El analista militar Stanislav Andreski sostiene que el elemento desencadenante de la mayoría de las guerras es el hambre o, incluso, «un simple descenso del nivel de vida habitual».[145] Los antropólogos Carol y Melvin Ember pasaron seis años realizando estudios sobre la guerra a finales de los años ochenta en 186 sociedades preindustriales. Se centraron en los periodos previos al inicio de las hostilidades, con la esperanza de recoger los datos «más objetivos y menos distorsionados». Al parecer, Andreski tenía razón. Según los Ember, la causa más común de la guerra era el miedo a las privaciones. Los vencedores de las guerras que estudiaron se adueñaban siempre de los territorios, los alimentos o los recursos básicos de sus enemigos. Es más, los desastres impredecibles que generaron situaciones de privación, como la sequía, las plagas, las inundaciones y las heladas, dieron lugar a más guerras que las situaciones de escasez crónica.[146]
Lo mismo ocurre con las naciones modernas. En 1993, los politólogos Thomas F. Homer-Dixon, Jeffrey H. Botwell y George W. Rathjens estudiaron las raíces de los últimos conflictos mundiales y dedujeron que «existen relaciones causales significativas entre carencia de recursos renovables y violencia».[147]
En resumen, muchas guerras parecen ser un robo comunitario, a gran escala, de los recursos de vida de otros grupos sociales. Sin embargo, por muy instructiva que pueda ser esta conclusión, no explica por qué los hombres hacen la guerra y las mujeres se quedan en casa y se preocupan por la guerra. ¿Existe algún instinto de lógica guerrera programado en la psique masculina que hace que los hombres sean incapaces de evitar el inicio de una guerra cuando tienen posibilidades de ganarla? Todas las guerras empiezan cuando alguien decide lanzar una ofensiva. ¿Cuáles son las causas?
Es bien sabido que la guerra obedece a una lógica implacable que obliga y premia con la victoria las acciones acertadas y castiga con la derrota las desacertadas. Esta lógica puede estimular la decisión de iniciar las hostilidades, simplemente porque el coste de no iniciarlas es demasiado elevado. Cualquiera de los protagonistas, voluntarios o involuntarios, de una guerra desarrolla estrategias que le permiten obtener los máximos beneficios y las mínimas pérdidas. Como es evidente, el vencedor se hace con la parte más suculenta del premio, aunque éste se haya reducido mucho al finalizar la guerra. Aun así, aquellos que desencadenan una guerra siempre esperan verse en una situación mejor al término de ella. Lo paradójico, sin embargo, es que la mayoría de las guerras del siglo XX fueron desencadenadas por los que iban a perderlas.
¿Cuáles son esos elementos dinámicos que rigen la lógica y la psicología de la guerra? Los biólogos John Maynard Smith y G.R. Price analizaron y clasificaron a los «protagonistas» de las guerras de acuerdo con los posibles tipos de estrategias. Entre los tres tipos principales se encuentran los halcones, que se enfrentan a cualquiera, sin preocuparse por las consecuencias; las palomas, que mantienen una actitud pacifista y prefieren no luchar; y los burgueses, que luchan para conservar su territorio, pero en ningún caso para apropiarse del ajeno.[148] La estrategia de los burgueses contiene elementos a la vez de racionalidad y de irracionalidad, pues el mensaje que transmite al oponente es del tipo: «Somos gente razonable; no vamos a atacar a menos que se produzca una provocación, pero mantenemos unos principios sagrados por los que estamos dispuestos a luchar hasta la muerte». Por consiguiente, los burgueses son «estrategas condicionados» cuya actuación depende de la de sus oponentes. Cuando tratan con las palomas, los burgueses se presentan como palomas. Cuando son atacados por los halcones, los burgueses luchan como halcones. Otros estrategas condicionados son los matones, que actúan como halcones hasta que son atacados como represalia, momento en el que se dan a la fuga, y los que no descartan las represalias, que actúan como burgueses cuando son atacados por los halcones, pero que, si se presenta la ocasión, atacan a las palomas.
Maynard Smith y Price hallaron que, en igualdad de condiciones, los burgueses ganan sistemáticamente, porque luchan en territorio conocido, el suyo propio —con la ventaja que esto supone— y, por tanto, desarrollan una estrategia mucho menos arriesgada. Los burgueses también tienen la razón moral de su parte: están «del lado de la razón». En consecuencia, la «estrategia estable desde el punto de vista evolutivo» es sin duda la de los burgueses. Por el contrario, las palomas (los pacifistas) siempre pierden, excepto cuando se enfrentan entre sí.
El exponente más claro de un sistema de autodefensa nacional en el que se utiliza una estrategia burguesa es Suiza. En 1291, los suizos, conducidos por Guillermo Tell, se levantaron contra el imperio austríaco de los Ausburgo y libraron una guerra de independencia durante dos siglos. En 1499 lograron triunfar. En 1848, los suizos habían establecido el gobierno más democrático del mundo y votaron por conservar su independencia proporcionando las armas adecuadas a sus ciudadanos. En la actualidad, cualquier hombre adulto sin impedimento físico dedica un año de su vida a adquirir un entrenamiento militar activo. A los veinte años, se le proporciona un rifle de asalto que ha de mantener de por vida, que se suma a las pistolas, ametralladoras e incluso cañones Howitzer de los que pueda ser propietario. «De hecho, la milicia equivale prácticamente a la nación», advierten David Kopel y Stephen D’Andrilli. «“Los suizos no tienen ejército, son el ejército”, se puede leer en una publicación del gobierno.»[149] Este hecho les ha ahorrado muchas vidas ante Rusia, Francia y los nazis de Hitler (quien había previsto anexionar Suiza al Tercer Reich con la esperanza de hacerse con el oro depositado en sus bancos). Hoy en día, la pequeña nación suiza puede movilizar a 650.000 hombres bien armados, ciudadanos bien entrenados en menos de 24 horas. En el mundo animal, la mayoría de las especies utilizan estrategias burguesas como la de los suizos.[150]
La segunda estrategia con más éxito es la de los que no descartan las represalias. Los halcones atacan a los burgueses que se han debilitado por algún motivo o atacan a las palomas. Suelen salir vencedores y, por tanto, se esfuerzan en mantener de manera permanente la guerra ofensiva entre las actividades de los seres humanos.
Muchos dirigentes políticos comprenden estas realidades de forma instintiva, como les sucede a los chimpancés, aun cuando son incapaces de explicarlas. «Las guerras se ganan o se pierden», recuerdan los politólogos Paul Seabury y Angelo Codevilla, «las naciones viven o mueren, principalmente debido a la buena disposición que tengan sus ciudadanos a luchar, su predisposición a imponerse una disciplina y su capacidad de seguir a unos jefes que saben lo que hacen.»[151]
Sin embargo, más allá de esta lógica, la guerra real es algo horrible para todo el mundo porque, si bien apoderarse de los recursos o del territorio de los demás puede proporcionar abundantes beneficios, siempre y cuando los propietarios no se resistan, lo cierto es que los propietarios se resisten. Y es así porque nadie puede permitirse el lujo de perder y porque ningún pacifista puede ganar. Por lo tanto, es fácil crear un mundo en el que la mayoría de los grupos sociales adopten una actitud bélica. Según el antropólogo Andrew Bard Schmookler, si existiesen diez tribus y nueve reclamasen la paz, sólo haría falta que la número diez empezase la guerra e indujese, por tanto, una actitud defensiva ante la guerra en cada una de las otras nueve.[152] Simplemente no pueden permitirse no poner en pie un sistema de autodefensa.
El único factor que impide que la guerra se desencadene con mayor frecuencia aún es su elevado coste. Entre los chimpancés en estado salvaje, sirve a menudo para disuadir a ambos bandos de iniciar las hostilidades, excepto si uno de ellos parece debilitado.
Los yanomamo de Venezuela constituyen un claro ejemplo de pueblo atrapado en esa «lógica» de la guerra. Los yanomamo creen que todas las muertes que no se han producido por un ataque directo de personas o animales sólo pueden atribuirse a los hechizos lanzados por los rivales de otras aldeas. Esta creencia les lleva a recurrir a una práctica llamada nomohomi, según la cual invitan a todos los sospechosos a un banquete y los matan a traición mientras tienen bajada la guardia. Los asesinos raptan a las mujeres de los muertos y se desencadena una guerra que puede durar hasta veinte años. Los yanomamo reconocen que la razón última de sus guerras es el hecho de raptar a las mujeres de otras aldeas, pero, una vez iniciada la guerra, no les cabe en la cabeza no vengarse y no lanzar operaciones de castigo. Consideran que si no lo hiciesen así, sus enemigos les superarían fácilmente.
Los yanomamo siempre sospechan de la posible traición maquiavélica de sus «aliados», pero sopesan la fuerza de sus alianzas con otras aldeas frente a la de sus enemigos antes de embarcarse en alguna expedición o practicar el nomohomi. Si se trata de una expedición, los integrantes escogen como blanco a los waiteri (los fieros) o al propio jefe de los enemigos, para tenderles una emboscada. Estos asesinatos estratégicos suelen traducirse en una victoria rápida y, a veces, en la huida masiva de la aldea enemiga. Como en todas las expediciones militares, el elemento más importante es el factor sorpresa. Las guerras de los yanomamo consisten en una sucesión alterna de expediciones de castigo con las que pretenden matar a uno o varios enemigos y darse a la fuga antes de ser descubiertos. Dado que los yanomamo interpretan como un fracaso cualquier baja de uno de los participantes en dichas expediciones, al margen del número de enemigos que hayan podido matar, actúan con gran sigilo en las emboscadas y utilizan flechas con puntas impregnadas de curare. Pero si no encuentran a la persona que habían designado como blanco en el territorio enemigo, actúan sobre cualquier otro.
A pesar del sigilo y del ceremonial, un 30 por ciento de los hombres yanomamo fallece de muerte violenta. Es aproximadamente el mismo riesgo que corren los chimpancés de Gombe.
Vivir de esta forma puede parecer una locura, pero basta recordar el nivel de miedo que padecía la sociedad norteamericana entre 1949 y 1991 debido a la guerra fría con la Unión Soviética y la carrera armamentista que conllevó. Como en el caso de la guerra fría, este ciclo de expediciones y contraexpediciones y estos asesinatos alternos persisten entre los yanomamo porque los consideran la mejor opción. En efecto, según Napoleón Chagnon, si el hombre de mayor rango de una aldea cuyo jefe ha sido asesinado «es incapaz de mostrar su ferocidad y su deseo de venganza, no pasará mucho tiempo antes de que sus amigos de las aldeas aliadas se tomen más libertades y soliciten más mujeres. Así pues, el sistema […] le exige ser feroz».[153]
Este sistema es muy malo para las mujeres. Por lo menos el 17 por ciento de todas las esposas son raptadas por los waitieri, normalmente como consecuencia de las traiciones nomohomi[154] La mayoría de las mujeres son violadas.
Todos estos horrores persisten a causa de la implacable lógica de la guerra y la intensidad de los vínculos que los hombres establecen entre sí. Aun así, no todos los hombres de una nación en guerra son guerreros. Algunos adoptan lo que los biólogos de la evolución llaman una estrategia «cobarde», consistente en aparentar que luchan o que apoyan a los que lo hacen. Cuanto mayor y más complejo es el grupo social, más fácil es hacer trampa o presentarse como un pacifista.[155] Es más, los tramposos y los pacifistas pueden plantearse la obtención de algún beneficio sin asumir ninguno de los riesgos de quien participa en el combate, pero intentan llevarse una parte del premio (desde el punto de vista de la reproducción) tras la victoria. Algunos teóricos que consideran la guerra como algo propio de la naturaleza humana admiten que los tramposos podrían llegar a eliminar prácticamente todos los genes relacionados con la guerra, ya que a la larga los guerreros podrían matarse entre sí y diezmar la población hasta que sólo quedasen tramposos, además de algunos guerreros supervivientes. Para eliminar a los últimos guerreros, los tramposos y los pacifistas tendrían que tener más descendientes que los guerreros (lo cual no sucede en el caso de los yanomamo, como se vio en el capítulo 5). Pero incluso si los no guerreros eliminasen a todos los guerreros de su grupo, esa población de no guerreros podría llegar a ser atacada, hasta hacerla desaparecer, por otro grupo que tuviese guerreros en su seno. Es más, si todos los grupos sociales del mundo acabaran compuestos sólo por tramposos y pacifistas, cuando una mutación diese lugar a un guerrero, éste se reproduciría sin problemas a expensas (y con la muerte) de los no guerreros, quienes, al no ser protegidos por los guerreros, perderían las guerras. Lo que todo esto significa es que si la guerra es algo que se encuentra en nuestros genes, la frecuencia de dichos genes oscilará de forma cíclica de manera que la mayoría de los grupos contarán con algunos hombres dispuestos a hacer la guerra y otros que hagan trampa. En realidad, es exactamente lo que se comprueba en todas las tribus y naciones.
Lo esencial es que cuando se considera posible apropiarse por la fuerza de los recursos, el territorio o las mujeres de otro grupo, automáticamente se instala la amenaza de la guerra.
Los analistas coinciden en decir que el único antídoto contra la guerra, ya sea con flechas envenenadas o bombas nucleares, es la disuasión. La disuasión depende en gran medida de transmitir a los demás la voluntad de tomar represalias masivas, independientemente del coste que conlleven, si el otro bando actúa primero.[156] De hecho, la política explícita de la nación más burguesa del mundo, Suiza, es «prevenir la guerra mostrando nuestra voluntad de defendemos»,[157] y su estrategia permanente consiste en imponer a los posibles invasores el precio más alto y más sangriento posible. La estrategia por la cual ambos bandos están preparados y dispuestos a tomar represalias masivas da lugar a la «disuasión estable», como ocurrió en la guerra fría entre la Unión Soviética y Estados Unidos. Aunque el eslogan «mejor muertos que rojos» pueda parecer estúpido, sirvió para prevenir la guerra mientras los soviéticos siguieron creyendo en la amenaza de represalias masivas. Sin embargo, esta credibilidad sólo era posible si contaba con el convencimiento de los soviéticos de que Estados Unidos creía que las mayores pérdidas podían derivarse de no desencadenar dichas represalias. «Hoy en día, la mayoría de la gente sigue creyendo que la garantía de la paz mundial es la capacidad militar junto a la voluntad de ejercerla», sostienen Paul Seabury y Angelo Codevilla.[158]
En el marco de esta lógica de disuasión, cabe preguntarse qué ocurre si los dirigentes de una de las partes en litigio están verdaderamente locos (Hitler, Hideki Tojo, Ho Chi Minh, Pol Pot, Saddam Hussein) y son capaces de invadir el territorio enemigo al margen de todo. La parte agredida es consciente de que la resistencia será tan costosa que puede resultar más prudente no combatir y ahorrar pérdidas, renunciando simplemente a una parte de los recursos, pero una actuación de ese tipo tiene más que ver con el suicidio que con la prudencia, porque equivale a hacer saber a todos los vecinos que la invasión no es sino un paseo militar. Lo que nos enseña la historia es que, en esas condiciones, estos vecinos despedazarán a quien mantenga una actitud «racional». La lección que puede sacarse es que el militarista irracional que manifiesta su voluntad de luchar coacciona a la parte contraria, haciéndole afrontar un dilema en el que la mejor solución también consiste en adoptar una voluntad irracional manifiesta de luchar aun pagando un precio enorme.
El precio puede ser una guerra sin fin. Las tribus dani del enorme valle del río Beliem en Nueva Guinea (en la actualidad Irian Jaya), por ejemplo, viven perpetuamente en guerra al haber sido arrastradas por esa lógica y por la aparente irracionalidad de tomar represalias para generar disuasión. Según el antropólogo Karl Heider:
«Todas las alianzas entre los indígenas dani [alrededor de unas 5000 personas] estaban continuamente en guerra por lo menos con una alianza vecina. La guerra afectaba a todos los dani. Aquellos que vivían cerca de la frontera, como los de la comunidad dugum, podían ver y oír sus batallas y, cuando se dirigían a sus huertos, tenían que mantenerse alerta ante las incursiones enemigas. Todos los dani habían visto morir a un amigo o un conocido por heridas de lanza o flecha. La mayoría de los hombres había ayudado a matar a un enemigo con esas mismas armas y todos habían asistido recientemente a funerales de “sangre fresca”».[159]
Globalmente, en la población dani, el 28,5 por ciento de las muertes de machos adultos y el 2,4 por ciento de las muertes de hembras adultas son el resultado de la guerra. A pesar de esa carnicería, los dani creen que la venganza es fundamental para aplacar los fantasmas de la violencia, pero también saben que su clan sería arrasado si no consiguiese tomar represalias. Por consiguiente, al igual que los yanomamo, persisten en esta espiral de muerte hasta que se desencadena una guerra más generalizada.
En el campo de batalla se enfrentan dos ejércitos de un centenar o más de hombres cada uno, separados por unos diez o veinte metros, que avanzan y retroceden. Se arrojan lanzas, flechas e insultos, que intentan esquivar. Adiestrados por los hombres más viejos de cada bando, incluso los niños de seis años se lanzan flechas unos a otros.
Las incursiones por sorpresa son más arriesgadas y más mortíferas que estos enfrentamientos momentáneos, pero abiertos y controlados. Una docena de hombres se adentra sigilosamente en territorio enemigo, a través de pantanos en los que abundan los patos asustadizos que, de echar a volar, delatarían su presencia. Los hombres han de atravesar una frontera vigilada por centinelas desde lo alto de torres fabricadas a tal fin y los centinelas conocen al milímetro cualquier detalle del terreno a su cargo. Ser detectados equivaldría a morir en una contraemboscada.
Como cabe esperar, el primer ataque es la fase más repugnante de la guerra entre los dani. Por ejemplo, en 1966, un dani del clan de los getulu llamado Mabel y que aspiraba a convertirse en jefe (la dinámica social de Nueva Guinea no se basa en jefes hereditarios sino en «grandes hombres» que dirigen a su gente utilizando su carisma y su capacidad de persuasión) organizó una incursión de centenares de getulu contra una docena de núcleos de población próximos, fuertemente vinculados a algunos «grandes hombres» dani de la alianza Wilihiman-Walalua. Los getulu prendieron fuego a los hogares de los enemigos y, a medida que los sorprendidos habitantes, hombres, mujeres y niños, intentaban escapar del fuego, los getulu los fueron matando, hasta un total de 125 personas. Los getulu recuperaron la dignidad ante la alianza Wilihiman-Walalua, pero también se apoderaron de centenares de cerdos (un bien muy apreciado entre los dani). La alianza Wilihiman-Walalua no tardó en contraatacar, pero sin éxito. Los jardines que separaban a los nuevos enemigos se convirtieron en una zona de nadie.
Los horrores de una guerra perpetua, como las que se producen en las comunidades de los dani y los yanomamo, han llevado a los estudiosos de la guerra a estar de acuerdo en un punto: la estrategia ideal consiste en ganar sin luchar.[160] De todos los estudiosos, el analista más intemporal ha sido el filósofo chino Sun Tzu, que vivió hace unos 2500 años y se convirtió en un brillante general. En su obra El arte de la guerra, describió las reglas que rigen las guerras, tal como las seguimos entendiendo en la actualidad. Por ejemplo, fue el primero en escribir que «la excelencia suprema [en la guerra] consiste en romper la resistencia del enemigo sin necesidad de combatir».[161]
Sun Tzu también insistió en que eso solamente podía lograrse con un buen sistema de mando. El comportamiento es el arma principal de cualquier arsenal, y corresponde al mando decidir cómo han de comportarse sus tropas. Sin embargo, no abundan los líderes brillantes. Entre los más destacados se cuentan Alejandro Magno, Aníbal, Kublai Kan, Hernán Cortés, George Washington, T.E. Lawrence, John R.E. Chard, Paul von Lettow Vorbeck, Erwin Rommel, Douglas MacArthur, Dwight D. Eisenhower y David Hackworth. Todos ellos consiguieron que sus hombres y sus recursos alcanzasen la victoria, a veces en situaciones muy difíciles. George Armstrong Custer también es una figura legendaria, pero por todo lo contrario.
En la selección natural de la guerra convergen muchos elementos, como los instintos violentos inscritos en nuestros genes, el altruismo recíproco, los vínculos que establecen los hombres entre sí, el sexo, el hambre, la lógica, el oportunismo, el genocidio, la estrategia, la defensa propia y el liderazgo. Pero no nos queda más remedio que aceptar que el fenómeno de la guerra resultante de esta mezcla ha ido evolucionando desde los homínidos en forma de una arriesgada adaptación a las ventajas individuales por las que merecía la pena arriesgarse. ¿A qué ventajas nos estamos refiriendo?