«[En] la intimidad de la vida de los batallones de infantería», señala Philip Caputo, «la comunicación entre los hombres es tan profunda como la de unos amantes. En la actualidad lo es más aún. […] A diferencia del matrimonio, es un vínculo que no puede ser quebrado por ninguna palabra, ni el hastío ni el divorcio, tan sólo por la muerte. A veces, ni siquiera la muerte es capaz de lograrlo.»[110]
Cuando las circunstancias obligan a hombres que, en principio, nada tienen que ver entre sí a confiar unos en otros al hacer frente a un enemigo común, suelen desarrollar algún tipo de camaradería. Actúan como si fuesen familiares y se consideran «hermanos en armas». William Manchester, por ejemplo, pese al horror que le produjo la campaña del Pacífico durante la segunda guerra mundial, se refiere a sus compatriotas de la siguiente manera:
«Fue un acto de amor. Aquellos hombres del frente eran mi familia, mi casa. Estaban más cerca de mí de lo que puedo expresar, más cerca que cualquier amigo que haya tenido o tendré en el futuro. Nunca me defraudaron e intenté no defraudarles nunca. Tenía que estar con ellos y no dejarlos morir ni dejarme vivir con la idea de que habría podido salvarles. Entonces supe que los hombres no luchan por una bandera o un país, ni por el Cuerpo de Marines, la gloria o cualquier otra abstracción. Luchan por los demás».[111]
Queda bastante claro que uno de los componentes clave de la guerra es el vínculo que se establece entre los hombres en situación de combate. El psicólogo Drury Sherrod explica las diferencias con los vínculos que se establecen entre hombres y mujeres:
«Para la mayoría de los hombres y en la mayoría de las ocasiones, la dimensión de intimidad en su amistad con otros hombres carece de importancia en sus vidas. Según indican las investigaciones, los hombres no aspiran a la intimidad sino al compañerismo, no buscan la revelación sino la entrega. Las amistades entre los hombres tienen más que ver con la aceptación sin cuestionamiento que con la aceptación sin restricciones».[112]
Sin embargo, los vínculos que establecen los hombres entre sí, especialmente en el contexto de la violencia, han sido interpretados por algunas feministas como un efecto secundario de una sociedad enferma. Dorothy Hammond y Alta Jablow se refieren a dichos vínculos como el «mito» de «la amistad épica entre hombres». Consideran que la película Dos hombres y un destino constituye un modelo típico y sostienen que este mito se propaga de forma poco realista en la literatura y las películas en las que el protagonista es un héroe.
«Se presenta a los amigos como hombres que colaboran de igual a igual en una empresa peligrosa, ya sea robar un banco o matar a un monstruo. Se prestan ayuda mutuamente a lo largo de una vida de aventura y peligro, en la que manifiestan una gran valentía y mucha fuerza. No les interesan los asuntos mundanos, como el matrimonio, trabajar para ganarse la vida o crear una familia, que forman parte de las vidas de los demás hombres. Los vínculos emocionales entre ellos son más intensos que los de cualquier otro, incluidos los vínculos con las esposas, los hijos o los parientes.»[113]
Hammond y Jablow no sólo insisten en que estos vínculos entre hombres son estrictamente culturales, sino que los condenan tachándolos de irrelevantes e insanos, porque son socialmente irresponsables al centrar todo el énfasis en la agresividad y el combate. Por otra parte, resulta irónico que, al mismo tiempo, Hammond y Jablow admitan que son incapaces de comprender por qué todos los chicos inician tan pronto la búsqueda de su amigo épico en la escuela.
Según el psicólogo Perry Treadwell, «hacia los seis u ocho años, los niños empiezan a crear vínculos entre sí y a ser más revoltosos».[114] Treadwell sugiere que se trata de un fenómeno hormonal. Como ejemplo de la variación de los niveles de testosterona, explica que se ha comprobado que a los varones noruegos y finlandeses que superan con éxito las pruebas de acceso a las escuelas de paracaidismo les suben por las nubes los niveles de testosterona, pero que éstos caen en picado en los reclutas que no superan dichas pruebas. Estos hombres se comportan de la misma manera que los babuinos de Sapolsky del capítulo 1: la confianza estimula una actitud agresiva, que a su vez induce un aumento de los niveles de testosterona, lo cual refuerza la realidad agresiva, que hace aumentar de nuevo los niveles. Lo mismo les ocurre a los niños de entre seis y ocho años.
Este fenómeno no sólo no se produce en las mujeres sino que la antropología también muestra que las mujeres no establecen los mismos vínculos que los hombres.[115] Existen dos «experimentos» involuntarios, uno norteamericano y otro israelí, cuyos resultados son algo confusos. Del «experimento» estadounidense se hablará más adelante. Por su parte, el «experimento» israelí[116] se centró en la participación de las mujeres en combate, en 1948. Resultó un desastre, en parte debido a las reacciones descontroladas de los soldados israelíes varones ante la muerte y la violación de las mujeres. A raíz de esta situación, el mando israelí limitó la participación de las mujeres a las unidades de apoyo. No quedó claro si las mujeres establecían vínculos entre ellas en las unidades que luchaban a vida o muerte.
El estudio clásico sobre los juegos infantiles llevado a cabo por Janet Lever en 1972 es muy revelador en este sentido. Lever observó a niños y niñas mientras jugaban. Advirtió que los juegos de las niñas eran más cortos y menos competitivos que los de los niños, y en ellos intervenían menos personas. Lever atribuyó este hecho a la menor capacidad de las niñas por resolver disputas y describió las diferencias principales entre niños y niñas: «Los niños parecían estar peleándose todo el tiempo, pero ninguno de los juegos finalizó a causa de una disputa y ningún juego quedó interrumpido por más de siete minutos».[117] Mientras tanto, «la mayoría de las niñas sostenían que, cuando se iniciaba una discusión, se detenía el juego y se dedicaban pocos esfuerzos a resolver el problema».
No queda claro si la ausencia de vínculos entre las niñas (que parece similar a la que se da entre las hembras de gorilas y chimpancés) perdura o no durante el periodo adulto. Sin embargo, después de la guerra de Vietnam, el ejército estadounidense empezó a desarrollar su propio experimento en relación con las mujeres y las armas. En aquella época, se presentaban pocos voluntarios varones con los conocimientos suficientes para manejar adecuadamente las armas más complejas desde un punto de vista técnico. Por tanto, aceptaron a mujeres (cuyos resultados en las pruebas de inteligencia eran superiores) para que se encargaran de las tareas de apoyo más sofisticadas, lo cual las expondría eventualmente al fuego enemigo. Para no perder a estas reclutas, el ejército les hizo pasar unas pruebas físicas mucho menos exigentes que a los hombres y, cuando no conseguían superar las pruebas, en ocasiones los oficiales estaban dispuestos a mentir para encubrir la situación, como ha señalado Arthur Hadley en su libro The Straw Giant: Triumph and Failure: America’s Armed Forces. El resultado fue que las mujeres no sólo eran demasiado débiles para soportar el equipo de combate (unos 40 kilogramos), sino que los oficiales dudaban de que las mujeres pudiesen soportar psicológicamente el combate o la idea de matar.[118] Seguimos sin disponer de la prueba definitiva, ya que no han participado unidades femeninas en todo tipo de combates. Pero, a falta de dicha prueba, la historia no proporciona ningún ejemplo de mujeres que hayan establecido entre ellas vínculos del tipo de los que se establecen en las unidades que combaten a vida o muerte y que son decisivos para lograr la victoria.
En cambio, la historia y la antropología muestran que es universal el poder «mítico» de los vínculos que atan entre sí tanto a los jóvenes varones como a los hombres mediante lazos emocionales profundos. Estos vínculos se establecen en todas las culturas, especialmente ante la perspectiva de un peligro. Hoy en día el peligro sigue siendo tan presente como en las selvas y las sabanas primitivas del pasado. Quizá la pregunta más importante ahora sea: ¿cómo es posible que los hombres, que en la mayoría de las guerras actuales no tienen relación de parentesco alguna, establezcan unos vínculos tan intensos entre ellos?
Es una pregunta crucial, pues la guerra resultaría imposible si los individuos que participan en ella no decidiesen establecer esos vínculos y colaborar unos con otros para luchar contra otros hombres. Sin estas decisiones, no se producirían las guerras. Estas decisiones de establecer vínculos y luchar no son fáciles. Consideremos, por ejemplo, la descripción que hace el coronel John George del terror a que tuvieron que hacer frente los veteranos en Guadalcanal durante la segunda guerra mundial, antes de los ataques lanzados sobre las defensas japonesas en la jungla: «Este terror nace del recuerdo de imágenes horribles que habían visto antes: imágenes de fragmentos de huesos destrozados y astillados, todavía con restos de carne fresca, imágenes de heridas abiertas por las que salían jugos intestinales y alimentos a medio digerir, en hombres que seguían vivos y podían sentirlo todo».[119]
Análogamente, durante la guerra de Vietnam, los hombres establecían entre sí vínculos en combate y eran capaces de acciones cargadas de heroicidad. El teniente general Harold G. Moore, al mando del primer batallón del Séptimo de Caballería, explica la química que se forjó en una horrible batalla de tres días de duración en el Valle de la Drang, en 1965. En ella, 411 hombres dirigidos por Moore se enfrentaron a más de 2000 soldados norvietnamitas y miembros del Vietcong. Moore explicó que el primero del Séptimo sufrió 200 bajas, de las que 79 fueron muertes, y mató a unos 1500 soldados enemigos. «En aquel sitio deprimente e infernal, en el que la muerte estaba constantemente a nuestro lado, descubrimos que nos queríamos. Matábamos por los demás, moríamos por los demás y llorábamos por los demás. Y llegamos a queremos como hermanos.»[120]
También la guerra de Corea proporciona ejemplos de ese tipo de vínculos. El coronel David H. Hackworth, condecorado con 110 medallas por sus actuaciones durante las dos guerras,[121] explica por qué, durante la guerra de Corea, se propuso a sí mismo convertirse en un guerrero superlativo:
«Estaba claro, luchaba por Estados Unidos, por todo aquello que era “correcto” y “verdadero”, por la bandera, por el himno nacional, y por la tarta de manzana de nuestras madres. Pero todo ello era secundario; la razón principal es que luchaba por mis amigos. Mi pelotón. Y mientras avanzaba, me convencí de que ésa era la razón por la que luchaban la mayoría de los soldados. Los vínculos increíbles que se establecen cuando se comparte el peligro, la confianza implícita en la orden “cúbreme”, éstas eran las cosas que me hacían avanzar, que me hacían luchar en Corea. […] Lo más importante es que sabía que detrás del respeto de los demás estaba también su confianza: sabían que no les defraudaría. Hice todo lo que estaba a mi alcance para que fuera así».[122]
Este tipo de vínculos se produce en cualquier parte del mundo. Consideremos, por ejemplo, a los semai de Malasia,[123] considerados «no violentos» por los antropólogos. Fueron reclutados por los británicos tras la segunda guerra mundial para luchar contra los comunistas, que habían matado a algunas personas de sus aldeas. Se entrenaron con entusiasmo y atacaron con más entusiasmo todavía. Mataban con frenesí a sus enemigos y se «emborrachaban de sangre» hasta tal punto que algunos llegaron a beber efectivamente sangre comunista. Algunos estaban tan deseosos de matar a más comunistas que se olvidaban incluso de registrar los cadáveres. De vuelta a casa, no obstante, volvieron a adoptar su comportamiento no violento. Los antropólogos tuvieron que revisar sus nociones sobre los semai.
Para descubrir qué predispone psicológicamente a los hombres a luchar juntos, el coronel S.L.A. Marshall hizo una serie de entrevistas a soldados pertenecientes a unas 400 compañías de infantería estadounidenses que habían luchado contra los alemanes y los japoneses durante la segunda guerra mundial. Durante esta guerra se dispararon unas 300.000 balas por cada soldado muerto, aunque muchos hombres jamás dispararon un solo tiro.[124] «Por término medio», explicó Marshall, «no más del 15 por ciento de los hombres [y, si se incluyen las bajas, que no pudieron ser entrevistadas, pero entraron en combate, no más del 25 por ciento] llegaron a disparar a las posiciones enemigas o directamente a personas durante toda su estancia en filas.»[125] Desde la segunda guerra mundial, una preparación más adecuada[126] (por ejemplo, el uso de siluetas humanas en lugar de blancos circulares en las sesiones de entrenamiento) hizo aumentar la proporción de soldados de infantería estadounidenses que llegaron a disparar en combate hasta el 55 por ciento en Corea, y entre el 90 por ciento y el 95 por ciento en Vietnam. Ese 15 por ciento correspondiente a la segunda guerra mundial sigue sorprendiendo a los oficiales.[127] ¿Quiénes componían ese 15 por ciento?
Una encuesta posterior puso en evidencia que, como media, ese 15 por ciento de hombres que dispararon y avanzaron hacia las posiciones enemigas —verdaderos líderes en la batalla a iniciativa propia— eran hombres con un grado de educación más elevado que obtenían mejores resultados en las pruebas de inteligencia que aquellos otros hombres que no dispararon. Una tercera encuesta mostró que el 24 por ciento de los combatientes más sobresalientes durante la segunda guerra mundial habían pasado por la universidad. Este resultado parece indicar que los hombres que deciden luchar durante el combate son más inteligentes que la media o, por lo menos, no tan estúpidos (en contraposición con los violadores y asesinos, que son menos inteligentes que la media). ¿Acaso se debe a que los verdaderos guerreros son lo suficientemente listos como para saber que su éxito en combate les proporcionará algún tipo de recompensa o, por el contrario, a que son conscientes de que un mal comportamiento les hará perderlo todo? Posiblemente ambas cosas, pero para poder precisar más, tenemos que examinar con mayor profundidad las vidas de algunos guerreros para saber qué les mueve. Consideremos el caso del guerrero masai Tepilit Ole Saitoti:
«De mi experiencia como guerrero recuerdo que fui ganando progresivamente confianza en mí mismo, así como orgullo y sensación de bienestar, como si yo mismo y todos los que me rodeaban pensasen: “todo irá bien si los guerreros están cerca”. Teníamos que ser audaces, brillantes, grandes amantes, valientes, atléticos, arrogantes, sabios y, por encima de todo, preocuparnos por el bienestar de nuestros compañeros y el conjunto de la comunidad masai. Nos dimos cuenta de que la comunidad confiaba plenamente en nosotros para su protección e intentamos estar a la altura de sus expectativas. […] Los guerreros masai lo comparten prácticamente todo, desde los alimentos hasta las mujeres».[128]
Por lo menos para Saitoti, los vínculos que se establecen entre los guerreros masai producen importantes recompensas.
En cambio, aquellos que no entran en combate se sienten horrorizados por la guerra. Sin embargo, estos mismos no combatientes injurian a los cobardes y admiran a los guerreros desinteresados y triunfadores. Un ejemplo clásico, que posiblemente recuerden todos los ciudadanos estadounidenses, es el del joven de veintiún años Nathan Hale, héroe de la revolución norteamericana y luchador por la libertad que, antes de ser ahorcado por las tropas británicas, declaró: «Lo único que lamento es tener sólo una vida que entregar a mi país». Winston Churchill expresó el sentimiento de todos sus compatriotas cuando, en una sesión plenaria del Parlamento, ensalzó los méritos de los pilotos de combate durante la Batalla de Inglaterra: «Nunca en el campo de los conflictos humanos se debió tanto a tan pocos».[129]
Lo esencial es que los vínculos que se crean entre los hombres durante la guerra son universales. Incluso sabemos exactamente por qué sucede.
Vínculos entre los hombres y altruismo recíproco[130]
Hasta 1971, el grado de confianza ciega que se podía desarrollar con un pariente lejano varón, o entre hombres no pertenecientes a la misma familia, era otro misterio evolutivo sin resolver. Aquel año, Robert Trivers utilizó un instrumento revolucionario para resolverlo.
Trivers observó que la confianza y la ayuda mutua entre hombres no emparentados se desarrollaban a través de un proceso que llamó altruismo recíproco.[131] Es un proceso frágil, aunque lo suficientemente fuerte como para que muchos machos estén dispuestos a arriesgar sus vidas por él. Sólo se produce si se cumplen las siguientes condiciones: el coste para el actor de la acción arriesgada es menor que el beneficio que puede obtener el receptor; el actor puede esperar que el receptor, o cualquier otra persona, le devuelva el favor durante el resto de su vida; y el actor puede reconocer a los demás miembros de su grupo social, de forma que puede recordar quién le debe algo y quién es un desagradecido.
Teniendo en cuenta estas restricciones, es más fácil que el altruismo recíproco termine en un fracaso que en un éxito, especialmente en los grupos sociales actuales compuestos por millones de personas que pueden hacer trampas de forma anónima. Y si, como suele suceder, los receptores de las buenas acciones no corresponden, el altruismo recíproco nunca avanzará un milímetro. De hecho, para que la selección natural favorezca el altruismo recíproco, los altruistas han de obtener globalmente más beneficios que los tramposos. En pocas palabras, el altruismo recíproco tiene que ser interés propio ilustrado o se extinguirá de inmediato. Como es evidente, el verdadero altruismo desinteresado siempre está condenado porque no puede sobrevivir a ninguna forma de interés propio egoísta.
A pesar de la fragilidad del altruismo recíproco basado en el interés propio ilustrado, se cuentan por decenas los trabajos que demuestran su existencia. Un ejemplo clásico es el de los peces limpiadores en los ecosistemas de arrecifes coralinos.[132] Estos peces diminutos (de los que se conocen unas cuatro decenas de especies) han establecido una verdadera industria de la limpieza. Sus clientes son peces, a veces enormes, de otras especies que podrían tragarse hasta seis peces limpiadores de golpe, pero nunca lo hacen. Los peces diminutos se pasean en torno al cliente y le despojan de sus ectoparásitos. Muchos de los limpiadores se introducen incluso en la boca de sus clientes y salen de ella indemnes. Luego, el cliente se aleja, a la búsqueda de algún pez no limpiador. Otro ejemplo, éste más macabro, es el de los murciélagos vampiro.[133] Algunas parejas de murciélagos no emparentados establecen una estrecha relación de supervivencia entre ellos, de forma que uno es capaz de regurgitar sangre y ofrecérsela a su amigo cuando éste se encuentra en peligro de muerte por inanición. Los murciélagos que no actúan recíprocamente cuando tienen ocasión (sí, los murciélagos son capaces de saberlo) son condenados al ostracismo.
Aunque estos dos ejemplos son fascinantes, el que mejor muestra el papel del altruismo recíproco en combate es el de los leones africanos. En las comunidades de leones, sólo las leonas permanecen en su manada natal[134] y defienden su territorio frente a otras hembras, a veces hasta la muerte.[135] Sin embargo, los machos llevan una vida aún más violenta. Los machos de dos o tres años tienen que abandonar la manada, pues así lo imponen los machos adultos. Cuando estos machos jóvenes se ven obligados a emigrar, lo hacen en grupo, con sus hermanos de camada, sus medios hermanos y sus primos, y permanecen juntos.[136]
En ocasiones, estos machos jóvenes luchan en grupo, como si se tratase de un «pelotón de combate», con el fin de usurpar el puesto o matar a machos adultos de otras manadas. Entonces matan a los jóvenes cachorros de la manada.[137] Las cifras son sorprendentes: uno de cada cuatro cachorros nacidos en las llanuras del Serengeti muere brutalmente a causa de un macho ajeno a la manada. ¿Por qué? Porque un grupo medio de machos emparentados controla una manada durante solamente unos 33 meses. Como los monos machos del capítulo 5, los leones que matan a los jóvenes cachorros de otros machos tienen más descendencia propia y conciben a sus propios cachorros lo antes posible para que tengan una buena probabilidad de sobrevivir hasta la adolescencia bajo la fugaz protección de sus padres.
El éxito en los asaltos a las manadas requiere la colaboración de todos los componentes del grupo de machos emparentados, dado que contar con un número superior resulta vital en una batalla a muerte.[138] La recompensa no es únicamente la supervivencia, sino la mejora de la aptitud inclusiva entre los machos de una misma camada y sus primos tras la victoria, que suele ser el resultado final. Pero los miembros de una camada también pueden morir de hambre o por el ataque de otros depredadores, como las hienas u otros leones ajenos a la manada, y normalmente sólo consiguen sobrevivir uno o dos cachorros. Llegados a la edad adulta, estos supervivientes no suman un número suficiente para poder enfrentarse y ganar a una manada más numerosa. Entonces dan un salto de gigante en su estrategia: establecen alianzas y coaliciones basadas en el altruismo recíproco, con otros machos ajenos a la manada y con el mismo tipo de problema.
En condiciones distintas, los machos de dichas coaliciones serían enemigos mortales, pero, al comportarse como aliados de una misma coalición, tienen casi tanto éxito como los grupos de machos emparentados entre sí. Los biólogos Anne Pusey y Craig Packer observaron que el 44 por ciento de los «grupos emparentados» de machos de las llanuras del Serengeti no eran en absoluto grupos emparentados.[139] Se trataba más bien de coaliciones de machos sin vínculos familiares, pero unidos entre sí incondicionalmente por el altruismo recíproco. Los leones no son únicos en este sentido. Para poder disponer de ventaja numérica, otros carnívoros sociales, como los guepardos[140] y los lobos, se comportan de la misma manera en los combates a muerte.
El altruismo recíproco tiene, no obstante, sus límites. Las coaliciones de leones macho sin vínculos familiares nunca están compuestas por más de tres miembros. Los grupos más numerosos son siempre los verdaderos grupos emparentados. Tres es el número máximo de machos en una coalición porque en una manada muy pocas veces hay más de tres hembras en celo al mismo tiempo. Conviene recordar que estos machos establecen vínculos entre sí, hasta el punto de formar una coalición, para procrear, pero, al no pertenecer a la misma familia, sólo pueden mejorar su capacidad reproductora si cada uno de ellos logra aparearse. Es más, la coalición se disolvería instantáneamente si dos de los aliados tuviesen que competir y luchar por una misma hembra. Al parecer, los leones macho saben de números. En cambio, en una manada controlada por un gran número de machos con vínculos familiares entre sí, cuando sólo una o dos leonas entra en celo y sólo uno o dos leones logra aparearse, todos los demás machos mejoran su capacidad reproductora a través de la aptitud inclusiva.[141]
Casi todas las relaciones humanas están teñidas de altruismo recíproco. Muchas veces éste adquiere la forma de intercambio de regalos o favores. De hecho, junto a la selección familiar, el altruismo recíproco es el proceso que rige el reparto de los alimentos en las sociedades cazadoras y recolectoras. Trivers considera las emociones y actitudes de amistad, gratitud, simpatía, confianza e integridad —en contraposición con las de antipatía, agresión, indignación, sospecha, culpabilidad, deshonestidad e hipocresía— como adaptaciones psicológicas inducidas por la selección natural para mantener vivas nuestras relaciones de altruismo recíproco. Recordemos, por ejemplo, con qué facilidad nos sentimos agraviados por alguien que es incapaz de devolvernos un favor. Y, recíprocamente, recordemos cuánto nos satisface que alguien nos haga un favor cuando no nos debía ninguno. Las reglas del altruismo recíproco tienen un brillo especial en nuestra psique.
En el tema de los vínculos que se establecen entre los machos a través de la selección familiar y el altruismo recíproco, conviene no olvidar que los hombres se unen y colaboran en tiempos de guerra sólo por el hecho de que sus antepasados que así lo hicieron tuvieron más descendientes que aquellos que no lograron hacerlo. También sabemos que, con frecuencia, las recompensas obtenidas por los guerreros del siglo XX han quedado tan diluidas por los planteamientos políticos y religiosos que ningún hombre con dos dedos de frente debería exponer su vida por ellas. Por ejemplo, una táctica desesperada utilizada por Japón durante la segunda guerra mundial consistió en convertir a miles de soldados voluntarios en bombas humanas. Los pilotos kamikaze participaron en misiones suicidas en las que murieron 5000 norteamericanos, con el hundimiento de 34 buques y graves daños en otros 288.[142] En la Primera orden a los kamikazes redactada por el gobierno japonés, se decía:
«Es absolutamente impensable que volváis vivos. Vuestra misión va emparejada a la muerte. Vuestros cuerpos morirán, pero no vuestros espíritus. La muerte de cada uno de vosotros será el nacimiento de un millón de hermanos. No descuidéis ningún aspecto de vuestro entrenamiento o vuestra salud. No debéis dejar atrás nada de lo que os podríais arrepentir, pues os perseguiría durante toda la eternidad. Por último: no tengáis prisa en morir. Si no lográis localizar el blanco, regresad; es posible que la siguiente vez se presenten unas condiciones más favorables. Escoged la muerte que más resultados logre».[143]
El hecho de que la mitad de los 2363 aviones kamikazes,[144] pilotados por unos 5000 hombres, completaran su misión indica la profundidad del poder instintivo de los vínculos que establecen los hombres entre sí. El hecho de que este instinto les llevase por tan mal camino —basado en la selección familiar o estimulado por ella, las promesas de dominación racial y la unidad espiritual y racial— también indica que debe de ser uno de los impulsos más poderosos de la mente masculina. Considerado globalmente, el comportamiento de los hombres en tiempos de guerra pone en evidencia que los hombres de todo el mundo establecen vínculos entre sí para hacer aumentar la probabilidad de tener éxito en la guerra.
Pero ¿qué es lo que impulsa al Homo sapiens a desencadenar una guerra?