Comportamiento

En los cuatro capítulos siguientes, exploraremos con detenimiento la violación, el asesinato, la guerra y el genocidio que han desarrollado los varones de la especie humana y los compararemos con la violencia ejercida por los machos de los grandes simios. Estamos, por consiguiente, a punto de poner en marcha la «máquina del tiempo». Como se irá viendo, los machos de los grandes simios y los hombres comparten algunos instintos en el terreno de la violencia. Los comportamientos sociales de los chimpancés, bonobos y seres humanos son muy similares, pero difieren de los propios de los gorilas y orangutanes en grados crecientes, que coinciden a su vez con los grados de diferencia en su ADN.[89] Es evidente que el comportamiento humano también difiere del de los chimpancés y los bonobos. Hasta qué punto diverge, o no, es una indicación del origen y las funciones de la violencia de los hombres.

La «máquina del tiempo» que utilizaremos para constatar el comportamiento del linaje que ha desembocado en el Homo consiste en comparar el comportamiento de los hombres con los de nuestros parientes más próximos. Nos basaremos en tres hipótesis:

  1. Los grandes simios y los seres humanos compartimos un antepasado común y, por tanto, los genes comunes afectan a nuestro comportamiento social.
  2. Cuanto más próximas a nosotros son las especies de simios, más genes y comportamiento compartimos.
  3. Que los comportamientos compartidos por los chimpancés, bonobos y humanos sean instintivos y que hayan sido heredados por las tres especies a partir de un antepasado común es mucho más probable que el hecho de que estos comportamientos hayan evolucionado por separado.

Un rasgo que comparten chimpancés, bonobos y humanos es la permanencia de los machos. A diferencia de casi todas las demás especies de mamíferos, estas comunidades normalmente se quedan con sus machos. En cambio, las hembras se casan y pasan a pertenecer a otros grupos. La antropóloga Carol Ember estudió este aspecto en 179 comunidades cazadoras y recolectoras.[90] Descubrió que sólo en el 16 por ciento de dichas comunidades las mujeres jóvenes permanecían en ellas más que los hombres jóvenes. Los grupos sociales de los chimpancés y los bonobos también se quedan con sus machos y transfieren a sus hembras. Los gorilas hacen lo mismo, aunque sólo unos cuantos machos permanecen con sus padres. En cambio, en el caso de los orangutanes (y en casi todos los demás primates), los machos se dispersan, pero no las hembras. Es un tipo de comportamiento fundamental, ya que este acontecimiento evolutivo del antepasado común de chimpancés, bonobos y humanos —la permanencia de los machos— sentó las bases para la actuación en grupo de los simios guerreros.

La permanencia de los machos no sólo hace que se establezcan vínculos intensos entre unos y otros, sino también que las mujeres se asocien entre ellas en función de los hombres con los que se casan. Uno de los síntomas de esa situación, como observó la antropóloga física Sarah Blaffer Hardy, es que las mujeres de todo el mundo cooperan menos unas con otras que los hombres, son poco solidarias y, en general, no consiguen establecer vínculos intensos entre ellas tan fácilmente.[91] Aun después del auge del feminismo, las relaciones entre mujeres occidentales siguen siendo débiles.[92] Sin embargo, eso no significa que las mujeres no sean capaces de establecer relaciones intensas. Lo hacen, por descontado, pero la intensidad de las relaciones de las mujeres no parece comparable con las relaciones «a muerte» de los hombres.

El instinto de los hombres de establecer fuertes vínculos de parentesco pudo ser decisivo para el Homo cuando empezó a desarrollar lazos de cooperación en situaciones de enfrentamiento y a ejercer la peligrosa actividad de buscar alimentos y cazar en grupo. Por ejemplo, cuando se plantean batidas de caza peligrosas, los esquimales admiten que los únicos hombres en los que pueden confiar plenamente son los de su propia familia.[93]

Otra faceta primordial de la psicología humana es justamente la opuesta a la de crear vínculos estrechos: la independencia. La disponibilidad de alimentos es el factor esencial que limita el tamaño de los grupos de primates. Cada elemento del grupo debe disponer de alimentos suficientes o el grupo se desintegrará o se escindirá. El problema que afrontan los monos cuando van a su aire o en un grupo pequeño es que el riesgo de ser atacados por un depredador aumenta considerablemente.[94] Por paradójico que resulte, la opción que toman los seres humanos, los chimpancés y los bonobos para sobrevivir consiste en escindir el grupo. Sin embargo, estos grupos vuelven a juntarse siempre que les sea posible. El modelo de fisión y fusión del grupo es el más frecuente en todo el mundo, como señala el antropólogo Brian Hayden.[95]

En el proceso de fisión, también es normal una división sexual del trabajo: la opción preferida por los seres humanos que ha hecho posible en última instancia la civilización.[96] Los hombres salen a cazar, buscar alimentos, pescar o cuidar el ganado; las mujeres se ocupan de los alimentos que se encuentran en el bosque o en la granja y cuidan de los hijos dependientes.[97] Los sexos recorren caminos distintos para conseguir, a menudo en solitario, los alimentos que más tarde compartirán con sus familias. Sin importar las dificultades que pueda suponer la escasez de alimentos para mantener unido el grupo, los individuos se esfuerzan por mantenerlo. Los chimpancés son capaces de pasar hambre para mantenerse al lado de sus compañeros sociales.[98] Lo mismo sucede con las personas.[99]

Es más, las tres especies disponen de mecanismos para volver a unirse. Para restablecer la solidaridad mutua, los miembros del grupo se abrazan, se besan, se acarician y se acicalan unos a otros. La lección (el capítulo 6 trata de este problema con más detalle) es que la vida social basada en la fisión y la fusión del grupo es la única solución, por un lado, al problema de disponer de un grupo social amplio para poder defenderse de los enemigos de la propia especie y, por otro, a la dificultad de verse forzado como individuo a confiar en alimentos dispersos que pueden no bastar a un grupo amplio en tanto que unidad.

Una buena parte de este libro se dedica a examinar las consecuencias de las necesidades del grupo social y las manifestaciones de éste en los actos de violencia de los hombres, pero antes es preciso clarificar en qué difieren los seres humanos, sean o no simios desnudos, de los simios.

En primer lugar está la estrategia reproductiva. Mientras los chimpancés y los bonobos comparten hembras dentro de sus comunidades, los hombres se unen a sus mujeres y muy raramente las comparten. Los hombres, como los gorilas, incluso llegan a matar a sus rivales sexuales. Sin embargo, los hombres, como todos los simios, practican la poliginia y, o bien se casan, o bien desean casarse con más de una mujer." El antropólogo George P. Murdock estableció un catálogo de unas 853 comunidades: el 83,5 por ciento de ellas permiten o prefieren la poliginia.[100] [101] En el África subsahariana, del 20 por ciento al 50 por ciento de las mujeres comparten sus esposos. ¿Cómo afecta la poliginia al éxito reproductivo de los hombres? La antropóloga Monique Borgerhoff Mulder halló que, en el este de Kenia, el número medio de mujeres de los varones kipsigis —su grado de poliginia— era precisamente lo que determinaba su éxito reproductivo. Los varones que practicaban la poliginia tenían dos veces más hijos, por término medio, que los monógamos.[102]

En cambio, Murdock sólo encontró cuatro comunidades en las que se permitiese tener diversos esposos. Estas comunidades del Tíbet y Nepal aceptan que los hermanos que poseen una granja o unos pastos en común se casen con la misma mujer, una por propiedad, y eduquen a sus hijos como si cada esposo fuese el padre (como hacen los chimpancés).[103] Los hijos heredan la propiedad familiar; las hijas se casan y se van. Los hermanos más jóvenes se vuelven a casar, cada uno con su propia mujer, en cuanto se lo pueden permitir.

El 16 por ciento de las comunidades de la lista de Murdock, en su mayoría occidentales, imponen por ley la monogamia. Sin embargo, muchos de los hombres de dichas comunidades tienen diversas esposas, una tras otra, pues se divorcian y se vuelven a casar. Y allí donde se practica, la poliginia hace aumentar el éxito reproductivo de los hombres occidentales. Por ejemplo, los hombres pertenecientes a la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días (mormones) y que se casan en poliginia (al margen de la jerarquía de la Iglesia) tienen una media de unos 15 hijos, mientras que los varones monógamos tienen 6,6 hijos por término medio.[104] Según el antropólogo Donald Symons: «No hay nada en la sexualidad masculina, en la medida en que contrasta con la sexualidad femenina, que apunte hacia una adaptación a la monogamia».[105]

Nuevamente, la diferencia entre los hombres y los simios es la fidelidad conyugal por parte de las mujeres. Este hecho supuso una enorme ventaja evolutiva para ambos, hombres y mujeres. Pudieron dividir el trabajo entre ellos, colaborar entre sí y compartir los alimentos para la supervivencia de sus familias.[106] La razón es que la monogamia de las mujeres es la única relación que permite al hombre estar seguro de la paternidad. Además, hizo posible que se diera el último elemento en la cadena de la estrategia de apareamiento del macho: invertir en la descendencia mucho más de lo que lo hicieron sus antepasados simios. Junto a una mayor cantidad de alimentos para sus hijos, cada mujer casada se benefició de disponer de un macho dedicado a proteger a sus hijos de otros machos infanticidas. El precio de ese apoyo fue la pérdida de libertad. En cuanto se casó y tuvo que ocuparse de los hijos, la mujer ya no pudo evitar que su pareja se relacionase con una segunda mujer. En cambio, el hombre pudo casarse con dos mujeres, pues tenía la capacidad potencial de prestar apoyo y proteger a los hijos de las dos. (Sin embargo, lo recíproco no se cumple, pues ninguno de los dos hombres de una mujer estaría seguro de que tuviera sentido prestar su apoyo a cualquiera de los hijos de dicha mujer.) Sin modificar los demás elementos, la inversión adicional hacia los hijos por parte de los hombres habría incrementado el éxito reproductivo de ambos sexos por encima del de todas las demás poblaciones de homínidos cuyos machos invertían poco: sus antepasados simios. Este elemento habría bastado para que los primeros seres humanos, el Homo erectus, aventajasen a las demás poblaciones «primitivas» y provocasen su extinción. Sin embargo, esta ventaja hizo aumentar la obsesión del hombre por la paternidad y dio lugar a los intensos sentimientos de celos hacia sus mujeres. Y esos sentimientos de propiedad de las mujeres los volvió a situar al nivel de los gorilas macho.

La segunda gran diferencia entre los simios y los seres humanos es su adaptación a la bipedación. Este proceso sigue siendo un misterio sólo parcialmente resuelto, aunque sí está claro cuándo se produjo. Los paleoantropólogos lo asocian al cambio climático planetario que se produjo durante el Mioceno hace unos siete millones de años.[107] Este calentamiento transformó las selvas en sabanas y creó una compleja variedad de hábitats. Según el antropólogo Adriaan Kortlandt, los herbívoros bulldozer (elefantes, búfalos y otros animales de gran tamaño) arrasaron las selvas, convirtiéndolas en sabanas, y crearon nuevos hábitats para los oportunistas.[108] En este caso los oportunistas eran los homínidos.[109]

Contra lo que pueda pensarse, el cambio entre andar con cuatro apoyos y hacerlo con dos pies no supuso un precio elevado desde el punto de vista del metabolismo. En cambio, los homínidos consiguieron la posibilidad de viajar con mayor facilidad. El antropólogo físico Peter S. Rodman y el paleoantropólogo Henry McHenry lo expresan de la siguiente manera:

«Estudiamos los datos [acerca de la bioenergética de la locomoción] y nos dimos cuenta de que, para un chimpancé, andar con cuatro apoyos suponía un gasto energético absolutamente equivalente a andar con dos. Por tanto, si suponemos que los homínidos evolucionaron a partir de algún tipo de simio cuadrúpedo, puede decirse que no existe una barrera energética, un Rubicón energético que separe la forma de andar de un cuadrúpedo de la de un bípedo. Sin embargo, el aspecto más importante —y nuevo, por lo que conocemos— es que la bipedación en los seres humanos es más eficiente que andar con cuatro apoyos, como lo hacen los simios actuales».[110]

Sin embargo, cabe preguntarse por qué nuestros antepasados se preocuparon de alzarse sobre dos pies para andar. Según Rodman y McHenry, «si fuésemos simios y nos encontrásemos en unas circunstancias ecológicas en las que un modo más eficiente de locomoción supusiera una ventaja, la evolución de la bipedación habría sido uno de los posibles resultados».[111] ¿De qué circunstancias ecológicas se trata? Posiblemente de la fragmentación de la selva del África oriental en zonas boscosas y sabanas en expansión, lo cual alargaba la distancia que tenían que recorrer los simios para ir de un árbol a otro en busca de alimentos. Es más, a causa del sol aplastante, la sabana, a diferencia de la selva, se convirtió en un reto térmico considerable para aquellos seres que estaban adaptados a la sombra. La bipedación representó asimismo una gran ventaja con respecto a la forma de andar a cuatro patas: un 60 por ciento de reducción del calor recibido, ya que, en posición vertical, el cuerpo expone mucha menos superficie que cuando se desplaza a cuatro patas.[112] Conviene insistir en que para comer, es decir, para sobrevivir, los simios tenían que recorrer distancias cada vez mayores entre los bosques. En opinión de Rodman y McHenry: «La bipedación ofreció la posibilidad de mejorar la eficiencia del desplazamiento modificando tan sólo las extremidades posteriores y manteniendo la estructura de las anteriores para poder arrancar los alimentos de los árboles». Lo esencial es que «la adaptación principal [la bipedación] de los homínidos es una forma de vida de los simios allí donde un simio no podía vivir»[113]

¿Sabemos exactamente cuándo sucedió?

En 1974, Mary Leakey inició sus excavaciones en Tanzania, en Laetoli («El lugar de las azucenas rojas»).[114] Unos cuatro millones de años antes, un volcán llamado Sadiman había expulsado una nube de cenizas de carbonatita que recubrió toda la zona de Laetoli. La lluvia convirtió ese manto de cuatro centímetros de espesor en un cemento húmedo sobre el que una multitud de animales había dejado sus huellas, desde un insignificante ciempiés a un animal parecido a un elefante, el Deinotherium. La roca se secó al sol, pero el volcán entró en erupción una docena de veces ese mes y depositó capas de ceniza hasta alcanzar los 20 cm de espesor.

En los distintos estratos, el equipo de Mary Leakey encontró dientes y fragmentos de mandíbulas de homínidos de unos 3,6 millones de años de antigüedad. En 1976, durante una pelea entre los miembros del equipo, con lanzamiento de excrementos de elefante incluido, Andrew Hill esquivó una de esas bolas de estiércol y, al acercarse al lecho de roca de carbonatita, advirtió la existencia de unas huellas parecidas a unos dientes.[115] Este hecho condujo al descubrimiento, realizado por Peter Jones y Philip Leakey en 1977, de huellas fósiles de elefantes. Más tarde encontraron unas huellas difusas que parecían corresponder a seres humanos. En 1978 Mary Leakey contrató a una experta en huellas, Louise Robbins, para supervisar los trabajos. Desgraciadamente, cuando Paul Abell encontró una huella rota que pensó que pertenecía a un homínido de 3,6 millones de años de antigüedad, Robbins la descartó creyendo que se trataba de una huella de búfalo.

Leakey, indignada por el hecho de que las huellas nunca valiesen la pena, ordenó a su equipo que se olvidase de ellas y buscase huesos. Abell, Tim White y otros insistieron en que reconsiderase su decisión. Al final, cedió y permitió que su asistente, Ndibo, se ocupase del agobiante trabajo de las «huellas».

Fue la decisión más inteligente en una carrera que se prolongó durante medio siglo.

Entre las diez mil huellas dejadas por liebres, antílopes dik-dik, Deinotherium y gatos con colmillos curvados que su equipo había descubierto en las cenizas de Sadiman, había un mensaje procedente de la cuarta dimensión.

Al día siguiente, Ndibo describió a Leakey dos huellas que había descubierto. Ella se mostró escéptica, pero después de examinarlas, cambió totalmente de parecer y pidió a Tim White que las excavase. Para evitar posibles errores y hacer resaltar los colores, White vertió una capa de disolvente sobre la roca. Al ser humedecida por el disolvente, la fina capa de carbonato cálcico mantuvo su color blanco, pero la capa de carbonatita sobre la que se encontraba la huella se volvió oscura. Con una sonda dental separó las partes blancas de cada huella, centímetro a centímetro, día tras día, a lo largo de unos nueve metros.

Más tarde, en 1979, White publicaría con Don Johanson (citado al comienzo de este capítulo) un artículo sobre Lucy. Estos dos autores establecieron un grupo en el que se encontraban Lucy y los homínidos del Yacimiento 333 así como las huellas mencionadas anteriormente y las dos docenas de homínidos fósiles encontrados por Mary Leakey en Laetoli. A ese grupo le llamaron Australopitecus afarensis.

Fue una equivocación. Como su esposo, Louis Leakey, que creía en una edad antigua del Homo, Mary Leakey detestaba la palabra Australopithecus y su connotación de hombre simio, no humano. Por haber usurpado el derecho que correspondía a Leakey de asignar un nombre a sus propios hallazgos, y por su elección insultante del género Australopithecus, White fue declarado persona non grata en Laetoli.

Ron Clarke sustituyó a White en la excavación de las huellas dirigida por Mary Leakey. El resultado del trabajo de todos estos científicos fue una senda de unos 24 m de longitud, con unas setenta huellas. Por lo menos dos homínidos, un adulto y un niño, habían atravesado, uno al lado del otro, las cenizas del Sadiman y, según las páginas de National Geographic, al atardecer.

«Las huellas de Laetoli», afirmó White, «posiblemente sean el descubrimiento más valioso que se haya hecho en este ámbito, o incluso el más valioso que jamás se hará.»[116]

Mary Leakey se mostró de acuerdo.[117] Después de fotografiar y hacer moldes de las huellas, las protegió recubriéndolas con tierra. Sorprendentemente, esa tierra era tan fértil que, con el tiempo, crecieron acacias y otras plantas, como si se hubiesen plantado en un invernadero. No sin tristeza, White llama a esas huellas «la Selva Nacional de Laetoli».[118]

¿Cuál ha sido el resultado? Las huellas de Laetoli indican que los homínidos de hace unos 3,6 millones de años eran totalmente bípedos. A partir de la longitud de la zancada,[119] Richard Hay y Mary Leakey calcularon que la estatura media de un homínido era de unos 140 cm y que el más bajo de ellos medía unos 116 cm. Las huellas que se creía que pertenecían a un tercer individuo, más corpulento que los otros dos, estaban demasiado borradas como para poder medir su zancada y su altura. Las huellas de Laetoli también indican que, por lo menos un millón de años antes de la erupción del Sadiman, los homínidos habían sido bípedos. ¿Fueron éstos nuestros antepasados?

No, si se trataba de los mismos afarensis de la familia de Lucy descubiertos por Johanson en Etiopía. El paleoantropólogo Henry McHenry analizó las extremidades del afarensis y dedujo que «excepto por detalles relativamente menores, se parecen mucho entre sí y difieren de cualquier hominoide [simio o humano]».[120] El afarensis utilizaba «distintos modelos de accionamiento de los músculos, distintos movimientos de articulación de la cadera, etcétera». Aunque es probable que el afarensis fuese un antepasado de todos los Australopithecus, sigue sin poder establecerse su relación con el Homo erectus.

Si no fue el afarensis, quienquiera que imprimiese sus huellas en Laetoli hace 3,6 millones de años podría haber sido el antepasado del Homo erectus y, por tanto, de nosotros mismos.

En cualquiera de los dos casos, la bipedación fue sin lugar a dudas la adaptación crucial que llevó al éxito de los homínidos. Liberó las manos de los primeros homínidos para que pudieran transportar alimentos y, al combinarse con la inteligencia de los simios, les permitió fabricar, usar y trasladar herramientas y utilizar el lenguaje de las señas. Fue ésta la segunda adaptación básica, junto a la fidelidad de la hembra, que en los homínidos dio lugar a la división del trabajo y al reparto de los alimentos.

Sin embargo, conviene recordar que la bipedación no provocó la evolución de los seres humanos ni la hizo inevitable. No basta ser un homínido que anda de pie para convertirse en un ser humano, o en el antepasado del ser humano. Por lo menos tres, tal vez cuatro, especies de homínidos bípedos poblaron África hace 1,5 millones de años, como sucede en la actualidad con las tres especies de grandes simios. Dos de esos homínidos, el Australopithecus africanus y el A. robustus eran criaturas de capacidad craneal reducida cuyas culturas no pueden haber sido mucho más elaboradas que las de los chimpancés.[121] Por el contrario, el Homo erectus debía de ser un adicto a la cultura.

Con esto pasamos a la tercera gran diferencia entre los simios y los seres humanos: la capacidad craneal y la inteligencia. Para ser humano, para basarse más en la cultura que en el instinto, se necesita un cráneo el doble de grande que el de un simio. Entonces, ¿de dónde surgió esa capacidad craneal tan grande? Una de las razones que se aducen para la evolución del tamaño del cerebro en los mamíferos es la necesidad de hacer frente a la exigencia de supervivencia en una ecología complicada.[122] Sin embargo, los resultados de la investigación indican que no puede decirse lo mismo en el caso de los primates. Los estudios de los primatólogos Dorothy Chaney, Robert Seyfarth y Barbara Smuts sobre la inteligencia de los primates muestran que ésta evolucionó gracias a la presión evolutiva para ser más listos y superar en eficacia a sus congéneres.[123] En el caso de los simios, ser estúpido equivale a morir a manos de otros simios. Según la primatóloga Meredith Small: «Es indudable que somos animales sociales y que el conocimiento de quiénes somos, dónde nos encontramos y cómo obtenemos lo que deseamos, incluso a expensas de los demás, es la clave de la supervivencia de los primates, ya sean monos o seres humanos».[124]

Esta ampliación de la capacidad cerebral del Homo erectus,[125] hasta multiplicarla por dos, ¿se produjo únicamente porque su cerebro ampliado proporcionó al Homo erectus la suficiente cultura como para convertirse en un adicto a la cultura, lo cual a su vez dio lugar, a través de la selección natural, a una capacidad cerebral todavía mayor, en una carrera cultural en espiral que lleva a alimentar con carne un cerebro necesitado de proteínas? ¿O, más bien, la ampliación cerebral es una parte de la carrera armamentística de los primates contra las demás poblaciones de homínidos, de los que el propio Homo erectus era su peor enemigo?

Posiblemente la respuesta sea afirmativa en ambos casos. Según el biólogo Richard Alexander, el Homo redujo considerablemente la lista de los protagonistas principales hasta que el propio Homo quedó como la «única fuerza importante de la naturaleza que es hostil» a sí misma.[126] La carrera armamentística natural que produjo «puede haber beneficiado perfectamente [al Homo] de las presiones de la selección a favor de la inteligencia, la previsión, la fuerza, la valentía, la cooperación, el altruismo, la camaradería y la capacidad social que intervienen en esta violenta actividad entre comunidades», como sugiere el antropólogo Robin Fox.[127]

Con esta superinteligencia llegamos a la cuarta diferencia principal entre los seres humanos y sus parientes, los chimpancés y los bonobos. El ingrediente último del ser humano es el lenguaje simbólico. Posiblemente se inventó para coordinar la caza, la previsión y la guerra, y quizá fuese también crucial para el cortejo. El lenguaje supuso el impulso definitivo hacia la cooperación, la coordinación y la división del trabajo necesarios para el estilo de vida de los seres humanos.

En resumen, la combinación de grandes cerebros, este sistema social masculino, violento pero cooperativo, y la estrategia reproductora con el ADN hizo inevitable la naturaleza humana.[128] Ésta se fraguó cuando los machos del género Homo permanecieron juntos, cuando las hembras permanecieron fieles a un macho, cuando la bipedación liberó las manos y cuando el cerebro de simio del Homo creció hasta ser capaz de inventar la cultura y crear el lenguaje simbólico.[129] Los simios sólo se transformaron en hombres cuando hicieron de la cultura su ventaja competitiva. En ese momento, aquellos con menor capacidad cerebral quedaron en desventaja. Gracias a la cultura, los humanos se convirtieron en las criaturas más peligrosas del universo.

Con esta rara combinación de ingredientes, la selección natural y especialmente la selección sexual habrían conducido la evolución del comportamiento del Homo por esa vía relativamente estrecha hacia un seísmo sofisticado y una violencia cooperativa, independientemente de todo lo demás.[130] Lo mismo habría sucedido en cualquier otra galaxia. Para convencernos de ello, basta considerar las estrategias alternativas. Ningún macho aislado podría competir durante mucho tiempo, fuese cual fuese su estrategia, contra un grupo de machos emparentados entre sí, capaces de cooperar en un combate a muerte por el territorio. El «invento» evolutivo de los «ejércitos» de primates marcó un camino irreversible.

Todos estos elementos configuran un interesante panorama de la naturaleza humana y del lado oscuro de los hombres. ¿Dónde aparecen la violación, el asesinato, la guerra y el genocidio en la naturaleza de los hombres?

La siguiente parte de este libro se titula «violencia» y en ella se exploran todas estas cuestiones y se sugieren algunas respuestas sorprendentes.