7
Las noches en Vega
Si uno no tiene nada que hacer, le puedo asegurar que las tardes son interminables en Vega. Y hacía frío. Nadie por la calle, sólo algunos niños jugando en la pista de baile: un gran bloque de hormigón extendido sobre una de las orillas del río que ganaba unos cuantos metros a la ribera. Me hacían gracia los juegos de los chavales: las nuevas tecnologías no les habían llegado y seguían enfrascados en esos juegos ancestrales que unen y no separan. Hasta me quedé mirando a dos chicos entretenidos con las canicas; creí que ya nadie se divertía con ellas.
Caminé por el pueblo sin un rumbo fijo. Me detuve ante la Casa de la Cultura. Entré. Me gustó, ¿sabe?, me gustó. Es difícil encontrar alguna así en una gran ciudad. Tenía un pequeño salón social, para unas doscientas personas, que también debía de servir para teatro e incluso para cine cuando le ponían una pantalla. Era una sala polivalente. Subí a la primera planta. Allí estaba la biblioteca. Una señora mayor con gafas diminutas atendía la sala, en la que una docena de jóvenes estaban estudiando; supuse que eran los pocos que iban al instituto de Bembibre. Tres ancianos repasaban los periódicos del día y algunas revistas atrasadas. El silencio era absoluto, una forma de respeto que ya casi se me había olvidado que existiese. La última vez que estuve en una biblioteca de Madrid todo era ruido. Me hice socio. A los socios nos dejaban sacar dos libros. Aproveché para sacar La historia de la filosofía de la ciencia, de John Losee, sería un buen momento para releerla. También saqué una novela de Donna León, Mientras dormían. Sabe, siempre me gustó alternar lecturas: una fuerte, concentrada, de las que hacen que los sesos te echen humo; y, otra, ligera, que no te haga pensar demasiado. Tenía quince días para devolverlos, suficiente.
Tal vez usted opine que no era muy buena idea sacar libros para leer en mi nueva misión, eso haría sospechar que no era un trabajador al uso. Pero le digo una cosa, en eso se equivoca. ¿Sabe usted que mi tierra, Langreo, cuenca minera por antonomasia, fue declarada por la UNESCO hace años el kilómetro cuadrado más culto del mundo? Ahí tiene uno de los grandes errores, de los grandes tópicos, cuando se analiza el mundo de la mina. Siempre se ha pensado que está lleno de seres analfabetos, de acémilas que sólo saben sacar carbón. Pues se equivocan. Mire usted, la cantidad de casas de cultura que tiene por mil habitantes supera con creces a cualquier zona de este país. Y en la clandestinidad, cada hogar era una biblioteca. Se decía que sólo había dinero para vino y juergas, pues ahí hay otro error, se juzgaba a la mayoría por la forma de actuar de una minoría a la que alguien interesó vender como la generalidad. El mundo de la mina, una gran masa de analfabetos, ¡qué risa!
En fin, no me enrollo más. Me fui hasta la pensión y me tumbé en la cama. Comencé a leer el libro de Losee, pero lo dejé a la mitad del capítulo dedicado al análisis y la síntesis en Aristóteles. Rosario fue la culpable de que no pudiera seguir. Me llamó desde el cuartelillo. Algo grave, pensé.
—Ramalho, te lo dije: algo iba a ocurrir.
—¿Qué pasó?
—Han degollado tres perros de la majada de Zurdo.
—¿Crees que tiene algo que ver con los asesinatos?
—Seguro, no hay duda. Ayer se vio el todoterreno por las calles de Vega y hoy esto. Va a por Zurdo, es el siguiente de la lista.
—¿Qué quieres que haga?
—Nada, déjamelo a mí. Tú sigue integrándote entre ellos y prepárate para cualquier cosa.
Algo se estaba cociendo. Había estudiado las pautas de comportamiento del asesino. Siempre actuaba una vez cada tres o cuatro meses. Después parecía que se lo tragaba la tierra. Aquello era distinto. Tenía la impresión de que antes de intentar asesinar a los tres que le quedaban los iba a ir cercando, instalándoles en el terror, que vivieran con pánico hasta que deseasen su propia muerte.
Aquella noche el menú de la cena había cambiado. Ya no hubo huevos y chorizo frito con patatas, esa noche tocó tortilla francesa con cuatro espárragos. Pacita también se sentó a cenar conmigo, aquella mujer no era capaz de cenar o comer sola, necesitaba sentirse acompañada. A las once, como todas las noches, hacía la entrada su hermano. Cenaba y atendía la barra, mientras jugaba una partida. Como cada noche quedaban una docena de parroquianos. Zurdo esa noche no acudió, pero estaba presente en la conversación de todos. Sus perros y él eran el monotema de la velada. Era curioso, en las cuatro horas en las que quedaba aquella docena de clientes el hermano de Pacita hacía tanta caja como ella en todo el día. Cada uno tomaba unas tres copas; por doce personas, eran treinta y seis copas; a unos tres euros, daba un total de ciento ocho euros, noche tras noche. Todos bebían cubalibres. A las tres de la mañana levantaron el campamento, cada uno para su casa, menos el hermano de Pacita y su compinche, que iban a continuar la juerga por su cuenta. Acepté su invitación y me fui con ellos, necesitaba más apóstoles. El coche lo conducía Iván, a su lado iba Coque y detrás yo. Me fijaba en la forma de conducir de ese Iván, iba demasiado alegre con el volante.
—Vete más despacio Iván, puede haber un control de la Guardia Civil —dijo el hermano de Pacita—. Como te manden soplar, la hemos cagao.
—Tranqui, coño, me han chivao que hoy no ponen el soplímetro ese.
—Espero que tu primo el picoleto no te haya mentido.
—A estas horas no andan por aquí, están en el alto de Manzanal tomando un café y calentitos, que la noche es muy larga para todos.
El coche se introdujo por la antigua comarcal que iba hasta Bembibre. Y unos kilómetros antes, por un camino sin asfaltar, llegamos a La Cabaña. En otro tiempo debió de ser un chalé, supongo que de alguien que lo había tenido que vender o lo había perdido al hacerse el banco cargo de una hipoteca sin amortizar. Fuera como fuese, aquello era un club en medio de ninguna parte. Aparcamos el vehículo en el descampado que había delante. Entramos. Yo observaba todo con detenimiento; para eso estaba, para observar y sacar mis propias conclusiones. Cinco clientes con cinco chicas en la barra. Todas vestían bañadores, o eso era lo que parecía, excepto una que iba con minifalda y que estaba acompañada por el más borracho del lugar. Nos atendió el que por sus formas parecía el dueño de aquel antro.
—¿Lo de siempre? —les dijo al hermano de Pacita y al Iván ese.
—Sí, y para el guaje lo que quiera —dijo el hermano de Pacita. El guaje era yo, me había olvidado ya de esa forma de llamar a los chavales que entran en la mina y ahora me lo estaban llamando a mí.
—¿Qué te pongo? —me dijo el supuesto dueño de todo aquello.
—Una cola con una rodaja de limón —respondí, mientras seguía mirando a mi alrededor.
—¿Pepsi?
—Vale —respondí, sin importarme lo que decía.
Supuse que era el lupanar al que acudían esos dos todas las noches después de cerrar la taberna. Estaba seguro de que aquel lugar era una fuente de información importante. Los clubs siempre lo son, usted lo sabe, no hace falta que yo se lo diga. Ninguna de las chicas se nos acercaba, eso era síntoma de que esos dos poco se gastaban en ellas. Si eran clientes habituales, estaba claro que ellas les conocían bien y no se molestaban en acercase, era inútil, poco dinero les iban a sacar. Eran más bien amiguetes del jefe. Me fijé en él: alto y fuerte; treinta y tantos; si calzaba un cuarenta y cuatro ya tenía yo a mi primer sospechoso, sin saber si tendría motivos o coartada para ello.
—¿Qué, venís aquí todas las noches?
—Todas no —respondió el hermano de Pacita.
—Pero casi todas —continuó Iván.
—¿Venís sólo vosotros?
—Sí. Bueno, algunas veces nos acompaña alguien más, pero casi siempre venimos nosotros solos.
—Zurdo, ¿nunca viene? —estaba interrogándoles, necesitaba que me facilitasen toda la información que tuviesen o que pudiesen, esos dos hablaban sin parar, no era necesario presionarles.
—¿Zurdo? No, él juega su partida y se marcha para casa. Nunca le han gustado estos lugares.
—Pues hoy le hubiese venido bien venir.
—¿Por qué? —me preguntó el hermano de Pacita.
—No sé, lo digo por lo de sus perros. Venir aquí, a lo mejor, le relajaba un poco. Además, hoy andaba preocupado con la llegada al pueblo de un policía que estaba haciendo preguntas sobre unos asesinatos que han ocurrido. En realidad no sé de qué iba todo ello.
—De la cuadrilla —respondió el hermano de Pacita—. La puta cuadrilla. Se metieron en política y eso es lo que les está ocurriendo.
—¿Qué cuadrilla? ¿En política? —aquello me desconcertó.
—La cuadrilla de Picas, así la llamaban. Le tocaron durante mucho tiempo los cojones a Vallona, y ese no perdona. Además, siempre andaban en política. En la clandestinidad debieron de ser de una célula del PCE, luego anduvieron siempre liados en otros asuntos. La política es muy hijaputa.
—Pero la política no mata. Alguien los está matando. No se puede decir que sea la política, será alguien con nombre y apellidos.
—Alguien que les tiene ganas.
—¿Quién les puede tener tantas ganas como para matarlos?
—El patrón —abrí los ojos como platos—, si alguien les tiene ganas ese es Benito Vallona, el propietario de Infierno. Se las hicieron pasar muy pero que muy putas.
Benito Vallona, el accionista que había facilitado mi entrada en la empresa y que tenía amigos en la Policía. ¿Qué estaba pasando allí? Él no podía ser, no coincidía con la descripción, ese tal Benito tendría que tener más de setenta años, casi ochenta, a no ser que fuese un hijo suyo.
—Entonces, ese Benito Vallona dicen ustedes que les tiene ganas, pero ¿no es muy mayor ya?
—Ochenta años o así. Pero tiene dinero para pagar a cualquiera y que lo haga sin que se sospeche de él.
—¿De dónde le viene ese malestar con ellos?
—De siempre. Los odiaba. Fueron los únicos a los que no pudo doblegar. Compró a sindicalistas, sobornó a inspectores de trabajo, desmanteló secciones sindicales organizadas en la empresa, compró favores en la venta del menudo en la térmica de Ponferrada… Pero nunca pudo con la cuadrilla, fueron los únicos capaces de ponerle en jaque varias veces.
De repente no pude continuar la conversación con ellos, algo ocurrió mientras estábamos hablando. Se oían voces de la chica rubia que estaba en minifalda.
—Fernando, Fernando, me ha llamado puta.
El supuesto dueño de aquel local salió de la barra portando un bate de béisbol y dirigiéndose al cliente que había estado con la chica hasta ese momento en la barra.
—Si no quieres que te rompa la cabeza, ¡lárgate de aquí!
Aquel cliente caminaba con dificultad por el alcohol que llevaba en su cuerpo, se levantó del taburete y tambaleándose se dirigió a la puerta. Lo único que le impedía caerse era que el tal Fernando lo tenía agarrado por el brazo. Al llegar a la puerta, Fernando lo empujó al exterior, dio un traspié y cayó de bruces contra el suelo. Nadie se levantó para ayudarle. Fernando cerró de golpe la puerta y se dirigió hacia la chica que había gritado en busca de ayuda.
—Tranquila, Silvia, ya lo eché a la calle.
La chica se dirigió sollozando hacia el interior del local. Yo no me había enterado de lo que había ocurrido, ni creo que mis acompañantes estuviesen en mejor posición que la mía.
—¿Qué pasó, Fernando? —le preguntó el hermano de Pacita.
—Ese cabrón se atrevió a llamar puta a mi mujer.
Todo el mundo pareció comprender lo que decía menos yo. Cuando el tal Fernando se introdujo a consolar a su supuesta mujer me dirigí al hermano de Pacita, que parecía doctorado en puticlubs, para ver si me podía aclarar lo que estaba ocurriendo.
—No he entendido nada, ¿qué ha pasado en realidad?
—Ay, guaje, qué poco conoces de la vida. A estas chicas, aunque estén aquí, no les gusta que las llamen putas. Y menos a la dueña, o la mujer del jefe, si quieres. Además se ha sentido ofendida por otro motivo: hace casi un año que Fernando la retiró de todo esto. Ahora no hace reservados, sólo putea un poquito por la barra.
—Ah —respondí, más perplejo que al principio. Qué extraño era todo ese mundo.
Fernando era un chulo a la antigua usanza: la dueña o madame del local ejercía de su mujer; el resto trabajaba para ellos; comisiones en las copas y en los reservados; a cambio les ofrecía protección. Ya quedan pocos como él, la droga se los ha comido a todos. Pensé en Fernando, estaba claro que si conservaba el local con esa forma de trabajar era por algo. La razón sería lógica: Fernando era un confidente policial, estaba seguro. Pensaba en ello cuando un negro enorme hizo su aparición.
—Hombre, buenas noches, King —saludó el hermano de Pacita.
—¿Qué le pasó a ese de la calle? —dijo el recién llegado—. Tenía mala pinta cuando cogió el coche.
—Se pasó con Silvia —respondió el hermano de Pacita, que parecía nuestro embajador en el país de los chulos.
—Ah, entonces que se joda. ¿Anda Fernando por ahí?
—Sí, está consolando a Silvia —volvió a responder el hermano de Pacita.
—Bueno, pues lo espero.
—¿Qué tal la vida, King? —era el hermano de Pacita el que le interrogaba.
—Bien, acabo de llegar de Oporto, de traer dos chicas. Las he dejado en el hotel. Voy a ver si Fernando me las coloca aquí a las dos. En caso contrario tengo que ir a buscarles otro hueco por ahí.
—¿Y qué tal están? —otra vez el hermanito.
—Bien, ya las probarás. Son dos chavalitas de dieciocho, apenas llevan unos meses trabajando. Las voy a llevar yo a partir de ahora y te puedo asegurar que me van a dar mucho dinero.
—¿Morenitas? —siguió preguntando nuestro embajador.
—Sí —dijo King—, y jovencitas, están casi sin estrenar.
—¿Sin estrenar? No nos tomes el pelo. Bueno eres tú. Ya conocemos tus maniobras. Las habrás engatusado con algún pretexto, hasta puede que alguna venga enamorada de ti. La historia ya la conocemos, King.
King se desternillaba de risa mientras el hermano de Pacita seguía haciéndose el gracioso. Me dieron ganas de partirle la cara. Me contuve, bien sabe Dios que me contuve. En ese momento salió el tal Fernando y ambos se fueron detrás de las cortinas; a negociar, supongo. Yo intenté volver a la conversación que me interesaba con el hermano de Pacita, que estaba ya un poco alegre de lo que había bebido, sin decir nada de su amigo Iván, que caminaba por el borde que separa a los ebrios de los sobrios. Comenzaba a tutear a la autoridad de los cielos.
—Me extrañó mucho eso que me dijiste del tal Vallona. ¿Tú crees que sería capaz de matar a tanta gente sólo por una venganza?
—¿Capaz, dices? —sonrió, mientras se asestaba un lingotazo de la metadona que tomaba—. Benito Vallona es capaz de todo. Su familia ha sido la dueña de Vega. Hasta se permitió el lujo de presentarse a alcalde en las elecciones del 82 o el 83, no me acuerdo. Salió elegido por mayoría, los ignorantes creyeron que si él era alcalde iba a traer inversiones a la comarca y, a lo mejor, conseguía mejores contratos para el carbón. Mentira. Asfaltó las calles y caminos por los que sus camiones pasaban todos los días y lo hizo con dinero que no era suyo. Al hijoputa le salió todo gratis. El resto de calles quedaron como estaban. Al final, su cargo le sirvió para recalificar terrenos que antes eran zona verde, para que una constructora de Ponferrada los comprara y especulara con ellos. Todos llenaron el cazo; la otra razón fue mandar levantar una estatua a su abuelo, cuando en realidad era para él: «A Benito Vallona, 1870-1941, benefactor de Vega del Bierzo».
—Pero, cuéntale todo, cuéntale todo —animó Iván.
—La cabeza —empezó a reírse de repente y le acompañaba Iván—, jeje, la cabeza. Jajajá…
—La cabeza, eso, la cabeza. Jajaja…
Allí estaban los dos, partiéndose de risa, sin que yo supiera de qué iba todo aquello. Aún estuvieron así casi un minuto sin poder contener las carcajadas: lo que me tenían que contar y el alcohol servían de motor a sus risotadas. Seguía sin saber de qué se reían. Me armé de paciencia y esperé, y le digo la verdad, estuve a punto de comenzar a reírme yo también sin saber el porqué. Pero parecía que aquel brote había aminorado y comenzaba a narrarme la historia.
—La cabeza de la estatua, jeje, no duró ni veinticuatro horas. Alguien le dio con…
—Alguien, no; cuenta, cuenta.
—Bueno, se sospechaba de Zurdo y Picas. Al parecer le dieron con una maza y le arrancaron la cabeza a la estatua. Y pusieron a su lado con pintura: «Culpable. Pena: muerte en la guillotina». La cabeza no apareció jamás.
—Sí, sí, sí apareció.
—Es verdad, apareció años más tarde en Infierno. Qué susto se llevó aquel tipo cuando vio sobresalir una cabeza del escombro en la galería sexta.
Seguían riéndose, como si hubiesen sido ellos los protagonistas de una trastada de colegio.
—¿Y dónde está esa estatua ahora? —les pregunté.
—En el vertedero.
Otra vez volvieron las carcajadas. De repente se abrió la puerta de aquel club e hizo su aparición un tipo trajeado, pero de manera informal: americana cuidada, corbata, vaqueros de marca. No tendría más de cuarenta años, pero sin canas.
—Hombre, el abogado. Va a ser una noche completa —dijo el hermano de Pacita dirigiéndose a la persona que entraba en ese momento.
En aquel momento no me imaginé, ni por asomo, que la persona que había hecho su aparición allí pudiera tener la clave de tantas cuestiones de Vega.