En todas las guerras en las que ha intervenido el hombre, muchos de ellos han matado, mientras otros han evitado hacerlo. Esta incoherencia ha llevado a muchos idealistas a negar que los hombres sean guerreros por instinto. En cambio, defienden que matar es algo muy poco propio de las personas. En palabras de la periodista Alexandra Stanley: «Sí, es verdad, los chicos tienen una necesidad primitiva de luchar, manifiestan una agresión que puede explotar con facilidad. Pero matar no es algo instintivo; es una posibilidad adquirida por la que todos los adultos han de pasar».[99] El historiador Gwynne Dyer sostiene: «Está claro que la agresión es un componente de nuestra carga genética, y debe serlo, pero el nivel de agresión de los seres humanos normales no les inducirá a matar a ningún conocido y menos a lanzar una guerra contra personas de otros países».[100]
Ambos se equivocan. A menudo, los «niveles de agresión» de las personas son lo suficientemente elevados como para que maten a conocidos y extraños. Durante la guerra de Vietnam, por ejemplo, las fuerzas de Ho Chi Minh mataron a 58.000 norteamericanos, pero durante el mismo periodo de tiempo los norteamericanos mataron a muchos más compatriotas en Estados Unidos; y la mayoría de las víctimas eran conocidos de sus agresores (y en muchos casos, íntimos). Según los analistas políticos Paul Seabury y Angelo Codevilla: «Un hecho ineluctable es que las relaciones humanas dan lugar de forma natural a circunstancias en las que gente sensata puede considerar asesinar o ser asesinado como la mejor opción posible».[101]
Esta realidad es tan obvia para los biólogos que, a pesar de su aversión natural a creer que los hombres son asesinos innatos, el etólogo alemán Irenáeus Eibl-Eibesfeldt estableció una lista de los rasgos universales esenciales para la guerra y que se encuentran en hombres de todo el mundo:[102] lealtad a los miembros del grupo, predisposición a reaccionar con agresividad ante las amenazas exteriores, motivación para luchar, dominar y defender el territorio, miedo universal hacia los extraños e intolerancia hacia aquellos que se apartan de las reglas del grupo.
Pese a las pruebas abrumadoras en sentido contrario, en diversos libros recientes sobre el tema de la guerra —War de Gwynne Dyer, Agression and War: Their Biological and Social Bases de Jo Groebel y Robert A. Hinde, On Killing: The Psychological Cost of Learning to Kill in War and Society de Dave Grossman, Of Arms and Men de Robert L. O’Connell y Ritos de sangre de Barbara Ehrenreich—, los autores manifiestan sin rubor lo que no son sino deseos e insisten en la idea de que matar es una tendencia adquirida que la sociedad inculca a los hombres. Según estos autores, los hombres ni poseen ni pueden poseer el instinto de matar a otros hombres, pues no sería bueno para la especie. Estos libros están escritos por gente que sabe muy poco, o nada, de biología, o que simplemente ignora o niega los avances que se producen en esta ciencia.
El ejemplo más ingenioso de este tipo de razonamiento se encuentra en el libro de Ehrenreich titulado Ritos de sangre. Para dar consistencia a su explicación, la autora deja de lado todos los datos sobre la naturaleza depredadora de los primates en general y sobre la violencia que ejercen los machos entre sí. También descarta las pruebas que demuestran que los machos de la especie humana son violentos por naturaleza cuando se enfrentan a machos rivales, mujeres jóvenes desprotegidas o cualquier otra criatura lo suficientemente grande como para comer o para competir con ellos. Sugiere en cambio que, en fases avanzadas de la evolución humana, el hombre dejó de ser la presa de los grandes felinos y se convirtió en cazador de otras presas de aquéllos. Así lograron los hombres un papel «superior» al de las mujeres, que continuaron ejerciendo el de buscadoras de comida y recolectaras de plantas. Sin embargo, cuando empezaron a escasear las presas y la agricultura ocupó el lugar preferente que tenía la caza, los hombres dejaron de desempeñar un papel útil y, para evitar ser arrinconados, sin ningún trabajo que hacer, inventaron la guerra. La guerra los mantuvo ocupados, pero también les ayudó a recuperar un papel de depredador superior al de las mujeres. (Ehrenreich agrega además que apuñalar a enemigos con lanzas y otras armas era una actividad muy parecida a practicar el sexo.) Según Ehrenreich, la guerra «es una actividad demasiado compleja y colectiva como para que se pueda explicar únicamente mediante un instinto guerrero escondido en la psique individual» y considera que la guerra reproduce virtualmente «la transición de los hombres de presa a depredador».[103] Con el tiempo, los guerreros se convirtieron en una clase, con unos intereses y unas funciones variables según las necesidades sociales, y la guerra se convirtió en una entidad parásita y autoalimentada, al margen de los individuos y por encima de ellos. En opinión de Ehrenreich, la guerra se hizo tan grande con respecto a todos nosotros que hoy en día somos sus esclavos. Esta autora sostiene que debemos tener el valor necesario para liberarnos de la guerra y advierte: «[en nuestra lucha contra la guerra] estamos llamados a llevar a cabo una especie de guerra».
Como veremos, casi todos los argumentos contenidos en las explicaciones de Ehrenreich son falsos, a pesar de la selección interesada que hace de los datos objetivos. Menciono este caso porque la magnitud de lo que sufrimos a causa de la violencia masculina es demasiado grave como para tener excesivos remilgos y atribuir a todo el mundo la capacidad de tener una opinión. Como es evidente, todo el mundo tiene el derecho de mantener una opinión, pero aquellos que insisten en que los hombres no poseen un instinto que les empuja a matar a otros hombres en determinadas circunstancias están objetivamente equivocados.[104]
La «verdad» básica de los sociólogos es que la naturaleza, especialmente la de la humanidad, es encantadora y que las personas están diseñadas para llevar a cabo acciones que, en general, favorecen la supervivencia de su especie. En consecuencia, no ha lugar que las personas tengan por naturaleza instintos capaces de hacerles matar a otras personas. Esta idea procede de la escuela Bambi de biología, una visión de la naturaleza propia de Disney en la que ésta es una colección de criaturas altruistas y de moral impecable. Admira la naturaleza por su armonía y su belleza, así como por su «equilibrio» aparente, e incluso por su capacidad de colaboración. Admira al ciervo por su belleza y su rapidez, y admira a regañadientes al león por su potencia y su nobleza. Según esta visión, lo realmente malo que pueda darse en nosotros se debe a un problema socio-cultural que puede resolverse a base de volver a socializar a los individuos. Pero no es un problema biológico.
Sin embargo, en realidad la naturaleza es un estado dinámico de conflictos recurrentes, de competición permanente, de parásitos y depredadores especializados y de defensa basada en el egoísmo. El ciervo debe su belleza y su rapidez a depredadores como el león, que primero matan a los ciervos más torpes y lentos, a los competidores con los que disputa los alimentos y a otros machos con los que compite por las hembras. En ausencia de depredadores, los ciervos no sólo no serían rápidos, sino que carecerían de las patas. Serían como babosas que irían de planta en planta. Y aunque esos ciervos-babosas fueran los únicos animales existentes, la selección natural favorecería la evolución de los más rápidos y más agresivos, así como cualquier otro rasgo que hiciera de ellos unos competidores superiores frente a los demás. A ello habría que añadir la muerte de un ciervo-babosa por parte de otro, en aquellas situaciones en las que lo que está en juego es la vida o la muerte.
Es más, la potencia y la nobleza del león (o del gato o el perro, por la misma razón) son una consecuencia exclusiva de la selección natural, que ha ido configurando no sólo a un depredador rápido y una máquina de matar muy eficiente, sino a un competidor muy violento contra cualquier otro animal de su especie en situaciones en las que las opciones se limitan a quedar excluido o matar, es decir, dejar de sobrevivir o reproducirse.
Desde el primer par de amebas que rivalizan entre sí por hacerse con un resto orgánico, el conflicto es un elemento generalizado en la naturaleza. Robert L. O’Connell lo explica de la siguiente forma:
«Las armas son muy antiguas, mucho más que el hombre, quizá tan antiguas como la propia vida. Seguramente hay que buscar su génesis en los aguijones de los invertebrados que viven en colonias y la armadura de los crustáceos del Paleozoico […]. Con demasiada frecuencia se ha considerado que el desarrollo de las armas era algo fundamentalmente antinatural, una maldición que sufre la humanidad y la sitúa a contrapié frente a los mecanismos de su entorno. No es en absoluto verdad. El mundo de la naturaleza es básicamente un mundo violento».[105]
Este mundo violento de la naturaleza, en el que se incluye la naturaleza humana, multiplicado por los millones de especies que compiten entre sí, es el que la biología nos ha revelado. Es el mundo de la selección natural de Darwin y sus variantes, la selección sexual y la selección familiar. Estos importantes procesos han configurado los comportamientos de las formas de vida de nuestro planeta (y de cualquier otro en el que pueda existir vida). Todos los comportamientos se han ido configurando para lograr la máxima supervivencia y alcanzar el mayor éxito reproductivo de los genes de los individuos y/o de sus parientes más cercanos (no de la especie). Y aunque la selección natural ha dado lugar a la belleza que admiramos en las formas y las funciones presentes en la naturaleza, no todo aquello a que ha dado lugar es bello. Una buena parte es egoísta, feo o violento, incluidos algunos aspectos de la naturaleza humana.
Pretender lo contrario no es sólo hacer gala de ignorancia autoindulgente. Cuando se trata de nuestra desesperada necesidad de comprender la violencia humana, es también hacer gala de una ignorancia peligrosa y engañosa, y tal vez de una ignorancia criminal.
Intentar explicar el comportamiento de los seres humanos sin recurrir a la biología darwinista es como intentar explicar el funcionamiento del sistema solar a partir de la idea de que la Tierra es estacionaria y el universo gira a su alrededor. Se pueden aportar explicaciones, algunas de ellas poéticas, otras bellas, tranquilizadoras o atractivas, pero ninguna nos permitirá comprender la realidad.
Que la mayoría de los hombres se resista, manifieste su desagrado o su miedo a matar no significa que la naturaleza les inhiba de hacerlo. Todos —incluidas las especies hermanas belicosas, como los chimpancés— sabemos que matar es un asunto muy serio y peligroso, y casi todos somos reticentes ante la idea. Sin embargo, en la guerra, todo lo que han de saber los hombres para estar dispuestos a matar es que su oponente es un verdadero enemigo, alguien que está intentando matarles o se ha apoderado de algo importante para ellos, y que la probabilidad de ganar es elevada. Es cierto que muchos soldados que han participado en guerras por motivos políticos, en contraposición con las guerras de sus tribus o comunidades, se han negado a matar a sus oponentes, pero su renuencia suele ser el resultado de la poca convicción de que sus oponentes sean verdaderos enemigos, merezcan morir o valga la pena arriesgar la vida para matar a otros semejantes. Curiosamente, cuanto más poderosa es el arma de que dispone y mayor la distancia que separa a un soldado de sus oponentes, más dispuesto está a matar.
La mayoría de los veteranos de guerra saben cuán fácil es matar a un verdadero enemigo sin que queden remordimientos de conciencia, aunque pocas veces hablan de ello, a causa de las miradas horrorizadas que suscitarían.[106] El archiconservacionista David Brower, por ejemplo, sintió tal remordimiento al matar a un pájaro y a un conejo que no volvió a cazar nunca más.[107] Más tarde, siendo oficial de artillería en la segunda guerra mundial, encontró que era fácil lanzar fuego a discreción sobre las tropas alemanas.
«No hay nada más emocionante que matar a un hombre», me explicó uno de mis mejores amigos a su regreso de Vietnam, «no desde la perspectiva del entretenimiento, pero sí desde un punto de vista fisiológico.» Este hombre nunca caza, porque considera que es una actividad cruel. Consideremos ahora la reacción del coronel John George ante el combate que tuvo lugar en Guadalcanal durante la segunda guerra mundial: «No consigo recordar absolutamente nada de lo que pensé después de haber matado a un hombre por primera vez. Lo único que recuerdo es una sensación de intensa excitación».[108] Por su parte, el sargento John Fulcher, un tirador de elite del ejército norteamericano en Europa, explica lo siguiente: «Cuando entras en combate, te conviertes en el animal más despiadado que haya sobre la faz de la Tierra. Te conviertes en un depredador. Llegué al punto en que me dolía más matar a un buen perro que a un ser humano».[109]
Cuando buscaba documentación para escribir este capítulo, encontré muchos testimonios parecidos de veteranos de guerra, todos hombres, ninguna mujer. La razón, por lo menos en parte, es que en realidad ninguna nación o tribu ha dependido intensamente de los combatientes femeninos (ni Israel, ni Vietnam del Norte, ni siquiera los soviéticos durante la segunda guerra mundial). Este monopolio de la guerra por parte de los hombres nos obliga a identificar aquellos aspectos del hombre que hacen que sea tan diferente de la mujer y tan propenso a la guerra.