Cinco machos se habían detenido, en silencio, en la cima de la cadena. Procedían del sur y miraban fijamente hacia el siguiente valle, al norte. Estiraban el cuello y se movían con dificultad. Pudieron oír un gruñido procedente de abajo. Los cinco machos contrajeron los labios y en sus caras se instaló una mueca nerviosa. Se tocaron unos a otros para darse mutuamente confianza. Entonces, al unísono, empezaron a descender en silencio.
Abajo, en el valle, un macho y una hembra del norte comían higos en el límite meridional del territorio de su comunidad. Se trataba del único lugar en el que el macho podía esperar aparearse con su hembra, lejos de la codicia de otros machos. Allí acechaban otros peligros, pero parecían un precio menor que pagar.
De repente, los cinco intrusos rodearon el árbol de la pareja. Dos de ellos se subieron al árbol mientras los otros tres, en tierra, bloqueaban las posibles vías de escape. La hembra miró atónita a los cinco machos, emitió un chillido agudo e intentó huir. El macho sureño que vigilaba el paso se hizo a un lado, pero detuvo al acompañante de la hembra cuando éste intentó escapar. Los dos machos rodaron sobre la hierba, enzarzados en un abrazo desordenado.
Los otros cuatro machos se abalanzaron sobre los que luchaban en el suelo. Uno de ellos agarró una de las patas del macho norteño, el otro se aferró a su brazo. Un tercero empezó a golpearle repetidamente, mientras el cuarto le aporreaba la espalda. Uno le arrancó, con un sonido sordo, dos dedos de la mano. Los cinco se esforzaron en desgarrar salvajemente a la víctima durante unos diez minutos. Después, jadeantes y exhaustos, dieron unos pasos atrás para contemplar el cuerpo inerte y sangrante. Uno de los machos empezó a dar vueltas alrededor del macho caído, gritando, para mostrar su dominio. A la ceremonia se sumaron otros dos machos. A continuación, de repente se alejaron de allí y empezaron a ascender por la ladera rumbo al sur.
La hembra salió de su escondrijo. Tocó con delicadeza a su consorte y comprobó que aún tenía un hálito de vida. El macho intentó levantarse, pero los cinco asaltantes le habían roto la espalda. Volvió a caer sobre la hierba. La hembra se quedó junto a su macho durante dos días, apartando las moscas que se le acercaban atraídas por las heridas abiertas en todo el cuerpo y en los muñones de las manos. Se puso a lamer las heridas, pero su esfuerzo no sirvió de gran cosa, porque lo que allí se necesitaba era un especialista en cirugía. Cuando por fin murió, la hembra regresó a la comunidad del norte que la había acogido.
El incidente que acabamos de describir es el resultado de la composición de diversas observaciones de las guerras entre chimpancés, pero todos los detalles son muy precisos. Los chimpancés matan chimpancés. ¿Por qué?
El descubrimiento reciente de que los chimpancés son, genéticamente hablando, la especie más próxima a la nuestra (compartimos el 98,4 por ciento del ADN) y de que nosotros, y no los gorilas (que comparten con ellos el 97,9 por ciento del ADN), somos la especie más próxima a los chimpancés, hace que la respuesta a esta pregunta tenga gran importancia. Esta proximidad no constituye una gran sorpresa, pues los chimpancés se parecen mucho a nosotros. Jane Goodall, por ejemplo, señala que cuando unos musulmanes encontraron un chimpancé muerto cerca de la aldea de Gombe, el primero que veían en su vida, le dieron una sepultura adecuada conforme al rito islámico.[40]
Pero los chimpancés comparten con nosotros mucho más que el ADN y la anatomía.[41] Su comportamiento parece una parodia del nuestro. Los chimpancés son como los Albert Einstein del mundo de los seres no humanos.[42] Utilizan las matemáticas,[43] cazan en colaboración[44] y emplean plantas medicinales.[45] También fabrican y usan herramientas a partir de las hojas, los tallos, la madera[46] y las piedras.[47] Se comunican entre sí a través de unas tres docenas de gritos.[48] Los chimpancés en cautividad suelen manifestar signos de autoconciencia y una identidad propia.[49] Han aprendido centenares de signos del lenguaje norteamericano de signos[50] y otras lenguas[51] y los utilizan para decir frases, inventar otras palabras y comunicarse, en beneficio propio, con otra gente y entre ellos acerca del presente, el pasado y el futuro.[52] Los chimpancés incluso se dicen cosas a sí mismos. También enseñan deliberadamente a otros chimpancés el lenguaje de los signos.[53] Esta evolución mental de los chimpancés hace que las guerras que desencadenan sean mucho más estremecedoras.
En el reverso de la moneda, los chimpancés son capaces de salvarle la vida a un amigo.[54] Jane Goodall describe la historia de Marc Cusano, un empleado del zoológico de Lion Country Safari de Florida, que poco a poco y con gran esfuerzo se convirtió en el amigo de un macho en cautividad llamado el Viejo, al que los demás empleados consideraban abominable. Las autoridades del zoológico advirtieron a Cusano de que el Viejo era un demonio como resultado de muchos años de maltrato por parte de sus cuidadores. Pese a ello, Cusano intentó reducir, con grandes dosis de paciencia, la distancia que los separaba.[55] Un día, mientras atendía a la colonia de chimpancés y distribuía la comida en la Isla de los Chimpancés, Cusano resbaló y cayó justo al lado de un recién nacido. La madre le atacó al instante. Otras dos hembras se abalanzaron sobre él. Con sus más de 150 kg, las hembras atacaron a Cusano, a puñetazos y dentelladas en los brazos, la espalda y la pierna. Cusano pensó: «Ya está, van a matarme». Entonces apareció el Viejo y fue apartando a cada una de las hembras a grandes gritos.[56] Mantuvo a raya a otros tres grandes simios mientras Cusano subía a la pequeña barca que le permitiría cruzar el foso y escapar. Si no hubiese intervenido el Viejo, las tres hembras habrían acabado con Cusano.
Por mucha heroicidad que pueda presentar, el caso de el Viejo no ha sido el único entre los primates no humanos. Charles Darwin explicó la historia de un pequeño mono del Nuevo Mundo que realizó un rescate mucho más audaz. El cuidador del mono había sido atacado por un gran babuino, que le había clavado sus caninos en la parte posterior del cuello. A pesar del terror que le provocaba el babuino, el mono contraatacó y logró salvar a su cuidador.
Ambos casos muestran un sentido de identidad individual y camaradería muy bien asentado. Al igual que los seres humanos, cada chimpancé manifiesta un comportamiento que le es propio y curiosamente, también como los seres humanos, es capaz de abandonar su individualidad por un tiempo y colaborar con los demás como un guerrero disciplinado.[57]
En la actualidad, gracias a décadas de trabajo en los parques nacionales de Gombe y Mahale de Tanzania y gracias a otros proyectos más modestos como los desarrollados por Christophe y Hedwige Boesch en el Parque Nacional Tai de Sierra Leona y por mí y otros en el Parque Nacional Kibale de Uganda, sabemos más acerca de los chimpancés que sobre cualquier otro primate salvaje no humano. Una de las cosas que sabemos es que el ingrediente básico de la capacidad guerrera de los chimpancés no es la inteligencia, ni la individualidad ni la capacidad de matar (aunque todos ellos desempeñen su papel), sino su modelo de exogamia, la forma en que los genes se transfieren de un grupo a otro.
A diferencia de la mayoría de los mamíferos sociales, entre los que la regla predominante consiste en que los machos adultos abandonan un grupo para unirse a otro, los chimpancés macho nunca abandonan el grupo. El análisis genético de 77 chimpancés de diversos lugares de África indica que los machos de una comunidad se relacionan entre sí como hermanastros.[58] En cambio, la genética de las hembras sugiere la existencia de una distancia genética mucho mayor entre ellas mismas y entre ellas y los machos con quienes viven cuando ya son adultas. Es decir, las chimpancés hembra vienen «de fuera».[59] Esta forma de exogamia es poco frecuente.[60] De las más de 200 especies conocidas de primates, esta retención del macho sólo se produce en menos de 10 especies, entre las que se encuentra la de los seres humanos.[61]
El quebrantamiento de esta regla abre la caja de Pandora de la violencia masculina en colaboración. Mientras las hembras emigran y dejan atrás a sus hermanos, la comunidad resultante se convierte en un grupo familiar de machos. Esta familia ampliada de hermanos, primos, tíos y sobrinos, y padres e hijos comparte tantos genes que configura el marco evolutivo de las estrategias de reproducción de los machos basada en la colaboración, incluso ante la muerte.
El funcionamiento de este proceso se conoce desde hace poco tiempo y, sin embargo, su conocimiento empezó totalmente al margen de los chimpancés. Lo que ocurrió es que al biólogo William D. Hamilton le intrigaba un misterio: ¿por qué los trabajadores y soldados[62] estériles en las colonias de hormigas, abejas y termitas se convierten en esclavos y se sacrifican para defender a la reina y a su descendencia? Las reinas de los insectos sociales se sitúan en el centro mismo de la aristocracia reproductiva: sólo las reinas y uno de cada mil machos son capaces de tener descendencia. ¿Por qué trabajan estos insectos si no tienen ninguna posibilidad de hacer perdurar sus genes? ¿A qué tipo de juego de manos ha de recurrir la selección natural para hacer de alguien un esclavo o, peor aún, un soldado kamikaze? ¿Por qué no quedarse al margen y sobrevivir?
Hamilton se dio cuenta de que, sin modificar los demás factores, las reinas que producen trabajadores estériles dispuestos a luchar en defensa de la descendencia real o a trabajar para criarla superarían a las demás reinas en la competición por la reproducción. Pero ¿cómo logra que sus trabajadores estériles se conviertan en esclavos voluntariosos?
La inspiración le vino a Hamilton mientras descansaba en un banco de un parque de Oxford a comienzos de los años sesenta y se planteaba una y otra vez esa misma pregunta. La única posibilidad que tienen los trabajadores y soldados estériles de perpetuar sus genes consiste en ayudar a su madre a producir más reinas, independientemente del coste que ello suponga. La razón es que la madre y la progenie de reinas reproducen, por poderes, los mismos genes que portan los trabajadores. Dicho de otro modo, la reina cría a sus descendientes en lugar de hacerlo ellos. La reina es su esclava reproductora y, al ayudarla o al servirla, de hecho se están favoreciendo a sí mismos.
Hamilton acababa de identificar uno de los aspectos más importantes de la selección natural: la selección familiar, el proceso por el que los miembros de las familias hacen aumentar la aptitud de ciertos genes de los que son portadores, ayudando a uno o más familiares a reproducirse más de lo que lo harían en otro caso. Sin embargo, antes de seguir adelante y explicar otros aspectos de este proceso, conviene recordar que en la vieja expresión «supervivencia de los más aptos», Darwin no se refería a aquellos que disponen de los músculos más desarrollados ni a los que mejor soportan una maratón, ni siquiera a los más ingeniosos, sino a los genes capaces de reproducirse con mayor éxito. En segundo lugar, el término aptitud se refiere a los individuos más aptos, es decir, a aquellos que se reproducen con mayor éxito. Para retomar el hilo del discurso, en la actualidad se sabe que los genes se codifican para producir un comportamiento de colaboración y que ésta incrementa la aptitud de muchos animales. A continuación explicaremos cómo.
Hamilton observó que el comportamiento que parece altruista, como el de un insecto soldado que defiende hasta la muerte a su reina, no puede calificarse como tal si dicho comportamiento hace aumentar el éxito reproductivo de los genes del soldado. En lugar de altruismo, estamos ante un caso de nepotismo. Según Hamilton, para analizar los comportamientos, hay que evaluar primero el coeficiente de parentesco entre el actor y el que se beneficia de dicho acto. Por ejemplo, desde el punto de vista genético, nuestros hijos son medio clones nuestros, pues el coeficiente de parentesco con nosotros es igual a ½.
Hamilton acuñó el término de aptitud inclusiva para definir los genes que un ser comparte con otro al reproducirse. Por ejemplo, cuando mi hijo o hija se reproduce, mi «carga» genética de su éxito —el coeficiente de parentesco del abuelo— es la mitad de la mitad, es decir, un cuarto de un clon. Si ayudo a mi nieto conseguiré la mitad de la «ganancia» genética en aptitud inclusiva que conseguiría si ayudase a mi hijo o hija a la misma edad. El concepto de aptitud inclusiva permite comprender cómo un tío soltero puede lograr, paradójicamente, un gran éxito reproductivo favoreciendo los nacimientos de más sobrinas y sobrinos (cuyo coeficiente de parentesco con él es de ¼ de los que hubiesen tenido en otras condiciones sus hermanos y hermanas. El ejemplo clásico es el párroco soltero que, al orientar los recursos de la parroquia hacia su gran familia, hace que ésta aumente de tamaño y, de paso, aumenta su propia aptitud inclusiva.
«La sangre es más espesa que el agua» es una expresión dictada por la aptitud inclusiva. En la naturaleza, el nepotismo es el rey. Muchos animales poseen un talento innato para reconocer a sus propios familiares, e incluso hacen instintivamente sus cálculos antes de correr cualquier riesgo por otro individuo.[63]
Muchas aves, por ejemplo, ayudan a cuidar a polluelos que no son los suyos. Es un ejemplo de colaboración, pero quienes la practican también hacen sus cálculos. Los biólogos Stephen T. Emlen y Peter H. Wrege analizaron diversos casos de esta conducta en los abejarucos de frente blanca de Kenia.[64] En el 88,5 por ciento de los 174 casos en los que el pájaro adulto posponía la crianza de los suyos para ayudar a adultos más viejos, estaba ayudando a sus familiares. En el 44,8 por ciento de los casos, el pájaro colaborador ayudaba a sus dos progenitores a criar nuevos hermanos. Sólo en el 19 por ciento de los casos, ayudaba a la crianza de los descendientes de alguno de sus dos progenitores con una nueva pareja. En el 10,3 por ciento de los casos, los abuelos ayudaban a criar los descendientes de sus propios hijos. Y lo que es más llamativo, de los 115 casos en los que los pájaros colaboradores debían elegir entre dos pares diferentes de nidos de parientes relacionados, en un 94 por ciento lo hicieron para ayudar a las crías más directamente relacionadas con ellos. Aquellos que contribuyen a las tareas de crianza hacen aumentar el éxito reproductivo de sus padres y, en consecuencia, su propia aptitud inclusiva. El experimento de Emlen y Wrege mostró que los abejarucos de frente blanca no sólo aprenden quiénes son sus familiares, sino que son capaces de discriminar entre ellos para ayudar a los más próximos.
Las aves y las abejas lo hacen… ¿y los simios? ¿Y las personas?
Los ejemplos de aptitud inclusiva entre los seres humanos llenarían una biblioteca entera. Los pueblos cazadores y recolectores proporcionan algunos de los ejemplos más claros. Los !kung san del Kalahari, por ejemplo, comparten la carne que cazan.[65] A muchos antropólogos les encanta explicar lo muy generosos que eran estos cazadores. Sin embargo, lo que no se suele explicar es que estos cazadores compartían primero (y a veces en exclusiva) la comida con sus familiares, siguiendo unas reglas muy estrictas por las que los familiares más próximos son los primeros en servirse.
«Yo contra mi hermano», dice el refrán árabe, «yo y mi hermano contra mis primos; yo, mi hermano y mis primos contra los demás; yo, mi hermano, mis primos y mis amigos contra los enemigos de la aldea; y todos nosotros y la aldea entera contra la aldea más próxima.»[66]
Si este refrán parece fácil de entender, es porque la aptitud inclusiva influye poderosamente en nuestro comportamiento, para lo bueno y para lo malo. La aptitud inclusiva, por ejemplo, constituye la sustancia misma del nepotismo, el tribalismo, el nacionalismo y el racismo, así como del intenso y tierno vínculo entre una madre y un hijo, que tanto admiramos. Como señala el biólogo Richard Dawkins, los dos artículos de 1964 de William D. Hamilton sobre la aptitud inclusiva «se cuentan entre las más importantes contribuciones a la etología social jamás escritas».[67]
Las relaciones entre los chimpancés macho de una comunidad se establecen gracias a la aptitud inclusiva. Es algo muy evidente cuando se trata de compartir las hembras. Según Jane Goodall, «el análisis de los datos recogidos en el grupo de Gombe desde 1976 hasta 1983 muestra que, en un momento u otro de los cuatro días que duran los periodos previos a la ovulación de la mayoría de las hembras, éstas copulan con todos o casi todos los machos maduros de su comunidad».[68]
¿Por qué estarían dispuestos los machos a compartir las hembras si el proceso de selección natural actúa a través del éxito reproductivo de los individuos? En la actualidad, a pesar de la fuerza que tienen la selección familiar y la aptitud inclusiva entre los machos, éstos parecen compartir de mala gana las hembras. Algunos machos intentan evitar que otros se acerquen a determinadas hembras. Algunos también se esfuerzan por seducir u obligan por la fuerza a alguna hembra para que les acompañe «de safari» a los confínes del territorio de la comunidad, para poder procrear con ella en exclusividad.[69] Si se tratase de una pareja de seres humanos y no de simios, un buen número de estos safaris podría calificarse de violación. Sin embargo, a pesar de las estratagemas desplegadas por los machos, normalmente una hembra de chimpancé se aparea con la mayoría de los machos de su comunidad y copula una media de 135 veces antes de concebir un hijo.[70]
¿Qué consigue una hembra al aparearse con todos los machos de la comunidad? La promiscuidad de una hembra hace que cada macho piense que es el padre del hijo en cuestión, lo cual hace que cada macho esté dispuesto a proteger a todos los chimpancés que nacen en el seno de la comunidad por considerarlos suyos. La protección consiste principalmente en mantener a raya a los machos ajenos a la comunidad. Entonces, ¿por qué permiten esos machos dominantes que las hembras se apareen con cada uno de los machos? Porque, en tanto que primos, hermanos, tíos, etcétera, cada uno de los machos gana algo —a través de la aptitud inclusiva— cuando se concibe un hijo. Es más, en la práctica, excepto cuando se trata de safaris, a los chimpancés macho les resulta muy difícil impedir que las hembras se apareen con otros machos.
El punto crucial del razonamiento es el siguiente: la comunidad de machos con lazos familiares que comparten unas hembras es el marco adecuado para que se produzcan diversas adaptaciones exóticas de la carrera entre machos muy viriles que es la selección sexual y que se incorporen características que hagan aumentar el éxito reproductivo de los machos. Dichas características tienen que ver con los estilos de vida sexistas de los chimpancés. Para los machos de Gombe, por ejemplo, las relaciones entre ellos se sitúan a otro nivel: casi siempre viajan juntos y se desplazan diariamente por el territorio bastante más que las hembras (un 66 por ciento más).[71] Los machos patrullan por la periferia de su territorio para evitar la entrada de extraños y se transforman en un pelotón de guerrilleros silenciosos, cuando normalmente se comunican a gritos. Según el biólogo Christopher Boehm, «cuando los chimpancés salen de patrulla suelen mantenerse en silencio durante horas y aun así consiguen comportarse como un grupo coordinado».[72]
Para comprenderlo, es necesario haber visto esas patrullas silenciosas y bien coordinadas. El primatólogo Mark Leighton, uno de los asiduos de Gombe, me explicó una vez el episodio de un joven macho que se desplazaba «con los hermanos mayores» por la periferia de su territorio. Todos los machos adultos estaban tan tensos que el joven macho empezó a lloriquear de miedo. Al instante, un viejo macho que andaba a su lado le tapó la boca con la mano para silenciar sus gemidos y evitar que pudieran ser detectados por otros machos ajenos al grupo.
Los machos no paran de desplazarse, siempre a la búsqueda de hembras en celo. En cambio, las hembras ni patrullan ni se desplazan más allá de la zona en la que encuentran los alimentos. Los machos que estuve observando en la selva de Kibale[73] no sólo invierten más tiempo que las hembras en buscar comida, sino que descansan menos y prefieren la compañía de otros machos, antes que la de las hembras, para acicalarse unos a otros y desplazarse por el territorio.[74] Por su parte, también las hembras prefieren estar entre ellas.[75] Los estudios realizados en Kibale, Gombe, Mahale y Tai muestran modelos de comportamiento distintos en el sentido antes descrito. La solidaridad entre los chimpancés macho también es mucho más intensa que entre las hembras.[76]
Los chimpancés y bonobos macho tienen una capacidad poco frecuente de separarse de sus grupos naturales y desplazarse en pequeñas unidades, o por sí solos, manteniéndose sin embargo en contacto.[77] A veces los machos emiten chillidos que pueden oírse a kilómetros de distancia en la selva.[78] Con ellos dan información sobre su identidad y la dirección en la que se desplazan, gracias a lo cual otros machos pueden unirse a ellos o evitarlos. De hecho, los machos suelen «comunicarse» con los amigos y la familia periódicamente, con intervalos de unas horas. La «comunicación» que establecen consiste en un grito prolongado que Jane Goodall llamó pant-hoot y es un grito único de cada chimpancé, una mezcla de jadeo y ululato. Cuando se reúnen, estos simios se abrazan, se besan, se acarician, se acicalan mutuamente, articulan sonidos y se hinchan, haciendo así gala de su posición dominante.[79]
La ecología es una de las razones principales por la que se escinde una comunidad de chimpancés en unidades más pequeñas. El 60 por ciento de la dieta de los chimpancés consiste en fruta madura.[80] A veces la fruta es difícil de encontrar[81] y los chimpancés en estado salvaje tienen un peso muy inferior al de los chimpancés en cautividad.[82] Puede que no haya un número suficiente de árboles frutales para los aproximadamente 50 chimpancés de que se compone una comunidad, por lo que resulta imposible viajar juntos y tener comida para todos. Ante cualquier árbol frutal, los chimpancés menos dominantes, en particular las hembras, tienen todas las de perder.[83] Sin embargo, también en este caso, los machos dan más importancia a la solidaridad que a las calorías. A pesar de la importancia que tiene una comida equitativa, se ha observado que, cuando se acercan a los grandes árboles frutales, los machos de Gombe y Kibale —no las hembras— emiten con fuerza sus gritos característicos y patean las raíces aéreas de los árboles para que sus ruidos resuenen en la selva húmeda a más de un kilómetro y medio de distancia.[84] Estos ruidos atraen a otros chimpancés, que compartirán la comida con aquellos que han llegado primero. Estos gritos, que indican la existencia de alimentos, responden a tres objetivos muy egoístas: facilitar el acicalamiento mutuo para despojarse de parásitos, añadir más compañeros machos para patrullar con mayor seguridad, y poder aparearse con alguna hembra que se acerque. También tiene una repercusión positiva en la aptitud inclusiva, al ayudar a los familiares próximos a conseguir alimentarse mejor. Cabe añadir que todos estos beneficios potenciales se logran a muy bajo precio, ya que los machos emiten sus gritos característicos cuando se encuentran delante de árboles frutales lo suficientemente grandes como para que todos puedan alimentarse de ellos.[85] En cambio, una hembra no ganaría nada al gritar que ha encontrado un árbol frutal, dado que los machos normalmente se adueñan de los mejores lugares. Y, para colmo de males, los machos que pudieran atender a su llamada no la despojarían de sus parásitos después de haberlo hecho ella.
Los chimpancés suelen desplazarse en grupos de dos a seis adultos, pero la escasez de alimentos provoca que a veces tengan que hacerlo solos.[86] El hecho de que, siempre que pueden, viajen juntos obliga a plantear la pregunta más decisiva en el ámbito del comportamiento social: ¿por qué se molestan en ser sociales a costa de no tener comida suficiente?
Las piezas del rompecabezas empezaron a colocarse en su sitio a comienzos de los años setenta. El proceso se inició cuando Jane Goodall finalizó su programa de ocho años de duración consistente en proporcionar a los chimpancés de Gombe 600 plátanos diarios con el objetivo de mantenerlos cerca del campamento y de que se habituaran a la presencia de los seres humanos que les observaban. La comunidad a la que estudiaba se escindió en dos grupos. El mayor, la comunidad de Kasakela, compuesta por 35 chimpancés, permaneció al norte. El grupo de Kahana, que contaba con no más de 15 ejemplares, se dirigió hacia el sur. Al cabo de uno o dos años, los machos de Kasakela hicieron diversas incursiones al sur del valle de Kahana y mataron por lo menos a cinco de los siete machos de Kahana[87] (los dos últimos desaparecieron por causas desconocidas). Lo más probable es que también mataran a dos de las hembras más viejas. Estas partidas fueron por lo menos tan brutales como la que hemos descrito al comienzo de esta sección. Los machos se abalanzaron sobre sus oponentes, los retorcieron, los mordieron, los estiraron, los arrastraron, los golpearon, los machacaron, los descuartizaron y les lanzaron piedras de forma tan agresivamente deliberada y con tanto ahínco que Goodall manifestó: «Si hubiesen tenido armas de fuego y alguien les hubiese enseñado a utilizarlas, sospecho que lo habrían hecho para matar».[88]
Pero ni esos chimpancés asesinos constituían una anomalía ni Gombe era el único sitio en que se producía tal cosa. Los chimpancés de las montañas Mahale (unos 150 km al sur de Gombe) desencadenaron una guerra unos diez años más tarde. La conclusión de Toshisada Nishida y sus colegas fue que los machos del gran grupo M de Nishida (más de 80 chimpancés) acecharon y asesinaron sistemáticamente a seis machos adultos del grupo K, de menor tamaño y con unos 22 efectivos antes de que desencadenasen las hostilidades.[89] También en este caso la violencia fue brutal, premeditada y deliberadamente letal.
En Gombe y Mahale, después de la eliminación de los machos adultos de cada una de las comunidades derrotadas y la muerte de todos los machos adolescentes, posiblemente por depresión, las hembras jóvenes reorientaron su lealtad y las características de sus hogares y empezaron a aparearse con los machos victoriosos. Éstos ampliaron inmediatamente sus territorios, a los que anexionaron una parte (Gombe) o la mayoría (Mahale) de los territorios de los machos fallecidos. Las comunidades derrotadas dejaron de existir, al ser borradas del mapa por una guerra genocida. Los chimpancés de Tanzania, como las tropas de Hitler, habían estado luchando por su Lebensraum.
Mi propio trabajo de campo con los chimpancés de la selva de Kibale se vio modificado por las matanzas de Gombe. En los años setenta, la muerte de un primate a manos de otro de su especie era uno de los temas más debatidos en el mundo de la primatología. ¿Cuál era mi misión? Aclarar si las muertes producidas por estas guerras entraban dentro de la normalidad o si eran consecuencia de que los investigadores hubiesen suministrado alimentos a los chimpancés con el fin de poderlos observar. Se trataba de una cuestión importante porque, si los chimpancés hubiesen matado por el hecho de que los seres humanos habían modificado sustancialmente sus vidas normales, las explicaciones sobre las funciones y el origen natural de la guerra serían menos creíbles que si las muertes se hubiesen producido por causas normales.
En Kibale me di cuenta de que los machos en libertad (aquellos que no habían sido alimentados jamás por nadie) mantenían lazos muy intensos entre sí. Se desplazaban juntos y preferían estar entre ellos que con las hembras, en casi todas las situaciones, excepto en el apareamiento. No advertí la existencia de enfrentamientos letales entre los machos de la comunidad de Ngogo, mi comunidad de estudio principal y la más numerosa, y los de la comunidad de Kanyawara, mi segunda comunidad de estudio, situada a unos quince kilómetros más al norte. De hecho, nunca tuve ocasión de observar que algún macho de una comunidad se encontrase o se acercase a un macho de la otra comunidad. Es decir, no presencié ningún enfrentamiento fronterizo. Pero la intensa solidaridad que desarrollaban entre sí los machos de ambas comunidades me convenció de que ese vínculo debía obedecer a alguna razón. Así, con el convencimiento de que mis opiniones iban a recibir el menosprecio de algunos científicos sociales, en mi libro East of the Mountains of the Moon expuse la idea de que los chimpancés macho que había observado en Uganda estaban organizados socialmente de forma natural, como los de Gombe y Mahale, y que esa solidaridad entre machos no era sino una adaptación específica para sobrevivir (como mínimo) o para ganar (como máximo) en el marco de unas relaciones intercomunitarias básicamente configuradas por la guerra, lo cierto es que me quedé solo al afirmar que los chimpancés macho de Kibale eran belicosos, tanto como cualquier otro chimpancé.
Una vez finalizado mi trabajo de campo en 1981, pasaron unos cuantos años antes de que se demostrase que mis conclusiones eran acertadas. En 1988, 1992 y 1994, apareció muerto un macho adulto de la comunidad de Kanyawara (por aquel entonces objeto de estudio del doctor Gilbert Isabirye Basuta), posiblemente por la acción de los machos de la comunidad de Wantabu. Por mi parte, sólo había intuido la existencia de la comunidad de Wantabu, situada entre las de Kanyawara y Ngogo. El territorio de los chimpancés de Wantabu se encuentra justo al sur de Kanyawara y al norte de Ngogo, donde yo había pasado gran parte del tiempo. Resultaba significativo que los tres machos de Kanyawara muriesen en combate, en la misma región fronteriza entre los territorios de las dos comunidades, y que por lo menos dos de ellos muriesen a las pocas horas de que se hubiese oído una larga serie de los gritos característicos de los chimpancés y se detectase la presencia de muchos chimpancés de ambas comunidades en esa región fronteriza.[90]
En la actualidad subsisten muy pocas dudas de que la estrategia natural de los chimpancés consiste en establecer, mantener, defender o ampliar un territorio para su grupo familiar, recurriendo para ello a la guerra. Lo más probable es que esa expansión agresiva se produzca cuando el tamaño de una comunidad supera al de su vecina. En cambio, raras veces, de hecho casi nunca, se desencadena una guerra activa (lo contrario a una guerra latente) entre grupos de tamaños parecidos.
Una aniquilación entre seres no humanos como la que pudo observarse en Gombe y Mahale puede parecer exagerada: el porcentaje de machos adultos de Gombe que murieron a manos de otros chimpancés ascendió a la imponente cifra del 30 por ciento. Pero esos simios asesinos no hacían sino actuar movidos por la lógica de la ventaja reproductiva. Consiguieron disponer de una mayor cantidad de los dos recursos que más limitaban su reproducción: hembras y el territorio necesarios para tener más descendencia. A diferencia de sus primos los gorilas y los orangutanes, que son extremadamente agresivos pero muy poco colaboradores entre sí, estos chimpancés ganaron la guerra gracias a la gran colaboración y a la solidaridad que son capaces de establecer con los machos de su propia familia. (Los bonobos, esos chimpancés pigmeos en peligro de extinción, presentan un nivel de agresividad menor que los chimpancés, pero los veteranos investigadores japoneses han presenciado diversas «luchas» de gran intensidad entre machos de comunidades enfrentadas. En consecuencia, la idea de que el «pacífico» bonobo debería darnos una esperanza tal vez sea prematura, como lo fue en el caso de los chimpancés hasta el año 1974.)[91] Por otra parte, la solidaridad entre chimpancés macho no era resultado de un mero fervor marcial, que se manifestó por un periodo corto de tiempo hasta transformarse en una agresión letal, para dejar de existir luego. Se trataba, en cambio, de un estado permanente, que es evidente desde el momento en que los machos comparten las hembras.
¿Qué trascendencia tiene la guerra entre los chimpancés? Es importante en el sentido de que es un ejemplo de violencia en colaboración, que normalmente sólo se produce cuando hay un interés en progresar. La agresión en grupo supone una ventaja tan indiscutible frente al enfrentamiento individual que, una vez incorporada a la carrera que representa la selección sexual,[92] la selección familiar la convierte instantáneamente en el arma más poderosa del comportamiento de cualquier macho. Ningún macho por sí solo podría competir y ganar contra un sistema marcial como el de los chimpancés en estado salvaje.
Existen paralelos estremecedores entre las formas de guerra desarrolladas por las bandas urbanas juveniles y los chimpancés. En primer lugar, el homicidio en grupo, aunque tenga que ver con el comercio de sustancias ilegales (y no con las hembras o los árboles frutales), muchas veces está más relacionado con el control y la defensa del territorio que con las propias drogas. En segundo lugar, el número de víctimas provocadas por las bandas callejeras es horripilante. En los años noventa, las bandas urbanas juveniles de Estados Unidos mataron a un promedio de 1000 personas por año, en la mayoría de los casos como represalia. En tercer lugar, a pesar de su elevado nivel de violencia, esas bandas cometen muy pocas violaciones, ya que algunas mujeres, en número suficiente, se sienten atraídas por dichas bandas y satisfacen a sus miembros. En cuarto lugar, el número de homicidios cometidos por una banda en concreto fluctúa ampliamente y puede variar anualmente en un 660 por ciento.[93] Como ocurre con las guerras de los chimpancés, las de las bandas presentan una intensidad cíclica.
Cabe señalar que los chimpancés macho de Mahale y Gombe (así como los de Kibale) sólo desencadenaron una guerra contra la comunidad más próxima cuando ésta, considerada como el «enemigo», era mucho menor y débil que la propia, con la mitad de machos adultos, o incluso menos. No es exagerado afirmar que los chimpancés son maquiavélicos o, por decirlo de otra forma, ¡los hombres violentos y políticamente dudosos se parecen a los chimpancés![94]
Estos estudios sobre los chimpancés en estado salvaje demuestran que la solidaridad que se establece en situaciones de agresión entre los familiares machos de una comunidad constituye su estrategia habitual para reproducirse y que esta estrategia ha existido desde hace mucho tiempo. ¿Cómo podemos saberlo? A pesar de su competencia feroz y violenta, el peso de los chimpancés macho sólo es un 123 por ciento del de las hembras, lo cual sugiere que la posibilidad de ganar a otros machos ya no depende de una estrategia más primitiva, como en los orangutanes y gorilas, que requiere que un individuo tenga grandes proporciones.[95] En cambio, la posibilidad de ganar depende del tamaño del grupo de machos emparentados que colaboran entre sí, como si formasen un ejército. Si se tratase de un desarrollo evolutivo reciente, los chimpancés macho serían al mismo tiempo grandes y capaces de actuar en colaboración.
Los chimpancés nos enseñan qué significa exactamente la ley de la jungla, pero también nos dan pistas sobre el ser social. La sociabilidad sirve para obtener ventajas individuales. En la sociedad de los chimpancés, basada en la fusión y fisión de grupos, la decisión de cada individuo de establecer relaciones sociales y seleccionar a aquellos individuos con quienes desea hacerlo se basa únicamente en la mejor forma de incrementar su propio éxito reproductivo. Por consiguiente, la forma de la estructura social de los chimpancés —ya sea o no violenta— se debe, en última instancia, a las estrategias reproductivas de cada individuo y, por extensión, a las decisiones individuales de cada cual. La guerra no es más que la versión social del combate.
La estructura social de los chimpancés sería única si no fuese porque los seres humanos actuamos de forma bastante parecida a ellos. No se trata de una coincidencia. Muchos criterios taxonómicos apuntan a que los chimpancés y los humanos somos especies hermanas. Globalmente, la sociedad chimpancé no sólo es extremadamente sexista —todos los adultos son dominantes respecto a las hembras— sino también xenófoba, hasta el punto de que matan a todos los machos ajenos al grupo, muchas crías y algunas hembras viejas que penetran en su territorio.[96] Tal vez algunos lectores consideren que mi utilización de la palabra guerra resulta excesiva para describir lo que hacen los grupos de machos emparentados entre sí. Sin embargo, las brutales matanzas sistemáticas, prolongadas y deliberadas, que llevan a cabo en colaboración contra cualquier macho de una comunidad vecina, junto al asesinato genocida, y en ocasiones caníbal, de muchas de sus crías, seguido de la usurpación de las parejas de los machos y la anexión de todo o parte del territorio del perdedor están a la altura e incluso superan lo peor que pueden dar de sí los seres humanos cuando entran en guerra.
Los chimpancés muestran los contextos naturales de la territorialidad, la guerra, la colaboración entre machos, la solidaridad y la capacidad de compartir, el nepotismo, el sexismo, la xenofobia, el infanticidio, el asesinato, el canibalismo, la poliginia y la competición por la reproducción que se desarrollan entre los grupos de machos de la misma familia. También es significativo que ninguno de estos simios haya aprendido estos comportamientos violentos a través de la televisión o como resultado de unas desigualdades socioeconómicas, como pueden ser unas escuelas con pocos recursos, hogares destrozados, deficiente educación por parte de los padres, drogas ilegales, facilidad de acceso a las armas o cualquier otra circunstancia sociológica. Ninguno de estos simios ha sido arrastrado a la guerra por alguna ideología política, religiosa o económica o por la retórica de algún demagogo demente. Tampoco estaban buscando una «identidad» ni sometidos a la presión de los demás. En cambio, estaban obedeciendo a los instintos que están codificados en la psique masculina y que les empujan a ganar a los demás machos.
El físico nuclear Freeman Dyson nos advierte: «Si tenemos que evitar la destrucción, lo primero que debemos hacer es comprender el contexto humano e histórico en el que aparece. Debemos comprender aquellos aspectos de la naturaleza humana que hacen que la guerra resulte tan condenadamente atractiva».[97]
Los grandes simios, especialmente los chimpancés, son los mejores espejos vivientes de la primitiva humanidad. Nos corresponde a nosotros mirar en ese espejo (antes de haber destruido todas las selvas tropicales y haber matado a sus habitantes) e identificar los aspectos de la psique humana masculina que hace que «la guerra resulte tan condenadamente atractiva».[98] Ahora que ya conocemos la naturaleza maquiavélica de los chimpancés marciales, es el momento de reconsiderar la del Homo sapiens.