Hay que admitir que estas preguntas acerca del diseño básico de la psique de hombres y mujeres son políticamente radiactivas, pero las respuestas son cuestión de vida o muerte. Para encontrar las respuestas a estas preguntas es necesario despejar la mesa de trabajo y eliminar algunas ideas ampliamente extendidas, pero insostenibles hoy en día, sobre el comportamiento humano. Como decía en pleno siglo XIX el humorista Artemus Ward: «Lo que nos causa problemas no son tanto las cosas que no conocemos como las que sabemos que no son así».[7]
Paradójicamente, el Homo sapiens sigue inmerso en una crisis de identidad. ¿Por qué nos cuesta tanto imaginar que somos una especie? ¿Por qué no podemos simplemente ponernos delante del espejo de la ciencia, por decirlo de alguna manera, y mirarnos con objetividad? La respuesta es que el viejo debate entre naturaleza y educación empaña el espejo. Por ejemplo, la idea defendida por Franz Boas, Friedrich Engels, John Locke, Karl Marx, Margaret Mead y B.F. Skinner según la cual, al nacer, los seres humanos somos como pizarras vacías y nos convertimos progresivamente en puros productos del adoctrinamiento cultural, ha impedido de forma sistemática la exploración de la naturaleza humana, al negar que disponemos de una psique dotada de instintos. Para los protegidos actuales de estos filósofos y los investigadores de las ciencias sociales, la sociedad es la que crea los programas mentales que rigen el comportamiento humano. En cambio, muchos biólogos sostienen todo lo contrario, es decir, que los seres humanos disponemos de un arsenal de instintos —una naturaleza humana— que procede de nuestro pasado más remoto.[8] Esta opinión resulta tan molesta para algunos que la pasión que sienten en ese tipo de discusiones les impide ver con claridad.
Para escapar a esta trampa dogmática, conviene admitir primero, según insisten los biólogos, que los seres humanos somos un fenómeno biológico. Como todos los demás mamíferos, debemos comer, respirar oxígeno, excretar y buscar calor, es decir, sobrevivir. Si nuestro ADN tiene que transmitirse a la generación siguiente, debemos tener éxito a la hora de aparearnos y criar a nuestra descendencia. ¿Hasta qué punto somos biológicos? Para responder, basta con preguntar a una doctora cualquiera cómo fue su formación profesional. Lo más probable es que nos diga que durante sus estudios recibió un alud de información sobre todos los aspectos conocidos de la biología humana. Por muy aburrido que nos pueda parecer, es buena idea. Si la formación médica se centrase principalmente en la sociología y la teoría política, seguramente nos sentiríamos mucho más nerviosos cuando el doctor nos pusiera sobre el pecho un frío estetoscopio.
De acuerdo, somos biológicos, pero ¿de verdad influye nuestra biología, es decir, el conjunto de nuestros genes, en el comportamiento humano? Sabemos que influye en el comportamiento de los demás animales.[9] Robert Plomin demostró que la reproducción selectiva permite potenciar, crear o eliminar muchos comportamientos[10] y, en definitiva, que la herencia desempeña un papel en el comportamiento humano.[11] Por ejemplo, existen más de un centenar de efectos genéticos distintos, muchos de ellos muy poco frecuentes, que hacen disminuir el coeficiente intelectual. Los genes concretos que tienen una influencia sobre el comportamiento son como «agujas en el pajar» de la molécula de ADN. «Hace 15 años», explica Plomin, «la idea de una influencia genética en el complejo comportamiento humano constituía un anatema para los científicos del comportamiento. Sin embargo, ahora, se acepta ampliamente el papel de la herencia, incluso en campos tan sensibles como el CI.»
En otro estudio se ha determinado que los CI de 245 hijos adoptados se acercan mucho más a los de sus padres biológicos que a los de sus padres adoptivos, que crearon el entorno de sus hijos.[12] En los gemelos idénticos del estudio realizado en Minnesota sobre gemelos criados por separado, entre el 50 por ciento y el 70 por ciento de la varianza del CI se asocia a cuestiones genéticas. Y lo que es aún más sorprendente: según los autores de dicho estudio, Thomas J. Bouchard Jr. y sus colaboradores, «en un gran número de magnitudes relacionadas con la personalidad y el temperamento, los intereses profesionales y de ocio y las actitudes sociales, los gemelos monocigóticos criados por separado se parecen tanto entre sí como los gemelos monocigóticos criados juntos».[13]
Entre los comportamientos humanos de los que se sabe o se sospecha que se basan en la genética se cuentan la cantidad de alcohol consumido, el autismo, la discapacidad lingüística, los ataques de pánico, los trastornos asociados a la alimentación y la personalidad antisocial, así como el síndrome de Tourette.[14] Incluso la tendencia a divorciarse de la esposa parece estar considerablemente influenciada (52 por ciento) por los genes.[15] Las investigaciones recientes del psicólogo Jim Stevenson sugieren que los rasgos de personalidad, especialmente los rasgos «buenos», están relacionados genéticamente.[16] En sus estudios sobre gemelos, Stevenson ha encontrado que más de la mitad de la varianza asociada al comportamiento «prosocial» guarda relación con los genes, mientras que para el comportamiento «antisocial» el porcentaje era del 20 por ciento.
En resumen, buena parte de nuestro comportamiento está influido sustancialmente por nuestros genes, pero también otra buena parte lo está por nuestro entorno.[17] Según Melvin Konner, especialista en antropología física, «hay que descartar cualquier análisis sobre las causas de la naturaleza humana que pretenda descartar los genes o los factores ambientales».[18]
La hipótesis básica de este libro es que somos comprensibles tanto desde una óptica biológica como en un contexto ambiental. La naturaleza nos ha dotado de un cerebro complejo regido por neurotransmisores químicos que provocan respuestas emocionales ante distintas situaciones, que a su vez influyen sobre nuestro comportamiento. Puede que ésta no sea una forma agradable de analizarnos, pero la biología nos indica que es la única forma precisa y, en concreto, la única forma que nos ofrece una esperanza real de comprender nuestro comportamiento, incluido el uso de la violencia.
El argumento opuesto de que es imposible comprender a los seres humanos porque nuestra cultura configura mucho más nuestro comportamiento que la biología no es sino un recurso que se suele introducir en la conversación para llevarla a un punto muerto, antes de que derive hacia terrenos políticamente incorrectos. Para evitar ese tipo de recursos y contrastar las ideas sobre la violencia humana, en este libro nos ocuparemos de los seres humanos, pero también de nuestros familiares vivos más próximos, los grandes simios, ninguno de los cuales ha estado inmerso en la cultura humana. De hecho, observar orangutanes, gorilas y chimpancés es tan llamativo como pasar por delante de un espejo conscientes de que nos está reflejando, pero viendo en él la cara de otro.
Los grandes simios nos permiten algo más que dar un simple y sobrecogedor vistazo a los programas básicos de comportamiento de los que ha surgido la humanidad. También nos permiten comprender mejor los orígenes de la violencia humana y, por tanto, facilitan la comprensión de la psique de los machos de nuestra especie.
Esta visión de nuestro pasado evolutivo no ha sido fácil. Más de 35 años de investigación sobre el terreno por parte de centenares de científicos muestran de qué manera y por qué se relacionan entre sí los grandes simios. Hoy en día sabemos que cada uno de los simios se relaciona con los demás, deforma agresiva o cooperativa, sobre la base de la decisión propia de cómo enfrentarse al asunto de la reproducción, lo cual presupone, de alguna manera, un ser social. Las vidas de estos simios están conformadas por «reglas» sociales instintivas que son violentas, sexistas y xenófobas.[19] El análisis de estas reglas es la única vía capaz de hacernos comprender las raíces de la violencia humana. En los capítulos siguientes sobre la violación, el asesinato y la guerra se hace un corto recorrido por la historia natural de la violencia en los grandes simios. Sin embargo, antes que nada hay que fijarse en el proceso evolutivo que ha hecho que las prioridades de los machos y las hembras sean tan radicalmente distintas entre sí y que los hombres sean tan violentos.
Si no fuese por las aportaciones de un joven que no finalizó sus estudios de medicina, pero que se convirtió en naturalista en un viaje de cinco años alrededor del mundo, tal vez todavía no tendríamos ni idea de por qué los sexos son distintos. Las razones aparecen descritas en una obra de 1859 de Charles Darwin que tuvo una enorme repercusión, El origen de las especies a través de la selección natural o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida. La edición se agotó el mismo día en que se puso a la venta, y con razón. En ese libro Darwin redefinió lo que se conocía como «la mano de Dios».
Casi todo el mundo conoce el nombre de Darwin, pero muchos de nosotros tenemos poco claro lo que escribió realmente. Parece, pues, conveniente reproducir la breve definición del principal arquitecto de la evolución:
«Como quiera que nacen muchos más individuos de cada especie de los que pueden sobrevivir y, como consecuencia, se produce una lucha por la existencia que suele ser recurrente, se desprende que cualquier ser, por poco que cambie en un sentido que le sea provechoso, en las complejas y a veces cambiantes condiciones que le impone la vida, tendrá una probabilidad mayor de sobrevivir y, por tanto, será seleccionado de forma natural. […] A esta conservación de las variaciones favorables y rechazo de las variaciones perjudiciales, yo la llamo Selección Natural».[20]
Como sabemos hoy, la evolución actúa mediante la selección natural, «editando» nuevos alelos (formas alternativas de un gen que se producen por mutación) a través de los efectos de cada alelo sobre el éxito reproductivo. De hecho, la definición neodarwiniana moderna consiste en decir que la evolución es simplemente un cambio de la frecuencia de los alelos de una población de una generación a la siguiente.[21] Las investigaciones sobre centenares de especies de plantas y animales salvajes nos dan una idea de cómo actúa la selección natural.[22] En The Beak of the Finch, Jonathan Weiner presenta una visión fascinante de ese progreso a través de un trabajo realizado a lo largo de un periodo amplio con pinzones de Darwin en las islas Galápagos.[23] La teoría neodarwiniana está tan bien establecida en la actualidad que, independientemente de la bioquímica de la herencia, se sabe que la selección natural debe estar produciéndose en cualquier planeta del universo en el que exista vida.[24] ¿Qué importancia tiene todo esto? Según el inmunólogo y ganador del premio Nobel Sir Peter Medawar, «para un biólogo la alternativa a pensar en términos evolutivos es no pensar».[25]
Unos doce años después de redefinir «la mano de Dios», Darwin dio un nuevo impulso a nuestros conocimientos sobre las marcadas diferencias entre machos y hembras y, por tanto, sobre la violencia de los machos, cuando explicó una forma especial de selección natural a la que llamó selección sexual.[26] Este proceso realza las características propias de un sexo que ayudan a sus miembros a ganar a sus rivales sexuales. Funciona en ambos sexos y de dos maneras distintas. Entre los machos, una es la «estrategia del macho atractivo». Los machos que triunfan con esta estrategia tienen más descendencia, pues las hembras los escogen más a menudo sobre la base de las características que ellas prefieren. La otra manera de funcionar de la selección natural es la «estrategia del macho muy viril», gracias a la que algunos machos se reproducen más que otros porque derrotan a los machos rivales o los excluyen del proceso reproductor.[27] (Las hembras, en función de la especie, también compiten entre sí mediante estas estrategias. Sin embargo, también aplican una tercera estrategia, llamada la «estrategia de la supermadre», en la que entra en juego la eficiencia de su capacidad reproductiva.) La selección sexual del macho muy viril es la que lleva a la guerra, la violación y buena parte de los asesinatos que se producen en la naturaleza.
El biólogo Robert L. Trivers ha explicado con detalle el desarrollo de este proceso y ha definido el concepto de inversión parental como «cualquier inversión realizada por el progenitor de una serie de individuos que haga aumentar la probabilidad de supervivencia de su prole (y, por tanto, el éxito en la reproducción) a costa de la capacidad del progenitor de invertir en otra prole».[28] Por ejemplo, entre los mamíferos, la reproducción queda limitada por la fisiología de las hembras, que no tienen más alternativa que invertir más que los machos en sus crías, amamantándolas durante los meses o años que dure su infancia.[29]
¿Cómo conduce todo eso a la violencia? En los seres humanos cazadores y recolectores, las madres han de invertir entre cuatro y cinco años en cada uno de sus hijos. Estas mujeres no tienen posibilidades de criar a más de tres o cuatro hijos que sobrevivan hasta ser adultos, pero durante ese periodo de aproximadamente veinte años, los hombres pueden tener cien hijos, o mil, ya que sus cuerpos no son necesarios para criarlos, como si fueran máquinas conectadas durante años a sus hijos. Desde el punto de vista fisiológico, un hombre puede fertilizar a una mujer distinta cada día o cada dos días.[30] Algunos lo intentan.
Mientras sobrevivan algunos de los hijos «extra» de estos hombres, la selección sexual favorecerá los genes masculinos que hagan aumentar la probabilidad de convencer a mujeres «extra» para que se apareen con ellos. De hecho, parece ser que todos los mamíferos macho se rigen por la misma regla: gana el que más se aparea. Sin embargo, el problema que se le plantea al macho a la hora de aparearse con más hembras es que, por lo general, el número de machos y de hembras es prácticamente el mismo y hay pocas hembras «extra».
Aquí entra la violencia. El sexo que ha de hacer más inversión parental por descendiente se convierte en el factor que limita la adecuación genética del otro sexo que, al tener que invertir menos, tiene mayor libertad de movimiento. Esta situación provoca enormes diferencias en las estrategias de reproducción de los sexos. Como puede verse en muchos vídeos sobre animales, los mamíferos macho utilizan su «tiempo libre» para competir con violencia por las muy escasas oportunidades de aparearse una y otra vez.
En las especies que no son mamíferos, el sexo que compite con más violencia en la búsqueda de apareamientos «extra» puede ser el sexo femenino. Entre los casuarios de las selvas húmedas australianas, por ejemplo, las hembras representan el sexo agresivo.[31] Tanto para defender y ampliar sus territorios como para repeler a todas las hembras competidoras, estas aves de casi dos metros de longitud y con unas garras de unos ocho centímetros capaces de destripar un dingo luchan entre sí propinándose patadas brutales. La hembra victoriosa se aparea con tantos machos como pueda encontrar, uno tras otro. A cada uno le deja un reguero de huevos. Los machos, cuyo tamaño es aproximadamente un tercio del de la hembra, cumplen su tarea de incubar los huevos, ahuyentan a los posibles depredadores y, a veces, pasan hasta cincuenta días sin comer para proteger el nido. Cuando los huevos eclosionan, el macho conduce a su nidada de diminutas crías a través de la selva húmeda y despliega toda su capacidad de supervivencia. ¿Cuál es la lección? La selección sexual es un proceso de igualdad de oportunidades, pero no puede funcionar si no se alimenta de disparidades en la inversión parental.
En los mamíferos, las hembras siempre tienen una carga de inversión parental mucho más pesada.[32] Cuanto mayor es la diferencia entre lo que tienen que invertir las hembras y lo que corresponde a los machos, más intensamente compiten los machos. Si sólo supiéramos eso sobre los mamíferos, cabría esperar que los machos fueran violentos entre sí.
A pesar de ser muy poco políticamente correcto, la selección sexual favorece los genes de los machos que tienen más descendencia, independientemente de la manera de conseguirla. Mediante la «estrategia del macho atractivo», la selección sexual refuerza el encanto de los machos a los ojos de las hembras, de lo cual son prototipos el brillante plumaje de las aves del paraíso machos y las largas y extravagantes colas de algunos machos del género obispo.[33] En ambos casos el resultado es que los machos tienen un gran éxito reproductivo.[34] Con la «estrategia del macho muy viril», la selección sexual refuerza el mayor tamaño, el poder, la velocidad, las armas, el valor en combate, la inteligencia, la movilidad, el sentido estratégico e incluso la predisposición a cooperar con otro macho próximo en un combate coordinado.
«En el amor y la guerra todo vale», es un principio que arranca de la selección sexual, cuya lógica más básica lleva a los individuos a «procrear lo más posible, independientemente de las circunstancias». La selección sexual refuerza la carrera armamentista sin fin del dimorfismo sexual, según la cual los machos acaban siendo «de esta manera» y las hembras de «aquella».
¿Qué tiene que ver todo esto con los hombres? A diferencia de algunos pájaros macho, la mayoría de los primates macho son muy poco vistosos. Tras examinar 300 informes publicados previamente sobre el comportamiento de apareamiento de los primates superiores, la antropóloga física Meredith F. Small estableció que no había ningún ejemplo que mostrase que las hembras preferían algún tipo específico de macho. En cambio, las hembras se aparean con los machos que resultan victoriosos en los enfrentamientos que se producen entre los machos por la dominación, principalmente porque son los únicos que siguen presentes en el entorno inmediato después del enfrentamiento. En resumen, la «estrategia del macho atractivo» tiene poco sentido para los primates macho poligínicos y prefieren incondicionalmente la «estrategia del macho muy viril». Tampoco tiene mucho sentido para las hembras, porque su única opción es el macho que posee la resistencia, la inteligencia y la fuerza para seguir físicamente presente en el escenario tras el combate. Entre los primates macho, no sólo «la fuerza lo puede todo» sino que la superioridad en el combate es el único camino seguro para tener éxito en la reproducción.[35]
Incluso se ha llegado a cuantificar hasta qué punto la naturaleza sigue el axioma de «la fuerza lo puede todo». Por ejemplo, el equipo dirigido por Tim Clutton-Brock, Fionna Guiness y Steven Albon estuvo midiendo durante 12 años el éxito reproductivo de los ciervos rojos de la isla de Rhum, en Escocia. Los ciervos son dos veces mayores que las ciervas y blanden sus impresionantes cornamentas como armas, no a modo de decoración. Si no dispone de un cuerpo y una cornamenta mayores que la media, ninguno de los ciervos es capaz de hacer huir a los demás y aparearse con varias ciervas.[36] El combate es tan intenso que acorta considerablemente la vida reproductiva de los ciervos y la reduce a la mitad de la de las ciervas. Los ciervos jóvenes y viejos quedan apartados del proceso reproductor por aquellos que están en la flor de la vida. En efecto, tras perder un combate, algunos animales dejan de tener la posibilidad de aparearse, mientras que otros, al ganar, se convierten en verdaderos sementales. El éxito reproductivo de los ciervos a lo largo de su vida oscila entre los cero descendientes procreados por los ciervos perdedores hasta los 30 en el caso de los ciervos victoriosos. Mientras tanto, las hembras tienen como máximo 12 crías.
Lo que se desprende de todo esto es que el punto de vista menos útil y más peligroso que se puede adoptar para explicar la violencia humana es fijarse sólo en la crianza de la prole y despreciar la forma en que la naturaleza ha ido configurando los programas evolutivos que marcan las diferencias entre los hombres y las mujeres.
¿Cuáles son esas diferencias?