8: Un recreo en la guerra

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Un recreo en la guerra

Mire, Coque, el hermano de Pacita, no tendrá mucha formación cultural y, si me apura, ni siquiera es muy inteligente, pero cuando el alcohol va haciendo efecto en su sangre es lo más parecido a una cotorra que conoce a la perfección las alcantarillas de Vega. Le puedo asegurar que sería la última persona de este mundo a la que le encomendaría un secreto. En fin, ese abogado no había llegado ni a la barra, ni siquiera le había dado tiempo a pedir algo y ya me estaba contando toda su vida.

—Hola, abogado —me acuerdo que le saludó así, mientras el picapleitos se colocaba en una esquina de la barra y le hacía un gesto con la mano a modo de saludo—. Es un buen tipo, podría haber llegado muy alto, pero no se vende. «No me vendo ni al precio de la necesidad», me dijo cuando Vallona le hizo una oferta para que retirara la demanda que interpusimos contra la empresa por mi despido. Pero no ha tenido mucha suerte en la vida. En las últimas elecciones municipales se presentó, es concejal, no me acuerdo de qué concejalía es responsable.

Miré al abogado. Tenía la sensación de que algo de luz podría aportar.

—Esta ronda es mía —les dije—, pedid lo que queráis. Pero llamad al abogado, parece que está solo y qué más me da invitar a dos que a tres.

Llamaron al abogado y nos presentaron. Mateo, se llamaba. Se sentó a nuestro lado, se notaba que deseaba hablar con alguien.

—¿Cómo por aquí, abogado? —preguntó Iván.

—Nada, me han despertado. Esta semana estoy de guardia en el turno de oficio y hace dos horas la Policía Local de Bembibre ha detenido a dos gitanillos que habían entrado a robar en las oficinas que tiene Carboníferas allí.

—¿Robaron algo? —pregunté, intrigado.

—Nada, no les dio tiempo. Además, creyeron que en la oficina de Bembibre había alguna recaudación pero allí es el departamento de personal y no tienen nada más que los registros de todos los empleados de la empresa. Aunque la Policía no los hubiese detenido no habrían podido robar nada de valor.

—Supongo que saltaría la alarma y cayeron como pardillos —quería conocer los hechos, no por los dos asaltantes, sí por lo que se guardaba en aquellas oficinas.

—¡Qué va! Allí no hay alarma. ¿Además, para qué van a ponerla? No hay dinero. Fue un vecino el que llamó, rompieron con una piedra un cristal. Si llegan a cortarlo con un diamante no se entera nadie. El vecino es medio sordo y es el único que vive encima de las oficinas.

Aquello me interesaba. Igual no me servía para nada, pero tenía la impresión de que alguna noche tendría que hacer una visita a esas oficinas. No pudimos seguir con la conversación, Fernando y King habían vuelto y se acercaron al abogado.

—Mateo, nos tienes que arreglar unos papeles —le dijeron al abogado casi al unísono.

—No querréis que los arregle aquí y ahora —fue tajante, tuve la impresión de que no le agradaban mucho, pero él se debía a su trabajo—. Pasad por mi despacho y hablamos.

—El martes, que descansamos —dijo Fernando.

—El martes os espero.

Demasiada amargura en aquel abogado. Me recordó a aquel otro interpretado por Paul Newman que iba por los velatorios entregando su tarjeta de visita para lograr clientes, no sé si usted ha visto esa película. Algo había ocurrido en su vida que lo había transformado. Mateo era uno de esos especímenes que se niegan a creer lo que está ocurriendo, pero al parecer este era honesto y su ética aún le impedía venderse a gente como Vallona. Estaba seguro de que me iba a ser útil en todo aquel entramado.

Eran casi las siete de la mañana. El hermano de Pacita e Iván estaban como peonzas, sus venas ya no soportaban más alcohol y tenía la impresión de que su estómago tampoco. El abogado estaba de una pieza, se había levantado hacía unas horas y sólo había tomado zumos. Yo estaba perfectamente sobrio. Si algo aprendí de mi abuelo fue eso: nunca pierdas la razón, luchamos contra un enemigo muy poderoso y nos quiere dementes, pero nosotros mantendremos la cordura. Eran los consejos de un viejo anarquista que terminó siendo un furioso comunista.

Emprendimos el camino de regreso a Vega. El coche lo conduje yo, pues aquellos dos no estaban para nada más que para dormir la mona que llevaban. Aparqué el coche a la puerta de la pensión de Pacita y los desperté. A continuación pasó el abogado, que se despidió con un breve toque de claxon. Me fui a la cama, tenía muchas cosas que hacer al día siguiente. Cuando llegué a la habitación Eriko ya no estaba; supuse que había ido a trabajar. Miré los libros que había dejado encima de la mesita, libros nuevos, sin estrenar, pero que ya eran viejos. Eriko no lo había podido disimular, había pasado mil y una veces por cada una de las ilustraciones, sin importarle que sus huellas quedaran impresas. Estaba claro que todas aquellas fotografías le habían impactado. En fin, ya tendría tiempo de tener una conversación con él. Me tumbé y puse el despertador para las once; con tres horas y pico de sueño, suficiente; ya dormiría mejor mañana, pensé.

En cuanto me desperté me dirigí hacia el quiosco del pueblo. Estaba en un lateral de la carretera, en un pequeño parque que enlazaba con una pista cementada que debía de utilizarse sólo en los bailes de las fiestas del pueblo. Entré en el quiosco. Me llamó la atención la joven que lo atendía, y digo joven ahora que conozco su edad, porque si alguien me hubiese preguntado entonces no podría haberle respondido con exactitud. Era bonita, de eso sí estaba seguro, pero su rostro estaba como esculpido en piedra, con arrugas ligeras y misteriosas. Su aspecto invulnerable me sedujo desde el primer momento. Compré la prensa nacional y un periódico provincial; quería ponerme un poco al día con las noticias. Me fui hasta el parque: daba el sol, el clima era agradable ese día para estar a las puertas del otoño.

Dos niños jugaban a las canicas y una niña les miraba. Cuando se cansaba de observarles, daba diez saltos con su comba y volvía a la operación del fisgoneo. Abrí un periódico nacional. De nuevo resurgía aquel asesino: «Cero mata de nuevo», rezaba el titular. Leí la noticia. Aquel justiciero que apenas hacía diez días había matado al banquero Lesme había vuelto a actuar. Al parecer había cosido a tiros a un famoso traficante de armas al que un fallo judicial había dejado en libertad días atrás. Cerré el periódico y pensé un momento en Cero. No sé la razón por la que se me antojó que, fuera quien fuese ese individuo que se hacía llamar así y que se había convertido en juez, jurado y verdugo, tendría algo que ver con la Guardia Civil, la Policía o los juzgados. Mi intuición me decía que lo de Lesme y lo de aquel traficante de armas no tenía nada que ver con ajustes de cuentas. Recuerdo que cuando pensaba en ello la niña que jugaba a la comba se acercó a mí, apenas me di cuenta de ello hasta que levanté la vista y la vi observándome, de pie.

—Hola, me llamo Paula. ¿Y tú?

—Ramalho.

—¿Ramalho? ¿Eres portugués?

—No, nací en España.

—¿Eres nuevo en Vega?

—Sí, acabo de llegar.

—¿A qué te dedicas?

—Soy un policía secreto.

—Ah.

Se sentó a mi lado y dejó en una esquina del banco la comba. Los pies le colgaban. Ocho, nueve años, le calculé.

—¿Y qué hace un policía secreto?

—Busca a los malos que están escondidos.

—Ah, ¿y qué hace cuando los encuentra?

—Los detiene, les pone las esposas para que no escapen y se los lleva al juez, que es el que dice el castigo que se les pone.

—¿Los que pegan a las mamas son malos?

—Muy malos.

—¿Y los que roban?

—También.

—Ah —algo quería decirme aquella niña, pero no sabía adónde quería llegar—. Sabes, el quiosco donde has comprado el periódico es mío.

—No me digas.

—Sí, la que te lo ha vendido es mi madre. Se llama Luci. Y no tiene novio —sonreí. Aquella pequeña cotorra haciendo de Celestina de su madre.

—Parece muy guapa.

—¿Te gusta? —me acababa de cortar, la pequeña cotorra me había dejado sin habla; me limité a sonreír—. Si quieres te la presento.

—No, ya soy mayor, sé presentarme solo —volví a sonreír—. ¿A qué jugabas?

—A nada. Ellos son mi primo Tomás y su amigo Luis, están jugando a las canicas y los muy idiotas no me dejan, dicen que no es para niñas. Por eso me aburro y salto a la comba. A veces, si hace frío, entro en el quiosco y ayudo a mi madre a vender los periódicos.

—¿No juegas con esos aparatos?, ¿cómo se llaman?, ¿la Game Boy o la Play Station?

—No, sólo cuando voy a casa de mis primos. Yo no las tengo, somos pobres, ¿sabes? —aquella sinceridad, aquella inocencia, me dejaba sin defensas.

—Te entiendo, yo también soy pobre. De pequeño tampoco tuve muchos juguetes.

—Y esos tontos no me dejan jugar con ellos.

Pensé en mi mãe. Si ella hubiese estado allí, habría ido a los niños, a lo mejor les hubiese agarrado por las orejas para pedirles explicaciones. Intentaría hacerles razonar. Cuando los convenciera, aunque fuera por aburrimiento, aquella niña se pondría a jugar con ellos, le habrían dejado un hueco.

—¿Vienes aquí todos los días?

—Sí, cuando salgo del colegio vengo aquí a buscar a mi madre.

—Entonces, nos vemos mañana, ¿amigos?

—Sí, eres mi amigo, hablas conmigo.

—No le digas a nadie que soy policía, será nuestro secreto. ¿De acuerdo?

—¿Vas a buscar a los malos? —me miró sin pestañear.

—Sí —me levanté y sonreí—, voy a buscar a los malos.

Saltó del banco y caminó a mi lado. De repente, como si susurrase, dijo:

—Ramalho…

—Dime, Paula.

—Los sacerdotes que tocan a las niñas, ¿son malos?

Lo comprendí en seguida, eso era lo que me quería preguntar desde que le dije que era policía.

—¿Dónde las tocan? ¿En la cabeza o por todo el cuerpo?

—Por todo el cuerpo.

—Esos son malos, muy malos. Si conoces a alguno me lo dices y yo le castigaré. ¿Me lo prometes?

—Sí.

La dejé allí mirando cómo jugaban aquellos dos niños a las canicas. Tal vez no soy capaz de razonar como mi mãe, pero me han enseñado a actuar para conseguir los mismos resultados que razonando. Por eso entré de nuevo en el quiosco.

—Le vi sentado con mi hija, espero que no fuera muy pesada con usted.

—¿Pesada? Qué va, es un encanto.

—Es una pequeña cotilla, habla y habla.

—Ya, pero fíjese, le apuesto lo que quiera que no le dirá un secreto que tenemos los dos. Le he dicho que soy policía secreto y que no se lo diga a nadie. Verá cómo no lo dice.

—¡La pobre! Seguro que le ha creído. Pero no se preocupe usted, me lo acabará contando, el problema será cuando se entere de que usted trabaja en Infierno —dijo, y se le notaba que se arrepentía después de hacerlo, era como si se descubriera, como si me diera a conocer que ya estaba enterada de quién era yo.

—Ha sido un juego. Pero se ve que lo cuenta todo, hasta me ha dicho que usted no tiene novio —se puso colorada de repente—; por eso le dije que era policía secreto, para ver cuánto tarda en contarlo.

—Esta niña… nada más que me vea me lo dirá —me miró y se debió de preguntar la razón por la que había vuelto a entrar en el quiosco—. ¿Quería algo más?

—Sí, una bolsa llena de golosinas.

—¿De qué le pongo?

—De todo, es para ellos —señalé a su hija y a los otros dos muchachos—. Lo que más les guste.

—Un regalo. Es eso, ¿no?

—Sí.

Llenó una bolsa con un arco iris dulce: gominolas verdes, moradas, rojas; regaliz rojo, negro; caramelos rodeados de papel de mil colores.

—¿Tiene canicas?

—Sueltas y en bolsas de cinco.

—Añada una bolsa de cinco.

Me dio una bolsa con todo, veinticinco euros. Salí al parque y me dirigí hacia los dos niños que jugaban a las canicas y hacia Paula, que nada más verme se acercó a mí. Miré para atrás, su madre había salido a la puerta del quiosco y estaba apoyada en el marco observando lo que pasaba.

—Hola, me llamo Ramalho, soy amigo de Paula. Os he comprado esta bolsa de golosinas para los tres. Pero sólo os la daré con una condición.

—¿Cuál? ¿Cuál? —gritaron a dúo los dos mozalbetes.

—Que tenéis que enseñar a jugar a las canicas a Paula. Y tenéis que ser capaces de que aprenda cuanto antes.

—Eso está chupao —volvieron a gritar a coro.

—Que quede claro que como no la dejéis jugar o no la enseñéis me voy a enterar y nunca más habrá golosinas, ni a lo mejor otros regalos.

Le di la bolsa con las cinco canicas a Paula y también la bolsa de las golosinas: si no la dejaban jugar no tenía que darles nada, todo era para ella. Pero no hizo falta vigilarles, Paula era la dueña de la situación. A partir de ese momento conseguiría que le dejasen jugar. Da igual la edad, la raza o el sexo, el que manda siempre es el que tiene la posesión de los bienes, hubiese sentenciado mi mãe. Su madre seguía apoyada en el marco de la puerta.

—Tiene mano con los niños —dijo.

—No, simplemente me acordé de lo que mi mãe hubiese querido poner en su sitio y yo he ayudado algo. No te olvides —de repente comencé a tutearla— de decirme si te cuenta nuestro secreto.

—Estoy segura de que me lo contará, nada más que esté a solas conmigo —sonreí, yo no estaba tan seguro.

Me despedí guiñándole un ojo, ni siquiera sé por qué lo hice. Volví a la pensión. Pacita estaba, cómo no, detrás de la barra.

—Pacita, una pregunta: ¿cuántas parroquias hay en Vega?

—Una, y para la gente que va, hasta sobra —dijo casi sin mirarme, seguía atareada con los vasos del fregadero.

—¿Quién es el cura?

—¿El cura? El de siempre, la momia de don Tirso.

—¿Es muy mayor?

—Es el cura de siempre, debe de tener cien años, por lo menos. No se sabe ni los que tiene. ¿Qué quieres, irte a confesar? —sonreí por la ocurrencia.

—No, no, era simple curiosidad.

—Ja —lo traduje por vete al carajo y no me molestes.

Me quedaba poco tiempo para entrar a trabajar en Infierno, tenía que darme prisa en resolver algunas cuestiones. Y la primera era echar un vistazo a las oficinas de Carboníferas en Bembibre, las que habían querido asaltar aquellos gitanillos que nos dijo el abogado.