3
Los contactos
A las tres había quedado con el inspector jefe Bustillo en la cafetería del hotel Temple. «Me reconocerá en seguida, mido uno noventa, poco pelo y con gafas», me dijo. Con esa identificación era suficiente para reconocerle hasta en una manifestación. Había atravesado Ponferrada en busca del hotel y le puedo asegurar que quedé impresionado por la forma en la que había crecido la ciudad. Tenía un breve recuerdo de ella, de la última vez que había estado allí, y todo lo recordaba más pequeño, hasta sus calles y casas. Pero era fácil comprender aquella explosión demográfica: toda la cuenca minera del Bierzo se daba cita allí.
Miraba las paredes del hotel Temple y anhelaba que la orden de alojarme en el pueblo no hubiese sido tan estricta. Hubiese preferido tener que alojarme en ese hotel, pero otra vez sería. Eran las tres en punto cuando, al tiempo que el camarero me ponía mi caña de cerveza en la barra, hizo su aparición el inspector jefe Bustillo. No había duda de que era él.
—¿Inspector jefe Bustillo? —dije, mientras me levantaba del taburete y le extendía la mano.
—Fuera de comisaría sólo Bustillo —me espetó.
—Perdone, soy el insp… perdón, soy Ramalho.
—Así que usted es el famoso Abaddón.
Aquello comenzaba mal, muy mal. Le clavé mi mirada. Algún gilipollas de mi promoción le habría dado el chivatazo. «Ramalho siempre precede a una desgracia», decía el tonto de Valentín, aquel aprendiz de rabino, «es como el arcángel que anunciaba el Armagedón. Apocalipsis, 16», sentenciaba.
—Coja su cerveza —me ordenó, para limar la tensión—, nos vamos al comedor de abajo, estaremos más tranquilos y así vamos comiendo.
Cogí mi cerveza y le hice una seña al camarero de que me la llevaba para el comedor. Nos sentamos en la mesa más apartada de todas, en una esquina que apenas estaba iluminada por una antorcha de bajo consumo y que dejaba en la penumbra un cuadro con la efigie de un guerrero templario.
—Dos menús del día, si te parece —asentí. Había comenzado a tutearme de golpe, pero no le di importancia; supongo que arrastramos el usted demasiado en nuestra vida y más en los cuerpos jerarquizados—. Dos menús del día, pero a mí me pone vino —dijo al camarero, que tomó nota deprisa y desapareció por unas escaleras que no sabía adónde irían a dar—. Bueno, muchacho, ¿ilusionado con esta misión?
—Pues sí, para qué le voy a mentir.
—Ya, te entiendo. La edad. Si a mí me la proponen, ni por todo el oro del mundo dejo mi casa, mi vida, para estar de incógnito por ahí. Y sin embargo hace veinte años me hubiese apuntado a un bombardeo. Pero, dejemos eso. Vamos a lo que nos interesa. ¿Cuándo empiezas en la empresa?
—Mañana tengo que llevar los papeles a las oficinas y me dijeron que me incorporaría el lunes, el día 15.
—Bien. ¿Tienes algún crédito con un banco o con una financiera? —me sorprendió su pregunta, no sabía a santo de qué venía aquello.
—Sí, con la financiera del coche.
—¿Qué día pagas el recibo?
—Los días diez de cada mes.
—O sea, mañana. Estupendo. ¿De cuánto es el recibo?
—De doscientos setenta euros.
—Bien —ya me estaba molestando tanto «bien, bien». No sabía qué era lo que estaba bien, para él parecía que todo—. Mañana cuando te llegue el recibo das orden a tu banco de que lo devuelva.
—¿Cómo? —yo no había devuelto ningún recibo nunca, de nada. Además, en casa me habían enseñado que si no se tenía dinero para comprar algo, pues no se compraba y ya está.
—Verás, me voy a explicar.
—Sí, por favor.
Se hizo un breve silencio mientras el camarero nos servía el primer plato: unos macarrones con salsa de tomate que tenían buena pinta. Sirvió en los dos platos y dejó los que sobraban a nuestro lado por si queríamos más.
—Vas a devolver ese recibo. Te comenzarán a llamar de la financiera del coche para que les expliques qué es lo que pasa. Tú les das largas: que si la semana que viene, que si mañana, que si no te pones al teléfono. Cuando llegue el recibo del mes que viene haces lo mismo. Y debes seguir con la misma canción: les das largas a las llamadas de teléfono y cartas amenazantes. Cuando devuelvas el tercer recibo…
—¿Ese también?
—Ese también, es el más importante. En ese momento la financiera de tu coche te meterá en unos archivos que llaman de morosos. Si la cantidad superara los trescientos euros por recibo te incluirían en los archivos RAI, pero como tu recibo mensual es menor te incluirán en los archivos ASNEF-EQUIFAX y posiblemente también en los BADEXCUG. Eso quiere decir que ningún banco de este país te dará un solo céntimo de crédito hasta que no desaparezcas de los archivos.
—¿Por qué hacen eso? —no sabía si lo que más me desconcertaba era lo que tenía que hacer o lo que me estaba contando. Era como si alguien controlase nuestros datos y eso, en este momento, es algo así como controlar vidas humanas.
—Se protegen a sí mismos. Mira, los bancos, las grandes empresas, tienen acceso a esos archivos, lo mismo te pueden introducir que sacar. Cada vez que alguien devuelve un recibo impagado de telefonía móvil o del Corte Inglés, o una letra, lo introducen en esos archivos. Te sacan de ahí cuando lo pagas, pero tardan en dar la orden. Aun así, aunque no estés, pueden pedir los históricos y sacar toda tu vida financiera, la ley les autoriza a tenerte allí hasta seis años. En este momento hay dos millones de españoles en esos archivos y ni ellos lo saben, y casi trescientas mil empresas. Cuando alguien llega a esa situación, tiene que andar pidiendo dinero a la familia y a los amigos. Tiene que mendigar para poder hacer frente a eso.
—¿Y dice que hay dos millones de españoles en esa situación?
—Dos millones; que son dos millones de familias, no te confundas.
—¡La Virgen!
—Sí, muchacho, sí. Quieren que compremos, que gastemos, pero quieren que les paguemos. Comprar y pagar. Si ese binomio falla, todo se les va al traste. Mira, si tú dejas a deber al tendero de la esquina, lo máximo a lo que te expones es a que no te fíe más. Pero a una gran empresa es distinto. Ninguna te fiará, ni ella, ni el resto de empresas, ni los bancos. Se protegen entre sí. Un medio de protección que el pequeño comercio no tiene, de ahí que se hunda, y todavía se están preguntando el porqué.
—Ya entiendo.
—Es más, llevo metido en delitos económicos cuatro años y creo que estoy en condiciones de afirmar que la verdadera policía del mundo son los bancos. Comparados con ellos, carecemos de poder y de información.
—En fin, íbamos por el tercer recibo devuelto.
Hicimos un breve silencio mientras el camarero retiraba los platos y nos servía un botillo de la tierra. Nunca lo había comido. Es curioso, el estómago del cerdo se rellena de carne, costillas, magro, de todas las partes del cerdo, y todo sazonado con pimentón, una comida fuerte, sí señor.
—Bien, al tercer recibo devuelto, la financiera de tu coche te introducirá en los archivos. Ya seréis dos millones uno —sonrió, pero a mí no me hacía ni pizca de gracia—. A partir de ahí se te considerará cliente de alto riesgo para darte crédito. Si pagas el día 10, estamos en septiembre, sí, el 10 de noviembre ya estarás en los archivos. En ese momento te vas a la Financiera Berciana, les cuentas una milonga, la que se te ocurra, que estás arreglando la casa, que quieres comprar una nevera, cualquier patraña valdrá. Ellos también te van a denegar el crédito y te dirán que no es posible pues estás en los archivos. Tú pones cara de desesperado y les preguntas si no habría solución. Esta aparecerá, te dirán que sí, que hay una, que se puede hacer con capital privado pero a un tipo de interés más alto, sobre la base de un contrato privado. Tú aceptas, firmas. No te asustes por el interés, será enorme, ya te lo adelanto. En ese momento tú pagas a la financiera del coche y te pones al día con ella. Pero los recibos o letras que te lleguen de la Financiera Berciana los devuelves todos, es ahí dónde tú servirás de cebo. Veremos cómo te presionan, por mucho que lo hagan no te identifiques como policía, debes seguir siendo minero, y me vas dando el parte a mí. Veremos hasta dónde llegan.
—Creo que he entendido. De todas formas, si sobre la marcha me surge alguna duda…
—Por supuesto, estaremos en contacto. Llámame con lo que sea. Ah, se me olvidaba, cuando vayas a la financiera no se te ocurra pedir más de un millón, seis mil euros. Pues de toda partida superior a esa deben dar cuenta al Banco de España. Ellos no dan cuenta de nada, por eso no te la darán, ni a ti ni a nadie. Debes pedir menos de seis mil. Pero las cuantías que van de tres mil a seis mil llevan otro régimen, así que también será difícil que se arriesguen, en este caso con Hacienda. Debes por tanto pedir una cantidad inferior a tres mil euros.
—Dos mil novecientos noventa y nueve —dije en tono de broma.
—Que se te convertirán en cuatro mil en dos meses —ahora no bromeaba.
El camarero volvió y preguntó por los postres. Ni él ni yo quisimos, pasamos directamente a los cafés. Dos solos.
—Por lo que me cuenta, mi papel en esta historia no comenzaría hasta el 10 de noviembre.
—Realmente es así. Desde este momento lo único que tienes que hacer es seguir tu vida en Vega y esperar. Hasta que no te asientes, recibas las nóminas del nuevo trabajo, devuelvas los recibos y te introduzcan en uno de esos archivos, debemos esperar. Pero no seas impaciente, el tiempo pasa rápido. Antes de que te des cuenta ya estamos en marcha con lo de la financiera, a no ser que metan la pata con otro asunto y se descuiden, pero lo veo improbable.
—Bustillo, una pregunta: ¿cómo nacen estas financieras como la Berciana?
—Bien, buena pregunta. Llevo mucho tiempo en este asunto de los delitos económicos y tengo una teoría. Estos chiringuitos financieros, como nosotros los llamamos, nacen cuando se producen dos fenómenos. El primero, una situación de crisis para un grupo numeroso de personas, en el caso que nos ocupa, la minería: se cierran los pozos, no hay puestos de trabajo para nadie, las prejubilaciones de la minería privada, que en realidad es colocar en el paro con cuarenta y tantos años a una gente a la que se le engaña con un incentivo de unos millones que no son suficientes para comenzar una nueva vida… Y puede ser cualquier otro colectivo. El segundo, un sector económico pujante con grandes beneficios que sea necesario ocultar para eludir impuestos, en este momento, la construcción. Así, parte de ese dinero negro del sector necesita ser blanqueado y una forma de hacerlo es a través de esas financieras. Date cuenta de que si hay dos millones de personas incorporadas a esos archivos, son sus clientes potenciales, los bancos legalmente establecidos los tratan como apestados.
—Creo que entiendo.
La verdad es que me costaba trabajo entender todo eso, era un poco enrevesado. Pero esa teoría que me explicó Bustillo de las entidades financieras, de los chiringuitos financieros, debía de ser algo válido para todo el país, pues de un tiempo a esta parte las emisoras de radio y las cadenas de televisión se habían llenado de anuncios de entidades que prestaban dinero en cantidades inferiores a tres mil euros. Me despedí de Bustillo a la puerta del hotel. Me dejó su tarjeta, mejor dicho, intercambiamos nuestros números de teléfono, y también me dio las señas de la Financiera Berciana, a la que me tenía que dirigir cuando todo eso ocurriera.
Era casi la hora en la que había quedado con la teniente Rosario Mijas. Pero de la puerta del hotel a la cafetería de la estación de RENFE sólo eran unos diez minutos escasos, sin ir deprisa. «Me reconocerá en seguida, soy pelirroja», me había dicho. Desde luego, ni ella ni Bustillo habían nacido para pasar inadvertidos por la vida. Pedí otro café solo y encendí un cigarro. A la hora pactada hizo su entrada. En efecto, era pelirroja, pero no me especificó que no lo era de nacimiento, que era la química la que tenía el secreto. Botas camperas, pantalón vaquero elástico, blusa azul celeste con cazadora tejana, todo eso cubría unas formas perfectas. Nada más verla pensé que estaba ante una atleta, muchas horas de gimnasio tenía aquel cuerpo. Conozco el cuerpo de los atletas, y el suyo lo era. Era algo mayor que yo, pero poco, tendría unos treinta y tantos.
—¿Rosario Mijas?
—Encantada —me extendió la mano.
—¿Te parece bien aquella mesa? —le señalé una de la esquina, la más apartada.
—Me parece bien —nos dirigimos hacia ella, después de pedir unos cafés.
—Así que te tocó de secreta —me dijo con una sonrisa.
—Lo pedí voluntario.
—Es duro, te lo aseguro. Conozco compañeros que se han chinao. Es muy difícil mantener dos vidas. Puede llegar un momento en que no sepas quién eres en realidad.
—Espero que no me ocurra.
—Pase lo que pase, sabes que nos tienes a tu lado —no le dije que también tenía a Bustillo; en esta profesión, si algo he aprendido es que tu mano derecha no debe saber lo que hace tu mano izquierda—. Entre la Policía y nosotros siempre han existido muchos celos profesionales, demasiados piques, eso es lo que ha llevado al fracaso en muchas operaciones. En este caso tienes todo nuestro apoyo, no estarás solo.
Calló porque nos estaban poniendo los dos cafés. Echamos el azúcar y lo removimos lentamente, haciendo tiempo para que el camarero cobrara y nos dejara.
—¿Qué sabéis de lo de Llago? —me espetó.
¡Maldita sea! Ella todavía no me había facilitado ningún dato y ya estaba casi exigiendo que yo le dijera todo lo que sabía. Me arriesgué para comprobar si iba a existir colaboración entre nosotros.
—Poca cosa, nadie vio nada. Por las rodadas se ha determinado que era un todoterreno, pero la marca, el modelo y la matrícula son un misterio. Cabe la posibilidad de que el color sea negro. Al parecer, el primer impacto se lo dieron en la espalda, antes de que cayera al suelo y el vehículo le pasase varias veces por encima. De ese impacto debieron de quedar restos de pintura en la ropa del profesor, de los cuales los de la científica poco pudieron extraer salvo el color. El profesor no ha podido aportar nada. Está en coma, como ya sabrás. Hasta que no salga de él, poco más se tiene.
—¿Y el vehículo? ¿No ha aparecido?
—Nada, lo más lógico es que fuese robado y lo dejasen en cualquier sitio. Pero nada, de momento no ha aparecido.
—¿No tenéis más? —seguía preguntando y ella todavía no había soltado prenda, me estaba molestando.
—Hay algo más —dudaba en decírselo, era una información que no había saltado a los medios de comunicación—. Todo hace suponer que el presunto asesino bajó del vehículo para comprobar su obra. No tocó el cuerpo, se limitó a darle un puntapié para ver si se movía. Debió de quedarle sangre en el calzado y dejó marcas que sirvieron para determinar el contorno, de ahí se dedujo el número y modelo de calzado que…
—Que era el número cuarenta y cuatro de una bota con dibujo en la suela que corresponde a un modelo militar, posiblemente de tres hebillas, usada por las unidades de Tierra.
Me quedé mirándola desconcertado; aquella teniente comenzaba a darme datos que ella tenía, y por lo que decía coincidían con los nuestros.
—Sí, todo hace suponer que era así.
—Pareces un forense.
—¿Yo?
—Sí —sus labios dibujaron una sonrisa que se me antojó malévola—, utilizas la precaución de ellos: todo hace suponer, al parecer…
No sabía si aquella sutileza era una broma suya o era una habilidad que tenía a la hora de escuchar a la gente. Me sentí violento, intenté retomar la conversación.
—Vosotros, ¿qué tenéis?
—Un poco más, pero no te hagas ilusiones, es muy poca cosa. Sabemos lo de su calzado por unas huellas que aparecieron cuando asesinó a una de las víctimas arrojándola por el precipicio de la montaña. Un pastor lo vio de lejos: varón, alto, de complexión fuerte, moreno. Por las armas utilizadas nada se ha podido deducir. Los disparos se realizaron con cartuchos del doce, por armas diferentes, escopetas de ánima rayada, casi seguro. Y el disparo del 38 especial fue realizado con revólver, dicen los listos de balística.
—Las armas… ¿han aparecido?
—Nada. Se hicieron pruebas con las escopetas que se poseen en el valle y ninguna coincide. Está claro que se han utilizado armas sin registrar.
—Por lo que me dices, deduzco dos cosas. Primero, tenía que tener alguna relación con los fallecidos para poder acercarse a ellos sin despertar sospechas. Segundo, debe de tener alguna relación con la caza.
—Muy bien —dio dos palmadas—, acabas de llegar y ya estás sacando conclusiones. Me gusta, tengo la sensación de que daremos con el asesino.
—¿Pensáis que sólo hay uno?
—No descartamos posibilidades, pero de momento todo hace suponer que es así.
—Tú también utilizas la precaución forense: todo hace suponer…
—Vaya, vaya, con el inspectorcito —sonrió.
—¿Qué más tenéis?
—Sospechas, nada más que sospechas. La pista de la cuadrilla que trabajó en Infierno es sólida. El propio atropello de Llago nos lo confirma, él también trabajó con ellos. Todos formaban entre los años 68 y 75 la cuadrilla de Picas.
—Si alguien está vengándose de ellos, aún le quedan tres vivos. ¿Los tenéis vigilados?
—¿Vigilados? ¿Para protegerlos? Cuando los conozcas te darás cuenta de que no necesitan de ninguna protección. Se protegen solos.
—¿Qué fue esa cuadrilla? ¿Qué pasó?
—Esa es tu misión. Nadie habla. Y los que hablan ni saben lo que fue ni lo que pudieron hacer. Tal vez sea un secreto que se llevarán a la tumba.
Nos intercambiamos los números de teléfono y quedamos en vernos todas las semanas para cotejar información. No le dije nada de la Financiera Berciana, al fin y al cabo era una misión exclusivamente de la competencia de la Policía, ellos no podían entrar en su investigación. Además, era un asunto en el que no se iba a trabajar hasta dentro de unos meses; mejor dejarlo de momento. Al salir me fijé en el quiosco de la estación, había un libro que me llamó la atención: El dominó, en diez lecciones. Entré y lo compré, estaba seguro de que me iba a ayudar en mi misión. Había visto en la tasca de Pacita cómo varios parroquianos jugaban al dominó. Yo no sabía jugar, pero estaba seguro de que si aprendía me iba a servir para integrarme un poco más con ellos.
—¿Te gusta el dominó?
—Al contrario, no tengo ni idea. Quiero aprender.
—Pues en eso no te puedo ayudar, en mi vida he jugado una partida. ¿Adónde vas?
—Tengo el coche al lado del hotel Temple.
—Sube, te acerco.
Entré en su coche. En el asiento del conductor, un libro sobre psicología evolutiva. Lo apartó para que me sentara.
—¿Estudias psicología? —le pregunté intrigado.
—Sí, he sido siempre aficionada. Y desde que estoy en Ponferrada aprovecho que tiene sede de la UNED para estudiar. Y voy en cuarto —me dijo con orgullo.
Nos despedimos con la promesa de estar en contacto. Pero antes tuvo que decir algo para sacarme de mis casillas.
—Te imaginaba de otra manera.
—¿Con rabo y cuernos?
—No. Es que se oyen cosas de tu vida.
—Ilústrame. ¿Qué dicen los de verde de mí?
—«Ramalho, caso resuelto y tempestad segura», ha llegado a mis oídos.
Eran casi las seis cuando me dirigí hasta Vega. Tenía que ponerme a trabajar deprisa, el tiempo apremiaba, el lunes comenzaba en el pozo y disponía de poco tiempo para hacerme al terreno e ir conociendo a la gente del pueblo. A las siete menos diez estaba entrando por la pensión de Pacita. Nada más verme se dirigió a mí y me entregó la factura de las dos cerraduras del armario y la vuelta, once euros.
—La factura y su dinero.
—No necesito la factura para nada.
—Cójala, lo pagó usted. Suya es la factura y el dinero que sobró.