4. Violación

—Es una noche muy oscura —admitió Kay ante los otros voluntarios.

Era medianoche. Kay y otros quince voluntarios celebraban el final del periodo de tres meses de preparación en la costa de Ecuador. Al día siguiente, todos iban a integrarse en las Fuerzas de Paz. Pero lo que no quería Kay era empezar en las Fuerzas de Paz con resaca. Había soñado con ese día desde que tenía cinco años, y no quería que nada lo estropease.

Dos de sus compañeros le dijeron que también ellos iban a regresar a sus hoteles. Se ofrecieron para acompañarla hasta su hotel, unas tres calles más allá del suyo.

Las calles de Quito estaban en silencio. Casi un millón de personas vive en la capital de Ecuador pero, a las doce y media de la noche de un jueves, la mayoría de ellas duerme, ajena al espectáculo de las estrellas que coronan esta ciudad ecuatorial a más de 3000 metros de altitud.

Kay pensó en el día que le esperaba. Su título de licenciada en geografía le iba a permitir trabajar como voluntaria en el campo de la veterinaria y ayudar a poner remedio a la sobreexplotación ganadera de la región de los saraguro. Al día siguiente viajaría a los Andes y se encontraría por primera vez con los saraguro. Estaba deseosa de que llegara ese día.

Sus dos amigos se despidieron de ella. Por un momento pensó en pedirles que la acompañasen un poco más, las tres calles que faltaban hasta el hotel. Tan sólo tardarían unos minutos. Pero decidió que no, podía valerse por sí misma. Iría sola.

La verja del hotel estaba cerrada y no tenía la llave. Mientras pensaba qué hacer, se le acercaron dos hombres. Estaban bebidos y no andaban derechos. Sus palabras, pronunciadas en un español cerrado, le parecieron amenazadoras. Para evitarlos, Kay se dirigió hacia la puerta de la parte trasera del edificio, pero también estaba cerrada. De repente, se sintió indefensa.

Entonces apareció un coche. El hombre sentado al lado del conductor le pidió los papeles.

—¿Quiénes son ustedes para pedirme que les enseñe el pasaporte? —preguntó en español.

—No se preocupe por eso —respondió en español, mostrando una pistola escondida en su chaqueta de cuero—. Adentro.

El hombre de la chaqueta de cuero inspiraba miedo. Kay no estaba en absoluto dispuesta a entrar en el coche, con o sin pistola, por lo que se mantuvo a un par de metros del coche y le mostró el pasaporte, sin acercarlo demasiado. Dio media vuelta y corrió hacia la entrada del hotel.

Los dos borrachos seguían cerca de la verja. Kay deseó haber pedido a sus amigos que la acompañasen hasta el hotel. La situación empezaba a parecerse demasiado a una película de terror, en la que ella hacía de víctima.

De repente, volvió a aparecer el coche. Con la puerta trasera abierta. Antes de darse cuenta de lo que sucedía, el hombre de la chaqueta de cuero salió del coche, la agarró por los brazos y la arrastró hacia dentro. La empotró contra el suelo. Parecía imposible que la hubiese agarrado con tanta facilidad, pero la realidad es que la estaban secuestrando. El hombre cerró la puerta tras de sí.

Kay intentó incorporarse. El hombre le dio un puñetazo y Kay volvió a encontrarse en el suelo. Intentó con todas sus fuerzas levantarse de nuevo y recibió otro puñetazo. Kay sintió que la adrenalina del miedo la invadía. Tenía que escapar, pero los dedos del hombre le palpaban la cara buscándole los ojos. El motor del coche rugía y las marchas se iban sucediendo una tras otra, mientras Kay luchaba y gritaba. El hombre le metió los dedos en los ojos.

Por último, frustrado por la decidida violencia de su resistencia, el hombre dejó de apretarle los ojos y Kay sintió un atisbo de esperanza. Pero inmediatamente el hombre le metió los dedos en los oídos y luego la golpeó una y otra vez como si quisiera matarla a golpes. Sabía que ese hombre era mucho más fuerte que ella —por lo menos pesaría el doble— y, mientras intentaba incorporarse, sintió que las fuerzas la abandonaban. El hombre se sentó encima de ella mientras el coche seguía su marcha. Apenas podía respirar.

Es increíble, pensó Kay. Me va a atracar, o tal vez incluso a matar, si no me ahogo antes.

Después de lo que parecieron horas, el conductor detuvo el coche. La ciudad había quedado lejos y Kay estaba convencida de que «Chaqueta de cuero» iba a matarla. Empezaba a recuperar la respiración y la fuerza cuando el hombre le arrancó las bragas.

Luchó para mantenerse consciente, para resistir lo más posible, convencida de que el hombre la mataría si perdía la conciencia. Se agarró a la manija de la puerta. Él se rió de ella chapurreando en inglés y le apartó uno a uno los dedos. Kay sintió, y oyó, cómo se le rompían los cartílagos; era una tortura hecha a conciencia.

Kay suplicó en español:

—Soy muy joven. Soy virgen. ¿Qué pensará mi familia? ¿Qué pensará Dios?

El agresor se rió de ella y, durante una hora, estuvo introduciéndole el puño en el recto. La sangre y las heces fueron salpicando el suelo durante ese tiempo.

Kay le imploró que la dejase. Le gritaba que no podía soportar el dolor y que le era imposible aguantar más. Se rió otra vez de ella. Aun así, en ningún momento dejó de implorarle que parase, que se apiadase de ella. También se lo pidió a Dios.

Kay se dio cuenta de que alguien fumaba y consiguió ver la sombra del otro lado de la ventanilla. Se dio cuenta de que era el conductor, que paseaba y fumaba impasible, mientras ella era brutalmente agredida a menos de un metro de distancia. Entonces pensó que el dolor de la agresión de «Chaqueta de cuero» conseguiría matarla antes de desangrarse totalmente.

Siguió luchando, implorando y gritando, pero nada podía detener esa pesadilla.

El conductor volvió a ocupar su sitio y apoyó los brazos sobre el volante.

«Chaqueta de cuero» no la penetró en ningún momento con el pene, pero eyaculó sobre ella. Y mientras metía otra vez con fuerza el puño en el interior de la muchacha, le dijo en voz baja al conductor: «Cuerda».

«Chaqueta de cuero» era un estrangulador.

En ese instante, Kay supo que iba a morir.[1]