2. Los maestros titiriteros

—Otro maldito control con barrera —dije gruñendo.

Para sofocar la rebelión que se estaba gestando (enero de 1981), el presidente Milton Obote había ordenado que las tropas tanzanas estableciesen controles de carretera más o menos cada cincuenta kilómetros en la polvorienta carretera que atraviesa Uganda de este a oeste. Como si los rebeldes fuesen tan estúpidos para circular por esa carretera principal, pensé. En un anterior viaje a Uganda, de 1976 a 1978, durante el reinado del presidente vitalicio Idi Amin Dada, el país era un infierno. Entonces, en mi segunda visita, la situación había empeorado: el Gobierno había declarado la ley marcial y todas las carreteras estaban bloqueadas.[1]

Más de un año antes, en 1979, Amin había vestido a sus soldados ugandeses con el uniforme de las tropas tanzanas y había organizado una invasión fingida de su propio país. Amin acusó a Tanzania de esa acción, ordenó a sus tropas que volvieran a vestir su uniforme e invadió Tanzania como «represalia». El presidente de Tanzania, Julius Nyerere, indignado por las payasadas de Amin, contraatacó y sus tropas repelieron las de Amin hasta Uganda, avanzando imparablemente hasta la ciudad más importante de Uganda, Kampala.

Al quedar de repente en entredicho su calidad de genio militar, Amin voló hasta Libia, adonde llegó con las chequeras de sus cuentas en bancos suizos y el tesoro que había ido acumulando a lo largo de los ocho años de su presidencia vitalicia. Mientras tanto, los soldados de Amin escapaban como podían de las disciplinadas tropas tanzanas. Para confundirse con la población local, los hombres de Amin intercambiaron sus rifles automáticos G-3 por alimentos y ropa civil. El Ejército de Nyerere había conseguido algo singular: había invadido otro país del África poscolonial y había derribado y usurpado el gobierno. Muchos ugandeses recibieron con júbilo esa liberación y el fin del odioso régimen de tortura y genocidio de Amin. Pero no por mucho tiempo. Nyerere repuso en la presidencia de Uganda a un compañero suyo socialista, Milton Obote, a quien Amin había expulsado en 1971. Los enfrentamientos tribales resurgieron inmediatamente. Para consolidar su presidencia ante las facciones rebeldes de otras tribus, Obote necesitaba tropas, pero como Uganda había dejado de tener un ejército, Obote pidió prestadas las tropas a Nyerere. De ahí la maldita barrera que me impedía el paso. El problema principal consistía en que Tanzania era un país pobre que había gastado todo su capital en invadir Uganda, también un país pobre. No disponía de dinero para ocupar Uganda y ayudar así a Obote a consolidar su posición. Sin embargo, Nyerere encontró una solución a dicho problema: ordenó a sus tropas tanzanas que permaneciesen indefinidamente en Uganda y que viviesen del cultivo de la tierra.

Pisé a fondo el pedal del freno del Land Rover. En los últimos años me habían arrestado dos veces: en una ocasión, acusado de ser un mercenario norteamericano y en otra por parecerme mucho a un comando israelí (el asalto de Entebbe que tanto había humillado a Amin se había producido pocos meses antes, véase el capítulo 8). En otra ocasión, uno de los seguidores de Amin, el gobernador del distrito de Toro, había ordenado a sus tropas que me detuviesen antes de salir de la ciudad. Tenían órdenes de cortarme la cabeza. Como pueden suponer, mi pie había apretado el acelerador con la máxima energía.

Había otra razón por la que odiaba esas barreras. Ojalá mi selva tropical hubiese estado en otro país, cualquier otro país, excepto el Zaire.

—Chai —dejó caer el soldado tanzano a través de la ventanilla abierta.

La boca de su subfusil chino AK-47 se paseaba a unos centímetros de mi cara. En swahili tradicional, chai significa «té», la bebida caliente. Pero ése no era el tipo de chai que deseaba ese bandido. En la Uganda posterior a Amin ocupada por Tanzania, el significado de chai era «soborno», un soborno que permitía circular por esos trescientos kilómetros de carretera que había estado utilizando durante años. Otro soborno. A cada control aumentaba mi malestar y decidí que ya no estaba dispuesto a pagar más.

—Hakuna chai (no tengo nada que dar) —respondí, intentando no dejar entrever mi irritación por verme sometido a aquellos robos en la carretera a cada momento.

En la cara del guardia se reflejaba la codicia. Era un depredador y yo su presa o, por lo menos, eso pensaba. No era más que una copia exacta de los soldados de las dos barreras anteriores que habían apaleado a los desventurados ugandeses que no tenían dinero. Me habría gustado poder disponer de mi pistola del calibre 45, pero no la llevaba, pues la dictadura socialista había decidido que era ilegal que un blanco poseyera un revólver. Los oficiales de aduanas controlaban cada una de las bolsas con sumo cuidado.

—Chai —repitió el esbirro uniformado a dos dedos de la cara—, au wewe siwezi kuendesha gari (no puedes seguir adelante).

Le relucía la saliva en los labios. Tenía los ojos vacíos como los de una cobra.

Me invadió un ataque de ira y agresividad legítimas. Me convertí en un cóctel de testosterona. Me habría gustado ver a ese salteador de caminos ante el cañón de mi propia arma y entonces…

Por mucho que nos consideremos a nosotros mismos como seres con uso de razón, también somos individuos en los que cuentan el instinto y la emoción, todo tipo de pasiones, el amor y el odio, el miedo y la amistad: los dictados de la ley de la jungla. Y aunque nuestras emociones son tan primitivas como las de un ornitorrinco —y la mayoría de nosotros lo sabe— seguimos buscando un camino en las relaciones con las demás personas. Y prestamos mucha atención a ese proceso. Sin embargo, lo que más ponen de manifiesto estos torbellinos de emociones, que actúan como verdaderos maestros titiriteros, son las distintas formas de sentir de hombres y mujeres, incluso ante una misma situación.

¿Qué es lo que nos hace «sentir» en definitiva? ¿Cuáles son exactamente esos sentimientos que tensan la cuerda del sexo y la violencia en los hombres del mismo modo que los maestros titiriteros controlan sus marionetas? ¿Y por qué tienen tanto poder las emociones?

Una respuesta posible es que nuestras emociones no son sino la ley de la jungla expresada a través de sustancias químicas. Pero, aun siendo cierta, es incompleta. Para dar una explicación más profunda es necesario adentrarse en la oscuridad, en el difícil terreno de la psique, donde merodean las emociones, como si de tigres se tratara.

Si lo comparamos con cualquier otra cosa, ese ordenador natural de un kilo y medio de peso que posee cada uno de nosotros es una obra maestra de la naturaleza por su orden, su lógica y su luz. De los casi 100.000 millones de células cerebrales, conectadas por unos 20.000 billones de sinapsis, tan sólo unas 10.000 células «piensan» cuando se controla un músculo o se estimula un nervio sensorial. Nuestro córtex cerebral integra el impresionante porcentaje del 70 por ciento de esos «pensadores» capaces de proezas intelectuales que jamás se han dado en ningún otro lugar del universo. Y debajo de ese 70 por ciento del cerebro capaz de producir el pensamiento racional, la perspicacia, la inspiración y la creatividad, se esconde un complejo neuronal mucho más antiguo y poderoso: el sistema límbico, ese terreno desconocido y parecido a una araña en el que merodean los depredadores. Es la sede del placer, el dolor y todas aquellas emociones que hacen de la condición humana una tensión sin fin.[2]

El sistema límbico comprende el 20 por ciento del cerebro humano; está situado encima del tronco cerebral «de reptil», donde se controlan los procesos autónomos del latido del corazón, la respiración y otros análogos, y debajo del cerebro «nuevo», donde se genera el pensamiento racional. El sistema límbico también se denomina cerebro «de mamífero», porque se encuentra en todos los mamíferos.[3]

El sistema límbico es un complejo de estructuras neuronales, cada una de las cuales es capaz de realizar un conjunto de funciones. El hipocampo, por ejemplo, es un mediador fundamental para la memoria y contribuye a generar las emociones. La amígdala interviene en el sentido del olfato y, lo que es más importante, nos permite leer las emociones de los demás y sentir miedo.[4] El tálamo filtra el resto de la información sensorial y motora procedente de los músculos y la envía hacia «arriba», al cerebro. El hipotálamo tiene el tamaño de una cereza, pero un poder realmente inmenso; se encuentra debajo del tálamo y recibe un gran aporte sanguíneo. El hipotálamo dicta nuestras respuestas emocionales y fisiológicas a los estímulos externos. El hipotálamo se rige por la actuación de más de treinta de las hormonas reguladoras del cerebro y es responsable del calor corporal, la transpiración, el placer, el dolor, la sed, el hambre, el deseo sexual y la satisfacción, así como la agresividad, la cólera y la conducta.[5]

El estudio del cerebro ha permitido avanzar en el conocimiento de la función del hipotálamo. El septum que conecta la parte anterior del hipotálamo, por ejemplo, es un centro de placer.[6] Los ratones a los que se han implantado electrodos se sobresaltan permanentemente y renuncian a la comida, al agua e incluso al sexo. El hipotálamo también regula la producción hormonal de la glándula pituitaria y actúa sobre nuestra libido y nuestros impulsos sexuales.

El hipotálamo hace que los hombres y las mujeres se comporten de forma distinta. El investigador holandés Dick Swaab descubrió que el núcleo sexualmente dimórfico del hipotálamo es dos veces y medio mayor en los varones que en las mujeres.[7] Análogamente, la neurobióloga Laura Alien encontró que los núcleos intersticiales INAH-2 e INAH-3 del hipotálamo anterior son significativamente mayores en los varones que en las mujeres. El neurobiólogo Simón LeVay comprobó no sólo que el núcleo INAH-3 de los varones es mayor y tiene una forma distinta que el de las mujeres sino también que el núcleo INAH-3 de la mayoría de los homosexuales tiene el mismo tamaño y la misma forma que el de las mujeres.[8]

Estos resultados parecen indicar que la sexualidad, incluidas las emociones y la orientación sexual, vienen dadas por diferencias sexuales tangibles y cuantificables en la morfología del hipotálamo.

Las sutilezas del viejo cerebro de mamífero nos permiten sentir un sinfín de matices en el ámbito de las emociones, pero sólo algunos de ellos son básicos, universales, puros y no adulterados. El libro que mejor explica estas sutilezas es The Tangled Wing, de Melvin Konner, ya citado en el capítulo 1. Las páginas siguientes constituyen un resumen, por el que pido disculpas a Konner ya que incluyo mis propias interpolaciones, de cómo estas emociones básicas e instintivas fomentan la violencia en los hombres.