19: El tren de Finlandia

19

El tren de Finlandia

AQUEL OCASO, las botas del comandante recorrieron por enésima vez las nevadas calles de Leningrado, pero en esa ocasión sin un destino certero. Vagó sin detenerse, excepto por los instantes en que se paró sobre el puente de la Trinidad y saboreó dos cigarros apoyado en la balaustrada de granito. Dejaba errar su mente en busca de respuestas.

Le gustaba aquella bifurcación donde las aguas del Neva ya se habían volcado en las del Moika y se encaminaban sin prisas hasta el Báltico, sobre el que siempre se podía encontrar una gaviota sujeta en el aire. Su malecón se desplegaba hasta el puente del Palacio de Invierno por el que había paseado del brazo con Nadezhda tantas Noches Blancas que ya se perdían en el tiempo como un maldito suspiro. Pero sobre todo le agradaba palpar las piedras y el acero de sus pretiles y obeliscos, como cuando era niño y correteaba por encima de sus losetas. Con una luna creciente que se unía a la luz triste de las farolas, aquel crepúsculo se le antojaba bello, sin que supiera por qué, pues, a diferencia de antaño, esta vez no le ofrecía soluciones en la encrucijada.

En los momentos más infaustos de su vida —cuando quedó huérfano, cuando su hermano fue abatido por las balas zaristas en la Revolución o durante su propia participación en la guerra civil contra los contrarrevolucionarios y la Guardia Blanca—, siempre había acudido a aquel cruce de ríos. Allí había cultivado esa expresión granítica, propia de los hombres a los que la vida les ha golpeado sin respiro. «Cuando ante nosotros se abran abismos, hemos de crear puentes para salvarlos», le habían dicho en su casa desde pequeño, y ahora acaba de recibir el mazazo de una doble felonía: Stalin y Yagoda habían traicionado los ideales de una revolución por la que había luchado su pueblo, y Nadezhda, su querida Nadia, había hecho lo mismo con él. Ni siquiera sabía cuál de las dos traiciones le dolía más.

Introdujo la mano en el bolsillo interior del abrigo y sacó los retratos robots. Volvió a contemplarlos bajo la vaporosa fosforescencia de la farola de aceite y los rostros de Yuriv y Nadia, tal y como él los había conocido en aquel Moscú de 1929, le devolvieron la mirada desde el papel.

Los ojos del comandante se humedecieron por primera vez desde que era un niño. Ya nada le quedaba, salvo su fiel Tokarev —que palpó en ese momento— y su hijo. Eso, y aquellos dos dibujos.

A lo mejor, el motivo por el que prefería su ciudad, Leningrado, a cualquier otra eran las aguas a las que, bajo los ochocientos puentes, siempre podía formular preguntas. Aquellas aguas que, junto al acueducto, parecían hablarle sólo a él, recordándole quién era y de dónde venía, para indicarle hacia dónde debería ir. Pero aquella noche, por primera vez en muchos años, la voz en el puente había enmudecido.

Un viento frío llegó hasta él, lo que lo arrastró aún más hacia la infancia, de la que también le había quedado un Nordeste gélido golpeando las esquinas más sucias, más meadas por los perros vagabundos, en el distrito industrial de Vyborg. Él había sido un chico de barrio que enarboló la bandera roja y quiso emular a los revolucionarios en la toma del Palacio de Invierno y el asalto a los cielos. Es posible que siguiese siendo aquel muchacho que correteaba por las calles repletas de nieve y carbonilla con los pantalones descosidos y los zapatos agujereados hasta llegar a aquel puente y detenerse, como la gaviota suspendida en el aire, esperando que la realidad tuviese otro límite. Entonces lo comprendió: en aquel ocaso no sería su puente el que le mostrase el camino; esa misión había sido traspasada al viento. Y el Nordeste le habló y le dijo que recorriera todos los rincones sin obstáculos, que fuera como él: frío y libre, y que la única batalla perdida es la que se abandona. Entonces, la gaviota abandonó su inmovilidad y aleteó, perdiéndose en la oscuridad.

Más tarde, cuando la noche se cerró, su errático caminar —no eran los pasos de un hombre libre— le llevó por la ribera del Neva a la misma orilla del Palacio de los Príncipes Yusopov. Allí se encontraba su nueva vivienda —que seguía sin sentir como suya—, pegada a aquel edificio de fachada gris verdosa. Entró en el portal y subió despacio los peldaños de los cinco pisos, apoyándose en la barandilla. Sus botas pesaban toneladas. Se sentía como un soldado en la trinchera, esperando la orden de saltar sobre el enemigo y sabiendo que sus pies se negarían a moverse.

Abrió la puerta y tragó saliva.

—Ya está aquí papá.

La voz de Nadezhda llegó desde el salón, lo único iluminado de la vivienda. Litonev, de pie en el marco de la puerta, saludó con desgana. Su esposa se hallaba sentada con el niño prendido del pecho, junto a Yuriv, su cuñado, recostado en un butacón con un vaso de vodka en la mano.

—Querido cuñado, siguiendo tus instrucciones me he instalado en la vivienda —dijo Yuriv con una sonrisa y alzando la copa.

El comandante no contestó. Se limitó a lanzar una sonrisa forzada, a quitarse la ushanka y a servirse, también él, un vodka.

Después se dejó caer en el sillón de orejas, se desabotonó el abrigo y se desabrochó las botas. Ante esto, Yuriv preguntó:

—¿Un día fatal?

Litonev asintió y dijo con desgana a su esposa:

—¿Qué tal te fue con Dora?

—Estupendo. Paseamos por toda la isla y probamos un strogonoff fenomenal. Es una mujer muy simpática, debiste presentármela antes…

La mente del comandante se fugó por los recovecos de sus preocupaciones sin prestar atención a los detalles del paseo en trineo. Volvió a las palabras de su esposa cuando escuchó:

—En cuanto duerma al niño, preparo algo de cena y nos vamos a descansar.

Litonev escrutó el salón y comprobó que el montón de viejos papeles había desaparecido.

—Hice limpieza y los quemé —respondió Nadia, cuando le preguntó por ellos, mientras salía con el niño dormido en brazos rumbo a su habitación.

—Se te ve derrotado —comentó Yuriv—. ¿No han ido bien los interrogatorios?

El comandante meneó la cabeza con gesto ausente.

—¿Un brindis? —sugirió Yuriv alzando su vodka.

Litonev salió de su ensimismamiento e, inclinándose hacia adelante, acercó el vaso.

—Porque algún día se sepa la verdad —dijo— y la Historia condene a Yagoda y a Stalin.

—Que así sea. —Y los dos dieron un trago.

A continuación, el comandante se recostó en el sillón.

—Yuriv, tú estuviste cerca de la viuda de Lenin y de Trostky cuando presentaron las tesis contra Stalin. Al perder, ¿alguno de sus partidarios propuso crear un grupo terrorista?

—Nunca. Es más, todos estábamos en contra de esos métodos.

—¿Todos?

—Por lo menos nadie manifestó en público su apoyo a tal cosa. Nuestro lema era «Lucha de masas, no de minorías», porque sabíamos que cualquier atentado incrementaría la represión y no queríamos hacerle el juego a Stalin y sus secuaces, que se hubieran relamido ante algo así.

—Luego, si alguien hubiese planeado un atentado a Stalin…

—Lo hubiese hecho sin el beneplácito de la Oposición de Izquierdas y por su cuenta y riesgo.

Litonev encendió un cigarro y dio otro trago al vodka.

—No le des vueltas, Igor —prosiguió Yuriv—. Lo del Centro Terrorista de Trostky y Zinóviev es un invento de Stalin y Yagoda.

—Ya he acostado a Iván —dijo la voz alegre de Nadezhda al entrar nuevamente en el salón—. A ver si nos deja dormir toda la noche de un tirón.

Luego cogió un vaso y, tras volcar en él un chorro de vodka, se sentó en el apoyabrazos del sillón en el que se encontraba su esposo. A continuación lo besó en la boca.

—A ver si termina pronto este proceso y te recuperas —le dijo—. Cada día se te ve más pálido y ojeroso.

—Nadia, cuando te acercaste a mí en Moscú hace cinco años, ¿por qué lo hiciste?

—¿A qué viene esto ahora? —preguntó abriendo mucho los ojos.

—Contesta —exigió el comandante.

—Ya lo sabes: te pregunté por la estación del ferrocarril.

—¿No hubo otra razón?

Litonev notó que Yuriv clavaba la mirada en su hermana, pero ella respondió con una sonrisa:

—A lo mejor es que me gustaste nada más verte. —Y volvió a besarle.

El comandante, con calma, sacó unos folios del bolso y los extendió sobre la mesita. Eran los retratos robots.

—¿Y esto? —preguntó Yuriv.

—Tal vez me lo podáis explicar vosotros.

Yuriv recogió los dibujos con lentitud y, con aún mayor detenimiento los contempló sin hablar. Su hermana se levantó, caminó hasta situarse de pie a su lado y observó las hojas.

—¿Quiénes son? —preguntó.

—Son las personas que atentaron contra Stalin en Moscú.

—¿Qué tiene que ver esto con nosotros? —volvió a preguntar, seria, Nadezhda.

—No me tomes por idiota, Nadia.

La voz del comandante, por primera vez, sonó dura, áspera, mientras se levantaba del sillón para dirigirse al ventanal.

Corrió un poco las cortinas, y su mirada buscó en la oscuridad el cauce helado del Neva. De espaldas a su mujer y a su cuñado, dijo:

—Vuestra jugada fue maestra. Después del atentado fallido, la NKVD os buscaba. ¿Qué mejor coartada que entablar conversación con un capitán de la Milicia? Debisteis pensar: «Nos pegamos al pobre imbécil e intentamos seducirle…».

Su esposa se acercó a él, intentó abrazarlo, pero Litonev la apartó extendiendo el brazo.

—¿Qué insinúas, Igor? —preguntó Nadezhda entre sollozos.

El comandante se giró, regresó al sillón y apuró de un trago el vodka, para añadir:

—No insinúo nada. Afirmo.

—No te consiento que…

De repente, Yuriv, sin dejarla terminar la frase, la agarró por el brazo y la obligó a sentarse.

—Déjalo, Nadia. Es inútil negarlo. —Giró la mirada hacia Litonev—. Te he entendido, Igor. Si tú nos has localizado, en cuestión de poco tiempo lo hará la NKVD.

Litonev cerró los ojos y asintió. Nadezhda comenzó a llorar. Tomando con manos temblorosas un cigarro, lo encendió.

—¿Nos vas a denunciar? —preguntó Yuriv.

El comandante sacudió la cabeza, negando.

—¿Qué nos propones?

—Lo he estado pensando y creo que lo mejor es que salgáis hacia Finlandia cuanto antes.

—¿Por qué?

—Mañana denunciaré al subcomisario Zaporozhets y, si no consigo su detención, quiero que estéis a salvo.

—¿Y el niño? —preguntó Nadezhda con voz ansiosa.

—Lleváoslo. Estará más seguro con vosotros.

—¿Y tú? —preguntó Yuriv.

—No lo sé. Todo dependerá de lo que ocurra.

—Que esto no te confunda, Igor —dijo Yuriv, aferrando el brazo de su cuñado—. Nunca existió ese Centro Terrorista; nosotros actuamos por cuenta propia. Éramos jóvenes, creíamos que si nos sacrificábamos y matábamos a Stalin, el futuro de la Unión Soviética sería otro.

—Preparad el equipaje —ordenó Litonev y, desasiéndose, consultó el reloj—. El tren saldrá dentro de dos horas.

—Pero… ¿te… te unirás a nosotros en Finlandia? —preguntó Nadia tartamudeando.

—Es posible, pero la espera será larga.

En ese momento, dos golpes secos sonaron en la puerta. Los tres se miraron, interrogantes, y Litonev desenfundó el arma. Otros dos golpes. La idea de peligro se desvaneció: era la señal convenida entre el comandante y su detective.

Litonev se dirigió a la puerta. La abrió y dejó pasar a Mijalik.

—¿Qué ocurre, detective?

—Han asesinado a Ulianov en el hospital.