6. Guerra

Si [los chimpancés] hubiesen tenido armas de fuego y alguien les hubiese enseñado a utilizarlas, sospecho que lo habrían hecho para matar.

Jane Goodall, 1986[1]

—Lo único que necesito es una Coca-Cola —dijo Bill Klingenberg—, caliente, fría o natural.[2]

Después de casi ocho semanas en el frente, Bill estaba exhausto. Ese día su escuadra había tenido que patrullar unos ocho kilómetros de terreno accidentado, antes de regresar a la base en helicóptero. Estaba molido. Cargado como iba con 800 cartuchos de munición del 5,56, 200 cartuchos de ametralladora del 7,62, cuatro granadas de fragmentación, un cartucho de mortero y un arma anticarro ligera, además de todo el equipo, esa marcha de ocho kilómetros le pareció más bien de 25.

Era el 21 de diciembre de 1966, hacia el final de la tarde. Bill llevaba seis meses en el Primero de Caballería. Como todo el mundo, tenía la esperanza de poder pasar las navidades en el campo base, un lugar del que ya casi ni se acordaba. Pero cuando empezaba a contemplar la posibilidad de tomar una Coca-Cola, el primer pelotón recibió la orden de volver a ponerse en marcha.

—Deprisa —ordenó Speller, el sargento del pelotón, mientras descargaba paquetes de cinco raciones de comida a pocos metros—. Metedlos en vuestras bolsas tal cual, ya las ordenaréis más adelante.

¡Ah, mierda!, pensaron los 17 hombres, todos ellos supervivientes de lo que tendría que haber sido un pelotón de 44 hombres, diezmado por las bajas, mientras recorrían trabajosamente, con la garganta seca, los 500 metros que les separaban de los cuatro helicópteros Huey. Aguardaron a los pilotos durante la siguiente hora, mientras éstos a su vez esperaban órdenes.

Un control aéreo avanzado había detectado una columna del ejército norvietnamita al pie de una colina, a unos trece kilómetros. El mando esperaba convertir la acción en una clásica misión de emboscada. El pelotón de Bill era el primero de la Compañía B, del segundo batallón del Quinto de Caballería, integrado en el Primero de Caballería, y tenía asignado el cometido de rodear al enemigo en el lugar fijado para la emboscada. De acuerdo con el plan previsto, una escuadra de doce hombres del primer batallón del Equipo Azul del Noveno de Caballería avanzaría con decisión hacia el enemigo, hostigándolo y empujándolo hacia el lugar de la emboscada.

Como era habitual, el pelotón de Bill tuvo que esperar a que finalizase el bombardeo aéreo sobre las posiciones norvietnamitas, cuyo objetivo era «ablandar» al enemigo. A pesar de las magníficas condiciones atmosféricas, desde el aire resultaba difícil precisar si la columna enemiga estaba compuesta por seiscientos combatientes o sólo por seis. Después de todo, y pese a los bombardeos iniciales, el trabajo del primer pelotón se limitaba a la táctica usual de actuar como cebo y poner al descubierto las posiciones de la presa para que ésta se convirtiera en el objetivo de la artillería norteamericana. Desde los helicópteros, Bill y sus compañeros de fatiga disponían de bastante tiempo para reflexionar sobre la situación.

Esta guerra ya había desmentido las ideas convencionales que manejaban los mandos del Pentágono: lo que hace ganar una guerra es la capacidad de fuego superior, especialmente desde el aire. En Vietnam, para matar a un infiltrado del ejército norvietnamita había que lanzar 80 toneladas de bombas, con un coste total de unos 140.000 dólares. Esta cifra por enemigo muerto equivalía de 25 a 80 veces más que en la segunda guerra mundial.[3] La mitad de las muertes enemigas se debía a disparos de armas de fuego de pequeño calibre, pero para cada muerte se necesitaban 50.000 disparos. Y los compañeros del primer pelotón eran los que efectuaban esos disparos. Como represalia, el 10 por ciento de los muertos norteamericanos falleció a causa de las trampas con explosivos. Para añadir algún elemento más a ese horror, puede decirse que el número de muertos por fuego «amigo» casi doblaba esa cifra.[4]

A pesar de todo, los norvietnamitas eran peores. Recorrían los 2500 kilómetros de la ruta Ho Chi Minh desde Vietnam del Norte a través de Camboya y la aviación norteamericana no lograba destruir esa vía. Los nuevos reclutas norvietnamitas se echaban las municiones rusas a la espalda y se dirigían hacia el sur. Y a pesar de los 200 bombardeos diarios sobre la ruta Ho Chi Minh[5] —el bombardeo más intenso y concentrado jamás efectuado en la historia de la guerra—, los 300.000 trabajadores norvietnamitas y los 250.000 soldados del ejército norvietnamita asignados a dicha ruta la mantuvieron siempre abierta.[6] Los depósitos instalados en Camboya recibían a diario unas 60 toneladas de material y munición comunista.

Finalmente, los helicópteros Huey se pusieron en marcha y sobrevolaron los árboles próximos a la base. Minutos después, pasaron a baja altura sobre unos campos de arroz secos en la región de Montagnard. Bill estudiaba el terreno que desfilaba ante sus ojos. Estos campos se encontraban en las tierras altas, a unos 15 kilómetros de Camboya, cerca del Valle de la Drang, al norte de Pleiku pero al sur de Kontum. Sorprendentemente, el asalto que iba a llevar a cabo el primer pelotón se iba a producir cerca de los escenarios de las primeras grandes batallas de las tropas norteamericanas en Vietnam, las mismas batallas que habían convertido una acción policial en una guerra.

Sólo trece meses antes, el Primero de Caballería había perdido a 234 hombres en el Valle de la Drang. La primera batalla se produjo en el lugar denominado Landing Zone X-Ray. El coronel Hal Moore estaba al mando de 411 soldados norteamericanos del primer batallón del Séptimo de Caballería, que se enfrentaron a 2000 norvietnamitas y miembros del Vietcong en una batalla cuerpo a cuerpo, devastadora, que duró tres días y en la que murieron 79 soldados norteamericanos y un número sorprendentemente elevado de 1500 norvietnamitas. Tres días más tarde y a unos siete kilómetros de distancia, en un paraje conocido como Landing Zone Albany, un destacamento norteamericano dos veces más numeroso, del Quinto y el Séptimo de Caballería, cayó en una emboscada muy bien preparada y se enfrentó a un número equivalente de fuerzas norvietnamitas.[7] Tras 16 horas de pesadilla y una carnicería de grandes proporciones, quedaron diseminados entre las hierbas altas los cadáveres de 155 soldados norteamericanos y 403 norvietnamitas, y muchos más heridos todavía, en lo que el Séptimo de Caballería creyó que era su segundo Little Bighorn.

Bill y sus compañeros a bordo de los Huey se miraban de vez en cuando. Todos los componentes del primer pelotón eran conscientes de que ese combate no iba a ser como los demás. Por un lado, era muy tarde y, por otro, no se habían producido disparos, lo cual sugería que no había ninguna indicación de presencia de tropas enemigas. Tampoco la artillería había preparado el terreno. Es más, se dirigían hacia una zona de aterrizaje en la que no se había producido ninguna actividad recientemente. Nadie esperaba encontrar nada allí. Sin embargo, daba la sensación de que todo se estaba llevando a cabo con prisas y con poca planificación, y empezaba a imperar la idea de que se trataba de un esfuerzo inútil. Se había hablado tan poco de esta operación que Bill y casi todos sus compañeros pensaron lo mismo: otro ejercicio inútil. Podríamos habernos quedado en la base bebiendo Coca-Colas y durmiendo seis horas de un tirón para variar.

Menos de dos horas antes de oscurecer, los cuatro helicópteros Huey llegaron a su destino y se posaron sobre un campo en una ligera pendiente, recubierto de pequeños árboles y rastrojos de arroz de casi un metro de altura. Los hombres del primer pelotón saltaron a tierra.

Los pájaros alzaron el vuelo y desaparecieron rápidamente. El primer pelotón se desplegó sobre una amplia zona. Bill estaba en la parte más a la izquierda del grupo. Miró a su alrededor y vio algo así como una esterilla de bambú con una serie de tiras paralelas, un cuadrado de unos 40 cm de lado, a unos cinco metros de la línea que ocupaba el pelotón.

—¡Eh, Chico! —le dijo Bill a su jefe de escuadra—, veo algo; voy a ver qué es.

—De acuerdo —le respondió el sargento Chico Deleon.

Bill se acercó al objeto. La esterilla sobresalía de un agujero en el suelo. Bill sostenía su M16 en una mano, de manera informal, con la culata apoyada sobre la cartuchera del cinturón. Tenía el dedo sobre el gatillo y el pulgar sobre el selector.

Bill vio la boca de fuego de un AK-47 que empezaba a salir del agujero. La esterilla era la tapadera de una «madriguera de araña» y Bill estaba a punto de recibir una descarga de balas del calibre 30, disparadas a quemarropa.

Antes de que el AK-47 empezase a disparar, Bill accionó el selector y apretó el gatillo. Disparó siete veces hasta que se le encasquilló el M16.

Los disparos de Bill obligaron al soldado norvietnamita a volverse a meter en el agujero. Aun así, los dos hombres estaban muy cerca uno de otro. La distancia entre las bocas de sus armas era de apenas un metro.

Sorprendentemente, los siete disparos de Bill no habían alcanzado su objetivo.

Su M16 estaba encasquillado y ya no le servía de gran cosa. Bill intentó alejarse del campo de tiro del norvietnamita. En ese momento se le desabrochó el cinturón, seguramente por no haber colocado bien las raciones de comida. Su equipo se enredó con el tronco y las ramas de un árbol recién cortado y le hizo caer al suelo a unos tres metros del agujero que ocupaba el soldado enemigo. Éste salió del agujero y vació las treinta balas del cargador de su arma en dirección a Bill.

Desde el suelo, enredado e inmovilizado por su equipo de combate, Bill pudo ver la cara atenazada por el miedo del soldado, justo en el momento que empezaba a disparar. Era muy joven, tenía menos de veinte años, su misma edad. A Bill le pasó por la cabeza la idea de que ese miedo básico era el mismo que debía de reflejar su propia cara y que no eran sino dos jóvenes atemorizados que lo que querían realmente era regresar a sus casas. Pero sólo uno de ellos podría hacerlo. De un tirón, arrancó una granada de mano de su equipo (pegada al cinturón con cinta adhesiva, según las nuevas instrucciones), partiendo por la mitad la cinta adhesiva y la anilla metálica.

La cara atenazada por el miedo del joven norvietnamita vibraba al tiempo que su arma lanzaba ráfagas de gas caliente, polvo, astillas de madera y cascarillas de arroz hacia la cara de Bill, recubriéndolo parcialmente. Como por milagro, las balas le pasaron silbando a unos centímetros de la cabeza.

Otros cuatro fusiles AK aparecieron alrededor del campo y el primer pelotón se vio envuelto en un fuego cruzado.

Bill sabía que tenía la muerte muy cerca. Tuvo una descarga de adrenalina. Sólo deseaba desembarazarse de su equipo, pero lo tenía clavado al suelo. Tenía claro que había que combatir o escapar, pero no podía hacer ni lo uno ni lo otro. Bill había estirado con tanta fuerza la anilla de la granada que, en lugar de arrancar el pasador de chaveta, para poder armarla, lo había roto. La chaveta tenía ahora dos piezas. Lo que le quedaba en la mano era tan útil como una piedra de medio kilo.

El muchacho norvietnamita había vaciado el cargador y se disponía a sustituirlo por otro. Bill intentaba frenéticamente sacar la pieza que había quedado incrustada, con un ojo clavado en el agujero. El primero en tener el arma lista viviría. El segundo moriría.

Bill decidió lanzar la granada como si fuese una piedra. Tenía que acertar. Sabía que no explotaría, pero podía dejar al norvietnamita fuera de juego. Era muy arriesgado, pero era la única opción si no quería quedarse quieto y esperar la muerte. Atrapado como estaba, no podía coger otra granada sin exponerse.

El muchacho norvietnamita volvió a salir de su escondite y volvió a disparar treinta veces en dirección de Bill, tan sólo a unos pasos de distancia. Bill seguía atrapado por el equipo y volvió a mirar fijamente hacia la boca del arma enemiga. Era increíble. El tiempo avanzaba a cámara lenta mientras Bill esperaba que las balas se estrellasen contra su cuerpo. Mientras tanto, una parte de su conciencia se esforzaba en sacar la pieza incrustada en la granada. Empezó a ceder.

El soldado norvietnamita ya había descargado sesenta disparos sobre Bill, pero todos ellos le habían pasado a unos centímetros por encima de la cabeza. El muchacho volvió a meterse en el agujero, en busca de un tercer cargador.

Los pensamientos de Bill se sucedían de forma atropellada: ¡Mierda, .mierda, mierda! Intentaba frenéticamente extraer la pieza de la granada. Sabía que el norvietnamita estaba a punto de disparar de nuevo.

El aterrorizado soldado volvió a salir del agujero y se produjo una nueva descarga en la dirección de Bill. El calor y el polvo que salían del arma le cegaron pero, al final, la pieza incrustada se desprendió de la granada. Aunque uno no se haya visto enfrentado a la posibilidad de saltar por los aires al pisar una mina accionada por control remoto o de convertirse en un coladero a causa de los disparos recibidos en una emboscada, es difícil que sienta indiferencia hacia la guerra. Todos tenemos una opinión y, normalmente, la defendemos con gran pasión. La mayoría de la gente cree que perder una guerra es malo, pero, en general, no nos ponemos de acuerdo en la definición de guerra. De ella se ha dicho todo, desde que era una gran aventura a que era un infierno. Por ejemplo, el genio militar prusiano Carl von Clausewitz afirmaba que «la guerra no es más que la continuación de la política por otros medios».[8] En cambio, el coronel David H. Hackworth, uno de los militares norteamericanos más condecorados en Corea y Vietnam, se preguntaba: «¿Acaso la guerra no es una enorme y horrorosa atrocidad?».[9]

Como la guerra significa cosas muy distintas para tanta gente, es necesario contar con una definición clara para proceder a su análisis y, en definitiva, al de la violencia masculina. Ésta es mi propuesta. La guerra es un conflicto entre grupos sociales que lo resuelven individuos de uno o ambos lados a base de matar a los del lado opuesto. La intensidad de la guerra guarda cierta relación con el número de combatientes. Veinticinco guerreros de un pequeño poblado pueden desencadenar una guerra relativamente «mayor» que la del ejército norteamericano durante la segunda guerra mundial. Entre los objetivos ofensivos de una guerra, normalmente se incluyen la expansión territorial, el saqueo de los bienes, el secuestro de las mujeres, la apropiación de recursos escasos y el genocidio.[10] La guerra ofensiva consiste en esos planes de robo masivo de las propiedades de otros hombres y de la muerte de éstos y sirven para definirla. La conducción de la guerra no es sino un instrumento para llevar a cabo dichos planes.

En un sentido más amplio aún, la guerra puede considerarse como el comportamiento masculino que más claramente pone de manifiesto las diferencias entre hombres y mujeres, diferencias que han alimentado la violencia masculina desde nuestro pasado más remoto.

«La guerra es algo antiguo», señala el historiador Richard Rhodes. «Tampoco escaseaban las matanzas en masa. El Antiguo Testamento festeja periódicamente esas masacres. La historia de los imperios está repleta de ellas.»[11] De hecho, en la Biblia puede leerse que civilizaciones enteras fueron pasadas por las armas.[12] Por ejemplo, en el Éxodo se dice que Moisés pulverizó a las fuerzas de Og: «Y le mataron, así como a sus hijos y a sus súbditos, hasta que no quedó ninguno vivo, y entonces ocuparon sus tierras». Moisés tomó cada una de las 60 ciudades amuralladas de Og y mató a todos los hombres, mujeres y niños que vivían en ellas. El sucesor de Moisés, Josué, condujo a los israelitas en su conquista de más de 30 reinos y tampoco en este caso quedaron supervivientes. Los descendientes de Josué actuaron de la misma manera durante siglos, practicando una política de tierra quemada similar a la que tanto se prodigó en el siglo XX. Para los antiguos judíos, la guerra de genocidio parecía ser el instrumento principal utilizado por Dios.

Y lo mismo debía de parecer a los hombres de todos los tiempos desde entonces, e incluso antes. Por ejemplo, hace poco, en Queensland, leí un artículo publicado en la revista Geo Australia titulado «Los guerreros del arte rupestre: las primeras representaciones mundiales de escenas de guerra».[13] Estas pinturas aborígenes se remontan a unos 5000 años atrás y se han localizado en Kakadu, en el Territorio del Norte de Australia; en ellas aparece una escena de guerra en la que unos hombres se arrojan mutuamente lanzas. Sin embargo, al contrario de lo que se dice en el título del artículo, las pinturas son relativamente recientes. «De momento, la imagen más antigua de un combate», afirma el analista de los servicios secretos del Ejército, Robert O’Connell, «se encuentra en una cueva del Mesolítico en Morella la Vella (España), tiene unos 20.000 años de antigüedad y en ella pueden verse varios hombres luchando con arcos y flechas.»[14] Mi objetivo en este caso no es aportar precisiones sobre la cronología de las primeras pinturas de carácter guerrero, sino insistir en la idea de que las guerras son muchísimo más antiguas que dichas pinturas. Como veremos, las guerras son tan viejas como la propia humanidad.

Evidentemente, la pregunta crucial es: ¿por qué hacen la guerra los hombres? ¿Por qué cualquier animal hace la guerra? De nuevo, como en el caso de la violación y el asesinato, las claves consisten en saber quién hace la guerra y qué gana con ella. Sabemos que las guerras las hacían, y las siguen haciendo, hombres de toda condición: granjeros, pastores, cazadores y ciudadanos de naciones industrializadas, desde las clases superiores más sofisticadas a los habitantes de los guetos. Además, las guerras son frecuentes. Desde las guerras napoleónicas, por ejemplo, los hombres han estado combatiendo en un promedio de seis guerras internacionales y seis guerras civiles cada década. Con el tiempo, las masacres han sido cada vez más sanguinarias, a medida que han ido evolucionando los materiales, desde la madera a la piedra y el hueso, el bronce, el acero, las aleaciones exóticas, los plásticos, las sustancias químicas, los isótopos y los haces de partículas, y a medida que se han ido modificando las armas, desde las hondas, las flechas y las ballestas gigantes a las armas de asalto, las fortificaciones, el fuego griego y los cohetes chinos, los rifles de asalto, los gases, el Napalm, los helicópteros, los aviones de reacción, los cohetes, los agentes biológicos y las apocalípticas armas nucleares, capaces de producir una muerte generalizada.[15] También ha evolucionado la táctica militar, desde el hostigamiento del enemigo hasta la destrucción mutua garantizada. Los antropólogos Lionel Triger y Robin Fox señalan una de las grandes verdades de la guerra entre seres humanos: «El arma más peligrosa de que dispone un soldado es el córtex cerebral, que se encuentra debajo de su sombrero».[16]

La guerra compite con el sexo para situarse en el primer puesto de los procesos más decisivos para la evolución humana. Las guerras no sólo han establecido las fronteras geopolíticas y han difundido las ideologías nacionales, sino que han configurado las religiones, las culturas, las enfermedades, las tecnologías de la humanidad e incluso sus poblaciones genéticas.[17] Cuando los británicos colonizaron Tasmania, por ejemplo, no tuvieron inconveniente en utilizar diversas enfermedades, perros, caballos, rifles, el hambre, el encarcelamiento, veneno y recompensas de cinco libras británicas por cabeza para eliminar a los tasmanios, que habían vivido allí desde hacía 30.000 años.[18] Los británicos mataron a miles de ellos y mantuvieron en cautividad a los dos últimos antes de su fallecimiento. Los holandeses hicieron lo mismo con los bosquimanos de Sudáfrica,[19] los españoles mataron a los indios arawak del Caribe, los alemanes intentaron hacer lo mismo con los herero de Namibia[20] y, tanto los británicos como los norteamericanos se esforzaron por masacrar a los indios de Norteamérica.[21] Uno de los primeros ejemplos de utilización de tácticas de guerra biológica es el de los británicos, que ofrecieron a los indios regalos de «paz» contaminados deliberadamente con cepas de viruela.[22] A finales del siglo XIX la caballería de Estados Unidos era básicamente un instrumento de genocidio. Siguiendo las consignas de Washington, D.C., exterminó prácticamente a todos los indios de las llanuras y los sustituyó por pioneros anglosajones protestantes que se establecieron en pequeñas casas a lo largo y ancho del territorio. En 1864, por ejemplo, el general Philip Sheridan expresaba la política del gobierno de la siguiente forma: «El único indio bueno que he visto estaba muerto».[23] El Ejército de Estados Unidos modificó la afirmación hasta hacer de ella su símbolo: «El único indio bueno es el indio muerto». Sería difícil encontrar una fórmula más concisa para caracterizar el genocidio.

Por definición, el genocidio es el acontecimiento más draconiano en la evolución de las especies, si exceptuamos su propia extinción total. Las guerras han desempeñado un papel de primer orden en la evolución humana. ¿Qué importancia han tenido? «Posiblemente, por lo menos el 10 por ciento de las muertes a lo largo de la historia de la civilización moderna puede atribuirse directa o indirectamente a la guerra», señala Quincy Wright.[24] La mayoría de los genetistas estaría de acuerdo con la idea de que el patrimonio genético de una población puede cambiar si se elimina el 10 por ciento de la misma.

A pesar de las opiniones de algunos antropólogos e historiadores revisionistas en el sentido de que las guerras no son procesos naturales de la civilización, éstas se producen en todas partes.[25] Las guerras surgen de forma natural allí donde existen seres humanos. Aunque no sabemos tanto como desearíamos sobre las guerras primitivas naturales, disponemos de algunas crónicas históricas muy clarificadoras.[26] En 1769, por ejemplo, James Cook era el capitán del Endeavour, el segundo barco que arribó a las costas neozelandesas (el primero, al mando de Abel Tasman, había llegado 127 años antes). Cook, que no solía entrar en conflicto con los indígenas y estaba decidido a seguir actuando así, fue atacado por una partida organizada de maoríes casi al mismo tiempo que echaba el ancla, al igual que le había ocurrido a Tasman unos años antes. Los maoríes no sólo desencadenaron la guerra (principalmente entre sí), sin mediar provocación alguna, sino que se comieron a sus enemigos.[27]

Análogamente, en 1933, un buscador de oro llamado Michel Leahy y sus compañeros de fortuna se vieron inmersos en una guerra primitiva.

Durante una aventura sin precedentes desde los tiempos en que Henry M. Stanley abrió un camino de sangre a través de lo más profundo de África para rescatar a Emin Pasha, Leahy y sus compañeros entraron en el desconocido valle de Wahgi en las tierras altas de Nueva Guinea. Se sorprendieron hasta de encontrar un valle. Todos habían creído que las montañas de la segunda isla más extensa de la Tierra ascendían progresivamente desde la costa hasta culminar en el centro de la isla y nadie había pensado en la existencia de grandes valles alargados en el gran macizo central de Nueva Guinea. Es más, nadie sospechaba que en aquellas montañas vivieran como en la edad de piedra un millón de granjeros que hablaban centenares de lenguas distintas y que entre los distintos valles se había desatado un ciclo incesante de guerras. Leahy se sorprendió de encontrar más y más tribus. Lo mismo le ocurrió al resto del mundo. Los primeros contactos de Leahy con esta nueva realidad, la última gran población desconocida de la Tierra, tuvieron un gran eco en la prensa de la época. En concreto, el libro de Leahy y Crain titulado The Land That Time Forgot describe la situación de guerra crónica entre los chimbu:

«Si una aldea se debilita más que sus vecinas, tarde o temprano será arrasada. Si se fortalece demasiado y actúa con despotismo, con el tiempo se producirá una alianza de otras aldeas que la borrarán del mapa, quemarán sus casas, destruirán sus jardines e impedirán que crezcan sus árboles. Entonces unas cuantas mujeres y guerreros supervivientes se alejarán del lugar y se establecerán en las montañas, donde criarán a una nueva generación de luchadores, en número suficiente para recuperar su herencia perdida. Así se suceden los acontecimientos, y las guerras son una sucesión de ajustes de cuentas basados en disputas olvidadas desde hace mucho tiempo».[28]

Para probar el argumento tantas veces repetido de que, por sí sola, la humanidad es pacífica por naturaleza, la antropóloga Carol Ember estudió los casos de diversos grupos de cazadores y recolectores. Encontró que el 64 por ciento de dichas sociedades hacían la guerra por lo menos cada dos años, el 26 por ciento la hacía con menos frecuencia y sólo el 10 por ciento no la hacía o la hacía muy pocas veces.[29] El antropólogo K.F. Otterbein realizó entonces un trabajo en la misma línea, pero incluyendo a sociedades horticultoras. Halló que el 92 por ciento de ellas se veían envueltas en guerras.[30] Los indios norteamericanos prehistóricos también participaban en grandes guerras.[31] Incluso los «inofensivos» bosquimanos !kung y !ko defienden sus pozos y sus zonas de pasto.[32] Los hombres de todo el mundo han participado de alguna manera en guerras. «No se ha descrito adecuadamente ninguna tribu», explica el historiador de la guerra Quincy Wright, «en la que una parte de sus miembros no haya participado, en ciertas condiciones, en una guerra, y las costumbres de la mayoría de las tribus avalan ese comportamiento violento.»[33]

La única conclusión posible es que la guerra es una situación al mismo tiempo significativa y natural que surge periódicamente entre los grupos sociales del Homo sapiens.

A la vista del enorme precio pagado en vidas y recursos —aproximadamente un billón de dólares anuales— como consecuencia de las guerras, o tan sólo para defendemos de los ataques de los demás, deberíamos sentirnos muy interesados en saber cómo y por qué somos una especie adicta a las guerras.[34] Como aconsejaba el estratega B.H. Liddell Hart: «Si deseas la paz, comprende la guerra».[35]

Para comprender el azote que supone la guerra es preciso reconocer primero que el objetivo de quienes la desencadenan consiste en obtener un beneficio. Los hombres no participan en la guerra porque sean estúpidos o tengan algún problema social, sino porque, en tanto que individuos, pretenden conseguir alguna ganancia. Muchos de los hombres que viven de las armas a veces ganan en efecto algo. Este algo es precisamente la clave para comprender las razones que impulsan al hombre hacia la guerra.

La guerra constituye sin duda el salto cuántico en la carrera armamentista de la naturaleza. Sin embargo, el Homo sapiens no fue la primera especie en dar ese salto. La causa de la guerra entre los seres humanos tampoco debe buscarse en un instinto asesino heredado de la época de las grandes cacerías.[36] Matar una presa no es lo mismo que matar a un miembro de nuestra propia especie. Tampoco viene provocada por un «impulso» agresivo que va creciendo en los hombres y que éstos tienen que liberar. No existe tal impulso.[37] Ninguna guerra está programada por algún tipo de mecanismo interno considerado bueno para nuestra colectividad y cuya función sea la de controlar el crecimiento demográfico. La ecología evolutiva ha demostrado que en los seres humanos no existe ningún mecanismo de autorregulación «para el bien de la especie», ni lo existe en ninguna otra especie.[38]

En cambio, la guerra es una estrategia masculina para la reproducción.[39] Lo único que requiere esta estrategia es que los agresores luchen y ganen más a menudo que los agredidos. Sin embargo, como la guerra plantea un riesgo letal, cabe preguntarse qué botín merece tan alto riesgo.