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Tovarich Borisov
EL COCHE DE LA MILICIA, conducido por el chófer oficial del comandante —un hombre condenado al silencio de todo cuanto oía y veía, hasta tal punto que, excepto porque el vehículo circulaba, nadie notaba su presencia—, se encaminaba con precaución hacia el oeste de la ciudad. Su destino se encontraba en el último cruce antes de enfocar la carretera que llevaba hasta Petrodvorets y su hilera interminable de palacios. En el asiento trasero iban la periodista norteamericana, cuyo cabello revuelto parecía haberse erizado, y un Litonev muy pálido, como si le hubiesen extraído toda la sangre.
Borisov no sólo era uno de sus mejores milicianos, sino que un vínculo fraternal los había unido en la guerra civil contra los Blancos. El dolor le apretaba la garganta al recordar que fue él mismo quien lo eligió como guardaespaldas del secretario general del Partido. Borisov también había llegado a trabar una gran amistad con Kirov, después de que Litonev lo destinara al Soviet.
«En la furgoneta, además de Borisov, iban tres agentes de la NKVD y un soldado de la Milicia», había informado Ilich por teléfono. «Conducía el soldado que presenta heridas en la cabeza y en el tórax, y está inconsciente. Los policías políticos han salido ile…». «¡Quiero sus nombres!», ordenó el comandante fuera de sí.
—Litonev, pensaba si…
Las palabras de Dora fueron nuevamente interrumpidas por un gesto del comandante, que alzó las cejas para ordenarle silencio. Después, con un movimiento apenas perceptible del mentón, señaló al chófer. La reportera entornó los párpados y cambió el rumbo de la conversación.
—Este coche parece muy robusto —comentó.
A continuación se incorporó y preguntó al chófer:
—¿Es de la planta automotriz de Moscú?
—Sí, señora.
—¿De qué año?
—Es del treinta, de la primera tanda de producción.
—¡Ah! O sea que es uno de los famosos veinticuatro mil fabricados con el Primer Plan Quinquenal.
—Efectivamente, señora.
—Eso es lo que admiro de su economía. En mi país, desde el veintinueve, estamos inmersos en una crisis de la que no sabemos cómo despegar. —Sonrió para añadir—: Bueno, los banqueros despegan bien, pero aterrizan mal.
Indiferente a la ironía de Dora y ajeno a la conversación entre los dos, Litonev pegó la frente al cristal y, ante la oscuridad blanqueada por la ciudad cubierta de nieve, recordó el último intercambio de impresiones con el subteniente. «Envíe de inmediato al lugar a los operativniks con Markus al frente», le había ordenado. «¿Para un accidente de tráfico?», dudó, desconcertado, Ilich. «Ya decidiré yo si es o no un accidente», cortó Litonev.
De repente, notó que un juego de luces iluminaba el camino. Provenían de vehículos y linternas que enfocaban un furgón empotrado contra la fachada de una casa. Volcado sobre su lado derecho, sus cuatro ruedas miraban hacia la carretera. El vehículo que transportaba a Litonev y a Dora Fischer se orilló en la margen opuesta.
El comandante descendió del auto. Distinguió la figura gruesa de Markus dirigirse hacia él con pasos inseguros a través de la calzada nevada.
—Camarada…
—Informe —cortó Litonev.
—Si me acompaña, lo verá usted mismo.
El comandante asintió y siguió al detective hacia el furgón volcado. Al llegar, Markus enfocó la luz de la linterna hacia los asientos laterales de la caja.
—Ahí viajaba Borisov, con dos agentes de la NKVD.
—Dirija la luz a las protecciones.
Markus obedeció.
—Necesito más luz —dijo el comandante.
El jefe de detectives gesticuló llamando a tres soldados.
—Iluminen la caja —les ordenó Markus.
Litonev se arrimó al furgón y repasó despacio el piso de la parte trasera y las defensas laterales.
—No veo sangre —señaló el comandante, desconcertado.
—No la hay.
—Entonces, ¿dónde se golpeó Borisov?
—No lo sé —negó Markus meneando la cabeza—. A lo mejor con la luz del sol vemos alguna señal.
—Cuando usted ordene… —dijo un sargento de la Milicia dirigiéndose al detective. Markus asintió y el otro gritó—: ¡Adelante!
Una cadena enganchada a los ejes del furgón se tensó, y los motores de dos vehículos rugieron. El todoterreno se irguió lentamente y, por fin, sus cuatro ruedas se asentaron de golpe sobre la calzada.
El comandante arrancó una linterna a uno de los soldados y se encaminó con prisa hacia la cabina. Abrió la puerta con dificultad, apoyó un pie en el estribo y se impulsó para sentarse en el puesto del conductor. Iluminó el habitáculo. Había sangre en el volante y en el salpicadero.
—Esto explica los golpes en el pecho y la frente —murmuró.
Revisó detenidamente la cabina y abrió la guantera. Nada. Era extraño. No había ni un papel mal colocado: como si lo hubiesen limpiado todo.
Se asomó al ventanuco y preguntó a Markus.
—¿Interrogó a los habitantes de la vivienda?
—Sí. Declararon que después del impacto salieron y descubrieron al conductor inconsciente en la cabina. El cuerpo de Borisov se hallaba en el suelo…
—¿Había salido despedido?
—No. El lugar indicaba que había rodado por la caja. —Siga.
—Los agentes de la NKVD les exhortaron a que regresaran a su casa, asegurándoles que ellos se encargarían de todo. A los pocos minutos llegaron varios coches y evacuaron al herido y al muerto.
—¿Tienen teléfono en la casa? Markus negó con la cabeza.
—Entonces, ¿cómo pidieron los refuerzos? ¿Cómo llegaron tan rápido?
—¿Piensa que estaba preparado? ¿Una comedia?
—Tal vez. —Litonev se acarició la barbilla, se humedeció los labios con la lengua y repitió—: Tal vez.
A continuación descendió del vehículo. Nada más colocar las botas en el suelo, estiró el abrigo y se ajustó la ushanka. Dora Fischer se acercó a él cámara fotográfica en mano.
—¿Puedo? —preguntó, alzándola un poco.
Una indicación del comandante le dio el pistoletazo de salida y el flash se disparó como una ametralladora, iluminando todos los rincones del furgón siniestrado. Litonev encendió un cigarro, dio una lenta calada. Su mente parecía repasar la trayectoria del vehículo y los movimientos de sus ocupantes. Su lógica de veterano operativnik reconstruyó el siniestro paso a paso. Después, como si la nicotina le hubiese devuelto la paz, preguntó a Markus:
—¿Dónde está el cuerpo de Borisov?
—En el Anatómico Forense de…
—¿Los otros?
—El soldado sigue inconsciente en la Residencia de la Milicia y los agentes de la NKVD han acudido a la Central a redactar el informe.
—Quiero el nombre de esos agentes. Y en cuanto el conductor recupere el sentido que preste declaración.
Markus anotó algo en su libreta.
—¿Quiere que le informe ahora sobre las bailarinas…? —le preguntó.
Litonev resopló, bajó los párpados y, con un movimiento de cabeza, le animó a continuar.
—La amiga de Kirov, de lo histérica que se encontraba, apenas podía hablar. Nos dijo que Kirov nunca le había dicho que estuviese amenazado y aseguró que los días anteriores no había visto nada fuera de lo normal.
—¿Le enseñaron la foto de Nicolayev?
—Sí, pero no lo reconoció.
—¿Qué me dice de la amiguita del jefe Drijanov?
—Esa es otro cantar. Se negó a hablar con nosotros y nos amenazó con contarle a Drijanov sobre nuestro «acoso».
—Ya cumplió su amenaza.
Ante el gesto de desconcierto de Markus, el comandante añadió:
—No se preocupe, ustedes cumplían mis órdenes.
Dora se arrimó a ellos. Apretaba la cámara con manos firmes.
—En cuanto las reveles —le dijo el comandante—, quiero una copia.
La reportera asintió y se introdujo en el vehículo. Litonev se volvió entonces hacia Markus.
—Voy hasta el Anatómico —le informó—. Si hubiese alguna novedad, ya sabe dónde encontrarme.
El jefe de detectives se cuadró al despedirse y se alejó hacia los soldados que rodeaban el furgón siniestrado. Por su parte, el comandante se sentó junto a Dora en el coche oficial e informó al chófer de su destino.
—¿Cuándo necesitas las fotos? —preguntó ella.
—Lo antes posible.
A continuación se quitó las manoplas y pegó la frente al cristal de la ventanilla. Las calles de Leningrado pasaban despacio ante su mirada, llenas de recuerdos de la niñez. Excepto un viaje a Moscú y la persecución de la Guardia Blanca por las estepas siberianas, no conocía más parajes que los de su ciudad repleta de monumentos y canales, mudos para él en esos momentos. La Fortaleza de Pedro y Pablo, iluminada con luz eléctrica, se le antojó una burla a su desdicha, como si todas las generaciones de Romanov enterradas en sus sótanos se rieran de él en esa noche repleta de incógnitas con un viejo amigo muerto.
—Comandante…
La voz del chófer le indicó que habían llegado al edificio del Anatómico Forense. Litonev salió del auto sin pronunciar palabra. Dora Fischer, con la cámara en bandolera, se apresuró a darle alcance y ambos se dirigieron con paso firme hasta la entrada.
La puerta se encontraba cerrada. El jefe de la Milicia la aporreó con fuerza, una, dos, tres veces. No se oyó ningún movimiento en el interior. Dio otros dos golpes. De repente una de las hojas del portón comenzó a moverse. Un hombre asomó su rostro sin afeitar y sus ojos se clavaron en las divisas de la ushanka del comandante.
—¿Otro cadáver? —preguntó adormilado.
—No —respondió Litonev y añadió—: Queremos ver el cuerpo que le han traído hace un rato agentes de la NKVD.
—¿El del accidente de tráfico?
El jefe miliciano asintió. Por alguna extraña razón, se le antojó que el forense de guardia había pronunciado la palabra «accidente» con cierto retintín.
El galeno, cubierto con una bata blanca sobre un abrigo raído, les franqueó el paso y los dos lo siguieron por un pasillo grisáceo, apenas iluminado por unos quinqués colgados de la pared y separados cinco metros entre sí. Después descendieron por una rampa amplia —seguramente, se dijo Litonev, la utilizada para bajar las camillas—, y llegaron hasta una sala oscura. El forense se acercó a un mango de madera con tres interruptores; al accionarlo, saltó una chispa al tiempo que el recinto se iluminaba. Cinco camillas con cuerpos tapados por sábanas reposaban en medio de un local de paredes color plomo. En un lateral, el repiqueteo de un grifo goteando sobre un lavabo retumbaba en la sordina de la morgue.
El forense se encaminó hacia la primera camilla y, tomando el borde de la sábana, destapó el cuerpo.
—¿Se refería a este?
El comandante asintió. El médico, al notar cómo se marcaban los músculos de las mandíbulas de Litonev, se retiró prudentemente. El jefe de la Milicia avanzó hasta quedar pegado a la camilla.
—Supongo que usted me podrá decir a quién hay que entregar sus efectos personales —dijo el forense, después de unos instantes, colocando una caja de cartón junto al comandante.
Litonev lanzó una mirada rápida al interior: la ropa plegada, las botas, la cartera, un bolígrafo y un pequeño recipiente cilíndrico de latón. Lo recogió, extrañado ante la idea de Borisov mascando tabaco, y desenroscó la tapa. Sin embargo, el contenido le intrigó aún más: se trataba de una cinta que parecía de papel. La rozó con el índice.
—Vaya, no sabía que en el país de los Soviets estuvieseis tan adelantados.
El comandante giró bruscamente el rostro hacia Dora Fischer, interrogante.
—Es una cinta de grabación de acetato de celulosa —se explicó ella—. La empresa alemana AEG Telefunken las tiene a prueba desde hace un par de años.
—¿Quieres decir que aquí puede haber algo grabado?
—Es posible, pero para escucharla no sirven los viejos cacharros que leen cintas magnéticas de metal.
—¿Dónde podemos encontrar uno de los nuevos?
—Yo los uso. Tengo uno en el hotel.
Litonev le entregó la cinta y dirigió de nuevo la mirada al cuerpo de Borisov. El pecho y el abdomen presentaban varios hematomas. Uno de ellos le evocó el contorno de la culata de un fusil. Litonev giró la cabeza del guardaespaldas. Dos golpes en la nuca sin apenas sangre alrededor. Volteó el tronco; más hematomas cubrían la espalda por entero. El flash de la cámara comenzó a iluminar el cadáver, mientras Fischer se movía con agilidad alrededor.
—El accidente no fue la causa de la muerte —murmuró Litonev.
—A no ser que el cuerpo bailase como un muñeco de trapo de un lado para otro —dijo el forense, calzándose las gafas.
—¿Cuál será su informe?
—No habrá informe, comandante. Si la NKVD dice que murió en un accidente de tráfico, es que murió así.
Litonev sacó el paquete de Lucky Strike, los ojos del forense se clavaron en la cajetilla. El comandante le ofreció un cigarro, que el otro aceptó de inmediato. Después de la primera calada, Litonev comenzó a hablar con parsimonia:
—Supongamos, sólo supongamos, que la Policía Política no hubiese sido quien le trajo este cuerpo. En ese caso, ¿cómo diría que falleció?
El médico sacó una petaca con vodka y se la tendió. Litonev la rehusó con un gesto de la cabeza, y el médico se giró hacia Dora, quien la cogió para darle un sorbo largo y limpiarse los labios con la manga del abrigo antes de devolvérsela. A continuación, bebió el forense: tres tragos seguidos sin respirar. Bajó despacio la petaca, dio otra calada y, mirando al cuerpo de Borisov, dijo:
—Explotó por dentro.
—Perdone, no le entiendo.
—Es fácil, comandante. Este hombre recibió treinta y dos golpes con culatas de fusil y doce puntapiés. Ninguno de ellos por sí solo hubiese sido mortal, si exceptúo los de la nuca, pero todos juntos en un periodo corto de tiempo debieron destrozar el hígado, el bazo… provocar hemorragias internas… Una especie de bombardeo.
—Luego… el accidente…
—Cuando se produjo, este hombre ya había muerto.