Matar a adultos

Hace unas décadas, en los años cincuenta, el criminólogo Marvin Wolfgang estudió el comportamiento de 560 asesinos de la zona de Filadelfia e identificó una docena de motivos para cometer un asesinato. El más frecuente era «un altercado debido a algo relativamente menor, como un insulto, una palabrota, un empujón, etcétera».[122] Estos motivos correspondían al 37 por ciento de todos los asesinatos. En los años noventa, en Estados Unidos, los conflictos personales, las disputas y los insultos seguían siendo la causa más frecuente de homicidio. Representaban un porcentaje del 53 por ciento de todos los casos conocidos en 1995 y un 55 por ciento en 1996.[123] No obstante, esos conflictos están a años luz de ser «menores» a la vista de sus mortíferas consecuencias. Las disputas ocupan el primer lugar entre las causas de asesinato, aquí y en cualquier parte del mundo.

Para pormenorizar el proceso por el que estos enfrentamientos se convierten en un homicidio, David Luckenbill analizó los homicidios perpetrados en el condado de California a lo largo de diez años. En el 41 por ciento de los casos, la víctima había insultado verbalmente al asesino (normalmente con gran profusión), en el 25 por ciento lo había hecho sólo con gestos y en el 34 por ciento la víctima se había negado a acatar la solicitud del asesino, poniendo en duda su autoridad. Por lo menos una de esas situaciones se había producido en cada uno de los asesinatos.

Sin embargo, en su mayoría, los asesinos no mataron inmediatamente. El 60 por ciento de ellos preguntó primero a la víctima o a los espectadores que confirmasen que la víctima tenía efectivamente la intención de insultarle o de desobedecerle. El 86 por ciento de los asesinos se enfrentó verbal o físicamente a la víctima, dándole por tanto la posibilidad de retractarse o de dejar de insultar o desobedecer El caso es que el 41 por ciento de las víctimas siguió insultando o desobedeciendo.

El 70 por ciento de estos asesinatos se cometieron en presencia de testigos, y éstos desempeñaron un papel importante en la acción. En el 57 por ciento de los casos, los espectadores animaron al asesino o a la víctima a actuar con violencia, evitaron cualquier interferencia externa destinada a detener la violencia o proporcionaron directamente las armas. Cabe añadir también que el 36 por ciento de los asesinos poseía un arma de fuego o un cuchillo al inicio de la confrontación, pero sólo el 13 por ciento de las víctimas disponía de un arma. Los asesinos desarmados abandonaron el lugar de los hechos para conseguirse un arma o cogieron algún objeto próximo (un cordón telefónico, un cuchillo de cocina) para utilizarlo como tal.

Estas dinámicas tan complejas entre víctimas y asesinos llevaron a Luckenbill a la siguiente conclusión:

«El homicidio criminal no es un acontecimiento unidireccional con una víctima involuntaria que tiene un papel pasivo y no interviene en nada. Por el contrario, el asesinato es el resultado de un intercambio dinámico entre un delincuente, una víctima y, en muchos casos, unos espectadores. El delincuente y la víctima desarrollan unas líneas de actuación, en parte como consecuencia de las acciones del otro, con el propósito de salvar la cara o mantener el tipo y la reputación y demostrar una fuerte personalidad».[124]

¿Puede considerarse que el deseo de salvar la cara es algo tan importante como para que se produzca un asesinato? La antropología nos ofrece una respuesta inesperada. Los estudios sobre pueblos «primitivos» de cualquier continente indican de forma sistemática que, cuando se trata de la posesión de las mujeres, salvar la cara es una de las causas principales que llevan a los hombres a cometer un asesinato.

Consideremos los gebusi, que consiguen sobrevivir a duras penas en las selvas tropicales de Nueva Guinea. Parecen ser los «buenos salvajes» del mito antropológico, no contaminados por las influencias deshumanizantes de la civilización. De hecho, su agradable conversación, su exagerado sentido del humor y su generosidad a la hora de compartir los alimentos en sus grandes casas comunales hacen que los occidentales nos preguntemos si, con nuestras vidas tan planificadas e individualistas, no estamos perdiendo el sentido de la propia existencia. Para los gebusi, el sentido de su existencia consiste en mantenerse como son. Los varones gebusi matan a otros gebusi a un ritmo casi cien veces superior (568 por 100.000 habitantes entre los años 1940 y 1982) al de los norteamericanos.

El antropólogo Bruce M. Knauft descubrió que el asesinato explicaba la muerte del 35 por ciento de todos los hombres gebusi y del 29 por ciento de las mujeres. Las víctimas no eran escogidas al azar, sino que cuatro de cada cinco habían sido acusadas por sus asesinos de haber utilizado la brujería para maquinar otras muertes. Sorprendentemente, la mayoría de los hombres gebusi había asesinado por lo menos a un «brujo». Knauft también explicó qué se escondía detrás de la «brujería»: en su mayoría, los brujos asesinados pertenecían a familias que debían desde hacía tiempo al asesino una mujer como intercambio por otra a la que habían aceptado en matrimonio. Por tanto, los gebusi matan para salvar la cara frente al insulto de ser timado en un acuerdo. Sin embargo, a criterio de Knauft, «el homicidio de hechiceros tiene que ver en el fondo con el control por parte de los varones de las mujeres en edad de casarse».[125]

Esta funesta consideración de las mujeres como propiedad privada era tan intensa que llevó a los hombres a matar incluso a los familiares de sus propias mujeres que estaban casados con parientes políticos, como venganza contra aquellos parientes que no habían entregado una mujer a pesar del acuerdo de intercambio.

También hay historias de asesinatos entre los bosquimanos !kung, pero los antropólogos han tardado en conocerlas. En The Harmless People, un encantador relato etnográfico escrito por Elizabeth Marshall Thomas en 1959 sobre esos resistentes cazadores y recolectores del Kalahari, la autora describía a los !kung como un pueblo excepcionalmente pacífico.

«Su naturaleza no les lleva a luchar. […] Los bosquimanos no se pueden permitir el lujo de luchar entre sí y casi nunca lo hacen porque su única arma real es el veneno de las flechas, para el que no existe antídoto alguno. Pero aun cuando no tuvieran en cuenta ese peligro, los bosquimanos no intentarían pelear porque su cultura no dispone de ningún mecanismo para gestionar los conflictos, excepto el de eliminar las causas. […] Los !kung se llaman a sí mismos zhu twa si, el pueblo inofensivo.»[126]

Unos veinte años más tarde, el antropólogo Richard B. Lee, tras un estudio realizado a lo largo de seis años, demostró que la tasa anual de homicidios entre los !kung era de 29,3 por 100.000, mayor que la de Nueva York o Los Ángeles. Lee señalaba asimismo que zhu twa si no significa «pueblo inofensivo» sino «el pueblo verdadero o genuino» o, sencillamente, «gente». Lee pudo ver, además, que no eran inofensivos.

En el estudio de Lee se explican 22 homicidios (19 hombres y 3 mujeres) cometidos por los !kung entre 1920 y 1955. Los 25 asesinos eran hombres que, en su mayoría, habían utilizado flechas envenenadas. Casi todos los homicidios se produjeron en el contexto de una pelea acerca de una mujer acusada de adulterio o sorprendida durante el acto. Sólo siete de los asesinatos tenían que ver directamente con mujeres y los otros quince fueron en realidad represalias —otra vez la idea de salvar la cara— llevadas a cabo por los familiares del hombre que había sido asesinado. Cuando Lee preguntó a los !kung por qué utilizaban dardos envenenados y no otras armas menos mortíferas, un viejo de la tribu le respondió: «Disparamos flechas envenenadas porque nuestros corazones están calientes y realmente queremos matar a alguien con ellas».[127]

Según Melvin Konner, que también había tenido ocasión de vivir con los !kung, «Entre los !kung, [el asesinato por venganza] es uno de los pilares del control social».[128] Lee considera que los !kung son un ejemplo de sociedad primitiva en la que el individuo constituye el sistema legal en su totalidad. Sin embargo, una parte estaba tan enfadada con el hombre que había matado a tres personas que decidieron actuar en colaboración y votaron por unanimidad matar al asesino, tendiéndole una emboscada. El grupo armado le disparó tantas flechas envenenadas que «parecía un puerco espín». Incluso las mujeres lancearon al asesino.

Pueblos como los !kung y los gebusi no constituyen una rareza en este sentido. Durante su prolongada estancia de 25 años entre los yanomamo, en las selvas tropicales de Venezuela, el antropólogo Napoleón Chagnon tuvo ocasión de presenciar muchos gestos, como darse golpes en el pecho y otros, con la intención de salvar la cara.[129] A pesar de su fiereza, estas peleas tienen truco y sirven para demostrar, sin necesidad de matar al contrario, quién es el «hombre bueno». Sin embargo, en los casos de robo de alimentos o de adulterio, los enemigos se enfrentan entre sí con palos y, en ocasiones, con hachas o lanzas. En una pelea con palos, los dos hombres se turnan golpeándose en la cabeza con la parte gruesa de un palo de casi tres metros de longitud. Pierde la pelea el primero que abandona. (Este tipo de peleas puede producir heridas graves y vistosas cicatrices que los supervivientes exhiben con orgullo.) Sin embargo, cuando empieza a haber sangre de por medio, los amigos de los contendientes suelen ir a sus casas a buscar más palos e intervienen en la pelea. Algunos afilan los palos para poderlos utilizar como lanzas.

En una pelea con palos entre un marido que maltrataba a su mujer y el amante de ésta, el amante utilizó el lado afilado del palo para golpear al marido. El jefe de la tribu, que había insistido hasta entonces en que la pelea no fuese a mayores, se molestó tanto con esa demostración de desacato y «cobardía» que se hizo con un palo afilado y atacó al amante hasta matarlo. La mujer fue devuelta a su legítimo esposo, «que la castigó cortándole las dos orejas con un machete».[130]

A continuación, el jefe de la tribu ordenó a los familiares del hombre muerto que se marchasen de la aldea. Así lo hicieron, y se aliaron con los habitantes de una aldea enemiga con la intención de hacer una incursión de represalia en su antigua aldea. Así pues, el maltrato de la mujer llevó al adulterio, y éste a una pelea con palos, y luego a una pelea con lanzas, y posteriormente al homicidio, un homicidio por represalia y, en última instancia, a la escisión de la aldea y a la guerra.

En Australia, el 90 por ciento de los conflictos letales en el pueblo tiwi del norte del país también tienen que ver con las mujeres y el fenómeno de salvar la cara.[131] Los antropólogos C.W.M. Hart y Arnold Pilling descubrieron que, en la sociedad tiwi, sólo pueden casarse los viejos y lo hacen con las mujeres jóvenes. Este monopolio hace que las únicas opciones sexuales que les quedan a los hombres jóvenes sean el adulterio o fugarse con alguna mujer. Seducir a una mujer joven es una ofensa que comete un hombre joven hacia uno viejo, quien, para salvar la cara, reta al joven a un «duelo» público.

El marido se presenta en el lugar del duelo armado de diversas lanzas. El joven tiene tres posibilidades: puede llevar un par de lanzas (lo cual se considera insolente), unos bastones (menos desafiante) o presentarse sin armas (un signo de respeto). Una vez dentro del círculo delimitado para el duelo, el viejo arenga a los asistentes repitiendo la historia del hombre acusado. Explica la amabilidad que ha tenido con el joven y señala la incapacidad de éste de asumir sus responsabilidades. Entonces le empieza a arrojar las lanzas.

El joven quizá consiga esquivarlas, pero ha de permanecer dentro del círculo previsto para la contienda. Sin embargo, evitar todas las lanzas no es un buen sistema. Hace que el viejo parezca ridículo. Por tanto, después de unos minutos, normalmente el joven acusado permite que una lanza se le clave en la pierna o en el brazo, lo cual le hace sangrar abundantemente y pagar así su «deuda con la sociedad». Las dos terceras partes de los «duelos» tiwi finalizan de esa forma. Si el acusado no está dispuesto a recibir una herida, en un momento los recién llegados arrojan sus lanzas sobre él y el joven suele morir.

Entre los esquimales inuit del círculo ártico, que padecen un déficit crónico de mujeres a causa del infanticidio femenino, el hecho de tener una mujer puede poner en peligro sus vidas. El antropólogo A. Balikci escribe a este respecto:

«Un extraño en el campamento, especialmente si viaja con su mujer, puede ser una presa fácil para los habitantes de una aldea. Puede ser asesinado por cualquiera de la aldea que necesite una mujer. Antaño estos asesinatos daban lugar a acciones de represalia, muy parecidas a expediciones guerreras, por parte de los familiares de la víctima. El objetivo de la venganza no consistía en matar sólo al asesino, sino también a su familia».[132]

Todos los ejemplos anteriores, así como los que pueden encontrarse en la panorámica sobre los cazadores y recolectores publicada por el antropólogo Carlton S. Coon —bosquimanos gowi de Botsuana, pigmeos akoa de Gabón, indígenas de las islas Andaman, tribus yaghan de Tierra del Fuego, tasmanios e indios tlingit del noroeste del Pacífico—, muestran que los hombres suelen asesinar para salvar la cara y por asuntos relacionados con mujeres.[133] Es más, desde las selvas húmedas a la tundra helada, todos esos hombres cometen asesinatos, sin haber conocido la televisión, las drogas, las familias rotas, las comunidades en descomposición, la tensión racial, la presión de los demás adolescentes, la pobreza o la ausencia de igualdad de oportunidades. Sin embargo, la mayoría de esos crímenes, emboscadas o duelos tiene una correspondencia realmente llamativa con los delitos de sangre cometidos en California y descritos por Luckenbill. Es como mirar a gorilas de espalda plateada «civilizados». Nos satisface repetir que los asesinatos en Estados Unidos son más complicados que los de los pueblos «primitivos», pero las razones de los asesinos estadounidenses —como los del resto del mundo— vienen a ser, por regla general, las mismas en ambos casos: salvar la cara y asuntos relacionados con mujeres.

¿Por qué? Porque los hombres que salen victoriosos de este juego mortífero de salvar la cara no sólo superan una prueba. Al haber matado una vez, los hombres se ganan la fama de feroces, o aumentan la que ya tenían, lo que puede ayudarles a obtener recursos de otros hombres sin necesidad de entrar en conflicto con ellos. Éste es uno de los aspectos más profundos de la naturaleza humana masculina, que comparte además con casi todos los primates macho y, en general, con los mamíferos macho. En cambio, las mujeres no suelen matar a adultos, excepto a aquellos maridos que las maltratan.

El riesgo de simplificar en exceso todos estos aspectos es real. No sabemos por qué las personas tienen brotes de violencia con tanta facilidad y a edades tan tempranas. Las afrentas a la autoestima desencadenan ira y agresividad, incluso en niños de dos años: es un instinto que no desaparece nunca.[134] Pero detrás de la ira letal que puede percibirse se esconden muchas más cosas. En aquellas sociedades que carecen de una policía organizada, según sostienen Daly y Wilson, asesinar a la víctima adecuada (normalmente no perteneciente al grupo familiar) suele hacer mejorar la consideración social del asesino, al aumentar su reputación de ferocidad.

¿Cuál es la finalidad? Los recursos son bienes limitados en todas las sociedades, lo cual conlleva que su adquisición sea conflictiva. Y, dado que la intimidación es la forma más sencilla, y la que menos energía requiere, de imponerse sobre los rivales, una reputación de ferocidad constituye una característica vital para los varones. Por cierto, normalmente los varones se forjan la fama de feroces cuando son jóvenes —más o menos al mismo tiempo que los violadores y asesinos de Estados Unidos cometen sus primeros delitos— y les dura toda la vida.

La prueba decisiva de la hipótesis del macho asesino muy masculino que se desprende de la teoría de la selección sexual de Darwin consistiría en comprobar si la muerte de un hombre a manos de otro durante una disputa —o la muerte de un gorila a manos de otro— mejora realmente su éxito reproductivo. Sorprendentemente, esa prueba se ha llevado a cabo.

El antropólogo Napoleón Chagnon ha explicado la experiencia de un jefe de tribu yanomamo excepcional, llamado Matakuwa (en castellano, tibia), que alcanzó el puesto de mayor relevancia de la tribu —como ocurre con todos los jefes yanomamo de las selvas húmedas del sur de Venezuela— en parte como resultado de haber matado a sus enemigos y haber conseguido así la consideración de unokai,[135] Para los yanomamo, entre los que la ferocidad (waiteri) es una virtud capital, Matakuwa se convirtió en una leyenda. Su fama hizo que tuviese 11 esposas, de las que tuvo 43 hijos, que a su vez le dieron 111 nietos, y éstos 480 biznietos.

Hay que admitir que Matakuwa era un caso extremo, pero Chagnon observó que, en el conjunto de los yanomamo, el 44 por ciento de los hombres de más de 25 años había conseguido la consideración de unokai a base de dar muerte a un enemigo o de matar, en duelo, a algún otro miembro de la aldea. El porcentaje de hombres muertos por homicidio ascendía a un contundente 30 por ciento. La paternidad entre los unokai aumentaba en función de su ferocidad y difería considerablemente de los no unokai de la misma edad. Por término medio, cada unokai (137 hombres sin contar a Matakuwa) tenía 1,62 mujeres y 4,91 hijos, mientras que los no unokai (243 hombres) sólo tenían 0,63 mujeres y 1,59 hijos.[136] En resumen, los hombres yanomamo lo bastante feroces como para matar a otros hombres tenían tres veces más hijos que los hombres menos violentos.

No constituyó ninguna sorpresa que los datos de Chagnon fueran contestados con dureza por otros antropólogos, defensores de la idea políticamente correcta de que el homicidio no puede formar parte de la historia natural del Homo sapiens y que no puede ser favorecido por la selección sexual.[137] Sin embargo, los datos de Chagnon hablan por sí mismos. Es más, lo dicen a grandes voces.

En la eventualidad de que alguien opine que sólo los pueblos «primitivos» matan para conseguir mujeres, Richard Halliburton explica que el 90 por ciento de los prisioneros franceses confinados en la Isla del Diablo por asesinato admitieron haber asesinado por algún motivo relacionado con mujeres.[138] Independientemente de lo que se pueda pensar sobre los franceses, la deriva machista del hombre no es un accidente cultural. Por políticamente incorrecto que pueda parecer, los machos muy viriles suelen ser ejemplares de primera clase y, en especial, inteligentes. Mis años de experiencia con pueblos antiguos de Uganda, Etiopía, Kenia, Ruanda, Tanzania, Zaire, Australia, Perú, Islas Caicos, Palau, Papúa-Nueva Guinea, Corea, Sumatra y Turquía —muchos de ellos poco contaminados por el mundo exterior— me han convencido de que todo el mundo respeta (cuando no admira) la fiereza de los hombres. Más allá de mi corta experiencia, no obstante, las etnografías en su mayoría confirman esa tendencia universal de los hombres a respetar a los demás hombres en función de su reputación.

Este principio es especialmente visible en los miembros de las bandas juveniles, que ascienden a un cuarto de millón en Estados Unidos.[139] Llegan a matar a más de mil adolescentes cada año (1157 en 1995), normalmente en un contexto de necesidad de «salvar la cara», para construirse una reputación y proteger su territorio.[140] Esta cifra equivale a 463 asesinatos anuales por 100.000 miembros de bandas juveniles, una tasa a la altura de la de los gebusi.

El equivalente a ese respeto hacia los machos muy viriles es el hecho de que muchas mujeres se sienten atraídas por los hombres violentos. El escritor Gore Vidal sostiene que «las mujeres se sienten atraídas por el poder».[141] Y añade: «Creo que jamás existirá un conquistador tan sanguinario que la mayoría de las mujeres no estén dispuestas a yacer con él, con la esperanza de tener así un hijo que llegue a ser tan feroz como el padre».

Independientemente de lo que pueda opinarse sobre esta afirmación de Vidal, la fama de ferocidad de un hombre genera dos respuestas: repele a los machos que puedan desafiarlo y atrae a muchas mujeres. Karen Hill, una muchacha judía de clase media, casada con el mafioso Henry Hill y protagonista de la novela titulada Wiseguy de Nicholas Pileggy, afirma lo siguiente sobre el poder:

«[Henry] tenía algo en la palma de la mano. Lo cogí y miré. Era una pistola. Pequeña, pesada, gris. No me lo podía creer. Estaba fría. Sostenerla me resultó emocionante. Todo era tan extraño que me sentí transportada. […] Unos minutos después regresó Henry. La policía estaba esperando. Primero habían hablado con Steve y los vecinos de enfrente. [Steve era un vecino que había intentado violar a Karen. Henry le había metido a Steve la pistola en la boca y la había agitado amenazándole con matarlo si volvía a acercase a Karen. Steve se había orinado en los pantalones.] Era lo más grande que se había hecho en nuestro edificio. Estaba realmente impresionada. Me encantaba que Henry hubiese hecho eso por mí. Me hizo sentir importante».[142]

Cabe admitir que, a diferencia de Hill, algunas mujeres desprecian a los machos muy viriles. Sin embargo, los informes de distintos países señalan que para muchos hombres es importante ganarse una reputación de ferocidad a base de matar a otras personas. Daly y Wilson analizaron el contenido de 35 informes realizados en Estados Unidos, Canadá, México, Brasil, Australia, Inglaterra, Escocia, Islandia, India, Dinamarca, Alemania, Botsuana, Nigeria, Zaire, Kenia y Uganda y compararon las frecuencias de varones asesinos de otros varones (excluyendo los actos de guerra) y de mujeres asesinas de otras mujeres. Los hombres cometieron el 95 por ciento de los homicidios del mismo sexo, superando el caso de las mujeres en una proporción de 19,7 a 1. Pero incluso estas cifras son demasiado bajas. En México, Islandia, India y Botsuana [!kung], por ejemplo, ninguna mujer había asesinado a otra mujer. Y cuando en los análisis se prescinde del infanticidio, la tasa de asesinatos del mismo sexo cometidos por los hombres se duplica, hasta una proporción de 40 a 1. Los hombres de todo el mundo matan a otros hombres con la finalidad de forjarse una reputación, construir imperios personales y aumentar su capacidad de acceso a las mujeres. «La diferencia [en cuanto al homicidio] entre los dos sexos», concluyen Daly y Wilson, «es inmensa, y es universal.»[143]