5: Las tres víctimas

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Las tres víctimas

Como le decía, aquella noche comprendí la razón por la que Zurdo estaba vivo. El expediente que había leído de él era taxativo sobre su vida: minero, picador hasta hace catorce años; se acoge al programa de reducción de plantillas; el dinero que recibe, más un crédito que pidió al banco, lo invierte en una majada, con casi mil ovejas; posteriormente se suma al programa agrario de subvención para cierta cría de ganado y ciertos cultivos, aquellos, si recuerda, que aportaba la Comunidad Económica Europea.

Pero las subvenciones se terminaron, el precio de la carne no era capaz de mantener un nivel aceptable de rendimiento económico en el mercado. Ya sabe, ha resultado más barato traerla de cualquier sitio, de cualquier país con un nivel de vida menos desarrollado. Sobre todo, de los países del Este. Para poder pagar el crédito inicial, concretamente, las cuotas retrasadas que tenía en el momento en que la Comunidad dejó de aportar dinero con el que contaba, tuvo que acudir a la Financiera Berciana. Redujo el nivel de gasto al exclusivo para la comida y la ropa. Con ello pudo hacer frente a los créditos. Era viudo, sin hijos, y vivía en la actualidad con una tía suya con la que se había criado.

Y le digo que en ese momento comprendí la razón por la que aún estaba vivo, por su forma de comportarse. Su estampa de pastor no la abandonaba en ningún momento: su gabán largo, su zurrón y su repetidora al hombro: una escopeta semiautomática de seis tiros que colgaba de su hombro izquierdo las veinticuatro horas del día. Nadie le decía nada, ni la Guardia Civil. Se veía como algo normal que un pastor portase la escopeta al hombro, ya sabe usted, el lobo, el zorro, y esa impunidad que dan los montes. Nadie ve nada raro en que un pastor lleve una escopeta, y la Guardia Civil menos, si tiene licencia, claro está.

A eso deberíamos unir su vida: se levantaba tarde e iba hasta la majada a preparar el rebaño para el viaje por los pastos; desde esa hora hasta el anochecer caminaba con su rebaño, escoltado por cuatro mastines y la repetidora; al anochecer guardaba el rebaño y le echaba de comer; a partir de ahí, volvía a casa de su tía y cenaba con ella; después era el momento de ir a la taberna de Pacita a relajarse con la gente del pueblo, jugando unas partidas al dominó o al tute. ¿Sabe lo que me sorprendió de él? Que las horas que pasaba por el monte, solo, las aprovechaba para leer: siempre llevaba un libro debajo del brazo, se tumbaba o sentaba bajo un árbol y se enfrascaba en la lectura dejando que los cuatro mastines hicieran su trabajo.

Aquella noche debía de ser igual que las demás para él; dejó su repetidora apoyada en la pared y se colocó a su lado con la vista puesta en la puerta de entrada. Yo le miraba, la fotografía del dossier no le hacía justicia. Tenía casi sesenta años, pero su aspecto no aparentaba ni cincuenta. Delgado, fibroso, de rasgos duros, con barba de semanas, sin cuidar, y pelo largo, como si la época de los hippies no hubiese muerto. Tenía la sensación de estar ante el Clint Eastwood de El jinete pálido.

Eran algo más de las once y los jugadores de todas las noches fueron llegando. En su mesa jugaba con su pareja contra el hermano de Pacita, que también tenía la suya. Cerraron las puertas y en la taberna sólo quedamos diez personas, ocho dedicadas al juego y dos a mirar: un anciano que sustituía a cualquier jugador que se levantaba al servicio y yo, que me limitaba a mirarlos a todos.

—Usted debe de ser el recién llegado, el que antes trabajaba haciendo hamburguesas —me dijo el hermano de Pacita.

Aquello me agradó. En realidad significaba dos cosas: la primera, que mi incursión en el sindicato había dado sus frutos, habían corrido la voz adecuadamente; la segunda era que me estaba presentando a todo el grupo de una forma indirecta.

La partida continuó hasta casi las tres de la madrugada, entre bravuconadas de alguno y la rabia por perder de otro, todo ello regado con algunos cubalibres y el humo de cigarros puros, casi todos farias. Llegada esa hora todo el mundo caminó hacia sus casas, salvo el hermano de Pacita, que se marchó con su compinche a continuar la fiesta por algún tugurio del valle. Yo les dejé también, había sido mi primer contacto con gente del pueblo y creo que les había causado buena impresión. Subí a mi habitación pensando en la cantidad de tareas que tenía que realizar al día siguiente: ir hasta Ponferrada a buscar una sucursal de mi banco de Madrid para devolver el recibo de la financiera del vehículo, como había quedado con Bustillo; localizar algún lugar que estuviese conectado a internet para revisar mi correo, realizar compras de ropa para el trabajo… pero lo más importante era presentarme a las oficinas de Carboníferas para entregar mi documentación y así poder comenzar a trabajar el lunes.

Entré sin hacer ruido para no despertar a Eriko y me metí en la cama sin encender la luz. Quedé un momento incorporado para fumar un cigarro y reflexionar sobre lo ocurrido durante la jornada, pensando además en lo que tenía que hacer al día siguiente. Miraba a Eriko: estaba durmiendo pero se le notaba tenso, algún pensamiento no deseado llegaba a sus sueños, se movía demasiado, pesadillas de un pasado, pensé. En ese instante se me ocurrió una pequeña estratagema para comprobar si Eriko era quién yo sospechaba. Lo haría al día siguiente. Me coloqué los auriculares del walkman y dejé que sonara un tango:

Aunque te quiebre la vida,

aunque te muerda el dolor…

Ni siquiera oí a Eriko levantarse para ir a trabajar; a lo mejor es que había sido muy sigiloso, no lo sé. Eran las nueve y media de la mañana, desayuné deprisa después de una ducha y me dispuse a marchar hasta Ponferrada. Salí de Casa Pacita y allí estaban los tres abuelos del día anterior sentados en sus escaleras. Les saludé y les di las gracias por la información sobre la pensión y el sindicato que el día anterior me habían dado. Quería ganármelos, tenía la sensación de que aquellos tres eran algo así como los porteros del pueblo, lo tenían todo controlado.

Al cabo de media hora llegué a Ponferrada y me puse a realizar las gestiones que me urgían. Anulé el recibo de la financiera del coche. Me hicieron firmar una serie de papeles en los que se decía que se devolvía por incorriente, sin especificar más, pero ese era el término que más se ajustaba, «incorriente». También estuve en las oficinas de la empresa para dejar mi documentación y mi alta en la Seguridad Social, todo con un DNI y un número de la Seguridad Social cambiados, tal y como lo habían dejado resuelto en la Dirección General. A partir de aquel momento yo me llamaba Juan Ramalho. Todo para evitar que algún burócrata de algún lugar se diese cuenta de que estaba dado de alta por otro concepto en la Seguridad Social y de que este no era otro que el ser policía. Después localicé un cibercafé y comprobé mi correo: no había nada. Le mandé un correo a Darío suplicándole que cuando el FBI o la Interpol remitieran los datos de aquel americano que yo sospechaba que podía estar implicado en la desaparición de los menores me enviase su contenido. Luego fui hasta una librería, la mejor de la ciudad. Quería localizar algún libro sobre los niños soldados. Encontré varios, pero escogí dos que estaban llenos de planos y fotos. Eso era lo que yo quería; se los iba a poner delante a Eriko para ver cómo reaccionaba. Llamé al comisario Domínguez, por si había aparecido algún factor nuevo en todo aquel asunto, nada. Aquello iba despacio, demasiado despacio. Un síntoma de que en cualquier momento podía reventar lo que nos rodeaba, sin darnos tiempo a reaccionar. Sospecha que se confirmó cuando llamé a Rosario.

—Ramalho, no quiero que te alarmes, pero conviene que estemos preparados. Esta noche se ha detectado un todoterreno negro por los alrededores de la majada de Zurdo. Y también se vio alrededor de la vivienda de Picas.

—¿Alguien anotó la matrícula?

—Nadie. Conviene que te acerques a esos tres, puede ocurrir algo en cualquier momento.

De vuelta a Vega pasé por el polígono industrial y busqué la nave de la ebanistería de Zorro, de Luis Cepeda Bermúdez. No hubo pérdida, Ebanistería L. Cepeda e Hijos, rezaba en el rótulo. Entré con una excusa, cualquiera era buena, pero seguí forzando la de la llave del armario, iba a contarle la tontería de que quería hacer dos copias, que si las tenía él o tenía que ir a una ferretería para que me las hicieran. Al entrar comprendí la dificultad que tendría alguien que quisiera matar a Zorro. La nave era enorme, una docena de trabajadores pululaban con trozos de madera de un lado a otro, introduciéndolos en diferentes tornos, que al girar daban un dibujo particular a aquellas piezas. En otro lugar las barnizaban y apilaban para darles salida al mercado. Patas de mesas con diferentes dibujos, marcos de puertas, de ventanas, muebles pequeños para ordenadores… aquella empresa tenía visos de poseer un lugar en el mercado. En la primera planta, las oficinas. Tres mesas de despacho franqueaban la del dueño, que estaba al fondo. Allí le vi, algo más grueso que en las fotos de archivo que teníamos, pero no había duda, era Zorro. Un oficinista con cara de niño empollón, regordete y con gafas de montura negra, dirigió su mirada hacia mí y me preguntó:

—Buenos días. ¿Qué desea?

—¿Está el señor Cepeda?

—Ahora le atiende.

—Hola, buenos días —Zorro se había levantado y me saludaba, extendiéndome la mano—. Así que usted es el nuevo huésped de Pacita, el que antes trabajaba haciendo hamburguesas.

¡Bingo!, si llego a tener delante de mí a aquel abuelete chiflado que sólo hacía que repetir aquello de «¡vaya usted al sindicato!», le puedo asegurar que le habría dado un beso. Había sido una idea extraordinaria, se corría como la pólvora por el valle que el nuevo trabajaba antes en una hamburguesería, nada relacionado con la Policía.

—Sí, llegué ayer. Venía a preguntarle sobre las llaves de las cerraduras que colocó en el armario de Casa Pacita.

—Mire, esas cerraduras las coloqué yo. A Pacita le hago personalmente todo lo que me pide. La quiero mucho, casi la vi crecer. Esas cerraduras tienen tres llaves, las tres se las dejé a Pacita.

—Ya, ya lo sé. Mi pregunta era por si las pierdo. Las copias, ¿debo venir a verle a usted? ¿O en cualquier ferretería me las hacen?

—En cualquier ferretería, no son cerraduras de seguridad.

—Muchas gracias, perdone por haberle molestado.

—No se preocupe, no es molestia.

Seguidamente, como buen comercial, me estuvo enseñando la fábrica, por si decidía instalarme a vivir en los alrededores, compraba una casa y deseaba amueblarla. Allí estaría él, dispuesto a hacerme el mejor precio en mobiliario de todo el valle. Me despedí y me dirigí hasta Vega. Por el camino pensaba que Zorro había tenido mejor suerte o más vista para los negocios que Zurdo, su compadre de otro tiempo. Ambos se habían acogido a las reducciones de plantilla incentivadas: una cantidad de dinero que apenas llegaba para instalar un pequeño negocio; todo se cambiaba por ese dinero y por dos años de paro. La empresa no rejuvenecía plantillas. En realidad no daba de alta a nadie más, pero iba eliminando trabajadores.

Llegué al pueblo pronto, no era todavía la hora de comer, de comer la sopa y las truchas o la sopa de truchas. Aproveché para pasear un poco y conocer sus rincones. Y al mismo tiempo me dirigí hacia las señas en las que se suponía que vivía Picas. Subí por la ladera de la montaña, por un estrecho camino asfaltado por el que sólo podían ascender vehículos todoterreno. Me encaminaba a la zona alta, al lado del cuartel de la Guardia Civil. Allí estaba la pequeña casa de Picas, rodeada por un huerto muy cuidado y una valla de piedra que lo circundaba, todo ello al lado del cuartel. Apenas salía de casa, salvo para ir de caza algún fin de semana con Zorro. El expediente decía que había sido minero hasta el 75. Entonces mató a dos personas y fue condenado a veinte años de prisión. No lo fue a treinta porque se entregó él, lo que fue considerado como arrepentimiento espontáneo, y se tuvo en cuenta como un atenuante de la pena. En la celda terminó la carrera, que había dejado a la mitad por las revueltas estudiantiles de las universidades españolas de finales de los cincuenta y primeros de los sesenta. Después le llegó una especie de amnistía que nadie sabía de dónde venía, un régimen abierto por buen comportamiento, tercer grado con posibilidades de integración social. Volvió a la mina. Dos años más tarde, en el 86, fue el ingeniero de Infierno. Seis años más tarde, en el 92, algo pasó y le invitaron a marcharse. Recogió el famoso despido incentivado y se retiró a su casa. Dicen que fue tirando a base de proyectos mineros que realizaba a través de la red para diferentes países. Pero la verdad era que tampoco tenía muchos gastos: comer y mantener la red en funcionamiento.

Me asomé por encima de la valla y un gran pastor alemán vino a recibirme. Vio que era inofensivo y dejó de ladrar. Vi a Picas asomarse a la puerta de la casa, con la intención de identificar a la persona que perturbaba a su perro.

—Hola —dije—. Soy nuevo en el pueblo. Sólo estaba admirando su huerto. Lo tiene bien cuidado. Me recuerda al que tenemos en mi casa, en Asturias. A mi tío también le encanta tener su huerto como un cielo —seguí cultivando su vanidad—. No pensé que aquí crecieran unas lechugas tan hermosas.

Picas se acercó a la puerta de la cerca y la abrió.

—Pase, si quiere. ¡Tom, estate quieto! —dijo, dirigiéndose al pastor alemán, y lo agarró por el collar para asegurar mi integridad.

—Gracias.

Allí estaba yo, ante mi tercer cliente, la tercera persona a la que se me había encomendado vigilar, investigar y proteger. Tenía sesenta años, me sacaba la cabeza, aún conservaba aquel bigotazo de su ficha policial, de cuando fue detenido en el 75, un bigote que hacía parecer ridículo el de Stalin. Su cabeza era menuda, rasurada al cero, siempre la debió de llevar así. No sé lo que ocurriría en aquel período entre el 68 y el 75, pero le digo una cosa: sólo con verle, uno entendía la razón por la que a su grupo lo llamaban la cuadrilla de Picas. Respiraba seguridad, liderazgo por los cuatro costados.

—¿Es usted aficionado a la horticultura? —me preguntó, tal vez intrigado por mi interés en sus lechugas.

—No, sólo soy un curioso. Ayudaba a mi tío con su huerto, el que tenemos en Asturias.

—¿De qué parte de Asturias es usted?

—De Ciaño, en el concejo de Langreo, ¿lo conoce usted?

—Sí, lo conozco.

Bajó la mirada. Tuve la sensación de que conocía mi tierra pero que le traía algún recuerdo, y no del todo agradable.

—La verdad es que todo esto es muy parecido a aquello. Cada colina, su paisaje, sus gentes. A veces tengo la sensación de que no he cambiado de sitio.

—Sí, todo es muy parecido —lo decía sin entusiasmo, parecía que no le agradaba hablar de Asturias. Había algo que no le gustaba, lo presentía, pero no sabía qué podría ser.

—Ah, veo que también tiene viñedos —dije, para cambiar de tema y volver a conseguir su atención—. Mi tío intentó cultivarlos, pero le fue casi imposible.

—Es por el clima —parecía que volvía a captar su atención—. El de Asturias es demasiado húmedo para este tipo de cepa, pero también influye la composición de la tierra, esta es más idónea.

Allí continué con él un rato más. Hablar de cultivos le hacía bajar la guardia y se mostraba más cercano. Era de los tres el que más me había abierto su amistad. Zurdo era cerrado, desconfiado, un lobo solitario; Zorro se había mostrado muy amable conmigo, pero era esa amabilidad que no da confianza, la típica de los vendedores, la distancia a través de la amabilidad; Picas fue correcto conmigo, se expresaba a través de su enorme huerto, de sus cultivos, no había falsedad en su expresión ni en sus comentarios, sólo noté aquel desdén al nombrar Asturias, pero pensé que todos tenemos siempre algo que nos disgusta y de lo que no queremos hablar.

Dejé de pensar en ello. Se acercaba la hora de la comida, tenía que dejarle en su huerto.

—¿Viene para trabajar en Infierno?

—Sí, ya dejé los papeles en las oficinas, empiezo el lunes.

—Tenga cuidado allá adentro —dijo en tono paternal.

—¿A qué se refiere? —estaba impaciente por lo que me tenía que decir el que en otro tiempo fuera el ingeniero jefe de Infierno.

—La montaña está hueca. Se ha perseguido la veta por todos los rincones y no se ha asegurado en ningún sitio. Los derrumbes son constantes. A la empresa no le interesa la seguridad y es posible que un día la montaña se venga abajo, atrapando a todos.

—Tendré cuidado, se lo aseguro.

—Cuando salga de trabajar, si me hace el favor, pase por aquí y me cuenta su experiencia y su opinión sobre lo que vea. De verdad que me interesa conocer cómo está todo aquello por dentro. Fueron muchos años allí.

—Así lo haré —dije complacido, pues sin pretenderlo me estaba ofreciendo la excusa perfecta para ir a visitarlo y seguir cultivando su amistad.

Eran casi las tres de la tarde cuando traspasé la puerta de la taberna-pensión de Pacita. Los abuelos de los tres peldaños de las escaleras que servían de pórtico a aquel curioso lugar ya no estaban, supuse que estarían comiendo. Vi a Pacita detrás de la barra, tuve la sensación de que había nacido allí. Le dije que iba a subir a la habitación a dejar unas cosas que había comprado y que en un momento bajaba a comer, que en cuanto pudiera me preparase una mesa. Me respondió, con su eterno ¡ja!, que en ocasiones era sinónimo de «lo que usted diga», otras de OK, y las menos de «vaya usted al carajo». Eriko no había llegado aún. Dejé los dos libros encima de la mesita, para que los viese. Los coloqué de tal manera que sólo con que alguien los moviese me iba a dar cuenta; esperaba su reacción. Bajé a comer.

Pacita ya me había preparado la mesa: tres cubiertos; una servilleta de tela de color blanco sin doblar, más bien estaba allí tirada; una botella de vino por la mitad y un vaso de vidrio de color verdoso; un plato hondo y una enorme sopera llena de sopa de trucha.

—¿Es para mí? —pregunté, señalándole la mesa preparada.

—Ja —me respondió, sin dirigirme la mirada.

Apenas me había sentado, ni me había dado tiempo a colocarme la servilleta, cuando entró por la puerta Zurdo hecho una furia.

—Pacita —dijo casi desde la puerta—, ¿te queda comida?

—Ja —en ese momento sí miró para Zurdo.

—Prepárame una mesa, por favor —casi le suplicaba.

—¿Cómo por aquí, Zurdo? ¿No has sacado las ovejas hoy?

—¿Las ovejas? Mira qué horas son, hace cuatro horas que tenían que estar por el monte. Hoy me habrán comido todo el pienso.

—¿Qué te ha pasado? ¿Te dormiste?

—¿Dormirme? No. Todo es culpa de ese policía que han mandado desde Madrid.

—¿Qué policía? —Pacita casi me quitó la pregunta de la boca. No sabía a qué policía se refería y menos que lo hubiesen mandado desde Madrid.

—Uno. Al parecer, un juez de Madrid está investigando lo de los asesinatos y han mandado desde allí a ese policía. Está instalado en el Ayuntamiento y el secretario, actuando como juez de paz, nos está mandando citaciones para que comparezcamos ante él. La mía me llegó esta mañana citándome para las doce. Tres horas me han tenido allí preguntando estupideces. Además me han obligado a llevar las escopetas para un análisis de balística, dicen, como si no valiese el que ya nos hizo la Guardia Civil. Tardarán tres días en devolvérmelas. Como aparezca el lobo, no sé qué quieren que haga, que le escupa o que le insulte.

—A mí no me han llamado.

—Y qué más da que te llamen. Sólo saben preguntar las mismas tonterías: ¿qué hacía usted tal día a tal hora? ¿Qué relación tenía con las víctimas? Estupideces, así no llegarán a ningún sitio.

¿Qué policía de Madrid? ¿Por qué no me habían informado de ello? Se suponía que la investigación la iba a llevar yo. ¿Qué pasaba, no se fiaban de mí? Le aseguro, comisario, que en aquel momento estaba más desconcertado que Zurdo. Necesitaba saber qué estaba pasando.