6: Cortina de humo

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Cortina de humo

Que alguien desde Madrid se hubiese desplazado hasta Vega por orden de un juez era una novedad importante. Se suponía que el caso era mío. Aquella sopa de trucha no me estaba sentando nada bien. Pacita sentó a Zurdo en mi mesa y ella se colocó otro plato para acompañarnos. Era su manía, comer con los clientes sin preguntarles si les gustaba o no. Me agradó tener a Zurdo a mi lado, me permitiría hablar con él sin levantar sospechas.

—Sopa de truchas; hacía que no la probaba desde que estuve en Hospital de Órbigo, en la feria del ganado de Benavides —dijo Zurdo—. La tuya no tiene nada que envidiar a la de Hospital.

—Me alegra que te guste. Echa más vino —pero no se lo dejó echar, ella misma le vació la botella en el vaso. Era un gesto tosco de agradecimiento por los elogios hacia la comida.

—Yo nunca la había probado pero le tengo que decir que me está gustando mucho —dije para entrar en conversación.

—Ahora os traigo más —y se levantó veloz para ir a la cocina.

—O sea, que el lunes comienzas a mover vagonetas —dijo Zurdo sonriendo.

—Supongo que eso será lo que me manden. Nunca he trabajado adentro.

—Lo llevarás bien. Será más duro que freír hamburguesas, pero tienes pinta de ser trabajador.

—Espero que así sea. El trabajo está muy mal y sólo falta que me echen de este.

—¿Cómo conseguiste entrar en Infierno? Hace años que no meten a ningún español, sólo les interesan inmigrantes. Ya sabes, les pagan menos, protestan poco y se les puede mandar a los sitios más peligrosos sin que nadie diga una palabra.

—Por enchufe —no podía mentirle, se hubiese dado cuenta, por eso adorné la verdad—. Un tío mío conoce a uno de los accionistas y cuando no me renovaron el contrato en el McDonald’s le hizo una llamada y me dijeron que me incorporara. Hasta que encuentre otra cosa mejor, tiraré una temporada en la mina.

—¡Ten cuidado con lo que dices! —me llamó la atención su exclamación—. Muchos entramos como tú, diciendo eso de «hasta que encuentre algo mejor». Pero te digo una cosa, y no lo digo yo, lo dicen todos los que han trabajado dentro, la mina tiene algo que embruja. No sé qué es, no me preguntes, puede ser la gente, el trabajo, la solidaridad ante el peligro, qué sé yo… pero engancha, te lo aseguro. El día que dejes la mina, y ojalá sea pronto, acuérdate de lo que te digo: si nunca has llorado, ese día lo harás.

Pacita había llegado con otra sopera llena y calentita.

—Zurdo —le dijo, posando la sopera en la mesa—, ¿qué quiere ese policía?

—Qué va a querer. Lo mismo que antes la Guardia Civil. Están buscando al hijoputa que mató a los muchachos de la cuadrilla. Ahora nos han mandado un especialista de Madrid. Va a seguir los mismos pasos que antes los picoletos, pero no va a llegar a nada. Nada, Pacita. Están matando a la cuadrilla como si fueran conejos. Hasta al profesor, el Guaje, casi lo matan en Madrid, hace unos días. Te digo una cosa, y la digo como la siento: si la Policía o los picoletos tuvieran alguna pista y nos la dieran a Picas, a Zorro y a mí, te puedo asegurar que en menos de veinticuatro horas daríamos cuenta de ese cabrón.

Varón, blanco, complexión física atlética, entre treinta y cuarenta años, sobre un metro ochenta, calza un cuarenta y cuatro y puede ser aficionado o está relacionado con la caza. Estuve a punto de soltar esas cuatro cosas que conocíamos del presunto asesino, pero me contuve. No podía delatarme, por eso me callé, pero le puedo asegurar que me estaba mordiendo los labios.

—¿Quién puede ser? —preguntó Pacita mientras apuraba la sopa.

—No lo sé —dijo Zurdo buscando un cigarro puro en el bolsillo interior de su gabán—. Lo único que está claro es que alguien quiere saldar, vengar, alguna cuenta con la cuadrilla. ¿Pero cuál de todas? Esa es la cuestión.

—Zurdo, ¿tantas trastadas hicisteis? —un segundo de silencio, el que necesitó para encender el cigarro puro.

—Muchas, Pacita, muchas. Tú eras una niña, todavía llevabas coletas, cuando nosotros recorríamos este valle con la recortada en una mano y un cartucho de dinamita en la otra. Algo hicimos para que casi treinta años después a alguien se le provocara un cortocircuito en la cabeza y nos quiera dar caza.

En ese momento entró Eriko. Pacita se olvidó de la conversación y se dirigió a él:

—Eriko, tienes la comida preparada en la cocina. Pero cámbiate de ropa antes.

Eriko asintió y se dirigió hacia el piso superior. Allí le esperaba mi trampa: los libros ilustrados. Quería saber si los miraría y el interés que iba a mostrar por ellos.

—Tienes mucho cariño a ese muchacho, ¿eh, Pacita?

No hacía falta que Zurdo se lo preguntase, ni que Pacita respondiera. Era algo que se palpaba. Era como si fuese el hijo que nunca había tenido, y él se comportaba con ella como con la madre que nunca conoció.

—Es buen niño. Y trabajador —remató Pacita mientras se levantaba a retirar la sopera—. ¿Quieres café?

—Sí, tomaré uno solo.

—¿Y tú, muchacho? —por fin parecía que se daba cuenta de mi presencia en la mesa.

—Otro solo, por favor.

Quedé de nuevo a solas con Zurdo y aproveché para abordarlo.

—Os estaba escuchando y no he entendido nada. ¿Qué está pasando? Me ha parecido entender que ha venido la Policía a interrogar a la gente por una serie de asesinatos de antiguos miembros de vuestra… ¿pandilla?

—Más o menos. De unos meses a esta parte están matando a una serie de personas que hace muchos años trabajábamos todos juntos en la misma cuadrilla dentro de Infierno. Fue la cuadrilla que dirigía Picas, la de la galería cuarta. Sólo quedamos vivos tres: Picas, Zorro y yo. Bueno, y el Guaje, pero creo que está muy mal, está al borde de la muerte.

—¿No sabéis ni quién es ni el porqué?

—Nada. Y mira que le hemos dado vueltas al pasado, pero no hemos encontrado nada.

—A lo mejor —quise sutilmente hacerle llegar la hipótesis de la Financiera Berciana—, es una opinión, no tengo ni idea, que conste, pero ¿no habéis pensado en que no encontráis nada porque no hay nada que encontrar en el pasado? Que a lo mejor todo se debe a algo más cercano. Y a lo mejor por una cuestión tonta, como puede ser el dinero, o algo así. No sé, no me hagas caso, ya te dije que no tengo ni idea.

¡Bingo!, grité de nuevo para mí, le había hecho reflexionar. Colocó los codos encima de la mesa, dirigió la mirada hacia los ventanales de la calle y se perdió en las volutas del humo de su cigarro puro. Pacita rompió aquel momento de éxtasis.

—A ver, Zurdo, quita los codos, que traigo el café —le ordenó.

Arrojó dos tazas encima de la mesa y comenzó a echar café de un cazo. Ya me había fijado en que no tenía cafetera y hacía el café a la antigua usanza: hirviendo el agua y añadiéndole el café, para después colarlo. Hacía mucho tiempo que no tomaba un café así, de pota lo llaman.

—María —gritó Pacita a la muchacha de la cocina—, llama a Eriko, que baje, que la comida se le va a quedar fría. ¿Por qué tardará tanto?

Estaba seguro de que Eriko se retrasaba porque le habían llamado la atención los libros y estaba mirándolos. Mis sospechas sobre él se estaban confirmando. Me faltaba saber lo que pasaba por la mente de Zurdo.

—Zurdo —gritó de nuevo Pacita—, ¿qué te pasa? Parece que te has quedado bobo.

—Pensaba, sólo pensaba —bebió casi de un sorbo todo el café—. Me marcho, tengo que sacar las ovejas antes de que sea de noche. ¿Qué te debo?

—Anda, marcha, no me debes nada. Todavía te debo yo el cordero que trajiste la semana pasada.

Zurdo estaba pensativo. Se levantó y apagó el cigarro puro.

—¿Qué tal tu tía? —Pacita seguía agobiándole con preguntas.

—La paisana está estupenda, es una campeona.

La paisana, el paisano, ese era un tratamiento especial que también se daba en mi tierra cuando alguien llegaba a una determinada edad. O sin llegar, pero exigía que la persona hubiese sido de palabra, que su entereza moral fuera una constante vital. Entonces era cuando se le daba ese título.

—Hace que no la veo… Dale recuerdos.

Zurdo se subió las solapas de su gabán y salió a la calle. Algo les dijo a los tres ancianos, que habían vuelto a ocupar los escalones de entrada a la taberna, y le vi regalarles un cigarro a cada uno. Me quedé solo con Pacita.

—¿Quieres más café, muchacho?

—Sí, por favor —mientras me echaba el café intenté volver al tema que a mí me preocupaba. Quería conocer la opinión de ella—. Zurdo parecía preocupado…

—Pobre, no ha podido sacar las ovejas. Si las deja en la majada le comen mucho pienso y así no son rentables, debe sacarlas a pastar, aunque sea un rato. Ese policía se la ha jugado bien, al pobre.

—¿Vive con su tía?

—Sí —¿qué había pasado? Pacita no pronunciaba su eterno ja.

—Pero será muy mayor.

—Sí —era como si la aguerrida ama de la taberna se estuviese ablandando—, la paisana debe de tener unos noventa, no, menos, unos ochenta y siete o por ahí —vi cómo sus ojos se humedecían y una pequeña lágrima afloraba a su mejilla derecha.

—Perdone, Pacita, ¿he dicho algo que no le ha gustado?

—No, muchacho, no. Es por la paisana; cada vez que pienso en ella me pongo tonta. La pobre —se secó la lágrima con la servilleta— ha sufrido tanto. Se casó a los dieciocho años con un joven y apuesto teniente de la Guardia de Asalto. Lo destinaron a Santander y al cabo de un año y algo, cuando ella estaba embarazada de su hijo Tomaso, estalló la guerra civil. Los nacionales entraron en Santander y ellos pasaron a Asturias. Después, cuando los nacionales entraron en Asturias, ella y el bebé vinieron al pueblo. Él tuvo que escoltar a Juan Negrín hasta Valencia para que cogiera el avión que le llevara a París. Ahí se pierde su pista, nadie volvió a saber nada de él. Ella caminaba por el pueblo con el bebé en su regazo mientras recogía carbón entre las vías. Y miraba las montañas. Había oído decir que después de la guerra las montañas de Asturias y León se habían llenado de maquis. Miraba las montañas y lloraba. Soñaba que su teniente estaba luchando en ellas: se negaba a creer que hubiese muerto o que hubiese huido al extranjero sin decírselo a ella. Cada vez que uno de los maquis bajaba por esas colinas a por comida, ella le preguntaba por su marido, nadie le dio nunca respuesta. En el 51 mataron al líder de los maquis en esta zona, a Girón. Los que quedaron bajaron del valle de Laciana al Bierzo a ajusticiar a un delator. Ella les dio cobijo. Cuando lo ejecutaron, emprendieron rumbo a la Meseta con la intención de abandonar España. Los maquis se terminaron en León. Y con ellos su última ilusión. Aún sigue mirando las montañas y llora.

Se secó las lágrimas con la servilleta.

—María —volvió a gritar Pacita mientras se levantaba—, ¿bajó ya Eriko a comer?

Recogió las tazas y se fue a la cocina, le avergonzaba que un desconocido la viera llorando. Me levanté detrás de ella y subí hasta la habitación. Abrí la puerta despacio por si Eriko estaba todavía dentro. No había nadie. Dirigí mi mirada a los libros; los había estado mirando, estaba claro, se debió de lanzar sobre ellos nada más verlos. Ni siquiera había tenido la preocupación de lavarse las manos, había dejado las huellas del carbón en sus portadas y en el lomo. Los cogí y fui pasando despacio las hojas. Me detuve en una que tenía su huella perfectamente marcada, era una fotografía de un muchacho de unos diez años con un Kalashnikov en bandolera.

Salí a dar una vuelta por el pueblo. Con la charla y el asunto de Eriko casi se me había olvidado del policía de Madrid. Necesitaba explicaciones. A la primera que llamé fue a la teniente Rosario Mijas. Le pregunté sobre lo que estaba ocurriendo; su respuesta me desconcertó:

—No sé nada. Nadie ha informado de ese policía. Oficialmente el policía encargado del asunto eras tú. Pero no te preocupes, tengo la sensación de que es una cortina de humo.

—¿Una cortina de humo? —era la primera vez que oía decir que una operación policial con mandato desde un juzgado fuera una cortina de humo.

—Verás, me refiero a que desde el juzgado correspondiente, el que esté instruyendo desde Madrid el sumario sobre el intento de homicidio del profesor Adrián Llago, habrán mandado a alguien con ese cometido. Tus jefes no han comunicado a ese juzgado que te tienen a ti ahí y han dejado que venga ese policía y meta ruido porque saben que no podrá llegar más allá de lo que ya tenemos nosotros. Eso permite dos cosas: que nadie descubra tu tapadera y que el pueblo piense que el único policía en la investigación es ese, lo que facilitará tu integración ahí. Lo que te digo, una buena cortina de humo.

Las palabras de la teniente me tranquilizaron. Pero tenía que llamar a Domínguez para que me lo confirmase o me diera una explicación de lo que estaba pasando.

—Tranquilo, muchacho —me dijo—, el que ha llegado no es de nuestro departamento, es de la judicial. Me lo han comunicado hace una hora. Ha tenido que ir ahí por mandamiento del juez, quiere comprobar todo el expediente que ya tenía la Guardia Civil. El juez ordenó que se lo remitiesen. Ni te preocupes por él, ni te identifiques, déjalo estar. Tú, a tu trabajo. Estará unos días ahí. Cuando repase todas las declaraciones, volverá para Madrid. No sacará más de lo que ya tenemos. Desde el asunto del profesor Llago aquí todo el mundo quiere ganar medallas. Olvídate de él. Si al final consiguiese alguna información extra, se te comentará. Además, nos viene bien que lo hayan mandado. Servirá para tapar nuestra jugada.

—¿Una cortina de humo?

—Aprendes rápido. Sí señor, es una buena cortina de humo.

Me tranquilicé, seguí paseando por el pueblo. Casi estaba deseando que llegase el lunes para comenzar a trabajar, pues no había muchas cosas en las que emplear el tiempo. Me acordé de la conversación con Zurdo. Algún fusible le había saltado cuando le insinué aquello de que a lo mejor el quid del asunto estaba más cercano a la actualidad y tenía que ver con el dinero. Algo le preocupó, se le notaba, y no era la disculpa que comentó de que no había sacado a pastar a las ovejas. Me vino a la mente Pacita: esa mujer no había salido nunca del pueblo, salvo algún día de compras por Ponferrada. Tenía un corazón noble que cubría con ese tosco estilo de comportarse. La imagen de su rostro lloroso mientras me narraba la trágica historia de la tía de Zurdo, la paisana, era difícil de olvidar.

Estaba enfrascado en esos pensamientos cuando miré hacia la ladera de la montaña, en la que está instalado el cuartel de la Guardia Civil, al lado de la casa de Picas, y vi bajar por aquel camino angosto la furgoneta de Zurdo. Después de mi conversación con él no había ido hasta la majada, sino que se dirigió a ver a Picas, algo le había preocupado, lo sabía, y subió a comentarlo con él. Cuánto habría dado en ese momento por saber lo que habían hablado entre ellos.

Era mediados de septiembre y comenzaban a ser frías las tardes. El otoño es triste en esa tierra, el verde se pierde a cada paso. Subí las solapas de mi cazadora y decidí volver a la pensión de Pacita cuando vi salir a Eriko y adentrarse en la montaña. Ese muchacho trabajaba bajo tierra la mitad del día y el resto lo empleaba en sumergirse en la espesura de los montes. Seguro que era el único momento en el que se sentía en su tierra.

Fue en ese instante cuando tuve la corazonada de que esos dos, Eriko y Zurdo, sabían bastante más de todo aquello de lo que aparentaban.