8: El beso de Stalin

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El beso de Stalin

KIROV REPOSABA —con los brazos extendidos a lo largo del cuerpo— en un ataúd pardo de pino, rodeado de flores de cerezos de Manchuria y de otras, blancas y moradas, de los almendros tardíos de Ucrania. A falta de un nuevo protocolo soviético en los entierros, el número de flores era par, como marcaba la tradición rusa. El impar siempre se había reservado para los nacimientos y las bodas.

Delante del féretro, María Lvovna, la viuda, de riguroso negro, sollozaba con los ojos enrojecidos. Al fondo, como escoltándolo, los dirigentes del Partido en Leningrado; el único ausente era el Secretario General, que en aquel momento esperaba a la delegación de Moscú en la estación del ferrocarril. A la derecha del féretro, dos hombres flanqueaban al alcalde: Drijanov, el jefe de la NKVD en la ciudad, e Igor Litonev, comandante jefe de la Milicia. En una segunda línea aparecían los subjefes de ambas organizaciones armadas, con los concejales del Ayuntamiento.

De vez en cuando, Litonev lanzaba miradas furtivas a Zaporozhets, como si intentase detectar algo en sus gestos. Sin embargo, probablemente ni él mismo supiera lo que buscaba en el inexpresivo rostro enjuto del subjefe de la Policía Política.

Habían dejado libre el frontal y el lateral izquierdo del féretro, caras que daban al corredor por donde ingresarían Stalin y el Politburó, desde la puerta principal.

En el exterior, dos compañías de la Milicia se habían desplegado formando un pasillo a lo largo de los ciento cincuenta metros de frente del Palacio de Invierno, impidiendo el acceso a la multitud arremolinada y portando flores, velas e imágenes de Kirov, y que empujaba a empellones las espaldas de los soldados. El resto del perímetro era recorrido por milicianos a caballo que iban a paso de hombre, en rondas que se sucedían, monótonas, sin interrupción.

El silencio dominaba aquel crepúsculo sin luna en el que los rayos del cielo purpúreo se lanzaban sobre la sombra negra del Báltico, algo que a Litonev le recordó los anocheceres en que, recién prometidos, Nadezhda y él entraban en el Malecón del Palacio para contemplar la isla Vaslevski recortada en el horizonte y en medio del delta.

Se oyeron aplausos y gritos, al unísono con el taconazo uniforme de dos centenares de soldados. Sin ver lo que ocurría en el exterior, las autoridades que custodiaban el féretro lo adivinaron: Stalin y el Politburó habían arribado a la plaza y avanzaban entre el gentío.

El cortejo llevaba abrigos y ushankas grises y sapigis negras, las botas altas que se habían puesto de moda entre los jefes soviéticos. Después de recorrer el predio, el primero en subir los peldaños de acceso al Palacio de Invierno fue Stalin. Se detuvo un momento en lo alto y se giró muy lentamente, con las manos enguantadas metidas en los bolsillos. Permaneció inmóvil contemplando a la multitud en silencio, pero su postura equivalía a una afirmación: «Aquí me tenéis, sin miedo a nada».

Rompiendo cualquier protocolo, Stalin avanzó en vanguardia de su séquito, como el ave rapaz que guía a la bandada desde la punta de la flecha camino del trópico. Al llegar a la altura del cuerpo de Kirov, se detuvo y abrazó a María Lvovna durante un momento largo. Luego la apartó con suavidad y, volteándose hacia el cadáver, cruzó las manos con los brazos extendidos, inclinó la cabeza sin desprenderse de la ushanka con la estrella roja de cinco puntas y se quedó inerte.

Litonev notó que Stalin movía los labios; los vaivenes de su bigote le delataban. Si en ese momento le hubiesen tomado juramento, el jefe de la Milicia hubiese asegurado que el Zar Rojo oraba. De inmediato, desterró esa idea de su mente. Lo que no pudo evitar fue repasar su estampa. Le pareció más bajo que en las fotografías y de movimientos toscos. De pronto un gesto de Stalin le obligó a fijarse aún más en él. Había cogido una flor y la depositaba con suavidad en el pecho de Kirov. Una lágrima descendió perezosa por el pómulo izquierdo. Se quitó la ushanka y se inclinó hasta que rozó con el suyo el rostro de Kirov. A continuación, le besó en las dos mejillas. Los flashes de las cámaras —que desconcertaron a los presentes, ya que los fotógrafos se habían apostado con sigilo a la entrada del Palacio de Invierno— captaron el instante.

El comandante no había acudido al funeral de Lenin en el Kremlin, pero había leído sobre ello en el Pravda, y decenas de asistentes se lo habían narrado con profusión. Por ello no pudo evitar percatarse de que Stalin había repetido el ritual. También había derramado una lágrima por Lenin.

—Borisov no ha venido. ¡Qué extraño! —murmuró alguien cerca de Litonev.

Tal vez la ausencia del guardaespaldas y amigo personal de Kirov resultara insólita para otros, pero no para el comandante. «Conociéndole, se habrá culpado del asesinato y estará llorando su falta», se dijo. Litonev hubiese querido tranquilizarlo, consolarlo, asegurándole que, en efecto, nadie habría sospechado de una llamada desde el Kremlin.

El público comenzó a acercarse al féretro avanzando en dos filas ordenadas por los soldados. Los dirigentes del Politburó, siguiendo a Stalin y a la viuda, entraron en el Palacio, alejándose de la muchedumbre. Detrás habían quedado las autoridades locales.

—Kirov permanecerá aquí dos días —anunció el alcalde a Litonev—. Luego lo llevarán a Moscú para un funeral de Estado. Tenga todo previsto.

El comandante asintió.

Poco a poco, los gobernantes se alejaron del féretro y dejaron el hueco a una población deseosa de presentar sus respetos. A la salida, detrás del alcalde se alineaban Drijanov, el chaparro jefe de la NKVD en la ciudad, y Litonev. Les seguía el enjuto Zaporotzhets.

—Recuerde que la investigación nos corresponde en exclusiva —comentó Drijanov, como al descuido, mientras se enfundaba los guantes.

El comandante de la Milicia se volvió hacia él y, sin alterarse, contestó:

—No ha de recordarme mis obligaciones. Las conozco perfectamente.

—Entonces —añadió el jefe de la NKVD, sin apartar la vista de sus manos, como si le costase calzarse el guante—, explíqueme qué hacen sus hombres de acá para allá formulando preguntas a todo bicho viviente.

—Con mis respetos, camarada Drijanov, recuerde que el presunto asesino de Kirov era un soldado de la Milicia. Es mi obligación abrir una investigación interna.

—¿Entra dentro de esa investigación interna que sus detectives molesten a las bailarinas del Ballet de Leningrado?

Le había faltado tiempo a su amante para informar al viejo zorro. Litonev se limitó a esquivar la pregunta.

—No lo creo. Seguramente investigan algún robo en el teatro a algo así. He de enterarme.

—Eso, entérese.

—Así lo…

—No se olvide de que todo lo que averigüe sobre el atentado es de nuestra competencia y ha de ponerlo de inmediato en mi conocimiento.

—Y todo lo que ustedes sepan sobre la Milicia han de comunicármelo —indicó severo Litonev.

El otro, quizá recordando que hablaba con el nuevo comandante en jefe de la Milicia, resopló sin contestar.

—Por ejemplo —continuó Litonev, impertérrito—, tal vez me pueda decir qué hacía un revólver que figuraba como propiedad de ustedes en manos de un soldado expulsado de la Milicia.

La gruesa y pequeña figura de Drijanov aceleró el paso y se alejó en silencio, pero, en su lugar, el subjefe se arrimó al comandante miliciano y le recomendó:

—No creo que este sea el momento más adecuado para tratar ese tema.

—¿Cuándo cree, camarada subcomisario Zaporozhets, que lo será?

—Otro día. —Y se alejó.

Treinta minutos después, el comandante se escurría del ágape, de las autoridades, de la Policía Política y de los dirigentes del Partido y se dirigía a los soportales del Palacio. Aquellas horas sin saborear un cigarro se le habían hecho larguísimas. Por otra parte, mostrar un Lucky Strike delante de ellos habría sido un suicidio.

Encendió el pitillo y se relajó. Dirigió la vista hacia la plaza. Una fila interminable de ciudadanos portando velas, retratos y flores, se perdía en el horizonte de la noche sólo iluminada por diez pebeteros con aceite de ballena ubicados en los bordes de la plaza. «Ha debido venir todo Leningrado», supuso al dar la segunda calada.

—¿Permites que te acompañe? —preguntó, detrás de él, una voz conocida.

—Hola, Dora —dijo el comandante sin voltearse.

La periodista se apoyó en una columna al tiempo que encendía un pitillo con la mirada en la multitud. Luego le tendió dos cajetillas de Lucky Strike.

—Toma, sospecho que ya te quedarán pocos. El comandante las guardó en el bolsillo del abrigo. A continuación, le preguntó:

—¿Quién dejó pasar a la prensa?

—Teníamos permiso del propio Stalin para acompañar al cortejo desde la estación. —Lo suponía.

—¿Te ha creado algún problema?

Litonev negó con la cabeza. Si conocía bien a la periodista norteamericana, aquel encuentro no era casual, pero no dijo nada. Se limitó a esperar sus peticiones dando otra calada. Al momento, la reportera metió la mano en la mochila y sacó un pequeño paquete, que tendió al comandante.

—Supongo que hace mucho tiempo que no le haces un regalo a tu mujer —le dijo.

Litonev recogió el envoltorio y lo miró. Eran unas medias fabricadas en Estados Unidos.

—Son de nailon —informó la reportera, para añadir—: Ya sabes que casi no hay de seda desde que Japón cerró…

—¿Qué quieres ahora, Dora? —la interrumpió Litonev, al tiempo que guardaba la mercancía junto a los cigarrillos.

—Que me dejes acompañarte.

—¿Acompañarme? ¿A dónde?

—Al lugar del accidente.

—¿De qué accidente hablas?

La periodista se detuvo desconcertada. Frunció el ceño y especuló:

—Ah, ya. No me había dado cuenta de que llevas cuatro horas sin salir del Palacio.

—Explícate —exigió él mirándola a los ojos.

—Me refiero al accidente de Borisov.

—¿Borisov? ¿Qué accidente ha sufrido?

—Al parecer, el vehículo en donde los agentes de la NKVD lo llevaban a interrogar volcó.

—¿Dónde?

—A las afueras de la ciudad, camino del cuartel general de la Policía Política.

—¿Sabes a qué hospital lo trasladaron?

Dora inclinó la cabeza, arrojó la colilla y la pisó. No respondió de inmediato. Cuando lo hizo, su voz era grave:

—Borisov ha muerto.