9: Asalto a Carboníferas

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Asalto a Carboníferas

No fue difícil encontrar las oficinas de Carboníferas, sólo necesité preguntar a dos transeúntes. Como había dicho el abogado, estaban situadas en el bajo de una vivienda de dos plantas, de las cuales sólo estaba habitada la primera, en la que vivía aquel anciano que había dicho el abogado que estaba casi sordo. La entrada a las oficinas era independiente. Habían sustituido el cristal, era fácil distinguir cuál de los tres, la silicona de las juntas no se había limpiado aún. Comprobé la puerta, no era de seguridad, sino de aluminio, con cristales biselados y cerradura convencional; sería fácil de abrir. Miré las juntas de las ventanas y la puerta, entre ellas se divisaba el cable que conducía a la alarma que acababan de colocar: un modelo sencillo, barato, de los que simplemente suenan; no era una de esas modernas, inaudibles pero que retumban en la central y luego se avisa a los cuerpos de seguridad. No se habían gastado mucho en ella, lo que pretendían era que, si alguien asaltaba las oficinas, la alarma sonara y ahuyentase al intruso o permitiese que el vecino la oyera y llamase a la Policía o a la Guardia Civil. Era muy fácil desconectarla, con cortar los cables sería suficiente. Y entrar allí estaría chupado, el día ideal era ese mismo por la noche. La estadística dice que cuando se produce un robo en un lugar no se vuelve a producir al día siguiente, y menos cuando se ha instalado un sistema de seguridad que antes no existía. Pero no podía hacer aquello solo, necesitaba ayuda; por eso llamé a la teniente.

—¿Dígame?

—Rosario, soy Ramalho.

—Me tienes que echar una mano esta noche, tengo que hacer una pequeña operación.

—¿Qué operación?

—Quiero entrar en las oficinas de Carboníferas. Quiero ver los archivos de personal.

Silencio.

—¿Rosario? ¿Me oyes?

—Sí, te oigo, pero preferiría no hacerlo. Estás chiflado. Quieres que te ayude a asaltar las oficinas de Carboníferas. No estás bien. No sólo quieres hacerlo, sino que además quieres que te ayude a cometer un delito. Venga, Ramalho, ¡no me toques los ovarios!

—Relájate, Rosario. Pienso entrar yo solo, con tu ayuda o sin ella. Sólo quiero que me des cobertura.

—¿Cobertura? Explícate.

—Entro yo solo. Tú te quedas a unos metros, con un coche oficial camuflado. Si llega la Policía Local les dices que se larguen, que hay una operación en marcha y que no conviene que se vean coches policiales en los alrededores. Ninguna patrulla va a cuestionar lo que tú le digas. Sólo necesito media hora.

—Ramalho, ¿para qué quieres esos archivos?

—Creo que allí están los archivos del personal de Infierno. Los necesitamos, Rosario, el asesino está de una forma u otra relacionado con Infierno. Necesitamos esos archivos para pasarlos por informática y ver si alguno tiene antecedentes penales.

—Si se piden a través del juzgado, la empresa está obligada a entregarlos.

—No. La empresa puede tener cuestiones ilegales en los archivos y cuando vea que el juzgado los pide puede borrar esos datos.

—No tienen por qué enterarse.

—Rosario, no seas ingenua, nada más que pidamos la orden de entrada y registro, algún funcionario del juzgado lo va a filtrar. Recuerda que los sueldos son pequeños, se llega con dificultad a fin de mes y una filtración de esas se paga bien. ¿No se filtran los sumarios de la Audiencia Nacional? El dinero lo puede todo, Rosario. Ayúdame.

Silencio.

—Con una condición.

—¿Cuál?

—Quiero una copia de esos archivos y entras tú solo.

—A las doce de la noche, delante de las oficinas.

—A las doce. Debo de estar idiota para aceptar ser tu cómplice.

—A lo mejor te estás enamorando de mí y no puedes resistirte a mis encantos.

—Puedes estar seguro.

—Una cosa más, Rosario. ¿Qué se sabe del todoterreno negro? ¿Y de los perros degollados?

—Nada. Sigo con ello.

Revisé mis herramientas de trabajo: la caja de ganzúas y el arco de llaves maestras siempre iban conmigo; mi ordenador portátil y los discos con las claves para la apertura de archivos; las pinzas de conexión y demás utensilios, como la diminuta cámara de fotografías. Usted se preguntará de dónde había sacado todo eso. Pues verá, una cosa son las clases de la Academia, otra son las alcantarillas de la misma. Los profesores, allí, enseñan las reglas; entre nosotros nos intercambiamos las excepciones.

Volví de nuevo a Vega. Parecía que allí el tiempo era un elemento inerte, no contaba para nada, todo era idéntico a sí mismo un día sí y otro también. El transcurrir del tiempo sólo se notaba en el declive de la cuenca, era lo único que la obligaba a mirar hacia atrás. Pasé por el parque y vi a Paula jugando todavía, la saludé. El quiosco de su madre seguía aún abierto. En cuanto pudiese tenía que hacerle una visita a cierto cura y no iba a ser muy agradable con él. Caminé hacia la taberna-pensión de Pacita. Los tres abuelos seguían en su puerta sentados, eran parte del mobiliario. Se aproximaba la hora de comer, la única, junto con la de dormir, en la que abandonaban su posición de centinelas. Les saludé. Cuando entré me sorprendió la presencia de Zurdo, era una hora en la que debería estar con las ovejas por el monte.

—Buenos días, Zurdo. ¿Cómo por aquí?

—La paisana, mi tía, se puso mala esta noche y la tuve que llevar hasta urgencias a Ponferrada.

—¿Algo grave?

—No, al parecer es otra vez el azúcar. La tendrán en observación hasta mañana. Ya verás como no es nada, su salud es de roble.

—Me alegro. La verdad es que no ganas para desgracias, ya me enteré de lo de tus perros.

—Me están buscando y me van a encontrar. ¡Vaya que si me van a encontrar!

—¿Vas a comer aquí?

—Sí, ya le pedí la comida a Pacita.

—Si no te importa, te acompaño.

—Por mí, encantado. Como demasiados días solo en el monte.

Tomamos unos vinos en la barra haciendo tiempo para que Pacita nos fuera poniendo la mesa, una mesa que no era sólo para nosotros dos. Como siempre, se uniría a nosotros. Hacia las tres y cuarto nos sentamos a comer. Y no necesitábamos nada más que elogiar la comida de Pacita para que se levantase a por más. Ella se expresaba a través de la comida en aquel lugar. La conversación fue por todos los derroteros hasta que Zurdo mencionó algo que me llamó la atención.

—Mientras hacía tiempo en Ponferrada, esperando a que le dieran los análisis a la paisana, estuve dando una vuelta por allí. Es increíble cómo va creciendo. Ya comenzaron a hacer obras en La Castañeda, vaya borrachera de hormigón que va a ser.

—¿Qué es eso de La Castañeda? —pregunté intrigado.

—Otra ciudad que se va a construir en medio de la nada. Así como Las Vegas se levantó en medio del desierto, La Castañeda será una nueva urbe encima de los escombros de pizarra y carbón. Con la crisis de la minería, la zona de la térmica y su montaña de carbón desaparecen, el Ayuntamiento libera una cantidad enorme de terreno, miles y miles de metros cuadrados. Eso significa millones y millones de euros en plusvalías para las arcas municipales y millones y millones para los constructores. Bueno, no sólo para los constructores, más bien para el capital, pues el dinero invertido en el carbón se está desviando a la construcción. Hasta los Vallona han distraído capital para ciertas empresas constructoras. Pero esta vez lo tienen jodido; las grandes firmas de la construcción están muy interesadas, ya he oído que han hecho acto de presencia algunas. Curioso. En realidad, La Castañeda no significa nada más que la lucha de la gran burguesía nacional contra el caciquismo local. Muchos cadáveres van a quedar en las cunetas, muchos.

Aquello, aparentemente, no tenía nada que ver con las dos cuestiones que me habían llevado hasta allí: el asesinato de los exmineros, más el intento de homicidio de Llago y el tema de la Financiera Berciana. Pero a mí me educaron en el conocimiento dialéctico de la realidad: todo está relacionado. Y aunque en aquel momento no encontrase la conexión, estaba seguro de que alguna había, aunque fuese sólo de soslayo. Terminamos de comer y Zurdo se levantó con intención de ir a su casa a dormir una siesta, decía que apenas había dormido la noche anterior.

—¿Qué te debo, Pacita?

—Ja —que yo traduje por vete al carajo—. Zurdo, más te debo yo.

—Gracias. Tengo muchos corderos ahora, mañana te traeré uno.

Daba la impresión de que la economía mercantil no había llegado aún.

—Marcho para casa a dormir un rato y a leer, llevo unos días sin abrir un libro —siempre le había visto con un libro en el zurrón, era lo que hacía, se tumbaba en el monte mientras los mastines hacían su trabajo y leía.

—¿Qué estás leyendo ahora? —le pregunté.

—Estoy releyendo a Zola, Germinal. Sólo leo novelas de minería y creo que esa es la número uno.

Esa novela me la había dado a leer mi mãe hacía mucho tiempo.

—Me acuerdo de esa novela, el personaje que más me impactó fue Etienne, el líder de toda aquella cuenca minera. Por el contrario, el anarquista Souvarine me resultó algo desagradable —dije con cierta emoción.

—Ya, eso es porque aún no has vivido este mundo. Cuando lo mames como lo hemos mamado nosotros a lo mejor no te resulta tan desagradable Souvarine —dijo sonriendo.

—Si te gusta la literatura sobre las minas a lo mejor has leído una muy famosa que se titula Qué verde era mi valle, de un tal Richard nosequé —me acordé de esa novela pues mi mãe la odiaba, decía que era una porquería conservadora.

—Llewellyn. Richard Llewellyn es el autor —respondió sin vacilar—. No me gustó, pero no es de lo peor. ¿Sabes de lo que no han escrito todavía?

—¿De qué? —le miraba y veía tanta similitud entre mi madre y él que estaba seguro de que si se conocieran se llevarían estupendamente.

—De nuestro derrumbe. Mira a tu alrededor.

—Zurdo, si quisiera entender esta vida, ¿qué autor me recomendarías?

—Lee a Víctor Montoya, es un boliviano afincado en Suecia. «Ellos son los fantasmas que habitan mis sueños —decía, mientras se dirigía a la puerta—, los héroes que guían mis ideales y los maestros que estimulan mis fantasías, a ellos les debo mi eterno agradecimiento», así nos define. Si quieres saber algo de este mundo, lee a Montoya.

«Lee a Montoya», me dijo, mientras se alejaba en dirección a su casa.

—Zurdo es buen niño —sentenció Pacita, ella que debía de tener diez años menos que él—, pero siempre estuvo algo chifláu.

«Algo chifláu», decía Pacita. Se equivocaba. Zurdo era la anomalía de un mundo que nos habían vendido como poblado de gente tosca, grosera e ignorante, sin cultura, con un lenguaje soez y vulgar, cuando no de violentos pendencieros que inundaron las montañas de Asturias y León imponiendo nuevas costumbres a los plácidos aldeanos que vivían una idílica existencia. Si aquello en algún momento fue verdad, cosa que dudo, Zurdo era la excepción.

Me fui a la habitación. Tenía que dormir, había quedado con la teniente esa noche y no sabía lo que podía durar toda aquella operación. Me desperté tarde, me duché y volví a la taberna e hice tiempo jugando unas partidas al dominó. Las perdí todas, las consumiciones corrían a mi cargo. A partir de aquel día todos querrían jugar conmigo, era un chollo, decían, siempre perdía, lo que hacía que sus consumiciones les salieran gratis. Cené de nuevo con Pacita.

—¿Y Eriko?

—Anda por el monte, se siente más a gusto entre los animales y los árboles que entre las personas. No te preocupes por él, sabe cuidarse.

No lo dudaba. Sobre las once llegaron los noctámbulos, como cada noche. Pacita se retiró y su hermano ocupó su lugar. La taberna se cerró. Aquello me permitía hacer tiempo hasta las doce. Lo difícil en aquel momento era marcharme sin crear suspicacias. Dije que me marchaba a tomar algo a La Cabaña, eso sí me lo creerían. Pero tenía que ser previsor; sobre las tres o las cuatro el hermano de Pacita e Iván irían por allí y debían verme.

Llegué antes de tiempo, pero la teniente ya me estaba esperando.

—Espero que sepas lo que haces —dijo.

—Pon un mensaje en tu móvil —le dije—, si ocurre algo me lo mandas. Yo tendré el móvil encendido, pero sin sonido.

—Ok —respondió, segura.

Aquello no le gustaba, pero se desenvolvía muy bien. Me dirigí hacia la puerta de acceso. Las llaves y las ganzúas las llevaba en la mano derecha; en la izquierda, el ordenador. Primero corté los cables de la alarma, luego mi objetivo fue la cerradura. Recuerdo que no se me resistió mucho. Era la más delicada, pues daba a la calle. Utilicé una llave de esas que se adaptan a cualquier cerradura y cuando eso ocurre se dejan fijas, son idénticas a las originales, abren cualquier puerta, salvo las de seguridad. Si aquello hubiese fallado siempre me quedaba la patada en la puerta, pero eso era algo que tenía que evitar. Iluminé los ordenadores con la linterna. Uno cualquiera serviría. Lo encendí. Nombre de usuario: Emgarcia. Lo siento por ti, Emgarcia, si descubren que alguien entró en los ficheros de la empresa verán que fue a través de tu ordenador, pensé. Faltaba la clave de acceso, ese era el segundo problema que debía resolver, después de la puerta. Coloqué la pinza en los contactos del ordenador y lo conecté al mío. El disco de claves numéricas ya estaba funcionando. Me indicaba que la clave podría ser de cinco dígitos, si era numérica. Tenía cien mil combinaciones. Cinco minutos. Nada. No ocurrió nada. La clave no era de dígitos, tenía que ser de vocablos. Cambié el disco por el otro. Veintiocho letras con posible repetición en cinco lugares, las combinaciones eran más de cien mil, pero el aparatito hizo su trabajo en tres minutos. Olivo, era la clave de acceso. Primer error, señor o señora Emgarcia, nunca se deben poner claves de acceso que estén en el diccionario, es lo primero que comprueba un aparatito de esos. Los archivos se abrieron de par en par, entré en ellos y fui grabando todo lo que tenían sobre personal. Aquello me llevaría diez minutos. Hice de tal forma la conexión que según se estuviese grabando la información fuese remitida instantáneamente a mi ordenador de la comisaría, en Madrid. Era una copia de seguridad. Después continué hurgando en las tripas de aquel bicho. Tuve mucha suerte, estaba conectado en red con la base de Madrid y con la sede de Ponferrada. De repente, el móvil vibró. Un mensaje. Lo miré: «Atención». Me asomé a la ventana: una patrulla de la Policía Local de Bembibre se había detenido al lado del coche de la teniente. Estaban hablando. No había peligro, se desharía de ellos en unos segundos. Así fue y la patrulla continuó su ronda. Supongo que les diría que estaba en una vigilancia especial y que convenía que no se viesen uniformes en los alrededores. Continué sumergiéndome en las cloacas de aquel ordenador. Todo, necesitaba grabarlo todo. Aquello me llevaría una hora más, como mínimo, pero estaba dispuesto a copiar todos los archivos. Cambié el disco, estaba lleno, coloqué otro, no sabía cuántos discos me llevaría pero iba preparado.

«Archivo protegido, La Castañeda», decía. Tuve que volver a aplicarle el dispositivo de claves para poder acceder. Las palabras de Zurdo sobre La Castañeda me habían llamado la atención. Si había un archivo era la prueba de que los Vallona estaban relacionados o interesados en la «borrachera de hormigón». Aquello se estaba alargando, estaba consiguiendo más datos de los que esperaba. Miré el reloj: eran ya las dos y media. Otro mensaje de la teniente: «No m toqes ls ovarios Rmlho, sal ya». «Relaja, aquí hay mucha información», le devolví el mensaje.

Eran casi las tres cuando el ordenador pitó: toda la información había sido copiada. Recogí todo y preparé las llaves para cerrar de nuevo la puerta. Convenía disimular lo máximo posible. Tarde o temprano descubrirían lo que había ocurrido, pero cuando viesen que sus archivos estaban en una comisaría de Madrid se terminó cualquier tipo de denuncia, se limitarían a callarse. Cerré la puerta. Salvo los cables de la alarma cortados todo quedó como estaba. Nadie se daría cuenta de ellos hasta que no hubiese un robo o algo parecido y comprobaran que aquel trasto no había sonado. Pero si se corría la voz de que allí no había dinero a lo mejor tendría que transcurrir un año como mínimo para que eso sucediese.

La teniente continuó en su puesto hasta comprobar que había arrancado mi coche sin ser visto. Nos dirigimos al punto de reunión, la gasolinera del puerto de Manzanal, abierta toda la noche.

—Espero que hayas grabado todo lo que nos interesa, tiempo has tenido —me espetó nada más entrar en la cafetería.

—Está todo.

—Mis copias —ordenó.

—Tranqui, coño. Pide unos cafés mientras te hago una copia.

Se dirigió a la barra. Hice una copia del personal que trabajaba en Infierno. Del resto de la información que había extraído no le dije nada.

—Te encargas tú de pasar los nombres por los archivos —dije cuando volvió.

—Lo que viene a continuación es cosa mía, despreocúpate —aseveró de forma rotunda.

—¿Tardarás mucho en tener toda la información?

—Tengo poca gente, pero espero tener todo mañana antes de la hora de la comida. No, espera, mañana me es imposible. Hasta dentro de dos días, nada.

—Supongo que un día más no tiene importancia.

—Una cuestión, Ramalho. Todo lo que has hecho hace un momento, abrir las puertas con ganzúas y llaves falsas, hurgar en los ordenadores y copiar sus archivos, eso no se enseña en la Academia. O eres un agente especial camuflado hasta para tus propios compañeros o has aprendido más en las calles que en la Policía. ¿Qué eras antes de ser policía?

—Bebé.