Las huellas sexuales

Según el psicólogo Herant Katchadourian, «además de la de ser humano, la característica más evidente es la de ser macho o hembra».[37] Y añade que «casi todas las sociedades esperan que los hombres y las mujeres se comporten de forma distinta tanto en su vida laboral como en sus relaciones personales, en especial en el ámbito de las relaciones sexuales». Se trata de un terreno muy delicado. En la actualidad, la simple mención de las diferencias entre sexos sigue siendo un terreno políticamente minado, porque las diferencias putativas se han utilizado con frecuencia equivocadamente para justificar dobles raseros injustos en los roles de género, los hábitos y las oportunidades sexuales, la valía individual y la libertad sexual.[38] Desde los años sesenta, muchos estudiosos de las ciencias sociales, en un afán de preservar su ideología, han redefinido el género (los roles sexuales) como una serie de comportamientos que resultan de la socialización y el sexo como un rasgo físico debido a los cromosomas.[39]

Si bien es cierto que el sexo es biológico y que el género consiste principalmente en los comportamientos que aprenden los niños y las niñas, el género procede tanto de la socialización como del instinto específico sexual. La violencia que fomenta la existencia de los géneros es una estrategia instintiva con la que aprenden a convivir los hombres cuando han fracasado todas las demás. Cualquiera de las cosas que hacemos, ya sea comer, defecar, aparearnos, criar a nuestros hijos o defendernos (todas ellas tienen un origen estrictamente biológico), es conformada tanto por la biología como por el aprendizaje social. La biología del comportamiento siempre es modulada hasta cierto punto por la crianza. Esta diversidad de grados, que ha de estudiarse caso a caso, es lo que hace que el conocimiento de la violencia de los hombres resulte tan fascinante. Para comprender mejor por qué los hombres difieren de las mujeres, hagamos un experimento.

Intentemos imaginar ahora a hombres y a mujeres idénticos en todos los aspectos: comportamiento, psicología, orientación sexual, tamaño, fisiología, capacidad física… todo, excepto sus aparatos genitales. ¿Se puede concebir esa situación? ¿Tiene sentido?

Posiblemente no. Los dos sexos son tan distintos que la mayoría de nosotros no podemos imaginar siquiera que sean iguales. El sexo, por encima de cualquier otro rasgo distintivo, es la piedra angular del comportamiento humano. Sin embargo, el sexo queda definido biológicamente por los tipos de gametos, o células sexuales, que produce un individuo. Las hembras producen grandes huevos que contienen ADN y nutrientes para el desarrollo de los embriones. Los machos producen células diminutas y móviles de esperma que prácticamente sólo contienen ADN. La misión de estas pequeñas células consiste en buscar, encontrar y fertilizar.[40]

Más allá de los gametos, la sexualidad no es sino una estrategia de reproducción gracias a la cual dos individuos mezclan sus genes y, por tanto, hacen que sea máxima la probabilidad de que su descendencia esté mejor adaptada a los cambios que se producen en su entorno o, por lo menos, más capaz de hacer frente a los parásitos.[41] Esa estrategia de ser sexuado, no obstante, tiene un precio para ambos sexos: en primer lugar, el coste adicional que supone el esfuerzo de apareamiento necesario para competir, atraer y realizar un apareamiento de calidad y, en segundo lugar, la inversión parental que debe aportar cada uno de los sexos.[42] Las diferencias entre los esfuerzos reproductivos a que se enfrentan los hombres pero no las mujeres, y viceversa, son precisamente los elementos que han moldeado tanto el género como la naturaleza humana y que han estimulado la selección natural para que ésta diseñe hombres y mujeres destinados a tener comportamientos divergentes. «Las hembras y los machos», en opinión de Meredith F. Small, «son peras y manzanas en un mismo cesto.»[43]

Paradójicamente, ambos sexos empiezan de manera casi idéntica. La huella principal de todos los mamíferos es la de una hembra y, si no actúan las hormonas masculinas, se mantiene hembra.[44] Las hormonas están codificadas por los genes. La dotación genética de cada persona consiste en 23 pares de cromosomas, 22 de los cuales contienen ADN común a los dos sexos. El par restante está constituido por los cromosomas sexuales X e Y. Las hembras tienen dos cromosomas X y los machos un cromosoma X y otro Y. El mensaje «conviértete en macho» está escrito en sólo uno de los 100.000 genes de esos 46 cromosomas.

Esta «clave sexual» que ordena a los individuos XY que sean machos es una cadena de 140.000 bases de nucleótidos llamada intervalo lA2.[45] El intervalo lA2 sólo ocupa el 0,2 por ciento del cromosoma Y, pero dispone del gen decisivo, el factor determinante testicular. Este gen decisivo fue identificado en 1994 y codifica para el SRY, una proteína que se liga al ADN.[46]

La naturaleza ha establecido la prueba decisiva del intervalo lA2 y del gen SRY. Los individuos con cromosomas X e Y que carecen del intervalo lA2 son del otro sexo: en realidad, son mujeres. Por el contrario, los individuos con el par XX que presentan la anomalía de tener el intervalo lA2 fijado accidentalmente a uno de sus cromosomas X son hombres, aunque, por sus cromosomas, se esperaría que fueran mujeres.

En los embriones humanos normales de tipo XY, el intervalo lA2 y el gen SRY hacen que a las nueve semanas se desarrollen los testículos y más tarde, a las doce, el pene y el escroto. Los testículos segregan la hormona inhibidora de Müller, que provoca la degeneración de los incipientes conductos femeninos. Los testículos también segregan testosterona. Por el contrario, los embriones normales de tipo XX desarrollan los ovarios a la décima semana. Y cuatro semanas más tarde, se desarrollan el clítoris y los labios vaginales.

Resulta interesante constatar que ambos sexos segregan aproximadamente las mismas hormonas, pero en proporciones distintas. Estas dos «recetas» hormonales inducen la masculinidad o la feminidad y son tan decisivas que, dos o tres días después del nacimiento de un varón, sus niveles de testosterona se disparan y estimulan al cerebro y al hipotálamo para que produzcan una glándula pituitaria masculina que segregue hormonas gonadotróficas masculinas. Si se inyectan hormonas femeninas en cualquier mamífero macho en el momento de nacer, su cerebro deja de ser masculino y, entre otras cosas, deja de reconocer a las hembras como parejas para el apareamiento.[47]

El cerebro humano es femenino por defecto, hasta que las hormonas sexuales masculinas lo cambian.[48] El psiquiatra Richard Pilliard sospecha que la hormona inhibidora de Müller ayuda a desfeminizar el cerebro [49] Lo mismo ocurre con la testosterona. Unos niveles anormalmente altos de testosterona en las niñas (debidos a un desajuste enzimático que impide la producción de cortisol) hacen que se conviertan en marimachos agresivos y que muy raramente acaben casándose con un hombre.[50] Algunas mujeres experimentan de forma tan intensa una libido parecida a la del hombre que, después de tratarse con cortisona para invertir la situación, admiten que las satisface no verse continuamente en una situación de necesidad sexual y sentirse finalmente como mujeres «normales».[51] Por el contrario, un bajo nivel de testosterona en el útero materno predispone a los hombres hacia la homosexualidad.[52]

Está claro que los embriones humanos esperan ante las puertas del género hasta que las hormonas los empujan hacia un lado u otro. Las investigaciones demuestran que la orientación sexual masculina es genética, no ambiental.[53] Incluso se ha detectado un gen, entre los varios centenares de genes del intervalo Xq28 en el cromosoma X,[54] que permanentemente cambia la orientación sexual de los seres humanos de mujeres a hombres.[55]

La testosterona es tan potente que se ha convertido en un cliché para explicar la idiotez de los hombres. Sin embargo, la reputación de la testosterona para hacer que los hombres se comporten como hombres es bien merecida. La testosterona reduce el miedo,[56] aumenta la agresividad[57] y acelera el aporte de glucosa a los músculos. En la adolescencia, los niveles de testosterona en los varones aumentan hasta 20 o 30 veces y estimulan un considerable crecimiento del tronco, la espalda, los músculos cardiacos, los pulmones, los ojos, los huesos faciales y la altura global del individuo.[58] Incluso el número de glóbulos rojos en la sangre aumenta súbitamente. La masa muscular media de los hombres es de unos 31 kg y la de las mujeres de unos 20 kg. Esta disparidad es incluso mayor de lo que parece: desde el punto de vista bioquímico, los músculos de los hombres son entre un 30 por ciento y un 40 por ciento más fuertes, por unidad de masa, que los de las mujeres y son más rápidos a la hora de neutralizar residuos químicos como el ácido láctico.

En cambio, en las mujeres, el estrógeno de los ovarios estimula el crecimiento de las caderas y provoca el inicio de la menstruación y la maduración del útero. De hecho, los genes del cromosoma X limitan la masa muscular de la mujer de forma que el metabolismo basal de ésta sólo necesita los dos tercios de las calorías requeridas por un hombre. Una vez se han producido estos cambios, los hombres son unos deportistas tan superiores que, incluso en una sociedad políticamente correcta como la nuestra, los sexos no compiten juntos, excepto en equitación y tiro.[59] La evidencia bioquímica es inapelable: la naturaleza diseña a los hombres para que sus acciones agresivas y físicamente exigentes alcancen un mayor rendimiento.

La testosterona hace algo más. El primatólogo Robert M. Sapolsky encontró que la agresividad que manifiesta un macho es el factor que más perpetúa un nivel elevado de agresividad en él, según un proceso en el que resulta esencial la testosterona. Los enfrentamientos entre los babuinos del Masai Mara de Kenia, por ejemplo, son crónicos y estresantes. Los niveles de testosterona se desploman en la mayoría de los machos cuando están estresados pero, en los machos dominantes, dichos niveles aumentan durante la primera hora de estrés. Sapolsky encontró que los machos dominantes tienen la capacidad de inhibir la producción de cortisol (la hormona humana del estrés que desmasculiniza a aquellas mujeres que tienen libido masculino, como se vio más arriba) y mantienen así niveles elevados de testosterona. Esta capacidad se encuentra en la base de la personalidad de cada macho. Los machos que mantienen el tipo —y la testosterona— cuando se presenta un rival hacen tres cosas: reconocen si el rival es neutro o peligroso, atacan al peligroso y, si pierden el combate, se ceban sobre un cabeza de turco y lo castigan enérgicamente. Los machos dominantes responden a la agresión con agresiones y a la amenaza con más amenazas, en una espiral que se alimenta a sí misma y los mantiene hiperagresivos y repletos de testosterona.

«La actitud cuenta», afirma Sapolsky, hasta tal punto que la percepción de los acontecimientos externos «puede modificar la fisiología por lo menos con tanta profundidad como los propios acontecimientos externos.»[60] Que la actitud puede determinar la realidad es una lección importante, pero más importante aún es darse cuenta de que los primates macho están diseñados, gracias a la testosterona, para crear su propia realidad a través de una actitud agresiva.

En los seres humanos, se puede observar muy pronto. Los niños de tres a cinco años son mucho más agresivos (tanto en sus peleas como por sus amenazas) que las niñas.[61] Comparten alimentos de forma altruista con menos frecuencia que las niñas. A los nueve años, los niños crean jerarquías entre ellos de manera que los más agresivos suelen ser los primeros en conseguir lo que desean.[62] También las niñas son agresivas, pero el esquema es distinto: normalmente utilizan la agresión prosocial para hacer respetar las reglas. Entre las niñas es frecuente oír la amenaza: «Si no paras de hacer esto, te acusaré». Son mucho más raras las peleas a puñetazos y la intimidación física.

Los comportamientos divergentes de las niñas y los niños y de las mujeres y los hombres plantean otra pregunta: ¿son distintos los cerebros de unos y otras? Si es así, ¿son más «violentos» los cerebros de los hombres?