20: Huida hacia adelante

20

Huida hacia adelante

TRAS OTRA NOCHE EN VELA y con el estómago repleto de té negro, el comandante se dirigía al encuentro con Drijanov, el jefe de la NKVD en Leningrado, y a un almuerzo postergado desde el funeral de Kirov en Moscú.

De repente, el coche oficial se detuvo. Algo había ocurrido en medio de la avenida Nevsky que impedía el avance de los vehículos y trineos, provocando un atasco y la aglomeración de curiosos. El chófer salió para enterarse de lo que sucedía.

—Parece que ha volcado un carro con patatas —informó a Litonev por la ventanilla—. Ya hay soldados de la Milicia remolcándolo. ¿Quiere esperar o cogemos una vía alternativa?

El comandante consultó el reloj.

—Esperamos.

El chófer asintió y se sentó de nuevo al volante. Litonev llevó de nuevo la mano a la culata de la Tokarev, reclinó la cabeza hacia atrás y recordó algunas imágenes de las últimas horas: la salida precipitada con Mijalik hasta el hospital; el acompañamiento a Nadezhda, Yuriv y al niño hasta la estación del ferrocarril; y los pormenores del juicio sumarísimo contra Nikolayev y sus supuestos cómplices.

«Lo han asfixiado con la almohada», les explicó Markus en el hospital ante el cuerpo inerte de Ulianov. Aquello no tenía sentido, rumiaba para sus adentros el comandante. El jefe de la Milicia se encontraba tan enfermo que su muerte se hubiese producido de un momento a otro. «Pudo ser la NKVD, para que no ratificara el documento que nos firmó», había aventurado el joven Mijalik. «Que no quede nadie sin que se le tome declaración. Alguien tuvo que ver algo», ordenó Litonev.

Antes del amanecer se había dirigido hasta la estación a despedir a su cuñado y a su esposa. «En una hora y media estaréis en Finlandia. Id tranquilos, de momento nadie os busca», les había dicho antes de darle un beso al niño. «Que tengas suerte», le despidió su cuñado con un pie en el estribo del vagón rodeado del vapor que llegaba desde la locomotora. «Te esperaré», prometió Nadezhda entre lágrimas desde la ventanilla. Tres pitidos. El tren arrancó y un nudo se instaló en la garganta de Litonev.

Luego llegó el juicio, que observó oculto entre las sombras de las columnas del edificio Smolny, con sus protagonistas, sus actores secundarios y los figurantes: una maldita farsa con agentes de la NKVD disfrazados de aldeanos y gritando desde el público. Nikolayev y el resto desfilaron delante del tribunal respondiendo a las mismas preguntas efectuadas por Stalin. Todos se mostraban cabizbajos y pesarosos, excepto Nikolayev, que sonreía con la frente alta. Ni siquiera en ese momento denunció al subcomisario: no parecía estar dispuesto a compartir la gloria con nadie más. La sentencia fue inmediata: pena de muerte para los catorce, excepto para Elizabeth Lermolo, cuya condena cerraron con diez años de trabajos forzados en un campo de reeducación. Se exigía el inmediato cumplimiento de todas las sentencias. El círculo se había cerrado.

—Camarada comandante… —llamó el chófer.

Litonev, que dormitaba, no reaccionó a su voz, por lo que el hombre le zarandeó por los hombros. Entonces, como aguijoneado por un alacrán, el comandante abrió los ojos, desenfundó la Tokarev y apuntó al chófer.

—Calma, camarada. —Y el hombre alzó las manos—. Hemos llegado.

El comandante miró al exterior: a su derecha, la puerta del edificio de la NKVD en Leningrado. Guardó el arma y balbuceó una disculpa.

El otro asintió, se limpió el sudor de la frente y le abrió la puerta.

Litonev salió del vehículo y se estiró la guerrera. Recogió el maletín y se dirigió hacia el edificio de la Policía Política con paso firme sobre la nieve. Por primera vez, no sentía las botas oprimiendo sus pies. El vergajo de la brisa le llegó al rostro, pero menos frío que la noche anterior.

A su paso, los policías le saludaron. Subió las escaleras hacia el segundo piso. Zaporozhets, que salía del despacho de Drijanov, se cruzó en el pasillo con él.

—¿Cómo por aquí, comandante? —preguntó con una sonrisa que acentuó aún más las arrugas en su enjuto rostro.

—He quedado con el comisario para almorzar.

—¿Se ha enterado de la sentencia?

—Sí. Estuve en el juicio.

—Por fin se terminó todo.

Litonev no contestó. Siguió camino hacia el despacho del comisario, pero las siguientes palabras de Zaporozhets le detuvieron.

—Ah, lo que continúa sin resolverse es quién ejecutó a mis tres policías.

El comandante le miró con desprecio y añadió:

—Estoy convencido de que pronto conseguirá la confesión de alguien.

Y se adentró en la sala contigua. Al verle, la mujer uniformada se levantó de su asiento y le saludó. A continuación, abrió la puerta del despacho del comisario y le indicó que pasara.

—Ah, ya ha llegado. Siéntese, comandante —expresó Drijanov detrás de un escritorio repleto de papeles amontonados que se apresuró a retirar.

—¿Nos quedamos aquí?

—Sí, primero hablamos y luego ya iremos a comer algo.

Litonev depositó el maletín sobre la mesa, lo abrió y extrajo la cinta.

—Me dijo que tenía un magnetófono de…

—Ahí lo tiene —dijo Drijanov, señalando el aparato situado encima de la rinconera.

El comandante insertó la cinta y conectó el magnetófono. Drijanov escuchó con atención la conversación grabada.

—Tiene usted razón —afirmó con gesto preocupado al terminar—. Es la voz de Zaporozhets.

—Ahora vea esto —pidió Litonev entregándole siete fotografías del diario de Nikolayev.

—¿Qué son?

—Las hojas que fueron arrancadas del diario y que muestran al subcomisario entablando amistad con Nikolayev.

Drijanov las recogió y se calzó las gafas. Las leyó con detenimiento mientras el comandante se sentaba enfrente y encendía un cigarro. Al cabo de tres caladas, oyó al comisario pedirle explicaciones. Se las dio con detalle: le habló del documento firmado por Ulianov acusando al subcomisario de instigarle, de cómo Zaporozhets ordenaba la libertad de Nikolayev cuando le descubrían portando armas y, a la vez, iba allanando el camino para desequilibrarle.

Por fin, el comisario depositó los papeles sobre la mesa, se quitó los lentes y, mirando hacia el comandante, indicó:

—Esto está claro. ¿Tiene algo más?

—Quedaría saber si fue el mismo Zaporozhets quien firmó la autorización para sacar el revólver Nagant del depósito de la NKVD.

El comisario lo anotó y preguntó:

—¿Algo más?

—Sí. Los tres agentes de la NKVD que mataron a Borisov y el que atentó contra mí. Si usted no sabía nada, ¿de quién cumplían órdenes?

—Ya estaba sobre ello.

—Además, está el asesinato de los tres policías que mataron a Borisov. Estoy seguro de que se les mató para que no delatasen al cabecilla.

—Eso es discutible.

—¿Discutible? —preguntó desconcertado Litonev.

—¿No se cruzó con Zaporozhets a su llegada?

—Sí.

El comisario, sonriendo, recogió una carpeta y la colocó sobre el escritorio. La abrió y sacó un folio que le entregó a Litonev.

—Si usted ha investigado a Zaporozhets, él hizo lo mismo con usted. Ahí tiene una declaración de un funcionario del Comisariado de la Vivienda según la cual usted le presionó para conseguir su nueva vivienda.

—Miente.

Mientras el comandante leía aquella declaración, el comisario sacó de un cajón cinco fotos que distribuyó a lo largo del escritorio. Era Litonev con su esposa, Yuriv y su hijo en la estación del ferrocarril junto al expreso con destino a Finlandia.

—¿Me puede explicar por qué embarcó a su familia fuera de la Unión Soviética?

—Motivos de salud de mi hijo.

—¿No tiene nada que ver el hecho de que su esposa y su cuñado se posicionaron contra Stalin en el XV Congreso del PCUS?

—Ni siquiera lo sabía.

El comisario consultó el reloj.

—De todas formas, eso carece de importancia. A estas horas ya estarán en Helsinki y no hay razones para pedir su extradición.

—¿Ha dicho Zaporozhets alguna tontería más sobre mí o mi familia?

Drijanov sacó más fotos que apiló sobre las anteriores. En las nuevas se veía al comandante recibiendo cajetillas de Lucky Strike y un paquete de medias de Dora Fischer.

—A la NKVD nos gustaría saber a cambio de qué recibía estos regalos.

—Simplemente por mi amabilidad con ella cuando venía a por información para su periódico.

—El subcomisario lo considera como una venta de secretos a otra potencia.

—¿Qué secretos, comisario? —Y soltó una carcajada.

Drijanov sacó dos fotos más y las depositó frente al comandante.

—En una reconocerá a Trevor, el que le disparó en el hotel y al que usted mató.

Litonev asintió. Su mirada se desplazó a la otra fotografía.

—Es de Drauler —dijo el comisario, y aclaró—: El agente que fue encontrado con dos disparos en el pecho. Cotejando el agrupamiento de los impactos en los cuerpos, Zaporozhets conjetura que, aunque el calibre es distinto, ambas fueron hechas por la misma mano.

—¡Sandeces!

—Si es así, no tendrá inconveniente en que se haga una prueba de balística en todas sus armas.

—Ya la hizo Markus, el jefe de detectives, con resultado infructuoso.

—Le faltaron dos —aseveró Drijanov sacando otra hoja y tendiéndosela al comandante—: La pistola del detective Mijalik y un fusil Nagant que usted lleva en su coche.

—Puede hacer las pruebas cuando quiera.

—No esperaba otra contestación.

—¿Quedan más calumnias?

El comisario sacó un papel amarillento que entregó a Litonev y en cuyo encabezamiento se leía: «Investigación sobre el asesinato de Ulianov».

—¿Qué mierda es esta?

—Zaporozhets mantiene que las dos últimas personas que le vieron con vida fueron usted y su detective Mijalik. —¿Está sugiriendo que nosotros…?

—Yo no sugiero nada. Me limito a trasladarle las investigaciones de Zaporozhets.

—¿Es que no ve que es una trampa?

—El subcomisario opina lo mismo de sus pruebas.

—¿Y usted qué cree?

—He de reflexionar —respondió, inclinándose hacia atrás en el sillón.

—Yo he presentado pruebas; él, conjeturas.

—Tal vez, tal vez… Pero el que decide aquí soy yo.

—¿No se da cuenta de que, al saberse investigado, quiere desprestigiarme?

—De momento, hasta que yo concluya la investigación, ambos quedan relevados del mando.

Litonev se levantó con violencia y se encaminó a la ventana. Necesitaba ver uno de los puentes. «Nunca serías un buen jugador de póker», le había dicho en cierta ocasión Dora Fischer. Pero en aquel momento necesitaba un farol, un órdago en una partida de naipes que él nunca quiso jugar. Resultaba evidente que Zaporozhets quería conseguir que se le colgase al comandante la fórmula acuñada por Stalin de «enemigo del pueblo».

«La única lucha que se pierde es la que se abandona»: las palabras de sus padres sobre el puente de la Trinidad llegaron de nuevo hasta él. De repente se giró.

—Quiero una entrevista con Yagoda —afirmó tranquilo.

—¿Se puede saber para qué?

—No se lo puedo decir.

—¿Y eso por qué?

—No quiero filtraciones.

—¡Me ofende, comandante!

—Sepa que no hablaremos sobre usted.

—¿De qué, entonces?

—Le basta saber que he descubierto un complot internacional para matar a Stalin que se remonta al 1 de mayo de 1929.