28
… y final
Cuando desperté, estaba en una cama del hospital. Apenas podía moverme. Tenía el brazo derecho enyesado y todo mi cuerpo magullado. Lo primero que vi fue a la teniente.
—Buenas tardes, bello durmiente —me dijo sonriendo.
—¿Cuánto tiempo llevo aquí? —le pregunté, en medio del sopor que me invadía.
—Casi veinticuatro horas. Te anestesiaron y te extrajeron la bala del hombro. Al parecer habías perdido mucha sangre. Los médicos quedaron extrañados de que te hubieras mantenido consciente con la cantidad de golpes que habías recibido.
—Me duele todo. Apenas puedo moverme.
—Relájate. Unos días aquí y quedarás como nuevo.
—¿Cuánto tiempo me van a tener ingresado?
—Si te recuperas pronto, tres o cuatro días más.
Cerré los ojos, mi mente volvió sin querer a la vía muerta del tren.
—¿Murió? —pregunté, refiriéndome al hermano de Yoli.
—Sí, no se pudo hacer nada por él. El puñal de Eriko le cortó la yugular cuando se le clavó en el cuello.
—Supongo que a Eriko le aplicarán la ley de extranjería y lo largarán de España.
—Te equivocas, Ramalho, ya nos hemos puesto a arreglarle los papeles.
«Es mi amigo», había escrito en los recortes de periódico que tenía pegados en el espejo de la habitación.
—¿Yoli qué tal está?
—Bien, el golpe le hizo perder el conocimiento y perdió sangre, pero está bien. Se recupera pronto.
—¿Zurdo?
—Acaba de marcharse. Ese hippie del siglo XXI te tiene mucho cariño, ha hecho guardia junto a tu cama casi todo el tiempo.
Cerré de nuevo los ojos, volvían todos los muertos a mi mente. Tuve la sensación de que Rosario traspasaba mi cráneo y leía mis pensamientos.
—Te traje los periódicos del día. Supongo que te reconocerás en las fotos —abrió los periódicos y me mostró varias páginas.
Hablaban de mí. Alguien había relacionado muchas cosas: el rescate de Pantera en Infierno, mi presencia en los vagones del tren el 11-M, la resolución del asunto de los asesinatos de la cuadrilla… y a todo eso le unieron mi presencia en el podio de Atlanta. Tenía la sensación de que el profesor Llago tenía algo que ver. Todo me hacía quedar como un héroe. Suponía que si mi tío en Asturias lo había leído se sentiría orgulloso de mí. Estaba seguro de que habría llamado a mi mãe y se lo habría contado.
Yo no había previsto ser ningún héroe. «Los santos y los héroes también mean de pie», me decía siempre mi tío para desmitificar a los grandes nombres del boxeo a los que me había tenido que enfrentar. Pensaba en más gente, en la repercusión sobre muchos de ellos.
—¿Ha venido alguien a verme? —le pregunté de forma genérica, pero pensaba en Paula, en Luci.
—Han venido todos, Ramalho. Hiciste patria en Vega. El guardia que te puse en la puerta fue haciendo una lista de toda la gente que vino a verte —desplegó un folio con anotaciones a bolígrafo—. Vamos a ver. Vino una tal Pacita…
—La conozco —sonreí.
—Uno que se identificó como Pantera.
—Ya —también Pantera, pensé.
—Una niña que se llamaba Paula que no quería marcharse de tu lado. Se agarró a las sábanas y decía que no se marchaba, que era tu ayudante.
—¿Y Luci, su madre, estuvo por aquí?
—También estuvo. ¿Te gusta esa mujer, verdad?
—Es posible —tomé aire.
—También tuviste la visita de Eriko y de tres señores mayores que decían que venían a ver al Trini.
—Rocky y los otros dos abueletes.
—Descansa, lo necesitas.
Me dejó solo en la habitación. Pensaba en todos ellos. Habíamos descubierto al asesino de la cuadrilla, una venganza personal. Estaba algo insatisfecho, me habría gustado otra solución a todo aquello. Se lo digo de corazón, me habría gustado tener que detener a todos los Vallona y juzgarles por muchas cosas: por explotación, por apropiación indebida de bienes públicos, por condiciones inhumanas en el trabajo, por mafiosos, por enriquecimiento desmedido, por… tantas cosas, pero muchas no eran ni delito. Me quedaba un mal sabor de boca, como si antes de marcharme tuviese que hacer algo contra ellos. En eso me dormí.
Como Cristo, al tercer día resucité. Me dieron el alta en el hospital. Zurdo había venido a buscarme. Yo todavía llevaba el brazo en cabestrillo y no podía mover el hombro derecho. Paseé por Ponferrada, pasé por su Plaza Mayor, por delante de su Ayuntamiento, esa pecera llena de peces negros, que diría Millas. Me marchaba de Vega, rumbo a Madrid. Me acordé de la gente de Vega, les compré unos cuantos regalos antes de mi partida.
A Eriko le compré un atlas mundial, tenía que ubicarse geográficamente en un mundo que no iba a ser su amigo precisamente.
—Y estudia. Como Paula me diga que no te sabes las lecciones me enfadaré contigo.
—Es una buena maestra —dijo, mientras nos despedíamos con un abrazo.
A Pacita le llevé una docena de rosas blancas, las que a ella le gustaban, las que siempre soñó con recibir pero que nadie le había regalado jamás. Me dio un fuerte abrazo y un enorme beso.
—No te olvides de nosotros —me dijo, antes de marcharse secándose las lágrimas.
No me podía olvidar de los tres abueletes que hacían guardia a la puerta de la taberna. Les llevé un cohíba cubano para cada uno y una foto mía en el ring dedicada para Rocky. Fue en ese momento cuando aparcó ante nosotros un mercedes gris deportivo de esos de casi treinta millones de las antiguas pesetas. De él salieron los dos aprendices de gángster del otro día y un tercero.
—¿Ramalho? —estaba claro que no leían las noticias ni veían la televisión.
—Sí, soy yo.
Se acercaron a mí y me colocaron una pistola en el abdomen.
—Somos de la Financiera Berciana. Acompa…
—Dejen las armas en el suelo, despacito.
La orden de Zurdo iba acompañada del doble chasquido de su charrasca al ser amartillada. Sus cañones apuntaban a la cabeza del que portaba la pistola.
Extraje mi arma de la sobaquera con la mano izquierda y les apunté mientras dejaban sus armas en el suelo. Después los coloqué con las piernas abiertas y las manos en el capó de coche. Los cacheé y les cogí la documentación. Eran de la agencia de detectives que trabajaba para Vallona. Carecían de permiso para llevar armas. Llamé a la teniente para que mandara un vehículo a recoger a aquellos tres. Posesión ilegal de armas de fuego. Poco era, pero menos era nada. Llamé también a Bustillo por si quería interrogarlos.
—¿Va a presentar denuncia, inspector? —me dijo uno de los guardias civiles que habían llegado para llevárselos.
—Sí, ahora subo hasta el cuartel.
Vi alejarse el coche de la Guardia Civil con los tres detenidos y me senté con los tres abuelos y con Zurdo a fumar los cohíbas. Luego subiría a cursar la denuncia. Miraba aquel coche propiedad de los Vallona, casi treinta millones para uso de sus matones, comprado con el sudor y la sangre de mineros. Se me ocurrió una maldad.
—¿Sabéis? —le dije a los tres abueletes—. Me gustaría tener en estos momentos setenta años.
—¿Por qué? —preguntó el que siempre se sujetaba la boina.
—Es la edad penitenciaria. Si alguien con esa edad comete un delito, no va a la cárcel, es demasiado mayor. Lo llevan a otro lugar, una especie de residencia. Siempre y cuando lo pillen. Por ejemplo, si a este coche de los Vallona alguien que tuviese setenta años le prendiese fuego, aunque hubiera pruebas contra él, poco le podrían hacer.
Les dejé meditando. Zurdo me subió hasta el cuartel de la Guardia Civil a poner la denuncia. Al parecer a dos de ellos les estaban buscando por una extorsión en no sé dónde. No era mucho pero les caerían unos años. En cuanto terminé allí, Zurdo me bajó hasta el pueblo. Desde lo alto contemplábamos una columna intensa de humo negro y de repente oímos una explosión. Según nos acercábamos pudimos ver lo que ocurría: el mercedes gris deportivo que los Vallona cedían a sus matones había sido empujado hasta el río y le habían prendido fuego, el depósito acababa de reventar. Zurdo y yo no pudimos contener la risa. Los tres abueletes continuaban sentados en los escalones fumando los cohíbas, como si nada hubiese ocurrido.
—Cuando bajen los guardias y les pregunten si han visto algo, responderán al unísono: nada, señor guardia, cuando vinimos de orinar, ya sabe, por lo de la próstata, el coche ya estaba ardiendo, pero no sabemos quién pudo ser.
Seguíamos riendo, imaginándonos la escena. Iba a despedirme de Luci y de Paula y Zurdo optó por dejarme solo. Me acerqué hasta el quiosco de Luci, La Ilusión. Estaba apoyada en el marco, como casi siempre que no tenía gente.
—Venía a despedirme de Paula.
—Está con sus primos, jugando con los aparatos esos que le regalaste. Casi no pisa el parque desde que tiene todos esos artilugios tecnológicos.
—Me alegro de que le gusten. Le das este móvil que le he comprado a modo de despedida. Ya está cargada su tarjeta. Dile de mi parte que estudie mucho y que me llame. Bueno, espero que tú también me llames.
—Te va a echar de menos… Te vamos a echar las dos de menos —vi una lágrima prisionera en su ojo derecho.
Le pasé mi dedo índice por la mejilla.
—Al final era cierto, eras policía.
—Ya ves, no le mentí a Paula, ni a ti.
Me despedí de ella, con dos besos y un nudo en la garganta. «Dile que te gusta, que estás enamorado de ella», la voz de mi mãe en mi cabeza. «Calla, mãe», le decía.
—¿Decías algo? —preguntó Luci.
—Nada, hablaba solo. Cuídate.
Zurdo se acercó y me entregó una carpeta con una serie de documentos.
—Son todos los datos que tenemos sobre mi tío, el que fue teniente de la Guardia de Asalto. Tú tienes acceso a muchos archivos. Míralos. Ya no es por mí, es por la paisana, le darías una alegría si en algún lugar hay rastro de él.
—Con tu permiso le pasaré una copia a Rosario. La Guardia Civil tiene otros archivos y a lo mejor también puede ayudar.
Me despedí de él con un hasta luego, al fin y al cabo lo iba a ver en Madrid la semana siguiente ya que se había comprometido a llevarme el coche.
Caminé hasta la estación del tren. Iba despacio, todavía quedaban treinta minutos para su llegada y como siempre se retrasaría. No había nadie en la estación. El letrero se balanceaba chirriando por falta de aceite. «Vega del Bi», rezaba en el cartel: una pedrada de algún chaval había roto el cristal y eliminado las otras letras. Hasta el nombre perdía ese pueblo. El tren estaba a punto de llegar, era la hora. De repente vi a Paula corriendo, agarrada a la mano de Luci. En cuanto me vio, se soltó de ella y emprendió una carrera hacia mí, saltó y me abrazó con una presa difícil de librar. La cogí en mis brazos y la abracé, no paraba de llorar.
—En cuanto se enteró de que te marchabas no hubo nadie capaz de contenerla, tenía que venir a despedirse.
—No llores, Paula, con el móvil que te he regalado puedes llamarme cuando quieras. Además, en cuanto me recupere vendré a verte.
—Te hice un dibujo, es mi regalo —y extendió una lámina de un bloc en la que había pintado un boxeador con una insignia de sheriff en el pecho, parecía que llegaba o se marchaba de un pueblo oscuro, tiznado de carbón.
—Gracias, Paula, este regalo irá siempre conmigo.
El tren había llegado, me despedí de las dos. Desde la ventana del vagón aún les decía adiós. Paula lloraba. «Salta del tren y abrázalas, y dile a Luci que la amas», otra vez la voz de mi mãe en mi cabeza. «Cállate, mãe, por favor».
—¿Decía algo? —era mi compañero de viaje.
—No, nada, hablaba solo.
El tren arrancó y las fui perdiendo de vista en el andén. Entramos en el túnel del Lazo, el que separa el valle de la Meseta, un punto de encuentro entre dos mundos.
Me coloqué los cascos del walkman.
Si no volvemos a vernos, tierra querida,
quiero que sepas que al irme dejo la vida…