerra para evitar la deshonra (de ahí el calificativo de «totalitario» que aplico al sistema de leva de nuestro país).

Todo esto nos da una última gran lección vital. La guerra del Vietnam fue un «experimento» involuntario que puso en evidencia los límites naturales que presenta la psique masculina para «aceptar» matar a alguien en combate. Por extraño que parezca, esta guerra no fue una «guerra» para la mayoría de las tropas estadounidenses. Nuestros soldados iban al sudeste asiático a matar a los malos —de acuerdo con una definición bastante equívoca— para ayudar a los buenos, que resultaron ser sólo uno, otro régimen político demasiado corrupto para salir adelante por sí solo. Muy pocos norteamericanos, tal vez ninguno, creían que en Vietnam se estuviese dirimiendo algo realmente importante desde el punto de vista personal. Sin embargo, la tropa tenía órdenes de matar norvietnamitas y soldados del Vietcong y, si no lo hacía, iría a la cárcel. En esas condiciones, los soldados estadounidenses mataron pero, al hacerlo, superaron sus límites naturales de aceptación de la violencia en el contexto de lo que Vietnam significaba para ellos, que era casi nada. Desde la perspectiva de la mayoría de los combatientes estadounidenses, la guerra no era necesaria.

«Somos los que no estábamos dispuestos a ir a la guerra, dirigidos por gente no cualificada que hace lo que no es necesario para los ingratos.»[174] Este era el lamento, verdaderamente penoso, de la mayoría de los soldados destacados en Vietnam. Sin embargo, esto no es nada comparado con el sufrimiento de los «conejillos de Indias», utilizados por el presidente Johnson en su «experimento» de una «guerra» carente de sentido.

«Por regla general», escribe Matthew Brennan, veterano de la guerra de Vietnam con 39 meses de combate en el Primero de Caballería Aérea, «el típico recluta estadounidense recién llegado tardaba unos seis meses en morir en combate, en sufrir heridas graves o en volverse loco.»[175] Esa matanza «innecesaria» hizo que muchos soldados se volvieran locos. Sin embargo, todo el daño psicológico que tuvieron que soportar esos hombres no se debía a haber tenido que obedecer unas órdenes descabelladas con el fin de matar a un millón de soldados norvietnamitas, guerrilleros del Vietcong y civiles, ni siquiera a haber asistido a la muerte horrible de sus compañeros de armas. La razón es más bien que las muertes, los asesinatos y las mutilaciones en ambos bandos del conflicto no respondían a nada; «nada» porque el Pentágono no disponía de ninguna estrategia, nada parecido a un plan para ganar la guerra[176] (y los soldados estadounidenses lo sabían), y «nada» porque, para el soldado estadounidense medio, no había nada importante en juego en Vietnam, excepto su propia vida, que habría podido conservar más fácilmente quedándose en casa. En resumen, la violencia mortal de los soldados estadounidenses carecía totalmente de sentido en esta maquinaria natural tan delicada que es la psique masculina de los humanos.

Una conclusión esencial de todo lo anterior es que, aunque mediante la coacción y la propaganda se puede convencer a los hombres jóvenes de que maten a sus oponentes (especialmente de otros grupos raciales), si no se creen que sus oponentes son verdaderos enemigos, estos hombres dejarán de obedecer las órdenes en algún momento, se amotinarán o se volverán locos. La guerra de Vietnam es muy reveladora a este respecto, pues puso de manifiesto el límite instintivo que impone la psique masculina ante el hecho de matar: para decidirse a matar, la mente del hombre tiene que tenerlo completamente «justificado»; si no es así, deriva hacia la locura.

En la actualidad, las estructuras de los gobiernos favorecen su propio crecimiento. Unos gobiernos más poderosos requieren más impuestos, ya sea en forma de dinero o de reclutas. Para justificar un aumento de los impuestos, algunos políticos abusan de los poderes que les son propios y se «inventan» enemigos (drogas, pobreza, armas, comunistas) contra los que nosotros, los ciudadanos de a pie, poco podemos hacer para protegernos. Los políticos nos advierten que, si no pagamos, seremos condenados. Es un caso claro de extorsión política que lleva al abuso masivo de poder.

La guerra política de Johnson fue un abuso masivo de las vidas y mentes de muchos hombres, una guerra que en gran medida apagó el patriotismo de una generación entera y lo sustituyó por una actitud crítica hacia los dirigentes del país. El teniente coronel Charles F. Parker lo explica así:

«Una gran nación, que se ha formado en libertad, con un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, no tiene derecho a abusar así de la confianza, la valentía, la resistencia y el sacrificio de sus soldados, que son sus propios hijos e hijas.

»Es verdad que, en última instancia, los soldados no combaten por el rey o el país. Luchan, antes que nada, por sobrevivir y, en segundo lugar, para no fallar a sus camaradas. Algunas veces, puede que estas prioridades tengan distinto orden, pero en algún lugar de la mente del soldado norteamericano se encuentra la fe infantil en que aquel horror puede serle útil a la nación. Traicionar esa fe, como hizo la administración del presidente Johnson en Vietnam, es despreciable. Y posiblemente esa traición haya matado para siempre la fe infantil de los soldados de la nación».[177]

Bill bebe Coca-Colas frías en las sesiones de terapia de grupo que frecuentan los veteranos de la guerra de Vietnam que sufren trastornos de estrés postraumático. A veces me explica que esas sesiones suelen ser peores que la maldita guerra.