13
Tensión
LAS FOTOS DE DRIJANOV le había colocado delante de sus ojos evidenciaban que los tres supuestos asesinos de Borisov habían sido ejecutados. Sin embargo, aunque la conclusión era la misma, las dispares conjeturas sobre la autoría del asesinato incrementaron la temperatura en el despacho del jefe de la Policía Política.
—Me ofende, camarada Drijanov —exclamó Litonev dando una palmada sobre la mesa—. Que los cartuchos sean del 7,62 × 54R no demuestra que los culpables pertenezcan a la Milicia.
—Yo lo veo de otra manera —acotó el otro y se inclinó hacia atrás en el sillón estirando sus cortas piernas—: Cuando sus detectives interrogaron al conductor del furgón, este les facilitó la identidad de los tres agentes de la NKVD. —Miró hacia el joven Mijalik y le preguntó—: ¿Es o no cierto, detective? —Este permaneció mudo, ante lo que Drijanov continuó—: El nombre de los tres corrió como la pólvora entre la Milicia. Lo ocurrido después es fácil de imaginar: se constituyó espontáneamente un pelotón de linchamiento y esa misma noche los ejecutaron en venganza por la muerte de su compañero Borisov.
Litonev sacó un cigarro y lo encendió. La mirada de Drijanov se clavó en la marca del tabaco. El comandante dio con parsimonia una calada y respondió:
—Interesante hipótesis, pero hace agua.
—¿En qué me equivoco, según usted? —preguntó el otro, clavando los codos sobre la mesa.
—En aquellos momentos de la noche, las únicas dos personas de la Milicia que conocían los nombres de sus agentes éramos los aquí presentes —dijo, y señaló a Mijalik con un gesto de mentón.
—¿Es eso cierto, detective? —preguntó Drijanov girando bruscamente la cabeza hacia él.
—Sí, camarada comisario.
—Así que según su teoría, el detective y yo somos los asesinos —dijo Litonev, al tiempo que daba otra calada.
—¿Qué explicación me ofrece usted? —urgió el otro, pasándose la mano por la barbilla.
—Son las piezas del dominó que se van cayendo desde el atentado de Kirov.
—¡Déjese de acertijos, cojones!
—Yo lo veo así, comisario: Nikolayev mató a Kirov, pero sólo fue el arma ejecutora, no la cabeza que urdió el plan.
—¿Quién lo fue?
—Aún no lo sé, pero lo que está claro es que está eliminando a todos los que podían conocer su identidad o le sirvieron de cómplices.
—¿Y qué sabía Borisov?
Litonev tragó saliva. Aún no estaba dispuesto a mencionar la grabación.
—Tal vez sospechaba quién se escondía detrás de todo —respondió, por fin.
—«Tal vez», «no lo sé», «piezas del dominó»… No me haga reír, comandante. Hechos, quiero hechos. Y el calibre 7,62 × 54R es uno bien claro.
—Supongo que entre esos hechos habrá incluido el revólver Nagant de Nikolayev propiedad de la NKVD.
Drijanov se pasó la lengua por los labios y volvió a reclinarse con los codos en los apoyabrazos del sillón. Cruzó los dedos y paseó las yemas de los pulgares por la barbilla antes de preguntar:
—¿Qué me propone, comandante?
—Usted era amigo de Kirov, por lo que querrá llegar hasta el final con todas las consecuencias. —El otro asintió—. Borisov era uno de mis soldados y, además, mi amigo. ¿No cree que debemos trabajar juntos?
—¿Dejarán en paz a las bailarinas del Ballet de la ciudad?
—Eso es agua pasada —respondió Litonev con una sonrisa.
—Está bien, nos volvemos a ver pasado mañana para poner en común todo lo que tengamos.
—¿Pasado mañana? ¿No sería mejor mañana mismo, comisario?
Drijanov le miró extrañado y le dijo:
—¿No le ha dicho nada el alcalde?
—¿Sobre qué?
—Mañana hemos de estar en Moscú para el entierro de Kirov en el Kremlin.
Casi no había dormido ni probado bocado en las últimas cuarenta y ocho horas y, ahora, le anunciaban un viaje de setecientos kilómetros y doce horas de trayecto. «Servidumbres de la jefatura», masculló. Se pasó la mano por el cabello, miró de reojo la colilla muerta entre sus dedos. Nadezhda, su hijo y el cuerpo de Borisov en la sala del forense desfilaron de golpe por su mente. Y la voz identificada en la grabación le resonó en los oídos.
—Lo último, comisario, ¿dónde se encontraba su subjefe en el momento que mataron a Kirov?
—¿Zaporozhets?
El comandante cerró los ojos y asintió. El otro añadió:
—Creo que ya me lo preguntó el otro día. Estaba en Moscú. No sospechará de él, ¿verdad?
—¿Cuándo se presentó en Leningrado?
—De inmediato. En cuanto la noticia llegó al Kremlin, Yagoda y él salieron desde Moscú en un avión militar.
—¿Qué hacía allí?
—Una vez al mes ha de despachar con Yagoda.
Litonev asintió. Impulsivamente, comenzó a decir algo, pero se detuvo mordiéndose el labio. Por último, concluyó:
—De acuerdo, pasado mañana ponemos sobre la mesa lo que tenga cada uno.
—Mientras tanto —dijo el comisario poniéndose en pie—, investigue a sus hombres.
—Haga usted lo mismo con los suyos —respondió Litonev y, alzando la ushanka para ponérsela, se despidió.
Al salir a la calle, lo recibió un viento gélido que parecía ahuyentar de las calles a los demás seres vivos. Los ateridos soldados de la Milicia, a pie firme frente a los camiones, esperaban órdenes. Litonev indicó que regresaban al cuartel, y el convoy se puso en marcha una vez más.
El hambre y sueño atenazaban al comandante, pero aún quedaba mucho por hacer. Debía resistir: ya dormiría en el tren camino de Moscú. Se quitó las manoplas y encendió un Lucky Strike, idéntico a lo único que había consumido en las últimas horas. Palpó el interior del paquete: sólo le quedaba un cigarro. «De un momento a otro tendré que regresar al Zolotoe Runo», concluyó resignado.
Nada más llegar al cuartel y aparcar los vehículos, el comandante observó que soldados del cuartel se arremolinaban alrededor de los que descendían de los camiones. Algunos corrían al encuentro de estos últimos, y todos, en gran algarabía, cantaban y lanzaban las gorras al aire.
—Ni que festejasen la Candelaria —indicó Litonev.
—La Candelaria es insignificante comparada con lo que celebran —alegó un exultante Mijalik.
—¿Qué me he perdido? —preguntó extrañado el comandante.
El joven detective miró de reojo a su jefe y sonrió, antes de añadir:
—¿No se ha dado cuenta, camarada?
Litonev se encogió de hombros, giró la vista hacia los soldados y después la clavó en Mijalik, esperando una explicación. El detective frotó las manos, exhaló el aliento sobre ellas y dijo rotundo:
—Es la primera vez que la Milicia le planta cara a la Policía Política.
Cuando entraron en el edificio, las sobrias paredes de los corredores contrastaban con las caras sonrientes de los oficiales formados en hilera. De repente, alguien prorrumpió en un aplauso al paso del comandante acompañado de Mijalik, y la ovación se extendió a través de aquel pasillo improvisado por los mandos de la Milicia. El joven detective caminaba sonriendo y saludando con la mano levantada. El gesto de Litonev era grave, de desconcierto. Al alcanzar la puerta de su despacho, el subteniente Ilich le esperaba de pie, aplaudiendo él también, junto a los detectives Markus y Vladimir. El comandante se giró y contempló, enhiesto, a la muchedumbre uniformada. La ovación subió de tono.
—Regresen al trabajo —ordenó cáustico y, clavando los ojos en Ilich, le dijo—: Usted, venga conmigo.
Seguido del subteniente, el comandante entró al despacho, se quitó la ushanka y los guantes y los arrojó con violencia encima de la mesa. Entonces requirió:
—Subteniente, explíqueme qué ocurre aquí.
—Tiene que perdonarnos, pero…
—Perdonados están. Ahora hable.
—Verá, la Milicia se creó después de la Revolución con obreros y campesinos para…
—No me imparta lecciones de Historia.
—Nosotros éramos los que manteníamos el orden revolucionario, pero desde la llegada de Stalin somos meros comparsas de la Policía Política.
—Y por eso se ponen a aplaudir.
—No. Hoy, después de muchos años, nos hemos vuelto a sentir orgullosos de ser milicianos.
—Tonterías.
—No, comandante, y perdone que le contradiga. Usted no puede impedir que nos sintamos orgullosos del uniforme que llevamos y de nuestro nuevo jefe —sentenció, y se puso firme.
Litonev carraspeó y se dirigió a su sillón mientras preguntaba:
—¿Alguna novedad?
—Ha llamado el alcalde —contestó severo—. Tiene usted que acompañarle a Moscú para el funeral. Salen en el expreso de las doce.
—¿Algo más?
—El jefe de detectives quería hablar con usted. Al parecer han podido interrogar al asesino de Kirov.
—Dígale a Markus que pase.
El subteniente se dirigió hacia la puerta, pero al apoyar la mano en el pomo para abrirla, unas palabras del comandante le detuvieron:
—Ilich…, muchas gracias.
El otro sonrió y salió cerrando con suavidad, mientras el comandante se recostaba en el asiento. Por un lado le agradaban aquellas muestras de afecto y apoyo, pero, por otro, le molestaban enormemente: la popularidad no era buena amiga en el nuevo régimen soviético.
—Camarada comandante…
Las palabras de Markus lo alejaron de sus reflexiones.
—… Nikolayev ha prestado declaración.
—Resúmamelo.
—Confiesa que ha asesinado a Kirov, pero mantiene que actuó en solitario.
—¿Cómo lo ha visto?
—Orgulloso de lo que ha hecho. Se cree la reencarnación de Gavrilo Princip cuando mató al archiduque de Austria en 1914 y provocó la I Guerra Mundial.
—Su pasaporte a la Historia.
—¿Cómo dice, camarada?
—Nada importante, Ilich. Es que me dan asco estos alquimistas de la Revolución. Siguen pensando que una minoría puede provocar un cambio social. En el fondo desprecian a las masas.
—¿Nikolayev es así?
—Tal vez. Algunos pasajes de su diario me dieron la impresión de que lo único importante para él era trascender gracias a un acontecimiento importante. Fíjese que admiraba al grupo Narodnaya Volya y a su líder Zhelinbov.
—¿El que asesinó al zar Alejandro II?
—El mismo.
Markus carraspeó.
—¿Cuál es el siguiente paso, comandante?
—Estaré en Moscú un par de días. Proceda a revisar todas las armas y municiones de la Milicia. Quiero saber si alguna no está donde debiera.
El veterano detective le miró extrañado unos instantes.
—¿Hay algo que deba saber? —balbuceó por fin.
—Han encontrado los cuerpos de los tres asesinos de Borisov. Está claro que ha sido una ejecución, pero la NKVD sospecha de nosotros.
Después de que el detective abandonase el despacho, Litonev encendió el último Lucky Strike. Abrió el cajón y recogió las fotografías del diario de Nikolayev que aún no había leído. Podría leerlas durante el viaje. De repente, sus ojos se clavaron en el estuche de latón que guardaba la cinta. Apretó los puños y escupió con rabia:
—¡Maldito Zaporozhets! No pararé hasta que tus huesos se pudran en una celda.
DOS HORAS MÁS TARDE, el comandante llegó a su vivienda. Su gesto era de satisfacción, aunque su rostro reflejase las horas sin descanso. Se había reunido con los jefes de las unidades de la Milicia en su despacho y el trabajo para las siguientes cuarenta y ocho horas —las que iba a ausentarse— había quedado encarrilado. Todos le mostraron su apoyo, comprometiéndose a proseguir con las pesquisas.
Cuando entró en el piso, Nadezhda lo recibió en el pasillo con un beso. Después lo miró detenidamente.
—Se te ve destrozado —comentó.
—Y esta noche salgo para Moscú…
—¿Cómo es eso?
—El funeral de Kirov.
—Claro, como ahora eres un alto jerarca de la ciudad —respondió una voz grave desde el salón.
—¿Todavía está aquí Yuriv? —dijo Litonev.
—Sí, gracias a él ya hemos completado la mudanza.
—¿E Iván?
—Duerme.
El comandante se dirigió hacia la habitación y entró a hurtadillas. Se inclinó ante el bebé y le besó en el moflete. Después regresó casi de puntillas hasta el salón.
—Yuriv, gracias por tu ayuda. Con tanto trabajo yo no hubiese podido…
—No te preocupes. Lo hago por mi sobrino, no por vosotros.
—¡Idiota! —dijo su hermana golpeándole en el hombro.
—Nadia, cariño. He de descansar algo antes de salir. ¿Te encargas de mi equipaje?
—¿No vas a comer nada?
—Comí un poco en la cantina de la Milicia. Además, tengo más sueño que hambre.
—Debes cuidarte —dijo Yuriv con una sonrisa—. A los ciudadanos de Leningrado no les agradaría que sus héroes se murieran de agotamiento.
Litonev le miró extrañado y le preguntó:
—¿Por qué dices eso?
—Hoy, con la mudanza, he recorrido la ciudad de un extremo a otro. En todos los lados se hablaba del nuevo jefe de la Milicia.
—Espero que sea para bien.
—Se decía que te habías enfrentado a la Policía Política. Y los soldados en las calles se están encargando de exagerar la hazaña.
«No ayuda nada esa popularidad», se dijo Litonev. «La NKVD se encargará de que nunca me nombren jefe definitivo de la Milicia en Leningrado». Luego se hundió en el sofá, pero su mirada se clavó en un montón de revistas, periódicos, libros y papeles viejos.
—¿Y eso?
—Estaban en el desván de la otra vivienda —contestó Nadezhda—. Mañana haré una selección y tiraré la mayoría.
Litonev se levantó y se dirigió a la pila. Cogió el Pravda amarillento de encima y, después de leer los titulares, lo abrió:
—¡Mi ascenso a capitán en 1929! —exclamó.
—Esos reportajes los guardaré, pero el resto va a la estufa —comentó Nadezhda para añadir—: Voy a calentarte algo de sopa. —Y se alejó hacia la cocina.
El comandante continuó rebuscando, con cierta euforia, entre aquel montón de recuerdos: su ascenso a comandante, el fin de la guerra civil, la muerte de Lenin, el ascenso de Stalin, el destierro de Trotsky… Aquellos viejos papeles contenían su historia y la reciente crónica de la Unión Soviética.
—Os voy a dejar. Tengo el turno de mañana y he de madrugar —dijo Yuriv poniéndose en pie.
—Puedes quedarte. Hay camas de sobra —ofreció Litonev sin mirarle, pues seguía husmeando en la pila de periódicos.
—Prefiero irme, así bebo un vodka en la taberna de…
—¿Qué es esto? —se preguntó extrañado Litonev, extrayendo del montón una carpeta con bordes floreados, como las de los escolares, que nunca había visto antes.
La abrió. En el interior encontró recortes de prensa de 1929. En todos se narraba el atentado fallido contra Stalin en la celebración del 1 de mayo. El resto de los papeles eran noticias relacionadas con la colocación de la bomba que nunca explotó. «La Policía y la Milicia buscan a dos hombres como autores del atentado», leyó en un titular.
—Cariño, te he calentado… —dijo Nadezhda, pero se detuvo en la puerta, callando de pronto.
El silencio obligó a Litonev a alzar la vista. Su mujer, pálida e inmóvil, contemplaba a Yuriv.
—Nadia, ¿te ocurre algo?
—Que le da pena que me vaya —intervino Yuriv, recogiendo el abrigo.
Nadezhda depositó la cazuela encima de la mesa del salón y acompañó a su hermano hasta la salida. Allí cuchichearon algo, que el comandante no llegó a descifrar. Cuando su esposa regresó al salón, Litonev, extendiéndole los recortes del atentado fallido, le preguntó:
—¿Por qué guardabas esto?
Ella les echó una ojeada rápida.
—No sé —respondió despreocupada—. Tal vez porque nos conocimos por esa época y Moscú estaba bello en primavera. Después sonrió, se sentó a su lado y le dio un beso.
—Ah, claro, el 1 de mayo en Moscú.
—¿Te acuerdas?
—Ahí nos conocimos.
—Recuerdo que, después del desfile, me dirigía con Yuriv a la estación para regresar a Leningrado y…
—Caminaste hacia mí y me preguntaste —Litonev agudizó la voz, dulcificándola—: «Camarada general, ¿cómo llegamos hasta la estación del ferrocarril?».
—«No soy un general, soy capitán» —citó ella, imitando la voz grave de su marido, y añadió—: «Y, lo siento, camarada, tampoco conozco Moscú. Soy de la Milicia de Leningrado y me han destinado unos días a la custodia del acto».
—Entonces me dijiste que vosotros también erais de Leningrado.
—Y ya van cinco años juntos —exclamó Nadezhda y posó la cabeza sobre el hombro de su marido.
Litonev le acarició los cabellos y susurró:
—De aquella llevabas el pelo tan corto como Yuriv. Parecías un chico.