4
Un negro sin saxo
Golpeé la puerta antes de abrirla para alertar de mi presencia a mi compañero de habitación. Y allí estaba Eriko, el negro, como le llamaba la señora Pacita. Quedé impactado. Era un purasangre, toda su cadena de apellidos no había conocido el mestizaje. Sólo eran blancos sus dientes y sus globos oculares. Cuando abrí la puerta él estaba de pie encima de la alfombra, en medio de las dos camas. Me llamó la atención la posición que adoptaba: su mano izquierda atrás, como tocando algo de su cinturón; su pierna derecha adelantada y su brazo derecho levantado casi a noventa grados. Es una posición de combate, de alerta, comisario, y sé de lo que hablo. Le tendí mi mano para saludarle y en son de paz.
—Me llamo Ramalho.
Su mirada de desconfianza fue cediendo, pero aún mantenía ese aire de precaución. Extendió su mano derecha, la izquierda seguía atrás.
—Eriko —dijo mientras me estrechaba la mano y tuve la sensación de que me estaba oliendo, como si fuese un animal que sólo se fiase de su olfato.
Cuando me dio su mano me fijé mejor en él. Era un muchacho de no más de metro setenta, delgado, fibroso. No tendría más de dieciocho años. Era todo ojos, oídos y olfato. Sus sentidos le daban su única seguridad. Me fijé en el antebrazo derecho. Tenía en él una quemadura, un círculo perfecto, del tamaño de una moneda de diez céntimos. Se dio cuenta de mi mirada y cuando nos soltamos las manos bajó la manga de su camisa ocultándola. Su posición de alerta, sus ojos vivos, sus movimientos felinos y aquella marca. Allí comenzaron mis sospechas sobre Eriko. Hacía poco que había terminado de leer un libro sobre los niños soldados, de un tal Ben Okafar. Explicaba cómo niños de no más de doce años eran reclutados por las tropas en conflicto y entrenados para matar. Daba igual el conflicto, en Sierra Leona, en el Congo, en Liberia, en Uganda, en Nigeria, en Biafra, hasta en Sudamérica. Al parecer, en Colombia los guerrilleros los llamaban abejitas, pues eran capaces de picar antes de que el enemigo se diese cuenta, y los paramilitares los llamaban campanitas, empleándolos como sistema de alarma. Tuve esa premonición en ese momento: Eriko era un niño soldado. Si en toda Europa sólo hubiese uno, ese me tenía que tocar en suerte como compañero de habitación. Es el sino de mi vida, comisario. Y aquella quemadura, perfectamente circular, en su antebrazo, estaba seguro de que era la bocacha de un fusil, posiblemente un AK-47, un Kalashnikov. Una marca de tribu combatiente.
Me dirigí al armario, al que habían colocado cerraduras. Estaba abierto y él había colocado todas sus cosas en la parte derecha, dejándome libres las baldas de la izquierda. Tuve la sensación de que la señora Pacita ya le había explicado lo que ocurría. No sabía su nivel de comprensión del castellano. Por eso intenté vocalizar bien, con frases cortas.
—¿Este es mi hueco?
Asintió. Me entendía, pero no decía nada, sólo observaba. Saqué toda mi ropa y la desplegué en la zona que me correspondía del armario. Dejé los dossieres en la balda de abajo. La pistola y la placa no las iba a dejar allí, de momento, y menos ante su presencia. Las conservé en mi poder. Quise entablar conversación con él, para ir ganándome su confianza.
—¿Llevas mucho tiempo en España? —levantó su mano derecha y extendió su dedo índice.
—Año —respondió.
Se sentó sobre el borde de la cama. Aquello lo consideré un triunfo, significaba que me estaba ganando su confianza.
—¿Hablas español? —en Barcelona me había acostumbrado a decir castellano, no sé la razón por la que había dicho español.
—Poco.
Comprendí que aquella iba a ser una conversación de monosílabos. Yo preguntaría y él respondería con un sí o un no, o moviendo la cabeza. En fin, menos era nada.
—¿Trabajas en la mina? —asintió—. ¿En Infierno? —asintió de nuevo—. A partir del lunes seremos compañeros de trabajo —me miró, no dijo nada, pero tenía la sensación de que me había entendido.
Cogí el libro sobre el juego del dominó que había comprado en la estación de Ponferrada y me dispuse a bajar hasta la tasca para practicar un poco e ir haciendo amistades; eso era lo prioritario, integrarme con las gentes del pueblo.
—Voy para abajo. ¿Vienes?
Negó con la cabeza. Descendí por aquella escalera de madera que crujía, lo que permitía avisar de la presencia de alguien sin tener que dar voces ni ponerlo en los periódicos. Entré en la taberna. Estaba más concurrida que por la mañana. Tres en la barra, cuatro mesas ocupadas, dos partidas de dominó, una de cartas. La que me interesaba era Pacita.
—Hoy me quedaré a cenar. ¿Qué tiene de cena?
—Lo de siempre: huevos fritos con chorizo y patatas —dijo de carrerilla, sin dirigirme la mirada.
—¿Hasta qué hora se sirve?
—Hasta las once.
—¿No tendría por ahí un dominó? —se agachó, sacó una caja de cartón y me la dejó encima del mostrador sin decir nada.
—¿Me pone una cerveza?
Abrió la cámara, extrajo una Mahou, la abrió y dijo:
—Uno veinte.
Le dejé dos euros encima del mostrador y con la cerveza en una mano y las fichas del dominó en la otra me coloqué en una mesa que estaba vacía. Me puse de frente a la puerta, siempre la espalda contra la pared, primera regla de la supervivencia. Leía el libro despacio, con atención, los primeros capítulos eran básicos, ya los conocía. Todo el mundo hablaba en voz alta, si prestaba atención hasta podía oír las conversaciones.
—Pacita, ¿qué tenemos mañana para comer? —dijo uno de los tres que estaban en la barra. Debía de ser otro huésped de esa singular pensión.
—Sopa y conejo —respondió Pacita sin mirarle.
—¿Otra vez conejo? Dile a tu chico que en el monte hay otras cosas además de liebres.
—Ja, si no te gusta, no lo comas. Y deja a Eriko en paz, que siempre te estás metiendo con él.
«Tu chico» era Eriko, pero no entendía por dónde iban los tiros.
—Vaya chollo que tienes con el negrito, Pacita —seguía hablando el de la barra—. Desde que llegó y sale a cazar por ahí, no has vuelto a comprar carne. Bueno, ni pescado —los que estaban con él soltaron una carcajada.
—¿Sabes lo que te digo? Que Eriko es mejor persona que tú. Sufrió mucho en su tierra, por eso sabe lo que es la necesidad, no como tú, que sólo sabes gastártelo en borracheras y en pelanduscas —dijo Pacita en tono de reproche.
—Vaya, vaya —prosiguió el bravucón de la barra—. Si ahora va a resultar que la señora Pacita se entiende con el negrito —más carcajadas de sus dos compinches de la barra.
En eso hizo su aparición Eriko. Se hizo el silencio. Pasó por delante del bravucón, vi cómo este le ponía la zancadilla y le daba un codazo. Eriko tropezó y cayó al suelo. Las risas de los tres eran insoportables.
—Deja al muchacho, animal —gritó Pacita detrás de la barra.
Eriko se levantó del suelo, no dijo nada e inició su camino hacia la puerta. El bravucón se levantó de su banqueta y agarró a Eriko por detrás sujetándolo por la camisa.
—¿Dónde vas tan deprisa? Aún no he terminado contigo —seguían las carcajadas de los otros dos y el enfurecimiento de Pacita detrás de la barra.
De repente, Eriko extrajo un puñal de monte de la parte de atrás de su pantalón y se lo colocó al bravucón en la barbilla. Vi el estupor y el miedo en su rostro. A mí me dio terror la mirada de Eriko, estaba dispuesto a clavarle aquel puñal como hiciese algún movimiento. Se hizo el silencio. Me levanté deprisa hacia ellos, ya sabe usted, deformación profesional, y agarré la muñeca de Eriko con mi mano derecha.
—Suéltalo, Eriko, déjalo, no te metas en problemas, no merece la pena —le dije de forma pausada para convencerlo y calmarlo.
—Déjalo, Eriko —gritó Pacita.
A la voz de Pacita, que más bien parecía una orden, Eriko bajó el puñal y lo guardó de nuevo en la parte de atrás de su pantalón. Dio media vuelta y salió de la taberna. Yo volví a mi asiento.
—Pacita —dijo en voz alta el bravucón—, es un salvaje. No sé por qué lo tienes aquí.
—Ja, aquí el único salvaje eres tú —dijo mirándole directamente a los ojos y esgrimiendo un abrelatas en su mano—. Y te digo más, la próxima vez que te metas con el muchacho no te dejo entrar en mi casa.
Los que estaban en las mesas comenzaron a tomar partido en aquella disputa, poniéndose de parte de Pacita.
—Échalo ya —corearon los abuelos de la mesa del fondo que jugaban al tute—. Aquí no queremos fantasmas.
—Iros todos a la mierda. Vamos —ordenó a sus dos compinches.
—Y no vuelvas, dijo el cuarteto del tute. Me hizo gracia aquella solidaridad. Yo, por mi parte, seguí enfrascado en la lectura del libro y colocando las fichas del dominó. A cualquiera que me viera le habría dado la impresión de que estaba haciendo un solitario con ellas. Necesitaba ir familiarizándome con aquel juego a toda velocidad. El tiempo se me pasó deprisa, me di cuenta de lo tarde que era cuando Pacita, desde la barra, me dijo:
—Eh, tú, son las diez, ¿vas a cenar?
—Sí, por favor.
Seguí jugando sólo diez minutos más, el tiempo que tardó en sacarme aquel plato combinado de huevos y chorizo frito con patatas y unos pimientos de la tierra.
—Quita las fichas —me ordenó.
Las metí en la caja mientras ella colocaba el plato encima de la mesa. A mi izquierda colocó otro para ella. Iba a cenar conmigo.
—No me gusta cenar sola —dijo mientras se acomodaba—. ¿Vino o cerveza, chaval?
—Vino.
Vació una botella de tres cuartos en dos vasos. Aquella cantidad de vino era inaudita para mí, pero ella debía de estar acostumbrada, pues del primer sorbo antes de comenzar a cenar dejó el vaso por la mitad.
—¿No cena Eriko? —pregunté, extrañado por la hora, pues si al día siguiente tenía que madrugar para ir a la mina, era ya un poco tarde.
—Vendrá ahora, pero cena en la cocina, le gusta más.
—Parecía que se marchaba muy enfadado, como si no fuera a volver.
—Volverá.
No dijo más en toda la cena, que terminó antes de que yo llegase a la mitad. Se levantó y recogió su plato, dejándome allí solo. Sobre las once menos algo hizo su entrada Eriko. Llevaba cinco truchas atadas por un cordel. Me fijé en ellas: las había atravesado con su puñal. Tenía el pantalón empapado hasta encima de la rodilla. Curiosa forma de pescar: introducirse en el agua y nada más ver una trucha clavarle el puñal. Supongo que utilizaría algún cebo, pero lo que de verdad me extrañaba era que no había luz. ¿Cómo era capaz de ver? Además estaban los del SEPRONA, ¿no le habían pillado todavía? Llevó los peces a la cocina y al cabo de cinco minutos salió Pacita con un folio escrito con rotulador que decía: MAÑANA, SOPA CON TRUCHAS. Y lo estampó en la pared. No pude por menos que sonreír. Aquel muchacho era el proveedor de la cocina.
A las once en punto hizo su entrada Coque. Me enteré luego de que era el hermano de Pacita: pequeño, gordo, calvo, desaliñado, con barba de varios días. Pacita le puso la cena y se la ventiló en un santiamén con media botella de vino. La cocina se cerró, eran más de las once. La gente de la taberna fue desfilando para sus casas. Pero iba llegando una nueva clientela, la nocturna. Comprendí lo que estaba ocurriendo: a las once Pacita cerraba todo y le daba el relevo a su hermano, que quedaba con los noctámbulos hasta las tantas de la madrugada.
—Coque, imbécil —gritó Pacita, antes de subir las escaleras—, si vas hoy a putas, ponte condón, ya sabes lo que te pasó la última vez.
Nadie dijo nada, nadie rio. Iban llegando los noctámbulos. Fue ahí la primera vez que vi a Zurdo y entendí a la perfección las palabras de la teniente: «Los tres que quedan son los más difíciles de matar».