Tres semanas y cientos de fragmentos de huesos después, el equipo de Don Johanson tenía el 40 por ciento del «esqueleto entero», denominado AL 288-1 (siglas inglesas de «Afar Locality» seguidas de su número de orden). Para el resto del mundo, AL 288-1 se llama Lucy.[2] En 1974 Lucy se convirtió en la más firme candidata a ser el esqueleto de homínido más antiguo jamás conocido. A pesar de llevar 3,18 millones de años enterrada cerca de Hadar en el valle del río Awash, en el remoto triángulo de Afar en Etiopía, Lucy le cambió la vida a Don Johanson. Su hallazgo se dio a conocer a través de la revista National Geographic y lo convirtió en el Cristóbal Colón de la prehistoria.
Cuando murió, Lucy era una hembra de veinticinco años, de algo más de 110 cm de estatura y de sólo unos 27 kilogramos de peso.[3] Los expertos en paleoanatomía han estudiado detenidamente sus huesos. Owen Lovejoy concluyó que la pelvis de Lucy era tan perfecta que estaba «mejor diseñada para la bipedación que la nuestra».[4] Los paleoantropólogos William Jungers, Randall Susman y Jack Stern discreparon de esa opinión y sostuvieron que, por el contrario, Lucy era un bípedo imperfecto que caminaba con las rodillas dobladas y el torso hacia delante.[5] Sus largos brazos y sus piernas cortas (a medio camino entre un simio y un ser humano), sus manos, pies, tobillos y muñecas primitivos, así como sus largos dedos curvados, tanto en los pies como en las manos, sugerían, millones de años después, que su verdadero hogar estaba en los árboles.
En cualquier caso, Don Johanson iba bien encaminado. Después de rastrear el Yacimiento 333 durante dos temporadas, de las arenas del tiempo surgió la «primera familia de Afar».[6] Sus 13 individuos, entre los cuales había cuatro niños, tenían las mismas características que Lucy y, al parecer, habían muerto a causa de una riada inesperada que los enterró en una fosa común, formando un amasijo de huesos.
La «primera familia» dio lugar a una nueva confrontación de opiniones.[7] Los cráneos estaban hechos añicos y habían desaparecido la mayoría de los pedazos. La recomposición de un cráneo permitió al paleoantropólogo Dean Falk hacer una estimación de la capacidad craneal de unos 400 centímetros cúbicos, un volumen muy pequeño comparado con los 1350 cm[3a] que por término medio tienen los seres humanos actuales.[8] (A modo de comparación, las medias correspondientes a los machos de chimpancés, orangutanes y gorilas son 394 cm[3b], 411 cm[3c]y 506 cm[3d], respectivamente.) Es más, Falk no advirtió ninguna reorganización o expansión en las áreas parietales y occipitales, que tan explosivamente se han ampliado en el Homo. Los individuos como Lucy tenían cerebros de simios en cráneos que se parecían en un 99 por ciento a los de un simio. Incluso veinte años después, cuando el equipo de Johanson encontró finalmente un buen cráneo similar al de Lucy, el único argumento para pensar que Lucy era un homínido se basaba en sus dientes, propios de los homínidos, y en el hecho de haber andado sobre dos piernas.[9] ¿Podía ser Lucy el eslabón perdido entre los simios y el Homo? ¿Se trataba acaso de un «experimento evolutivo» de bipedalismo que fracasó?
En 1979, en un controvertido pero fundamental trabajo publicado en Science, Johanson y su colega Tim White llamaron Australopithecus afarensis (Hombre-simio austral de Afar) a Lucy y su familia.[10] Según ellos, el afarensis presentaba un dimorfismo sexual muy acusado, como los gorilas, con machos de 150 cm de altura y hembras de sólo 120 cm, la mitad del peso de los machos y aproximadamente del tamaño de un duende.[11] Sugirieron asimismo que el afarensis era el antepasado del Homo, es decir, de todos nosotros.
Sin embargo, este planteamiento representaba un problema. Entre los chimpancés, bonobos y seres humanos, el dimorfismo es poco acusado: los machos sólo alcanzan del 120 por ciento al 130 por ciento del peso de las hembras, nunca más del doble. Es más, esta diferencia moderada es uno de los rasgos que distinguen a los seres humanos, chimpancés y bonobos de los demás grandes simios, gorilas y orangutanes, entre los cuales los machos pesan más del doble que las hembras. Por tanto, lo más probable es que en el antepasado común a los seres humanos y los chimpancés se hubiera dado una diferencia menor todavía. Este elemento, junto a la cabeza de simio de Lucy, nos indica que, si la idea de Johanson y White de que el afarensis es una especie con un gran dimorfismo es cierta, lo más probable es que el afarensis (y Lucy) no sea nuestro antepasado. No es posible que se produzcan las dos cosas al mismo tiempo.[12]
En resumen, para determinar nuestras raíces más antiguas y comprender el legado humano que poseemos, debemos ir más allá de Lucy. Sin embargo, hacerse una idea clara de todo ello sólo a partir de los fósiles no es precisamente coser y cantar.
Es cierto que los paleoantropólogos son verdaderos detectives de la gran historia de la existencia humana. El misterio que intentan resolver se refiere a las preguntas más básicas y universales que cualquiera puede plantearse. ¿De dónde venimos? ¿Qué tipo de criatura somos? ¿Qué legado humano poseemos?
Desgraciadamente, los acontecimientos que los paleoantropólogos intentan explicar y reconstruir sucedieron hace millones de años y casi todos se han borrado con el paso del tiempo. Su «máquina del tiempo» consiste en buscar y excavar, ya sea con un cepillo de dientes, ya sea con un bulldozer. La dificultad de encontrar los fósiles «adecuados» (y saber asimismo que son los adecuados) con los que responder a las preguntas sobre nuestro origen es de enormes proporciones. Quizá sea más fácil encontrar una aguja en un pajar del tamaño de Rhode Island. Si algún día se inventa una máquina del tiempo que funcione de verdad, los paleoantropólogos se precipitarán a la tienda para ser los primeros en utilizarla.
Desde 1856, cuando Johan Karl Fuhlrott, un profesor alemán de ciencias naturales en un centro de enseñanza secundaria, pudo contemplar las cuencas vacías de los ojos del primer hombre de Neandertal conocido, los profesionales y los aficionados a la paleoantropología llevaban ya tiempo, algunos varias décadas, trabajando en duras condiciones y con escasos recursos con el único objetivo de descubrir fósiles clave capaces de resolver el misterio de nuestro origen. Sus historias llenan páginas y páginas. Sin embargo, por cada éxito, hubo docenas de contrincantes en el juego de la búsqueda del fósil que jamás lograron escribir una sola palabra acerca de nuestros antepasados en esa «rueda de la fortuna» que es la paleoantropología. Aun así, los éxitos han acumulado un número suficiente de hombres-simios, protohumanos y otros seres parecidos a los humanos que han llegado a formar una larguísima fila de sospechosos.
Por ejemplo, a la izquierda de Lucy, ante una pared con marcas que indican la altura, se encontraría un homínido fósil aún más antiguo, el Australopithecus anamensis (es el Australopithecus más «reciente» y, con sus cuatro millones de años, el que hace más tiempo que se conoce).[13] A continuación, vendría el Ardipithecus ramidus (también llamado Australopithecus ramidus)[14], más antiguo todavía, con unos 4,4 millones de años, pero mucho más parecido a un simio que a un Australopithecus. A la derecha de Lucy se encontraría el Australopithecus africanus (también llamado «El niño de Taung»)[15], el A. aethiopithecus (también llamado «El cráneo negro»), el A. boisei (también llamado «El cascanueces»), el A. robustus (también llamado «Australopiteco robusto»), el Homo habilis (también llamado «El hombre 1470» o «El hijo de Lucy»),[16] el Homo erectus (también llamado «Hombre de Pekín», «Hombre de Java» o «KNM WT-15.000»), el Homo sapiens neanderthalensis (también llamado «Hombre de Neandertal») y, por último, el Homo sapiens sapiens (cualquiera capaz de leer este libro). Por desgracia, no disponemos de una idea precisa sobre el lugar en la historia que ocupan todos estos hombres-simios y simios-hombres, algunos de los cuales fueron contemporáneos entre sí.
Los paleoantropólogos colocan todas estas «especies» fósiles en líneas de descendencia o linajes concretos. Algunos libros de texto ofrecen hasta siete versiones, todas ellas con las mismas especies, pero con todas las posibles variaciones de quién creó a quién. La posición más delicada en todos estos cuadros la ocupa el Homo erectas, un fósil que se ha identificado como el «primer antepasado común». Se trata de un asunto fundamental, pues el «primer antepasado común» será el ganador del juego: su descubridor tiene las mayores posibilidades de encontrar financiación duradera para su trabajo de investigación. Mientras tanto, se han descartado todos aquellos fósiles considerados como vías muertas, es decir, aquellos que se han extinguido sin haber dado lugar a descendencia. Sus descubridores salen menos en la prensa y obtienen menos subvenciones, y de menor cuantía. Las carreras de los investigadores suben y bajan, relucen o se apagan en función de esas líneas de descendencia que aparecen en el árbol genealógico de los homínidos. Los debates se desarrollan a través de encendidas tomas de posición sobre las edades, las morfologías y la filogenia, y se desencadenan las emociones más diversas a medida que se van modificando esas líneas de descendencia, como si se tratase de un crucigrama que se resiste a revelar su última palabra. Lo que está en juego no es sólo el conocimiento, sino también las carreras de los investigadores.[17]
En efecto, las raíces de la naturaleza humana —y de la sexualidad y la violencia humanas— sólo pueden descubrirse si se examina con atención la historia de nuestros antecesores. Sin embargo, existe más de un modelo de máquina del tiempo con el que bucear en el pasado.
Antes de analizar estas distintas posibilidades, conviene señalar que el Homo sapiens no era una especie inevitable. De hecho, era algo muy improbable. Más del 99 por ciento de las especies que ha habido en algún momento sobre la Tierra ha dejado de existir.[18] Pocas especies duran mucho tiempo. Algunos géneros de dinosaurio, por ejemplo, existían de media sólo unos seis millones de años antes de desaparecer, y la duración media de vida de las especies de mamíferos era de menos de un millón de años.[19] Las especies tan duraderas como los cocodrilos y las cucarachas constituyen una excepción. Peor aún, incluso las especies menos frágiles han sido objeto de dieciséis extinciones en masa seguidas que han provocado verdaderas catástrofes en las especies a lo largo de la prehistoria.[20] La más conocida fue el llamado «acontecimiento del final del Cretácico» que se produjo hace unos 65 millones de años y se debió al impacto de un meteorito de unos diez kilómetros de diámetro.[21] Este meteorito dio lugar al cráter Chicxulub, de 180 km, situado en la península de Yucatán, y provocó un efecto de «invierno nuclear», como consecuencia del cual desaparecieron los últimos dinosaurios, así como el 65 por ciento de las demás formas de vida.
El meteorito de Chicxulub fue nuestro padrino. La razón es que muchos dinosaurios habían evolucionado tanto y tan eficazmente que habían bloqueado la evolución de los mamíferos contemporáneos durante 160 millones de años. Los dinosaurios altamente evolucionados mantenían a nuestros antepasados en el estado de pelotas peludas del tamaño de las ratas correteando de noche por la maleza.[22] Fue el acontecimiento del final del Cretácico el factor que creó las condiciones para una rápida difusión adaptativa de los mamíferos en la era cenozoica subsiguiente. Según el paleontólogo Stephen M. Stanley: «Si hubiesen sobrevivido los dinosaurios, ni se plantearía la posibilidad de que pudiésemos andar sobre la Tierra como lo hacemos en la actualidad. Los mamíferos seguirían siendo pequeños y poco llamativos, parecidos a los roedores del mundo moderno».[23]
El Homo sapiens, por consiguiente, debe su papel actual de máximo depredador del planeta al impacto casual de la Tierra con una enorme piedra. Con el fin de establecer un sistema de prevención de futuras colisiones, la National Areonautics and Space Administration (NASA) se propone hacer un seguimiento de los cerca de dos mil asteroides existentes.[24] Uno de esos asteroides de gran tamaño podría generar una explosión un millón de veces mayor que el conjunto del arsenal nuclear del mundo y acabar con la mayor parte de las formas de vida. Los asteroides nos la dieron, y los asteroides nos la quitarán.
Lo que representó en última instancia el meteorito de Chicxulub fue una línea de descendencia para los homínidos que dio lugar, hace unos 1,8 millones de años, al Homo erectus. Éste no sólo alumbró el camino evolutivo a todo aquello que nos hace ser humanos, sino que constituyó una especie con éxito por lo menos durante 1,5 millones de años. El Homo erectus dejó de existir y nos dejó su sitio.
Como ya predijo Darwin, el Homo erectus apareció en África.[25] [26] En 1984 y 1985, Richard Leakey, el más conocido de los buscadores de fósiles, encontró en Kamoya Kemeu, al norte de Kenia, la joya de la corona, el Homo erectus.[27] Se trataba de un esqueleto casi completo de un joven de entre once y quince años. El sistema de datación con potasio y argón asignó al fósil KNM WT-15.000 (Kenya National Museum, West Turkana, número 15.000) una edad comprendida entre 1,51 y 1,56 millones de años. Es el Homo erectus más completo y alto jamás encontrado (unos 165 cm de altura y posiblemente 180 cm en el caso del adulto). Es la «Lucy» de Leakey y, en el fondo, hay más de «él» que de ella.
La pelvis y las extremidades del KNM WT-15.000 son muy parecidas a las del Homo sapiens, con un esqueleto bien diseñado para andar y correr, lo que sugiere que los antepasados del Homo erectus eran bípedos desde hacía mucho tiempo. La capacidad craneal del KNM WT-15.000 es de 909 cm[3e] y la bóveda craneal cuenta con un área de Broca, lo que apunta hacia el lenguaje. El peso del cerebro de un ser humano de diez años es un 95 por ciento del de un adulto y, por tanto, el cerebro del KNM WT-15.000 adulto debía de pesar unos 950 cm[3f], más de dos tercios del cerebro de un ser humano moderno (1350 cm[3g]).[28]
¿Hasta qué punto era inteligente el Homo erectus? La mejor definición de inteligencia es la capacidad de modificar, a medida que varían las circunstancias, el comportamiento propio para que se ajuste lo mejor posible a los propios intereses. La estupidez, por tanto, es el rasgo opuesto. Sin embargo, con esta definición, es difícil medir la inteligencia, incluso en personas vivas. Jeffrey Laitman señala que la base del cráneo del Homo erectus africano está curvada y flexionada, como la de un niño actual de unos seis años, y perfectamente adaptada para el habla.[29] Y, para que el habla evolucionase, el Homo erectus tendría que haber tenido alguna cosa que decir.
El lenguaje verbal no sólo fue un paso adelante capital. Fue aquello que nos hizo humanos.[30] Por tanto, no es sorprendente que nuestra tendencia a aprender y usar el lenguaje sea genética.[31] Los niños pequeños distinguen los diversos sonidos fonéticos a los seis meses de edad y empiezan a hablar por sí solos, sin ayuda alguna.[32] Pueden aprender tres o cuatro lenguas, sin ningún acento, simultáneamente.[33] A menos que crezcan aislados, no es posible detener este proceso. Cualquier niño aprende por término medio (sin necesidad de que se le enseñe) hasta diez palabras nuevas cada día durante años.[34] Cuando finaliza sus estudios secundarios conoce entre 40.000 y 80.000 palabras (aunque uno se pregunta por qué los niños prefieren funcionar con sólo un centenar).
El lenguaje verbal es un hito en la evolución de la inteligencia, pero su simplicidad resulta decepcionante. Consiste en meros símbolos arbitrarios, breves e «inventados» que, al ser emitidos por alguien, pueden transmitir a otra persona y de forma precisa cosas, acciones y cualidades, así como relaciones entre éstas y el pasado, el presente y el futuro. El lenguaje verbal es tan arbitrario que un cambio en la sintaxis o una inflexión en la pronunciación de unas mismas palabras puede bastar para modificar el mensaje y hacer que éste deje de ser sincero para ser sarcástico. Sin embargo, el valor del lenguaje humano es que permite transmitir conocimientos y experiencias sin que el receptor tenga que correr un riesgo, hacer un esfuerzo o sufrir daño alguno. «El desarrollo del habla en los seres humanos», escribe el entomólogo Edward O. Wilson, «representa un salto cualitativo en la evolución comparable a la reunión de la célula eucariota.»[35]
Este salto cualitativo requiere una maquinaria neuronal considerable. A la hora de transformar el pensamiento en habla, el lenguaje depende de una zona del hemisferio cerebral izquierdo llamada área de Broca.[36] Para comprender y dotar de significado el habla que escuchamos, dependemos de una zona llamada área de Wemicke. Y, para que ambas áreas funcionen, tienen que estar conectadas entre sí por un haz de fibras nerviosas: el fascículo arqueado. Los tres elementos son vitales para el habla y para convertirse en un ser humano. Los tres parecen haber estado bien desarrollados en el Homo erectus.
¿De qué hablaba el Homo erectus? El Homo erectus tenía el tamaño, la velocidad, los instrumentos y la inteligencia para cazar. La caza era abundante y la actividad en sí ya era una tradición de los primates. No sólo los chimpancés son capaces de cazar al acecho hasta matar a sus presas para transportarlas y repartirlas luego entre los suyos. Unas 38 especies de primates no humanos cazan vertebrados.[37] Como es evidente, ningún paleontólogo actual, ni siquiera los de dentro de un siglo, es capaz de reconstruir nada de todo esto. Por tanto, en el caso del Homo erectus, las escasas pruebas con que contamos de su actividad cazadora no demuestran que no se produjese. La carne es tan importante en la dieta de los primates que es muy probable que los grupos de parientes próximos colaborasen en las tareas de caza o de búsqueda de alimentos y los transportasen para compartirlos con sus mujeres y sus hijos, quienes posiblemente se ocupasen, mientras tanto, de buscar plantas.[38]
Sin embargo, por muy importante que haya podido ser la caza como medio de obtener proteínas, el Homo erectus no habría podido competir con éxito contra leones, hienas, tigres y otros grandes felinos si no hubiese contado con una ventaja. Seguramente ésta consistía en la caza coordinada en grupo, para la cual se requiere una comunicación precisa.
Aunque este factor proporciona algunas pistas sobre los temas de los que podía hablar el Homo erectus, no está claro que ayude a responder a la pregunta crucial: ¿era humano el Homo erectus?
¿Qué significa ser humano? ¿Se requiere conciencia de uno mismo, un gran cerebro, la capacidad de habla, o sólo manos para fabricar y utilizar herramientas? ¿Es la bipedación? ¿O se trata acaso de la preocupación narcisista en torno a la pregunta de en qué consiste ser un humano?
Los chimpancés tienen conciencia de sí mismos, son perspicaces, tienen manos, aprenden el lenguaje de signos norteamericano (y lo utilizan y lo enseñan correctamente) y fabrican y emplean herramientas, aun en estado salvaje. Los avestruces son bípedos; las ballenas tienen un cerebro mayor que el nuestro; los delfines poseen cerebros del mismo tamaño que los nuestros; los loros pueden hablar. Pero ninguno de ellos es humano.
Para definir el ser humano hay un único criterio. Desgraciadamente para los paleoantropólogos, esa cualidad está relacionada con la anatomía sólo de forma indirecta.
Supongamos que recibimos la visita de un extraterrestre. Aterriza en el jardín y sale de la cápsula para saludarnos. No tiene manos, sólo tentáculos, y en lugar de un gran cerebro tiene tres pequeños cerebros integrados. Se desplaza gracias a tres pseudópodos y no puede hacerse oír, sino que se comunica con los demás retorciendo sus seis tentáculos, formando figuras arbitrarias y simbólicas. Por lo demás, tanto su tecnología como la mitad de su estilo de vida se basan, no en el instinto, sino en la información que recibe de otros seres alienígenas como él. Esta información le sirve de guía para desplazarse por el universo. ¿Es humano este alienígena?
Sí. Ser humano es ser un individuo consciente de sí mismo, para quien la cultura —las ideas transmitidas socialmente— es su estrategia principal de comportamiento con el fin de sobrevivir, utilizar los recursosy reproducirse y comunicarse con los demás.[39] La humanidad se define como un comportamiento cultural, y la cultura evoluciona a medida que cada nueva idea se multiplica cuando las personas se comunican entre sí los beneficios que supone. O bien la cultura se extingue cuando las personas se comunican el alto coste que supone. Por ejemplo, la mayoría de los sistemas de creencias se aprenden en el seno de la familia y la mayor parte del aprendizaje cultural es el resultado de la pura imitación.[40] Aunque algunas especies no humanas también dependen de la cultura, su dependencia parece menos intensa que en el caso del Homo sapiens. Respecto a la dependencia de la cultura, los chimpancés son la especie más parecida a los humanos que conocemos.
Como es obvio, los seres humanos no tienen el monopolio del aprendizaje. Miles de especies aprenden observando a sus progenitores. Incluso un pulpo puede aprender observando a los demás.[41] Ser humano es una cuestión de intensidad; llegado un momento indeterminado, se cruza la línea que se entiende entre la dependencia del instinto y la dependencia de la cultura.
Según Edward O. Wilson, puede considerarse como el acontecimiento más importante de la vida multicelular en la Tierra aquél en el que el cerebro humano empezó a desarrollar el pensamiento elaborado, la percepción racional y la imaginación cultural, antes de poder comunicar dichos pensamientos a sus semejantes. En conexión con nuestra tendencia ni aprendizaje social, nuestra imaginación hizo aumentar progresivamente nuestra dependencia de la cultura para poder sobrevivir y crear una familia. La cultura ha superado al lento proceso de la selección natural, que solamente genera adaptaciones a partir de mutaciones genéticas, proporcionándole un torrente de ideas e instrumentos.
Una idea puede extenderse más deprisa que un virus. Cuanto mayor es su ventaja, más rápida es su difusión y más adictiva resulta.[42] De hecho, la cultura es exactamente lo que los genes deben «inventar», la vía más segura para reproducirse e instalarse en nuevos hábitats.
Una consideración decisiva en todo esto es que la imitación es mucho más fácil que la invención. Cualquier persona con hijos estaría de acuerdo en que la psique humana está más dispuesta a imitar que a analizar. «Los monos repiten lo que ven»; esta frase es algo más que un cliché. Constituye un rasgo importante de los primates. Las investigaciones confirman esa intuición: es más fácil que las personalidades se vayan configurando a base de imitar, incluso cuando nos equivocamos, que analizando la situación antes de tomar una decisión correcta [43] Nuestra tendencia a imitar en lugar de analizar es tan intensa que ha conseguido confundir a una legión de expertos y les ha llevado a pensar que los seres humanos no actúan por instinto, sino por imitación.
La cultura puede evolucionar como el rayo. Consideremos, por ejemplo, los cazadores y recolectores favoritos de los antropólogos, los !kung. Hace unos treinta años, los !kung podían transportar todas sus posesiones cuando se desplazaban por su amplio territorio. En la actualidad, tienen rebaños de vacas y cabras. Esta riqueza los encadena a sus chozas de barro y ha modificado sus vidas. Según el antropólogo John E. Yellen:
«Cuando los !kung tuvieron acceso a la riqueza, decidieron adquirir objetos que jamás habían tenido. Pronto empezaron el proceso de acumulación, dejaron de depender de los regalos de los demás y abandonaron la interdependencia que habían tenido hasta entonces. Al mismo tiempo, posiblemente porque se sentían avergonzados por no compartir las cosas, buscaron la privacidad. Donde antes había normas sociales que defendían la intimidad, ahora había un desajuste entre la palabra y la acción. Las cabañas dejaron de orientarse hacia las demás cabañas del poblado y empezaron a separarse unas de otras, las chimeneas se instalaron en el interior de las chozas y el conjunto de actividades sociales que se habían desarrollado a su alrededor empezaron a tener un carácter más privado. A medida que las viejas reglas empezaron a perder importancia, los jóvenes tuvieron menos interés en vivir como sus padres. Ya no deseaban ni cazar ni adquirir las competencias tradicionales y preferían, en cambio, la tarea más sencilla de cuidar el rebaño».[44]
Los !kung que habían enseñado antropología a la mayoría de los estudiantes (y nos habían cautivado con la película Los dioses deben de estar locos) han dejado de existir. Ahora, en cambio, nos enseñan con qué velocidad la cultura puede ir más allá de su valor utilitario y asumir el valor simbólico. Ahora los !kung acumulan, a modo de signos de riqueza, abalorios y mantas en cajas metálicas cerradas en lugar de llevarlos puestos para adornarse o calentarse.
Análogamente, la cultura puede ser un arma de doble filo para todos nosotros. Quizás un Mercedes Benz sea el mejor coche, pero también se ha convertido en el símbolo de posición social y éxito económico, aun cuando su «propietario» lo haya comprado con un préstamo que lo esté arruinando (¿quién puede decir si ha pagado por él?). La peluquería, la ropa, las armas, las casas, los coches y los relojes, todos tienen un valor simbólico totalmente diferente de su valor funcional inicial. Mucha gente lucha con denuedo para poseer símbolos que hagan aumentar su nivel social o su identidad étnica, aun a costa de arruinarse, divorciarse, no poder criar a sus hijos, no realizarse personalmente o perder sus amistades.
Nuestros símbolos culturales son capaces de hacemos hacer tantas cosas porque nuestros instintos nos llevan a someternos e identificarnos con el grupo. En sí mismo, este hecho no es una señal de inadaptación. Utilizamos los símbolos como distintivos que nos permiten reconocer a los demás miembros del grupo. Los que exhiben los mismos símbolos (una esvástica, los colores de un grupo, un crucifijo, la bandera norteamericana, una chapa en la que se lee «¡Bésame, soy italiano!») pueden estar o no muy relacionados entre sí, pero dan la sensación de estarlo más que con cualquier otra persona que no lleve ese mismo símbolo y, por tanto, de estar más dispuestos a cooperar entre ellos. Por desgracia, la utilización del instinto para establecer lazos e identificarse claramente con los parientes más próximos o con el grupo étnico ha funcionado una y otra vez para lograr una ventaja en el ámbito reproductivo y lo ha hecho a través de la guerra y el genocidio, en contra de los que llevaban símbolos distintos.
La cultura tiene repercusiones negativas en otro sentido.[45] Como ya señaló Darwin, puede invertir la evolución biológica. Cuando la cultura suplanta a la biología, como cuando atribuimos una mala capacidad de visión a quienes llevan gafas, los genes defectuosos dejan de ser un obstáculo para la supervivencia o la reproducción. Por tanto, aumenta la frecuencia de los genes que hacen tener mala capacidad de visión. Este incremento de lo que los genetistas llaman «carga genética» constituye una devolución.
Sin embargo, la cultura es el arma secreta de la humanidad en la conquista de la Tierra. Aunque la cultura nunca podrá eliminar el instinto y, en general, acaba perdiendo cuando se opone a él> la cultura tiene una enorme capacidad de adaptación porque la vida resulta mucho menos arriesgada cuando los individuos obedecen a su instinto de utilizar la cultura con el fin de reducir los peligros que comporta el aprendizaje de las técnicas de supervivencia.
Para nuestros antepasados, confiar en la cultura tuvo una contrapartida enorme. La organización neuronal de la capacidad verbal y el pensamiento abstracto que precisó el Homo erectus cuando empezó a confiar más en la cultura que en el instinto debieron provocar que la selección natural diese un salto cualitativo tanto en el tamaño del cerebro como en su capacidad cognitiva. Además, el coste metabólico de este gran cerebro debió de crecer más y más y, sin duda, obligó al Homo erectus a aumentar su dieta de carne, con la correspondiente intensificación de la caza, el lenguaje, el aprendizaje cultural y, de nuevo, un aumento de la capacidad cerebral, y así sucesivamente.
La arqueología muestra que el Homo erectus estaba mucho más avanzado culturalmente que cualquier homínido previo. El Homo erectus era un verdadero aprendiz de todo, que construía refugios, fabricaba armas y otras herramientas sofisticadas, controlaba el fuego y es probable que inventara el lenguaje.[46] Por consiguiente, el Homo erectus es el único aspirante indiscutible al puesto de «primer humano conocido». Es más, el Homo erectus africano parece haber sido no sólo el creador de la cultura humana sino también el antecesor de los demás Homo erectus. Esta especie se difundió por el Viejo Mundo hace unos 1,8 millones de años,[47] posiblemente en oleadas, hasta colonizar regiones tan distantes entre sí como Georgia y Java.[48] Los descendientes europeos de estos grupos evolucionaron dando lugar a los neandertales, otros desembocaron en el Homo erectus de Java, el hombre de Pekín, etcétera,[49] pero todos ellos quedaron condenados cuando apareció en África el Homo sapiens.
En la búsqueda del tipo de criaturas que somos, los huesos fósiles proporcionan un sinfín de historias fascinantes. Sin embargo, el testimonio de dichos huesos es limitado. También aquí existe otra manera de avanzar.