29 ¿Fin?

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¿Fin?

Miro el reloj, las seis y cuarto, hace casi quince horas que llevo narrando lo ocurrido. He terminado. Dirijo mi vista hacia el comisario general, que no muestra ni un atisbo de extrañeza ni de incredulidad por lo que acaba de oír. He terminado, parece que grito en mi interior. Es frío, sigue sin decir nada. Veo que aprieta la tecla de borrar de la grabadora, la cinta gira sin control hacia el lugar contrario al que lo venía haciendo. Miro la cámara, la luz roja se apagó al mismo tiempo que la cinta comenzó a rebobinarse.

—Ha sido interesante lo que me ha contado —me dice, mientras me clava su mirada, esos ojos grises que no dejan ver el interior—, pero ¿qué quería que hiciese con esta confesión?

—No sé —digo extrañado—. Usted es el comisario general, usted tiene que saber qué se hace cuando un miembro de esta Policía confiesa tres crímenes.

—Se lo voy a explicar para que usted me entienda —se levanta, enciende un cigarro, exhala el humo y con voz pausada prosigue—. Vivimos en una sociedad que carece de héroes, de modelos a imitar. Nuestros jóvenes crecen sin horizontes en los que fijarse. Los héroes han muerto, si es que en alguna ocasión existieron. De repente aparece usted: oro en Atlanta con veinte años, casi igualando el récord de Cassius Clay, es usted el primer español que lo consigue; más tarde número uno en la Academia de Policía; en apenas un año de trabajo, ya ha sido usted condecorado dos veces con la medalla al mérito policial. Su historia ha salido con todo lujo de detalles en la prensa diaria, en revistas, en todos los medios de comunicación, y no sólo de la geografía nacional. La prensa fue capaz de relacionarle con todos los hechos: su imagen sacando a Pantera por la rampa de Infierno, salvándole la vida; cientos de fotos suyas con víctimas del 11-M en sus brazos han dado la vuelta al mundo… Los niños de este país le adoran, quieren ser como usted. Las madres le ponen de ejemplo como la meta y el camino que deben seguir sus retoños. Y a todo esto, ¿qué hace usted? Se dirige a mí para confesarse, para contarme la verdad, que es usted un asesino. ¿Qué quiere, que le detenga?

—Yo sólo quería contarle la verdad.

«Sólo quería calmar mi conciencia», digo para mis adentros, «Cállate, Trinidade, filho, calla, tú no debes tener conciencia, eso es una rémora judeocristiana, tú tienes una misión, una misión que vas a terminar», la voz de mi mãe resuena en mi cabeza.

—La verdad, dice. ¿Qué verdad? —da otra calada al cigarro—. La verdad ya fue escrita. A Graus lo mató la mafia de Miami, Cero, o los Ángeles del Infierno, si usted quiere. Su comisario jefe ha sido destituido y está siendo investigado. Caso cerrado. Para mí usted es un héroe, y para este país también. Por mi parte no hay más que hablar.

Miro al espejo que da a la sala de testigos, intuye lo que estoy pensando.

—No se preocupe. No hay nadie, no ha habido nadie durante toda la confesión. Si se está preguntando el porqué, la respuesta es sencilla: cuando el comisario general interroga, nadie está al otro lado del espejo. Nadie ha oído su confesión. Una confesión que nunca se ha producido.

Me levanto, no sé si tengo que darle las gracias o acusarle por negligencia en su trabajo. Pero es él quien continúa hablando.

—Usted lo que debe hacer es recuperarse cuanto antes. ¿Cuánto le han dicho que durará su baja?

—Los médicos calculan, si todo va bien, unas dos semanas.

—Pues, recupérese. Y dentro de dos semanas le esperamos. Usted va a quedar asignado a mi departamento, si no tiene inconveniente.

—¿A su departamento? —me ha desconcertado su ofrecimiento.

—Sí, necesito gente como usted —da otra calada al cigarro.

—Pero…

—Sin peros —se vuelve a sentar y me mira fijamente—, sé que no somos los más agradables dentro del cuerpo. La Policía de la Policía, esa bazofia que circula por ahí, dicen sus compañeros. Pero tenemos muchas cuestiones que resolver y necesitamos gente como usted. Gente que no tenga reparos en aplicar la justicia, aunque sea bordeando la legalidad. Gente como usted, que se toma la vida como un enorme ring en el que está solo frente a todos. Es un trabajo duro e ingrato, pero esta sociedad nos necesita, necesita a los vigilantes de los vigilantes. Recuerde: nos necesitan.

—Entonces, ¿en cuanto me den el alta me incorporo a su departamento?

—Así es. Tenemos mucho trabajo, necesitamos su ayuda. Su primera misión ya la tiene asignada: localizar y detener a Cero.

—¿A Cero?

—Sí, ya se le explicarán los pormenores de su misión. De momento le puedo adelantar que el asunto ha terminado en nuestro departamento porque todo hace sospechar que se trata de alguien de dentro del cuerpo policial. Ah, se me olvidaba. ¿Cursó usted la solicitud para el ingreso en el curso de ascenso a inspector jefe?

—No —digo, sorprendido—, aún no tengo la antigüedad mínima para poder aspirar a ese curso de ascenso.

—Hágame caso, curse la solicitud. De lo demás se encarga este departamento. Una cosa más, Ramalho. Desde Atlanta hasta que usted ingresa en la Academia de Policía pasaron casi cinco años. Durante ese tiempo, ¿a qué se dedicó?

—No lo quiera saber, comisario, no le agradaría.

Me despido del comisario general y salgo a la calle, son las siete. La sirena que anuncia un cambio de relevo en Infierno estará sonando, un nuevo día más incierto que el anterior comienza para ellos. Enciendo un cigarro y contemplo las calles de Madrid a esta hora. Todo el bullicio está a punto de explotar: camiones de carga y descarga que ultiman sus tareas, comercios que rematan la limpieza de sus escaparates, luces de farolas que nos dejan a la llegada de los primeros rayos de luz solar, bocas de metro atestadas de gente, paradas de bus urbano que olvidan su soledad, los tubos de escape, las bocinas de los automóviles por doquier… Amanece. Madrid amanece. Y no huele a trigo ni a ovejas, ni sus calles están impregnadas de carbón, ni una marabunta humana vestida de mahón camina hacia las entrañas de la tierra. Estoy en Madrid.

Camino despacio, mirando el ajetreo a mi alrededor. Pienso en lo que dejé en Vega. Pienso en todos ellos. De repente me asalta el conductor de una furgoneta que está descargando para El Corte Inglés.

—Perdone, ¿usted no es Ramalho da Costa?

—Sí —le miro sorprendido.

—¿Sería tan amable de firmarme un autógrafo? Es para mi hijo, quiere ser como usted, le admira mucho. Bueno, todos en casa le admiramos.

Me extiende una revista en la que han colocado en la portada una foto mía de archivo, es de las Olimpiadas. «Cómo se forja el oro», han titulado la portada.

—¿Cómo se llama su hijo?

—Oliver.

«Para Oliver, con cariño». Se lo firmo: «El Trini». Me da las gracias. «No hay santos ni héroes, todos meamos de pie», me repetía las palabras de mi tío para que la gloria no se me subiese a la cabeza. En realidad soy un asesino que la prensa ha elevado a los altares. Sigo caminando entre el olor de los tubos de escape y las alcantarillas, el ruido de vehículos y de una muchedumbre que corre. Madrid despierta.

Comisario general Antonio Marco, me has introducido en tu departamento. Sé la razón por la que has sido inamovible todos estos años: te has rodeado de los policías que te deben favores, a los que tienes cogidos por las pelotas; tu departamento es el refugio de todos aquellos que tienen algo que ocultar, una especie de Legión Extranjera, todos te obedecen ciegamente. Aunque no lo sepas, he conseguido lo que pretendía, entrar en tu departamento. Pero hay un pequeño detalle que ignoras, tú eres la Policía de la Policía, pero yo soy la Policía de las víctimas, la espada que te vigila.

Miro para atrás, la figura que me ha estado siguiendo desde ayer se acerca. Detengo mis pasos, giro y me dirijo hacia ella, quiero saber quién pisa mi sombra. Es una mujer embutida en una gabardina de color beige con la capucha tapándole la cara. Me acerco, le retiro la capucha.

—¿Me puede decir la razón por la que me sigue? —le digo, clavando mi mirada en la suya. No me la retira.

Cuarenta y tantos años, su cara me resulta conocida. Parece mayor de lo que en realidad es: demasiadas ojeras, canas que parecen crecer según la miro, mirada triste, manos temblorosas.

—¿No me conoce, verdad?

—No —se lo digo sin mucho convencimiento.

—Soy la madre de Aitor —coloca su fotografía delante de mi vista—. ¿Se acuerda de él? Era uno de los niños desaparecidos en el distrito de Vallecas hace más de un año.

Ahora la reconozco, un día se había presentado en la comisaría a denunciar la desaparición de su hijo. Le prometí que lo encontraría. Y lo encontré, en el sótano de Graus.

—Ahora me acuerdo de usted. ¿En qué la puedo ayudar?

—Usted me dio su palabra de que encontraría a mi hijo.

—Eso es cierto. Aunque sea doloroso, tuvo el mismo destino que todos los demás niños desaparecidos.

—No —dijo de forma rotunda—, entre los restos que se encontraron no había nada que indicase que mi hijo sufrió aquel destino.

—¿Y el doctor Cano no lo reconoció en el interrogatorio?

—De todas las fotos de los niños desaparecidos la de mi hijo fue la única que aseguró no haber visto nunca —la miré perplejo y desorientado—. Usted me dio su palabra de que le encontraría, sólo quería recordárselo.

Se subió de nuevo la capucha, dio media vuelta y se alejó calle abajo. Su figura se perdió entre el gentío.

Recibo un mensaje en mi móvil, es de Rosario: «Tu teniente de la Guardia de Asalto localizado. Rosario». Sonrío, a veces la vida te ofrece esos momentos de bienestar dentro de la vorágine diaria.

Hay otra cosa que no te he contado, comisario general: busco a mi padre. Tengo su retrato robot y el ADN en mis venas, como ya sabe, pero lo que he omitido es que él era policía.

Debo recuperarme. Hurgo en el bolsillo de mi cazadora, saco un papel. Es el dibujo de Paula: un boxeador con una estrella de sheriff en el pecho que llega o se marcha de un lugar. Debo recuperarme. Tengo que encontrar a mi padre. Cuando lo haga le ocurrirá lo mismo que a Graus. Y dentro de unos días debo comenzar a buscar a Cero. Y a Aitor, le di mi palabra a su madre, mi palabra, lo único que me queda.

«¿A qué se dedicó usted esos cinco años?», me preguntas, comisario general. No te lo voy a decir, nunca lo entenderías.

Me coloco los auriculares del walkman, suena de nuevo un tango:

… y oigo el rezongo de mi pasado.

Fuiste compadre del gavión y de la mina,

y hasta comadre del bacán y la pebeta…

Nací, me crie, camino y sobrevivo en el asfalto, mi verdadero padre. Madrid amanece.