La alegría, el deseo sexual, el amor y el dolor: escaparates de las estrategias humanas de apareamiento

Lo que la gente busca con mayor afán es algo totalmente opuesto al miedo: la alegría, la satisfacción de un deseo. El epicentro de la alegría, el placer, la felicidad o cualquier otra sensación agradable se encuentra en el antiguo hipotálamo y el epicentro de la sexualidad reside en el sistema límbico que rodea el hipotálamo. Lo que induce al sistema límbico a desencadenar la alegría desde el punto de vista hormonal es un acontecimiento que nos asegure que todo está en orden desde el punto de vista de nuestras prioridades: una amplia sonrisa de nuestra pareja, jugar con nuestros hijos, su buen estado de salud, el reconocimiento por parte de nuestros iguales, un ascenso o un aumento de sueldo, un éxito de nuestros hijos o, lo que es más básico aún, el nacimiento de nuestros hijos o nietos. Los acontecimientos más poderosos capaces de generar alegría son aquellos en los que tenemos éxito, desde el punto de vista social, económico, reproductivo o del amor.

El sexo es un desencadenante habitual de alegría. Sin embargo, el comportamiento sexual se activa a través del deseo. El deseo sexual es una de las emociones humanas más populares, tanto si se trata de una experiencia personal directa como indirecta. Como ya se ha visto, la libido de los varones depende de unos niveles elevados de testosterona. La libido de las mujeres depende del estradiol, las concentraciones de dopamina y de la pituitaria, el hipotálamo y otras partes del sistema límbico, así como del lóbulo temporal cercano. Pero la testosterona también afecta a las mujeres. En un estudio se comprobó que las mujeres con concentraciones elevadas de testosterona en sangre durante la ovulación practicaban el sexo con mayor frecuencia.[13] Las mujeres con niveles elevados de testosterona también se sienten menos deprimidas, disfrutan más del sexo y establecen relaciones con mayor facilidad.

Por consiguiente, cuando alguien dice: «el sexo está en la cabeza», tiene en parte razón. La mayor parte del sexo está en el cerebro, pero se encuentra en el viejo cerebro de mamífero, no en la parte consciente del cerebro. La sexualidad circula por el cerebro como un cóctel de hormonas.

Resulta sorprendente hasta qué punto circula. En Estados Unidos, por ejemplo, el alquiler de vídeos nos da una idea de lo que realmente desea la gente.[14] En los años noventa, el negocio del alquiler de vídeos de películas de sexo, violencia y comedias (ocasionalmente obras dramáticas) producidas en Hollywood alcanzó cifras enormes. Pero por encima de todo, en 1996, por ejemplo, los 25.000 puntos de alquiler de vídeos distribuyeron ¡unos 665 millones de copias de pornografía dura! La recaudación resultante de estos alquileres, junto a las ganancias por otros productos de la industria sexual, como las revistas, las actuaciones en vivo, la televisión por cable, los juguetes eróticos y los encuentros sexuales en directo, ascendieron a un total de 8000 millones de dólares, más que toda la industria cinematográfica de Hollywood, incluidos los vídeos. Tan sólo en teléfonos eróticos, los norteamericanos gastaron casi mil millones de dólares. El ansia de pornografía en Estados Unidos, y en el resto del mundo, es tan insaciable que produce, por término medio, casi un nuevo vídeo pornográfico (por varios miles de dólares cada uno) cada hora del día y de la noche, todos los días de enero a noviembre.

«Los pájaros y las abejas» se han convertido en un cliché para explicar a los jóvenes el deseo sexual humano. Sin embargo, esa analogía no es apropiada, pues, a diferencia de casi todas las demás especies, los seres humanos no tienen una época específica para la reproducción. En este aspecto, las mujeres son únicas con respecto a los demás mamíferos, pues no siguen un ciclo para entrar en «celo» y, de repente, sentirse receptivas durante unos pocos días al mes. Por el contrario, las mujeres (y los hombres) pueden estar predispuestas a la actividad sexual casi en cualquier momento. Aun así, se generan ciclos sexuales humanos y, en ocasiones, hasta llegan a sincronizarse socialmente.

Las mujeres incluso pueden ser «regularizadas» hormonalmente por un hombre. En realidad, no hace falta un hombre, tan sólo su olor. Varios experimentos con olores masculinos destilados de sus camisetas muestran que la presencia de las feromonas liberadas por el sudor de la axila de un varón puede estimular y regularizar el ciclo menstrual de una mujer.[15]

Este hecho puede restar una buena dosis de encanto a una relación encantadora y hasta.puede fomentar el desarrollo de una nueva industria del perfume (es fácil imaginarse la publicidad en la campaña de Navidad: «Axila, el regalo más natural de un hombre a una mujer»), pero lo importante es que una mujer puede tener relaciones sexuales satisfactorias con un hombre casi todos los días del mes.[16]

La explicación que ofrece la evolución a esta disposición sexual de la mujer «en cualquier lugar, en cualquier momento» es que ella es la primera interesada en ser la mujer con la que el macho se aparee más a menudo o, mejor aún, en exclusiva. Y la mejor manera de conseguirlo es estando dispuesta a ello en el mayor número posible de ocasiones. En este caso, ese deseo potencialmente omnipresente que actúa como vínculo emocional puede jugar malas pasadas cuando una mujer se deja seducir por el hombre equivocado (es decir, otro hombre). Esta situación desemboca en el adulterio, que suele generar celos y cólera, que a su vez puede dar lugar a un homicidio.

La concatenación de deseo, celos y cólera explica por qué nuestras relaciones sexuales generan tanta pasión emocional. No es un accidente literario que nuestras relaciones amorosas puedan describirse con tanta precisión con calificativos como sensuales, tórridas, apasionadas y acaloradas. Sin embargo, lo que a un hombre le resulta muy excitante puede dejar fría a una mujer. De hecho, las diferencias entre las estrategias de apareamiento de hombres y mujeres no sólo empujan a unos y otras hacia roles distintos, sino que los catapultan hacia una guerra entre los sexos.

Numerosos años de continuas investigaciones han puesto de manifiesto que la estrategia natural de apareamiento de los hombres se centra en tres prioridades: en primer lugar, el hombre procura ser la pareja única de una o varias mujeres; en segundo lugar, el hombre protege a dichas mujeres de los demás hombres; y, por último, trata de aparearse con todavía más mujeres. Por tanto, no es sorprendente que los Diez Mandamientos del Éxodo prohíban a los hombres que roben cópulas a otras mujeres que no les «pertenecen»: «No cometerás adulterio» y «No desearás a la mujer del prójimo» (como es bien sabido, estas frases fueron escritas en hebreo por hombres, no por mujeres). En India, los hombres se protegen de la infidelidad de sus mujeres hasta el punto de matar en público a aquellas que son sospechosas de adulterio.[17] La trampa es que los hombres, por naturaleza, buscan mantener relaciones sexuales con otras mujeres, practicando la poliginia, dentro o fuera del matrimonio.

En la época feudal, por ejemplo, en Europa existía la costumbre del derecho de pernada (jus primae noctis o derecho de la primera noche), según el cual el señor tenía derecho a yacer por primera vez con cualquier nueva novia de su señorío.[18] Se estima que estos señores dejaban embarazadas a una de cada cinco. Según Donald Symons, «los hombres se sienten inclinados, en mucha mayor medida que las mujeres, a desear una gran variedad de parejas sexuales simplemente por el gusto de variar».[19]

Symons no sacó esta conclusión a raíz de la confesión del jugador de baloncesto Wilt Chamberlain, quien admitió que había practicado el sexo con 1,2 mujeres distintas cada día durante más de cuarenta años (unas 20.000 mujeres), sino que lo dedujo de un amplio estudio antropológico a escala mundial.[20] Pero la libido de los norteamericanos se comporta como la del resto del mundo. Por ejemplo, una encuesta realizada a una serie de parejas norteamericanas puso de manifiesto que sólo el 15 por ciento de las esposas habían tenido una relación extraconyugal mientras que, en los maridos, la cifra era del 24,5 por ciento.[21] Es posible que estos números no sean del todo precisos, pero lo importante es que los hombres no buscan a otras mujeres sólo por el gusto de la variedad sexual. Los resultados de su lujuria van mucho más allá de esos primeros instantes fugaces de «variedad» con una nueva amante. Según los organismos de planificación familiar de Estados Unidos, el 25 por ciento de los niños que nacen son ilegítimos. De hecho, la cifra de nacimientos fuera del matrimonio está creciendo tanto que, para algunos investigadores como Ronald B. Rindfuss, S. Phillip Morgan y Gary Swicegood, «no existe forzosamente una relación entre el matrimonio y el hecho de ser padre».[22] Dicho de otro modo, los machos que se comportan como casanovas siembran hijos, no cereales.

El impulso reproductivo del deseo es un maestro titiritero tan poderoso que los hombres están dispuestos a pagar mucho para satisfacerlo con mujeres «adicionales». La antropóloga Monique Borgerhoff Mulder encontró que los hombres kipsigis de Kenia, por ejemplo, pagan cantidades enormes para poder tener una segunda o una tercera esposa.[23] Los precios dependen de la juventud y la virginidad de estas mujeres, así como del valor de su trabajo y las relaciones de su familia. ¿Valen ese precio? Borgerhoff Mulder observó que los kipsigis que contraen matrimonio por segunda vez o más tienen más del doble de hijos que aquellos que no vuelven a casarse. De hecho, en algunas culturas, los hombres siguen optando decididamente por la poliginia aun cuando ésta tenga repercusiones negativas sobre la salud de sus mujeres.[24]

En efecto, el deseo de un hombre de tener «suficientes» relaciones sexuales puede resultarle muy caro, como explica Willard F. Harley, Jr.:

«Uno de los estudios más extraños sobre el comportamiento humano se refiere a los hombres casados que se sienten atraídos por otras mujeres. A menudo parecen posesos. He conocido a banqueros, políticos de éxito, pastores de iglesias importantes, personalidades en muchos ámbitos de la vida que han tirado por la borda sus carreras y han dejado perder los logros de toda una vida por una relación sexual especial. Me explican sin ambigüedades que, sin esa relación, su vida dejaría de tener sentido. […] Para el hombre medio, el sexo es como el aire o el agua. No tiene otras “opciones”».[25]

Después de haber hablado de los hombres, pasemos a las mujeres. «Dado que en el 99,5 por ciento de las culturas de todo el mundo las mujeres sólo se casan con un hombre», explica Helen Fisher, «parece lógico pensar que la monoandria, es decir, la preferencia por un único esposo, es el modelo de pareja que más predomina en la mujer.»[26] De ahí que la estrategia de apareamiento natural de las mujeres consista en casarse con un buen hombre y convencerle de que invierta lo máximo posible o, mejor, en exclusiva, en los hijos que tenga con ella. Sin embargo, sólo con una conducta monógama podrá la mujer convencer a su pareja de su paternidad y, por tanto, recibir todo su apoyo.

El dramaturgo George Bernard Shaw señaló que «las mujeres tienen interés en casarse lo antes posible y los hombres en no hacerlo durante el mayor tiempo posible».[27] Aunque pueda sonar un tanto trillado, sexista o injusto, lo cierto es que describe con precisión lo que hace la mayoría de la gente. En los años noventa, el número de norteamericanos solteros de menos de 25 años era superior al de solteras de la misma edad en la proporción 1,2 a 1. Estas estrategias sexuales distintas están tan arraigadas en la psique humana que incluso los homosexuales las comparten. Según el periodista Chandler Burr, «tanto los hombres homosexuales como los heterosexuales manifiestan una fuerte inclinación por la multiplicidad de parejas sexuales; las lesbianas y las mujeres heterosexuales parecen estar de acuerdo en tener pocas parejas sexuales».[28]

A pesar de las excepciones individuales que cada uno pueda conocer, estas estrategias divergentes son la causa del denostado doble rasero sexual según el cual el deseo sexual de un hombre es mucho más importante, o por lo menos distinto, que el de una mujer. «El doble rasero supone que el mundo se divide en dos clases de mujeres», advierten las feministas Patricia Faunce y Susan Phipps-Yonas, «las buenas y las malas, las vírgenes y las que no lo son, las mujeres para procrear y las mujeres para proporcionar placer.» Y añaden: «La mujer que desee autoafirmarse es libre de prescindir del doble rasero».[29]

Desde luego que lo es, pero para ello tiene que pagar un precio. El doble rasero castiga la promiscuidad de las niñas, pero tolera, y a veces fomenta, ese mismo comportamiento en los niños. Según la encuesta de Shere Hite, sobre una población de 2500 varones universitarios, el 92 por ciento consideró que el doble rasero era injusto para las mujeres, pero sólo el 35 por ciento afirmó que podría plantearse la posibilidad de tener una relación profunda con una amiga que hubiese tenido relaciones sexuales con entre diez y veinte hombres en un año, mientras que el 95 por ciento afirmó que no le supondría problema alguno entablar amistad con un hombre que hubiese tenido relaciones sexuales con veinte mujeres. Las dos terceras partes de los hombres se mostraron de acuerdo en que la solución más justa consistiría en permitir que las mujeres fuesen tan promiscuas como los hombres. Y añadían: «Como es evidente, la mujer con la que se casarían probablemente no sería ninguna de esas que habían preferido tener relaciones sexuales con tantos hombres».[30]

Hite considera que esta actitud es injusta y afirma que el responsable del doble rasero sexual es el cristianismo. No es verdad. Al margen de las consideraciones sobre la justicia de esa actitud, el doble rasero sexual es tan natural como lo es la rotación de la Tierra alrededor del Sol.[31] (Aquí, «natural» significa simplemente que es el resultado de la selección natural.) La psicología del doble rasero es tan natural, y tan persistente, que es una parte importante de lo que provoca esos celos y esa cólera tan violentos que aparecen cuando el deseo sexual lleva a los machos a buscar otras hembras.

El doble rasero ha evolucionado porque, en el caso de la mujer, las relaciones sexuales promiscuas arrojan dudas sobre la paternidad. Como veremos, los hombres invierten en general poco esfuerzo en los hijos de los que sospechan que no son suyos. Esa inversión es demasiado costosa. Por tanto, los hijos de una madre promiscua no suelen contar con el apoyo del padre y, por ello, los hijos de madres promiscuas —por lo menos las que no viven en sociedades socialistas— no sobreviven tan fácilmente como los de las madres monógamas convencidas. Eso explica por qué la mayoría de las personas de casi todas las culturas insiste en la fidelidad de la mujer.

Las conclusiones del estudio de David Buss sobre las preferencias de apareamiento en 37 culturas indican que «en casi las dos terceras partes de la muestra internacional, los hombres están más interesados por la castidad que las mujeres. […] En ninguna cultura ocurre que las mujeres deseen la virginidad del hombre más que éste. Es decir, cuando se aprecia una diferencia entre los sexos, siempre es el hombre quien valora más la castidad. […] La fidelidad es la característica más apreciada por los hombres en una pareja a largo plazo».[32]

En el pueblo dogon del Sahel, incluso los parientes del novio insisten en que la novia tenga la menstruación durante la ceremonia de la boda como garantía de que no está embarazada de otro hombre.[33] Si queremos un ejemplo más próximo, basta señalar que un estudio realizado sobre 300 mujeres de clase media de Los Ángeles muestra una fuerte correlación negativa entre promiscuidad y riqueza.[34] Cuanto más ricas son las mujeres, menos parejas sexuales han tenido y más hijos tienen.

Resulta interesante constatar que el 84 por ciento de las mujeres solteras que intervinieron en el estudio de Shere Hite estuvieron de acuerdo en que sus relaciones tenían que ser monógamas. Hite señaló que «el 77 por ciento de las mujeres solteras tienen relaciones monógamas, una cifra más elevada que la de las mujeres casadas (aunque, como es evidente, las relaciones suelen ser más cortas)».[35] Aun así, añadía, es frecuente que las mujeres fallen en el tema de la monogamia, pues «el 70 por ciento de las mujeres casadas desde hace más de cinco años tienen relaciones sexuales extraconyugales, aunque la mayoría cree en la monogamia». (Esta cifra está en flagrante contradicción con la que se deduce del estudio del Centro de Investigación sobre la Opinión Nacional, de la Universidad de Chicago, según el cual sólo el 15 por ciento de las mujeres casadas han tenido alguna relación extraconyugal.)[36] Curiosamente, sólo el 19 por ciento de las mujeres «infieles» de Hite se enamoraron de sus amantes, y el 89 por ciento de ellas mantuvieron en secreto su relación.

También en este caso, la razón es que en todo el mundo la actitud hacia las mujeres adúlteras es de condena. De un estudio realizado sobre 116 comunidades se desprende que, en el 65 por ciento de ellas, se manifiesta una mayor permisividad con el adulterio masculino que con el femenino.[37] En ninguna de ellas se acepta más a las mujeres adúlteras que a los hombres adúlteros. De otro estudio sobre 104 comunidades se deduce que, en casi la mitad de ellas, se considera que el adulterio de la esposa es motivo de divorcio o de cualquier otro castigo mayor.[38] Sin embargo, en ninguna cultura se considera el adulterio del esposo como una razón para la separación.

Todo lo anterior no sólo es instructivo en relación con el tema del deseo sexual sino que abre una puerta a nuestra comprensión de los celos y de la cólera, así como de la violencia impulsada por la infidelidad sexual. Es más, explica por qué los que engañan a sus cónyuges normalmente mienten al respecto.

Aunque los seres humanos somos los más consumados mentirosos del mundo, no hemos inventado la mentira, que ni siquiera ha aparecido con el lenguaje hablado. El lenguaje corporal es la manera más convincente de mentir. Otros primates también lo saben, especialmente los simios.[39] Y el deseo sexual es la emoción primaria que les permite mentir. Observé a una hembra de gorila transmitir mensajes falsos a un macho sobre su disposición a copular, sólo para robarle un objeto raro en cuanto hubiese caído en la trampa. Los chimpancés también lo hacen, así como las hembras de babuino. Los primatólogos Richard Byrne y Andrew Whiten catalogaron 253 casos de engaño en primates. Los casos típicos consistían en que los babuinos subordinados (hembras) engañaban abierta y deliberadamente a los machos dominantes fingiendo ofrecerles la posibilidad de copular: las hembras «utilizaban» esta estrategia para robar alimentos a los machos. La conclusión de Whiten y Byrne es que el engaño táctico —«la capacidad que tiene un individuo de utilizar un “acto sincero” de su repertorio habitual en un contexto distinto, de modo que confunda hasta a los individuos más próximos de la familia»— es un instinto fuertemente enraizado en los primates sociales.

¿Con qué frecuencia mentimos los seres humanos? La psicóloga Bella De Paulo y su grupo de investigadores realizaron una encuesta sobre las mentiras inventadas por un grupo de 77 estudiantes universitarios y 70 habitantes de la localidad próxima a lo largo de una semana. Las «mentiras sin trascendencia» eran mucho más frecuentes que las mentiras interesadas, pero la mentira estaba muy extendida. Los estudiantes mentían dos veces al día, mientras que los habitantes del lugar lo hacían una vez al día. Los estudiantes mentían a sus madres en el 46 por ciento de sus conversaciones y a los extraños en el 77 por ciento. Los estudiantes también mentían a sus conocidos en el 48 por ciento de sus conversaciones y a sus mejores amigos en el 28 por ciento. En concreto, tanto los estudiantes como los habitantes del lugar mentían a sus parejas aproximadamente en un tercio de sus conversaciones.[40]

Aunque la frecuencia con que mienten los seres humanos puede resultar sorprendente, todavía lo es más lo pronto que empezamos a mentir. Los niños empiezan a hacerlo hacia los dos años, para evitar un castigo o para obtener algún beneficio que no merecen, antes incluso de desarrollar la capacidad de convencer a los demás.[41] Y aunque hacia la edad de diez años la mayoría de los niños considera que mentir es inmoral, muchos de ellos se convierten en mentirosos convincentes. Según el biólogo Richard Alexander, la mentira es tan frecuente y sofisticada en los seres humanos que el Homo sapiens parece haber sido diseñado por instinto para conseguir lo mejor de los demás a través de la mentira.[42]

Las investigaciones con alumnos en edad preescolar confirman las conclusiones de Alexander. El psicólogo Michael Lewis pidió a 33 niños y niñas de tres años que no mirasen un juguete nuevo que había dejado sobre la mesa hasta que se lo diese, cinco minutos después, cuando volviese al aula. De los 15 niños y 18 niñas, todos miraron, menos un niño y tres niñas. Lo más ilustrativo fue cuántos de ellos admitieron haberlo hecho. Confesaron 11, de los que 9 eran niños. Otros 11 mintieron, de los que 8 eran niñas. En pocas palabras, a los tres años, es mucho más probable que mientan las niñas que los niños. Es más, las grabaciones mostraron que esos pequeños mentirosos eran tan convincentes que 60 estudiantes universitarios que visionaron las cintas no pudieron discernir quién mentía y quién no. «El engaño es un proceso de adaptación», explica Lewis, «que hunde sus raíces en fases muy tempranas de la vida, cuando en el niño se va formando un código moral.»[43]

¿Por qué las mujeres pueden necesitar una mayor capacidad de mentir que los hombres?

Como ocurre con buena parte del comportamiento humano, esta «necesidad» de mentir guarda relación con el deseo sexual y el miedo, la violencia masculina y las estrategias sexuales en general. La respuesta pone en evidencia nuevas diferencias entre los sexos en cuanto a las emociones que rigen nuestro comportamiento, unas diferencias que a veces inducen a los hombres a controlar a las mujeres. Los investigadores sobre el comportamiento humano John Tooby y Leda Cosmides analizaron qué sucede cuando una persona amenaza a otra. En primer lugar, todas las amenazas son coercitivas y sirven para transmitir la idea de que se puede usar la fuerza para obtener aquello que se persigue si no se consigue de forma voluntaria. Las amenazas pueden ser de tres tipos: verdaderas (conformarse evita la agresión), faroles (no habrá castigo en ningún caso) o desastrosas (conformarse da lugar a la agresión y representa la pérdida de lo que se quiere preservar). Tooby y Cosmides encontraron que las mujeres y los hombres difieren tanto en su capacidad de identificar las amenazas como en su capacidad de reacción [44]

En su estudio, los hombres identificaron adecuadamente los tres tipos de amenazas en el 70 por ciento de los casos, mientras que las mujeres sólo lo hicieron en el 48 por ciento. ¿A qué se debe esa diferencia? Es frecuente que los hombres se tiren faroles ante otros hombres, contra quienes puede resultar peligroso ejecutar una verdadera amenaza con castigo físico. Por tanto, los hombres están obligados a discernir un farol de una amenaza verdadera. Por el contrario, los hombres pocas veces se tiran un farol ante una mujer. Más bien amenazan de verdad a las mujeres, ya que castigar a una mujer representa un peligro menor para los hombres. Por tanto, las mujeres raras veces pueden considerar que las amenazas de los hombres sean faroles. Si lo hiciesen, su seguridad correría peligro.

Este planteamiento tiene tres consecuencias. Primero, para las mujeres es menos importante distinguir los tipos de amenaza. En segundo lugar, las mujeres consideran que la mayoría de las amenazas son verdaderas. Tercero, y ahí está el meollo del planteamiento de Tooby y Cosmides, las mujeres se ven obligadas a utilizar furtivamente la estrategia de fingir conformarse ante las amenazas más a menudo que los hombres. En resumen, las mujeres tienen que mentir más convincentemente y con mayor frecuencia para protegerse de los hombres que las amenazan. Esta lógica desigual ante la amenaza que viven los hombres y las mujeres explica cómo aquellos que sienten intensos impulsos sexuales utilizan el engaño para eludir el doble rasero y mienten para evitar los celos, la cólera y la violencia de sus esposas. Sin embargo, como tendremos ocasión de ver, cuando falla la mentira, a veces entra en juego el crimen.

Esta relación entre engaño y deseo no es sólo una cuestión académica. El hipotálamo estimula el deseo sexual tan a menudo que puede considerarse como un estado permanente del hombre. En el informe Sex in America, por ejemplo, se afirma que el 54 por ciento de los hombres piensa en el sexo por lo menos una o varias veces al día, frente a un 19 por ciento de las mujeres.[45] Sin embargo, las mujeres parecen fascinadas por el sexo ilícito. Por ejemplo, en el 94 por ciento de las escenas de sexo de las telenovelas,[46] los protagonistas no están casados entre sí, y el 87 por ciento de los actos sexuales que pueden verse en las horas de máxima audiencia se realizan fuera del matrimonio.[47]

A diferencia de las mujeres, el mero hecho de intuir los genitales del sexo opuesto desencadena en los hombres una reacción sexual.[48] A veces ni siquiera hace falta tanto, basta una pierna desnuda, una voz cálida y envolvente, un perfume, cualquier cosa femenina, especialmente joven y femenina. Esta situación da lugar a otro doble rasero, basado en la preferencia de los hombres por las mujeres muy jóvenes (como ya se mencionó en el capítulo 1), por el que se exige a las mujeres que busquen continuamente la manera de parecer más jóvenes.[49] Una consecuencia de ello es la industria de la cirugía estética en Estados Unidos, que mueve unos 1700 millones de dólares anuales y ayuda a las mujeres a mentir acerca de su edad (y otras imperfecciones) con el objetivo de despertar el deseo en los hombres.[50]

Sin embargo, así como las mujeres están dispuestas a mentir para crear una realidad mejorada y alimentar el deseo sexual masculino o evitar la competencia de otras posibles mujeres, los hombres también son culpables de utilizar la fuerza para aprovecharse de los deseos sexuales femeninos. En todas las culturas, la mayoría de los hombres satisface su deseo con más de una mujer. Y, en la mayoría, los hombres pueden casarse con más de una mujer, tanto si se produce un divorcio entre cada una de estas situaciones como si no. Según Donald Symons, los hombres compiten mucho más que las mujeres por el sexo hasta el punto de que «en las sociedades analfabetas, la competición por las mujeres probablemente sea la causa individual más importante de violencia».[51]

Para comprobar esta idea, la antropóloga Laura Betzig analizó 104 comunidades gobernadas por déspotas.[52] Encontró que, en conjunto, «los

hombres ricos y poderosos tenían, con gran diferencia, el mayor grado de poliginia […] y el acceso más privilegiado a las esposas más fértiles y más atractivas». En las sociedades más despóticas, según Betzig, el rey, el kan, el faraón, el césar, el emperador, el jefe o el sultán tenían normalmente más de cien esposas. Estos déspotas castigaban a los que penetraban en su harén, infligiéndoles horribles torturas. Algunos esclavizaban a las mujeres de la familia del intruso. Muchos otros castraban, amputaban, empalaban o crucificaban a los infractores. Otros los quemaban en la hoguera, los descuartizaban vivos, permitían que los elefantes los pisotearan o los arrojaban a depredadores hambrientos.

Estas estrategias salvajes permitían a los déspotas la creación de harenes que eran verdaderas ciudades virtuales de mujeres bellas. Por ejemplo, algunos emperadores romanos llegaron a tener centenares de concubinas. Los reyes de los azande del Alto Nilo tenían 500 esposas. Los gobernantes incas solían reclutar en la cordillera andina a 700 jóvenes hermosas para hacer de ellas sus esposas o sus concubinas (a la edad de ocho años, para garantizar su virginidad). El rey de Dahomey no sólo era el primero en elegir entre todas las mujeres que sus guerreros capturaban en acciones bélicas, sino que también podía escoger cualquier mujer de su reino.[53] Su harén contaba con miles de mujeres, muchas más de las que podía dejar embarazadas. Sólo con retener a todas esas mujeres, conseguía tener más descendencia que cualquiera de sus rivales.

El campeón de todos ellos fue sin duda Moulay Ismail, apodado «el sediento de sangre», un emperador marroquí del siglo XVII que tuvo 888 hijos.[54]

Betzig llegó a la conclusión de que lo que más intensamente buscan los hombres son las mujeres.[55] Un ayudante de Nixon, John Dean, enunció el punto de vista masculino del deseo sexual con la máxima claridad cuando admitió: «El poder es un afrodisiaco».[56]

Las medidas extremas para imponer el doble rasero sexual se remontan a épocas muy antiguas. Todas las esposas y concubinas reunidas por los déspotas en los harenes vivían (y viven) aisladas y vigiladas, en ocasiones por eunucos. Es más, en la actualidad, en 23 países desde África a Indonesia, se mantiene la práctica de mutilar a las mujeres mediante la ablación del clítoris y el cosido y cerramiento de los labios (infíbulación) y para evitar el adulterio.[57] Sin embargo, la táctica más radical para evitar el adulterio femenino consiste en hacer cruzar a todas las mujeres del harén las puertas de la muerte. Así, por ejemplo, cuando moría un jefe cahokia de las tribus asentadas en las orillas del río Misisipí, su corte sacrificaba a cincuenta mujeres de edades comprendidas entre dieciocho y veintitrés años para que fueran enterradas con él.[58] Los jefes chimu de Perú ordenaban que, a su muerte, fueran sacrificadas y enterradas con ellos unas 200 o 300 mujeres jóvenes.

Todos estos elementos convencieron a Betzig no sólo de que los hombres buscan a las mujeres por encima de todo, sino también de que Lord Acton estaba en lo cierto: «El poder absoluto corrompe absolutamente».[59]

La parte amable del deseo sexual aparece cuando se combina con la alegría, lo cual puede desembocar en el amor erótico. Hay que reconocer que «amor» es un término artificioso. También suele ser una emoción efímera. Tampoco todo el amor es erótico. El amor más incondicional es el que manifiestan los padres hacia los hijos. De hecho, entre los primates superiores, el amor materno es ejemplar. Pero, por muy cerebral y noble que pueda parecer, son las hormonas y el hipotálamo los que empujan a los primates a cuidar de sus hijos.

Consideremos, por ejemplo, la hormona oxitocina, cuyo nivel aumenta considerablemente en las nuevas madres del género humano cuando empiezan a amamantar a sus hijos. La oxitocina actúa como un tranquilizante que alivia el dolor. También actúa como un neurotransmisor que provoca la tierna dedicación maternal. Algunos mamíferos, como las cabras, no son capaces de reconocer a sus crías recién nacidas sin ayuda de la oxitocina.[60]

La oxitocina también estimula a los amantes a unirse al producir una sobrecarga del nervio vago situado entre el cerebro y los órganos sexuales. Como es bien sabido, esta hormona no es la única responsable del enamoramiento de hombres y mujeres en cualquier lugar del planeta. Desgraciadamente, la bioquímica que provoca el enamoramiento es algo menos romántica que el modelo de unión de Romeo y Julieta, basado en la idea de «hasta que la muerte nos separe», aunque es la bioquímica la que lleva a preocuparse más por el bienestar de los demás que por el propio.

El psiquiatra Michael Liebowitz plantea la hipótesis de que el amor se desencadena por un flujo de feniletilamina mezclada con otros neurotransmisores cerebrales.[61] La feniletilamina tiene dos efectos: acelera la transmisión de los impulsos de una neurona cerebral a la siguiente (del sistema límbico al neocórtex, por ejemplo) y actúa como una anfetamina natural, provocando que el cerebro funcione a toda máquina. No es sorprendente que las personas enamoradas puedan permanecer despiertas durante toda la noche e iniciar el día siguiente con euforia. Y no es sorprendente que algunas personas enamoradas se vuelvan adictas al amor.

Aunque se ha convertido en un tópico afirmar que el amor no es duradero, lo cierto es que el amor remite. Después de unos dos años con la misma pareja, disminuye tanto el sentimiento de encaprichamiento como el correspondiente flujo de feniletilamina en el cerebro. Según Liebowitz, si la pasión deja paso al calor de la unión, la nueva química responsable de la unión se basa en las endorfinas, los péptidos opiáceos naturales del cerebro. Las endorfinas calman la mente y reducen el dolor y la ansiedad. Los enamorados pueden empezar a dormir tranquilamente.

Frente al amor y la alegría, el dolor es la emoción de profunda angustia, aflicción o empatía por haber perdido a un ser querido. Es el síndrome de la impotencia total. En un niño, la pérdida de su padre o su madre, por ejemplo, puede provocar una depresión que se prolongue hasta la madurez. El dolor no sólo da lugar a la depresión, sino a una cascada de cambios hormonales, incluida la secreción excesiva de cortisol, capaz de producir malestares y pérdida de apetito.

El dolor es una de las emociones más difíciles de superar, ya que la conciencia debe librar una batalla constante a lo largo de todo el proceso: conmoción inicial, negación, ira, negociación y aflicción. Es una batalla extraña, pues la pena no depende del cerebro sino del sistema límbico, difícilmente accesible y muy poco lógico. Por ejemplo, he conocido a hombres abandonados por sus esposas que han quedado atrapados durante años en su propia pena a pesar de ser conscientes de que podían reconstruir sus vidas. Ya podemos repetirnos una y mil veces al día que encontraremos a alguien a quien amar, tal vez con mayor intensidad incluso que la primera vez. Pero, mientras tanto, la amígdala del viejo cerebro de mamífero estimula sin parar la producción de cortisol por parte del sistema límbico y repite sin cesar: «Se ha ido, la has perdido. Se ha ido, la has perdido. Se ha ido…».

No es extraño que el dolor lo vivan de forma distinta los hombres y las mujeres. En esa situación, las mujeres tienen tendencia a llorar y a castigarse a sí mismas. Los hombres tienen tendencia a mostrarse más irritables y agresivos hacia los demás. Estas últimas emociones pueden ayudar al cuerpo a superar el malestar creado por la pena e inducido por el cortisol. También pueden inducir a la violencia de masas.