A pesar de la investigación científica que se ha llevado a cabo hasta ahora, el progreso en el campo de la biología del comportamiento humano sigue siendo una tarea ardua. También lo es la comprensión de los seres humanos a partir de nuestro propio comportamiento social en Estados Unidos. En este país se alimentan valores sociales alternativos, a veces con ingredientes parecidos a la comida basura, y psicologías populares de muy corta vida. Los norteamericanos se han sometido a un experimento tras otro: utopías, comunas, amor libre, las cajas de Skinner, familias monoparentales, bienestar, socialismo, un negocio llamado Dios, e incluso el suicidio colectivo como vía para iniciar un viaje en una , pretendida nave espacial alienígena en pos del cometa Hale-Bopp. Para mucha gente la televisión se ha convertido en una alternativa virtual a su propia vida. Cuando la serie televisiva Seinfeld llegó a su último capítulo, por ejemplo, los telespectadores admitieron que sus vidas podían cambiar sustancial mente cuando dejara de emitirse la serie. La desalentadora realidad de que incluso algunas de nuestras instituciones sociales más básicas resultan confusas para muchos de nuestros profesores universitarios tampoco facilita nuestro intento de comprender la naturaleza humana.
Por ejemplo, el hecho de que muchos maridos a lo largo y ancho del mundo trabajen para proporcionar ayuda a sus mujeres e hijos dejaba perpleja a la antropóloga Margaret Mead. «Lo característico de la familia humana», escribía Mead en 1949 en su obra Masculino y femenino, «reside en el comportamiento del varón en la crianza de los hijos, pues en cualquier parte del mundo ayuda a conseguir alimentos para la mujer y los hijos.»[113] ¿Una confusión de Mead? «No existe ninguna indicación de que el animal hombre, el hombre desprovisto de su aprendizaje social, se comporte de esa forma. […] La sexualidad masculina no parece tener en principio ningún otro objetivo más que la descarga inmediata; es la sociedad la que proporciona al hombre el deseo de tener descendencia.»
Más que cualquier otro antropólogo, Mead adoctrinó a una gran parte de nuestra sociedad con la idea de que no existe la naturaleza humana, excepto en la medida en que todos aprendemos de la sociedad, Mead consiguió buena parte de su credibilidad explotando las entrevistas realizadas a lo largo de tres meses a unas cincuenta mujeres jóvenes de Samoa en tránsito entre la niñez y la madurez y publicada en Coming of Age in Samoa: A Psychological Study of Primitive Youth from Western Civilization.[114] Este libro de 1928 sirvió de manual en los cursos de antropología más que cualquier otro en la historia. ¿Por qué? Porque en él se presentaba el amor libre en una sociedad pacifista, sin sentimiento de culpabilidad, en la que la violencia sólo existía ocasionalmente, en forma de una guerra estilizada, casi como algo que le fuera ajeno. Según Mead, los habitantes de Samoa vivían en una sociedad paradisiaca. ¿Cuál era el mensaje de Mead? Nosotros también podríamos tenerla. Una educación cultural «adecuada» podría evitarnos los demonios de la violencia, el sexismo, la culpabilidad sexual, la disfunción y los celos generados por la civilización occidental. Posiblemente sin querer, Mead dio el pistoletazo de salida a la era de la comida basura social en Estados Unidos. Hizo descarrilar literalmente cualquier posibilidad de comprender la violencia masculina hasta que nos despertaron las observaciones sobre el terreno de los grandes simios. Sin embargo, sus ideas siguen influyendo en la educación y la política de Estados Unidos, a pesar del hecho reconocido de que todas sus afirmaciones básicas sobre el sexo y la violencia en Samoa son falsas, y lo eran ya entonces, pero sólo parcialmente, porque algunas de las chicas a las que Mead entrevistó en Samoa se divirtieron contándole mentirijillas sobre sus desbocadas vidas sexuales.
De hecho, en los años 1925 y 1926, las violaciones eran frecuentes en Samoa. Los hermanos velaban diligentemente por la preciada virginidad de sus hermanas. Los celos daban lugar a mutilaciones y asesinatos. Los hombres de Samoa mataban durante las guerras y, a veces, las matanzas eran de grandes proporciones. En cambio, la ciudad de Nueva York era más idílica.
En pocas palabras, como Mead prescindió de la biología para favorecer sus propias ideas y agravó la situación al realizar ese trabajo en sólo doce meses, sin entrevistar a miembros adultos de la sociedad de Samoa ni vivir con ellos y sin aprender siquiera a hablar bien su lengua, la mayoría de sus conclusiones principales sobre el comportamiento humano nos recuerdan la hipótesis de una Tierra plana.
Por ejemplo, la crianza por parte de los machos no es, como pretendía Mead, exclusiva de los hombres. La mayoría de los pájaros macho y muchos de los mamíferos sociales macho son modelos de cuidado de la prole. El macho del toco piquirrojo africano encierra a su pareja en el agujero de un árbol durante meses, desde el momento en que la hembra pone los huevos hasta que las crías están crecidas, para protegerlos de los depredadores. El macho trabaja infatigablemente, día tras día, buscando presas con las que alimentar a la hembra a través de una rendija practicada en la pared de barro que han construido. También alimenta a las crías en crecimiento. Si el macho muere, es posible que muera toda la familia. Los machos de otras especies también se ocupan de sus familias. Ninguno de ellos lo ha aprendido a través de su «sociedad». Tampoco los hombres cuidan a sus familias por puro mimetismo de otros esposos o padres (aunque eso también contribuye). El impulso que sienten los hombres a invertir en sus hijos es universal; se trata de otro instinto, modelado por la selección natural, que está enraizado en la psique masculina.
Paradójicamente, la antropología física (una idea abominable para muchos antropólogos culturales y sociales como Mead) es la disciplina que proporciona gran parte de las pruebas de la existencia de los instintos humanos. Todos los cazadores y recolectores practican una división sexual del trabajo: las mujeres buscan plantas (carbohidratos), mientras que los hombres cazan o pescan (proteínas).[115] Hoy en día, nuestras parejas no son tan distintas: tan sólo hay que sustituir la carne o el pescado que el «hombre cazador» lucha por conseguir en la naturaleza por el dinero que el «hombre trabajador» intenta llevar a casa, aun a riesgo de padecer una úlcera o arriesgar su vida en la autopista. También hay que sustituir las plantas que la «mujer recolectora» trae a casa por el dinero adicional que gana la «mujer trabajadora a tiempo parcial». Un elemento esencial aquí es que, en el modelo normal de pareja que han desarrollado los seres humanos a lo largo de años, los hombres están llamados a aportar más y mejores recursos (por ejemplo, las proteínas son mejores que los carbohidratos) que las mujeres. Ésta es la razón por la que la mayoría de los hombres atraen, y conservan, a las mujeres. Incluso los chimpancés cazan más a menudo cuando tienen cerca una hembra receptora. «Si no existiesen las mujeres», decía el gigante financiero Aristóteles Onassis, «todo el dinero del mundo dejaría de tener sentido.»[116]
Después de estudiar etnografía por todo el mundo, el antropólogo físico Donald Symons llegó a la conclusión de que la psique humana está programada genéticamente para aprender una división sexual del trabajo y de los roles que sea a la vez provechosa para los hombres y las mujeres. Pero, «la caza, la lucha y esa actividad tan indefinida como es la política», añadía, «[son] ámbitos muy competitivos, muy masculinos».[117] La caza, la lucha y la política son, por supuesto, los campos principales en los que los hombres pelean por el control que ejercen otros hombres de los recursos que son básicos para atraer y cuidar a las mujeres. Y a menudo los hombres lo hacen de forma violenta, robando, asesinando, haciendo la guerra y sembrando el caos por doquier.
Sin embargo, el origen de la violencia masculina no es un dilema que enfrente naturaleza y crianza, pues la crianza está programada genéticamente por la naturaleza. Como se demostrará en este libro, las mujeres y los hombres están diseñados por la naturaleza para ser distintos tanto en sexo como en género —los elementos más básicos que rigen la psique humana y la propia conciencia de ella— y también están diseñados instintivamente para aprender a través de la educación los roles de género adecuados y culturalmente competitivos que les ayuden a ganar todas las formas de competencia reproductiva con otras personas del mismo sexo. La violencia de los hombres surge como una estrategia de reproducción modelada por cada una de las facetas de este proceso: la naturaleza, el sexo, la crianza y el género.
Los roles de género nos ayudan a sobrevivir, competir, reproducirnos y educar a nuestros hijos. Los grandes simios también comparten esa necesidad y esa tendencia a ser programados por los comportamientos de género; los simios que no disponen de dichos comportamientos de género son incapaces de reproducirse o matan a su descendencia a causa de un cuidado deficiente.[118] De hecho, el género es nuestro mejor ejemplo de cómo actúan simultáneamente la naturaleza y la crianza para modelarnos. Por consiguiente, no es una coincidencia que el cuerpo y la mente de hombres y mujeres estén diseñados de forma distinta para poder cumplir mejor los roles de género específicos. La incapacidad para identificar y desarrollar los comportamientos de género adecuados puede dar lugar a una selección natural que destruya selectivamente los genes de la «incapacidad de asumir el género».[119] En efecto, es seguro que durante gran parte de la existencia del hombre, la incapacidad de ser lo bastante violento ha reducido seriamente su éxito reproductivo.
Volvamos a plantear la gran cuestión: ¿son los hombres letalmente violentos por naturaleza? La respuesta es afirmativa. La agresión está programada por nuestro ADN. Un equipo holandés incluso ha identificado en los hombres un gen de la hiperagresividad.[120] Pero incluso los hombres normales son asesinos por naturaleza. Del estudio de 122 comunidades realizado por Melvin Konner se desprende que la fabricación de armas corría en todos los casos a cargo de los hombres, nunca de las mujeres. En otro estudio de 75 comunidades se encontró que en todas ellas los hombres tenían sueños más violentos que las mujeres. La conclusión de Konner es que «los hombres son más violentos que las mujeres».[121]
Las estadísticas sobre homicidios confirman esta conclusión.[122] Como veremos más adelante, aunque la socialización ayuda a los hombres a elegir sus armas, no es la causa de que los hombres utilicen esas armas para matar más a menudo que las mujeres. Lo que provoca que los hombres maten, violen, roben y hagan la guerra es algo mucho más básico, algo totalmente ajeno a la mayoría de las mujeres.
Sí, los hombres son malos por naturaleza, pero no lo son siempre, muy pocas veces de forma gratuita y rara vez a sangre fría. En cambio, en la mayoría de los casos, la violencia destructiva de los hombres tiene su origen en un cúmulo de emociones mucho más primitivas que las de los hombres de las cavernas.